Hace un tiempo, no sabría decirte cuánto, aunque deduzco que por las fechas de la publicación de mi Lecturas civiles, puesto que lo que deseo contarte está relacionado con un decálogo que aparecía en esta obra, al final, a favor de los libros impresos, alguien (sé quién, pero no debo desvelar su identidad) me preguntó sobre las razones por las que seguía haciendo uso del soporte papel para que viesen la luz mis publicaciones y, por extensión, aquellas otras que me tenían como editor o mediador editorial. «Cómo es posible —me preguntaba mi interlocutor— que, no siendo lego en cuitas digitales, continúes defendiendo como lo haces la impresión de libros sobre papel. ¿Romanticismo?», preguntó con relativa sorna; amable sorna, sí, pero sorna al fin y al cabo.
Yo, sin pretender ser cínico, le espeté un rotundo: «Es la economía…». Le expliqué a continuación que un libro impreso, mi dilecto lector, da de comer a muchas bocas. Quizás no tantas como puedas imaginarte, pero sí muchas más que un archivo digital. No niego la existencia de un cierto aroma romántico en el papel; pero, en estos tiempos tan verdaderamente poco proclives para la lírica, mi balanza tiende a ir, con más frecuencia de la deseada, hacia el lado de la supervivencia física.
En los agradecimientos de mi ‘Quijote’ tuneado, me acordé de todos o, mejor dicho, de buena parte de los poseedores de bocas que son alimentadas por los libros con lomo. Frente a una economía que elimina puestos de trabajos, ¿qué tal una que traiga pan para los trabajadores y sus familias? Así se lo recordé a mi oculto interlocutor cuando volvimos sobre el tema tras la lectura de la señalada tabla gratulatoria; y así lo sigo defendiendo a día de hoy desde mi humilde posición de editor. Le dije lo que entonces dije y sigo ahora diciendo:
«Para que un libro llegue a las manos de un lector es necesario que muchas personas cumplan con la tarea empresarial que se les ha asignado:
alguien tiene que hacer la revisión editorial y rellenar la hoja de créditos que ves en la segunda página,
alguien tiene que negociar con la imprenta el coste de los ejemplares,
alguien debe hacer las gestiones administrativas oportunas para que el libro quede registrado de manera adecuada,
alguien debe configurar la maquinaria de impresión para que los ficheros del texto y de la cubierta se impriman,
alguien debe hacer el trabajo de encuadernación del texto impreso y la cubierta,
alguien debe supervisar que todos los libros se han impreso y encuadernado sin errores,
alguien debe llenar las cajas con los ejemplares,
alguien debe cargar las cajas de libros en el vehículo de transporte,
alguien debe gestionar la documentación de la mercancía para que llegue a su destino,
alguien efectúa el transporte desde la imprenta (lugar de origen) hasta el destino (la editorial),
alguien debe descargar las cajas en el almacén de la editorial y de la distribuidora,
alguien de la distribuidora llevará los libros a la librería,
alguien de la librería los recibirá y los registrará para su venta,
alguien en la librería lo vende…
Quiero dar las gracias a todos esos “álguienes” que he enumerado y a los que, por despiste u economía de la enumeración, no he citado, a quienes pido perdón por la omisión».