En lugares públicos, riadas humanas desbordadas y descontroladas. Contenedores quemados. Asientos arrancados. Cristales rotos. Coches abollados. Mobiliario urbano destrozado. Agresiones físicas. Griterío. Etcétera. Ante un panorama así, la presencia de los antidisturbios no se cuestiona. Nadie se plantea la conveniencia de que haya una pareja de la Guardia Civil pidiendo calma o la necesidad de que acuda la científica con el propósito de analizar el tipo de herramienta que se ha utilizado para ocasionar tal o cual estrago. Nadie. Situaciones tan brutales exigen diques de contención sólidos, capaces de minimizar y/o neutralizar la expansión de la ira desnortada.
Hace tiempo que en las redes sociales se echa de menos la existencia de una suerte de policía antidisturbios a tenor de la manera de actuar de un porcentaje muy elevado de usuarios que ha decidido prescindir de la sana, edificante y enriquecedora discrepancia dialógica y ha optado por dar golpes a diestro y siniestro contra cualquiera de los señalados por sus cabecillas. Para el caso que nos ocupa, importa no olvidar que el espíritu borreguil que los caracteriza exige la presencia de un pastor que, una vez constatado que los tiene bajo su yugo, les diga adónde han de dirigir sus flechas.
Hay violencia en las redes, mucha, demasiada. Es un tipo de violencia desconocida para la humanidad: se multiplica y globaliza en un instante, y se desarrolla bajo los parámetros de la comunicación lingüística en entornos que, a priori, consideramos amigables, como son las redes sociales y, por extensión, internet. En este marco tan singular donde se mezclan la lengua y la tecnología, los impulsores de las guerras mundiales -de las múltiples que nos asolan- han decidido prescindir de las balas y las bombas, que en este nuevo estado de las cosas pasan a ser vistas como reliquias; como objetos de una época remota, anticuados, desfasados…
Llegamos a la frontera del primer cuarto de siglo XXI constatando que las palabras manipuladoras y mentirosas, y las acosadoras, esas palabras-tumor capaces de multiplicar sus efectos dañinos y que nunca vienen aisladas, sino en manadas, son las nuevas balas; y los tuits y sus homólogos, las novedosas bombas. En una moneda, el mismo valor tienen el haz y el envés. El mismo cuchillo que usamos para trocear la manzana que comeremos en comunión se utiliza también para rasgar la paz y agujerear la convivencia. Los vocablos de la alegría, combinados de manera conveniente, sirven también para la tristeza; los del sosiego, para dar forma a la angustia; los…
Las palabras o las balas no tienen la culpa, sino quienes las arrojan. Del mismo modo que quemar un contenedor no es una manifestación de libertad; tampoco lo ha de ser insultar, amedrentar, amenazar, intimidar… Se puede discrepar, pero no se debe atacar, golpear, violentar a la parte contraria. Y eso es lo que está pasando en las redes. Hay especímenes incapaces de distinguir los márgenes donde una opinión contraria pasa a ser un puñetazo verbal. Hablo de sujetos, de tipos, así, en plural; me niego a individualizar. No es un usuario, ese, aquel, el otro y el que está más allá; no, hablamos de colectivos, sean de la ideología que sean, que han asumido su pertenencia a una guerrilla, a una banda armada con pistolas de palabras ajenas a lo que significa la libertad de expresión y que merece ser disuelta al instante, desalojada del edificio informático que okupan y que las personas de bien han asumido que debería ser un espacio de libertad, conocimiento y convivencia.
Escribo estas líneas inspirado por un lamentable suceso que ha vivido Santiago Gil después de publicar este artículo: “La isla que se hunde” (https://tiempodecanarias.com/opinion/planeta/la-isla-que-se-hunde). Estoy de acuerdo con todo lo que apunta en este escrito; a mi juicio, verdades a mansalva. Mas no me solidarizo con él porque comparta cuanto expone (que también), sino porque tiene derecho a contarlo con tranquilidad, sin inquietud, sin temer represalias ni consecuencias nefastas; sin sentirse preocupado, triste, desencantado… No ha escrito un decreto de obligado cumplimiento, sino una opinión que podrá o no ser compartida; y lo ha hecho, además de con la habitual maestría escritora que atesora, con exquisito respeto y siendo consciente de que no han de faltar quienes no estén de acuerdo con él.
Si sus atacantes («los fanáticos y los fanfarrones, los extremistas de siempre y los gamberros que hemos dejado crecer sin tener en cuenta que algún día podían volverse contra nosotros», como los describió nuestro autor), atentos a su inclinación por la violencia, hubiesen tenido que ser controlados y reducidos por la policía antidisturbios en cualquier lugar público, ¿cómo no vamos a reclamar un cuerpo homólogo para que haga lo propio en las redes, donde tanto mal nos causan a todos?