Imbéciles por vocación

Puedo aceptar que se salten las normas o instrucciones dictadas por nuestras autoridades quienes, por cuestiones inherentes a la naturaleza, están faltos o escasos de entendimiento o de razón. Creo que mi aceptación es comprensible. No se les puede culpar de ir contra la ley porque, en el fondo, no es eso lo hacen: no van contra la ley, simplemente no saben cumplir con ella. No hay mala voluntad en los incumplimientos, sino una incapacidad para llevarlos a cabo. Reconvenidos, aprenden (los que puedan, claro está) y no repiten la conducta reprochable.

Y no puedo aceptar el saltarse las normas porque sí, porque se está en contra de lo dispuesto o porque se quiere probar una suerte de actitud social contraria a lo estipulado. Por ejemplo: incumplir la directriz de que solo un adulto debe estar con un menor durante la hora de asueto “callejero” que se permite con el fin de que nuestros infantes puedan disfrutar de cierto desconfinamiento. El que más de un adulto esté con un menor; el que haya adultos sin menores; el que se esté más de una hora fuera; el que se desatiendan las normas de distancia exigidas; el que… me enfada, me molesta, me irrita porque lo interpreto como una desconsideración hacia los que, por nuestra situación, no podemos disponer de un permiso para salir de nuestras casas no circunscrito a la adquisición de provisiones o medicinas. Hay, además, en toda esta manera de actuar una burla explícita al sistema, en general; y, en particular, a esa aceptación colectiva que todos asumimos cuando atendemos a las disposiciones de nuestras autoridades.

Hacer aquello que no se debe hacer y que quizás harían quienes no pueden evitarlo por su naturaleza es propio de indecentes. El incumplimiento a sabiendas de las normas e instrucciones dictadas para el beneficio colectivo es repulsivo cuando no se dan situaciones que pongan en peligro la supervivencia o la de cualquier otro ser humano. Si saltándome un semáforo evito atropellar a un peatón, es comprensible que incumpla la norma; pero no lo es que entre en un parque infantil al que no se me permite acceder, por muchas ganas que tenga mi hijo pequeño de subirse al tobogán o al columpio, o no establecer una separación mínima con otras personas que evite cualquier posibilidad de contagio.

El asunto se agrava cuando a la indecencia se le une la publicidad; o sea, cuando estos indignos que incumplen de manera premeditada las normas luego se jactan de compartir a través de Internet su fechoría. Me resulta difícil concebir qué puede pasar por la cabeza de estos individuos. Reconozco mi desconcierto al respecto. Si ya me parece estúpido el que alguien, por no sé qué motivos (supongo que igualmente estúpidos), lleve a cabo una acción innecesariamente arriesgada, peligrosa y dolorosa (un acto propio de Jackass, como dice Wikipedia) y la difunda en sus redes sociales, el que esta acción sea además contraria al ordenamiento supera cualquier explicación que pueda dar al fenómeno.

Ir contra la ley haciendo lo posible por evitar que te descubran y que te castiguen entra dentro de lo razonable; por eso, los infractores se esconden y procuran que no se les identifique. Nadie duda de su inmoralidad ni de la sanción que se merecen por el perjuicio que causas; y nadie duda de que, por eso, porque no quieren recibir el daño del castigo, hagan lo posible por no ser descubiertos. Pero ir contra las normas sin que se oculten, sin que procuren que no les graben o sin poner mucho interés para que no se sepa que forman parte del delito, es propio no ya de inmorales, indignos e indecentes, sino de…