El principio de un puzle es una simple ficha situada en el hipotético centro de una superficie llana, sin obstáculos e infinita en sus dimensiones porque será depositaria de aquello que, entregado, nunca se recuperará como se dio: nuestro tiempo. Quizás no se trate de la ficha más destacada cuando el conjunto esté compuesto; es probable que, vista la obra con la suficiente perspectiva abarcadora, no seamos capaces de hallarla en medio del océano de piezas que cautivarán nuestra atención. Posiblemente, la recordaremos solo cuando hablemos de cómo se hizo el puzle, lo que condicionará su valor: pasará la ficha de ser el centro de una anécdota cercana y entrañable a convertirse en una lejana leyenda sin transmisión cabal porque los años habrán desdentado el conjunto. Un día cualquiera, la piecita y las que queden reposarán en un desván; otro día, quizás no tan distante del primero, estarán en la basura.
Mas para todo lo que hubo y podrá haber, ese simple centro (al que se abrazaron otros que, a su vez, también fueron abrazados y así sucesivamente hasta que se fijaron los límites del puzle) es y será siempre el más importante, aunque pueda llegar a ser olvidado, siguiendo los dictámenes de la memoria, como lo han sido emperadores y vasallos del pasado, todos por igual. Esa primera ficha en nuestra mano y situada en un punto estratégico del infinito es el demiurgo gnóstico: da inicio a todo y determina las reglas para que el mundo sea creado. Para el caso que metafóricamente abordamos, estas reglas son las formas de cada pieza, que fijará cómo han de ser los vínculos que mantendrán entre sí los distintos componentes del conjunto.
Para todo lo que hubo y podrá haber, ese simple centro es el más relevante al tiempo que es uno más de sus semejantes; pues, sin ellos, él no es y, con ellos, puede llegar a no serlo. La singularidad vale porque hay una pluralidad y esta porque se halla compuesta de singularidades. Al respecto, deben valer los ejemplos del puzle, del granero, de la gota de agua…
Somos el alfa en la singularidad y el omega en la pluralidad. Nos hacemos en el conjunto porque nos construimos en la unidad compartida. Así debería edificarse nuestra condición de entes sociables, mas es la nuestra una sociedad que acepta esta convicción luminosa en los amaneceres y que se resigna derrotada a verla ensombrecida cuando anochece. Es por ello por lo que quizás el término “sueño” adquiere la condición de estado mágico en el que es posible que se dé aquello que en la vigilia hemos aceptado como improbable.
Los límites de un puzle ya están prefijados y las piezas contadas para que el resultado sea el esperado. Así es como hemos aceptado que sea. Acabada la obra, la palma de la mano debe acariciar el conjunto y no encontrar nada que esté fuera de su sitio ni forzado. Todo ha de encajar a la perfección. La perfección es la felicidad. Así han hablado muchos y así se ha aceptado que debía ser el orden de la humanidad durante siglos; pero, ¿han sido los pasados siglos felices? ¿Lo es este? ¿Qué ha fallado entre tanto encaje de piezas? ¿Cómo es posible que, prefijados los límites y contadas las fichas, el nuestro no haya sido ni sea un mundo que merezca calificarse de feliz?
La respuesta a la pregunta planteada quizás se halle en la necesidad de aprender a redimensionar constantemente los bordes de nuestro puzle para que las nuevas piezas que añadamos se adapten al espacio y el momento en el que han sido situadas. Sabremos que las medidas son las precisas cuando pasemos la palma de nuestra mano por la Vida y veamos que nada está fuera de su sitio ni se muestra forzado. Relatividad creo que lo llaman.