Frente a las presiones, las vocaciones

Versión mejorada del artículo: «De prisiones prisioneros, los docentes»

Imagina un cubo. Seis caras. Si consideramos que una está orientada hacia el norte, fácil es deducir cuáles corresponden al resto de los puntos cardinales. Tampoco ha de ser difícil determinar las situadas arriba y abajo. Pongamos en el centro del poliedro a un docente. Mi realidad me impulsa a pensar en un hombre que imparte clases en secundaria, pero no creo que sea un gran problema extender el planteamiento a alguien de infantil y primaria. Quizás tampoco sea muy difícil proyectarlo en quienes intervienen en la enseñanza superior. Sigo.

El supuesto profesor está situado de manera que su mirada se dirige hacia la cara norte de la figura. ¿Qué ve? Cuatro grupos escolares. Para no complicar las cuentas, digamos que cada uno tiene veinticinco discentes. Cien seres humanos en total. Cien individualidades que, condicionadas por su particular idiosincrasia, valores, expectativas, cultura, formación, prioridades, etc., prejuzgan y juzgan, explícita e implícitamente, al sujeto que los observa de frente.

Detrás de cada escolar están sus representantes legales (ascendientes o personas habilitadas) y un sinnúmero de individuos mayores de edad que forman parte de su entorno privado. Si estableciésemos una relación de dos adultos por discente, concluiríamos que el citado educador recibe del NORTE el empuje de trescientos cerebros activos. Para el caso que nos ocupa, todos gestan una elevadísima cantidad de pensamientos que ejercen una fuerza unidireccional y constante a lo largo del curso escolar, y que no se circunscribe al ámbito del espacio físico del centro educativo, sino que se extrapola a cuanto tiene que ver con la vida personal del afectado hasta el punto de que, en mayor o menor medida, quedan condicionadas sus rutinas domésticas, sus momentos de esparcimiento, sus relaciones familiares, etc.

A la derecha del docente, en la cara ESTE del poliedro, la presión viene en forma de colegas, que bien pueden formalizar sus prejuicios y juicios desde el departamento pedagógico que comparten y/o el equipo educativo en el que participan y/o el claustro al que pertenecen. Como suele confundirse el corporativismo (cuando se da) con el afecto, se tiende a pensar que las apreturas de los colegas son asumibles; pero la verdad es que no, que en ocasiones la fuerza que ejercen es mayor que la recibida por el norte porque lleva aparejada la existencia de consideraciones como el descrédito, el cuestionamiento de la profesionalidad, el menoscabo de la valía académica, las dudas lesivas sobre su compromiso por la mejora de la profesión, etc. «No hay peor cuña que…»”, en fin, eso dicen.

En la cara OESTE del cubo, a la izquierda del docente, hallamos las presiones administrativas. Estas vienen de dos lados: uno, cercano, es el que conforman los equipos directivos y, en menor medida, representantes de las unidades de gestión internas de los centros educativos (departamentos y tutorías, fundamentalmente). Pueden llegar a ser muy duras cuando los cauces de la comunicación y la cortesía entre los participantes dejan de fluir como deberían hacerlo o con la aceptación, quizás sin que se haga de manera explícita, que una de las dos partes es víctima de la otra.

El segundo lado, el que cabe suponer más lejano, es menos perceptible directamente en el día a día escolar, pero más inflexible y frío en su determinación, pues viene de la mano de la inspección y de las autoridades de la consejería encargada de los menesteres educativos dentro de la comunidad autónoma. Es una presión que llega envuelta en una incómoda sensación de impunidad. Se asume que no hay posibilidad alguna de establecer una comunicación bidireccional efectiva y que, cuando la hay, la balanza estará siempre descompensada a favor de la parte contraria al educador.

Detrás del docente, en la cara SUR del poliedro, empuja la sociedad; así, en general, en su conjunto. Lo hace desde dos puntos de presión desiguales: por un lado, hay que señalar la existencia de un impulso que cabría reconocer como grato, deseable, amable… y que se teme (y mucho) perder; por eso, por el interés a ultranza de conservarlo, pueden darse desconcertantes episodios de estrés.  Proviene esta fuerza de una actitud positiva, constructiva, de apoyo constante hacia la labor del profesorado. Cuando se manifiesta, tintinea en el ánimo del enseñante un anhelo por conseguir que la agradecida confianza nunca deje de existir.

Frente a la bendita ansiedad que nos puede provocar este maravilloso colectivo se ubica el de los que se sitúan al otro lado: los que invierten elevadas cantidades de tiempo y energía en ponderar fallos, minimizar aciertos y esparcir a diestra y siniestra culpabilidades sobre el estado cultural, educativo y de valores que actualmente tienen los jóvenes. Llegan a poner en duda la labor que realizan los docentes lanzando sus bombas de racimo en forma de críticas y ataques hacia su preparación académica, su cualificación pedagógica, su actitud profesional y el variado número de circunstancias administrativas que poseen y que simplifican en un ofensivo e injusto vocablo: “privilegiados”.

En la cara del cubo que situamos DEBAJO, habitan los pilares sobre los que se sostiene nuestro imaginado profesor. Ahí están su código deontológico, su formación especializada y didáctica, las constantes preguntas acerca de si es suficiente el bagaje que trae consigo para cumplir con su función, etc. Es, por decirlo de algún modo, el punto donde se corporeiza su toma de conciencia sobre el pasado.

En la cara de ARRIBA se halla toda asunción del presente y del futuro. Ahí habitan las presiones propias del quehacer diario: si está cumpliendo o no con lo que se espera de él, cuán preocupante es la percepción de desfase con respecto a la organización de su tarea, de qué manera se puede mejorar dentro del aula; cómo buscar tiempo y energías para atender con la obligación de actualizarse, de estar al día en todo lo que se refiere a su oficio, etc.

Ahí se sitúan las proyecciones llenas de buenos deseos y henchidas de notables preocupaciones que asume el docente comprometido con su quehacer, quien se preguntará qué será de su alumnado a corto, medio y largo plazo. Se funda este pensamiento a partir de la conciencia plena de que la relación escolar que mantienen terminará con la finalización del año académico. Cuando eso suceda, lo que cabe esperar es que cada uno vaya por su camino.

Seis presiones, seis, tantas como caras tiene nuestro imaginado cubo, actúan con diferente intensidad en todos los cursos escolares en los que participa un docente a lo largo de una trayectoria profesional que, en la mayoría de los casos, llega a superar con creces el cuarto de siglo. Seis presiones sobre un mismo punto durante muchos días, muchas semanas, muchos meses, muchos años. Con este panorama, ¿no es milagroso alcanzar el final del camino profesional sin quebrarse o romperse?

Cuando comparto esta reflexión con quienes no pertenecen al ámbito del magisterio, me preguntan por qué, si esto es así, hay personas que, como yo, escogen dedicar su vida laboral a una actividad que, vista con la perspectiva que da mi exposición, es un terreno abonado para que sus efectivos docentes presenten un elevado índice de depresiones, cuadros de ansiedad, malestar anímico, agotamiento mental, decaimiento… Mi respuesta siempre es la misma: «Por vocación. Esta ocupación solo puede realizarse con esta inclinación por luz y guía».