PRÓLOGO
«La ira es una taza de fuego arrojada a la espalda. Te contraes, cierras los ojos, aprietas los dientes, retuerces los dedos, empujas con violencia los brazos y solo esperas que algo se rompa, se destroce, quede hecho añicos». Esto fue lo último que leí antes de apagar la luz de la mesilla de noche.
I
Madrugué. No dormí mucho. No suelo dormir mucho. Me desperté varias veces durante la noche. En un determinado momento, miré el reloj. Las cinco y media. Me levanté.
El frío de los últimos días parecía disiparse. Era la víspera de un fin de semana. Lo más importante del día: entregar un dosier al director de mi oficina. Invertí dos meses en su elaboración. Si recibía el visto bueno, mi situación cambiaba a mejor. Mucho. Era la gran oportunidad que había estado esperando desde hacía mucho tiempo.
No le cansaré con más detalles. El caso es que ayer le dije que hoy, por fin, se lo entregaría. Me felicitó. Me sonrió. Me palmeó el hombro. Me dijo que muy bien.
Fui a la cocina. Me serví una taza de café. Algunas gotas cayeron sobre la encimera. Me falló el pulso. Retrocedí hasta el fregadero. Cogí la bayeta. La humedecí. Limpié la mancha. Volví nuevamente al fregadero. Aclaré el paño. Lo dejé “tendido” en el grifo para que se secase.
Al echar azúcar, no calculé bien. Una pequeña parte de la cucharada quedó esparcida. Volví otra vez al fregadero, cogí el paño aún húmedo. Recogí el azúcar desperdiciado y, envuelto en la bayeta, lo llevé hasta el fregadero. Allí tiré los pocos restos. Limpié el paño y lo dejé extendido para que se secase.
Me tomaba el café mientras veía las noticias en el IPad. Lectura poco profunda: titulares y desinhibición ante la gravedad o no de lo que se contaba. Vi una viñeta. Me hizo gracia. Sonreí. Un poco de café cayó de la comisura de mis labios. Se mojó una esquina del aparato. También un poco la encimera y el pijama. «Mierda», dije. Cogí una servilleta de papel. Limpié. Apuré la taza. La dejé en el fregadero. Me fui al baño. Se acabó la lectura de las noticias. Se me quitaron las ganas.
Me metí en la bañera. Hoy el termo no estaba por la labor. Tardó mucho en calentarse el agua. Gasté mucha para que estuviese con la temperatura que consideraba agradable. Pensé en el balde donde había echado esa agua con la que no estaba dispuesto a mojarme. Es una medida para no gastar tanta agua. La utilizo luego para la vasija. Pero como ese día el termo había tardado más de lo normal, se rebosó y algunos litros se fueron por el sumidero.
Me mojé el cuerpo y la cabeza. Cogí el champú. Me enjaboné la cabeza a ciegas. Luego me aclaré. Al principio, agua agradable; luego, congelada. El termo… Quise echarme una segunda mano. Si ya tenía los ojos cerrados, ¿por qué abrirlos? A tientas busqué el bote. Di con él, pero no logré agarrarlo. Se me cayó. Estaba a cierta altura. Me dio en los dedos del pie izquierdo. «Mierda», dije.
Lo recogí. Me eché jabón en la mano. Puse el envase en la estantería. Volví a enjabonarme la cabeza. Cerré los ojos. Cuando me fui a aclarar, no daba con el telefonillo de la ducha. Tanteaba para ver si conseguía apresarlo. Cuánto sufrimiento. Sin darme cuenta, abrí los ojos. Lo vi. Y sentí el jabón. Empecé a aclararme los ojos porque me escocían. El resto del baño se realizó sin problema alguno.
Como no me apetecía desayunar en casa, aproveché a lavarme los dientes cuando salí de la bañera. No había pasta dentífrica. Qué falta de previsión por mi parte. Me cepillé con agua. Luego recordé que tenía colutorio. Era mentolado. Me eché una buena dosis. Empecé a bombearla dentro de la cavidad bucal. Quise hacer gárgaras. Pero… No calculé bien la cantidad y una parte del líquido acabó en el estómago; la otra, expulsada en el lavamanos como si fuese un géiser horizontal. Tosí. Manché el espejo.
Me lavé la cara y me la sequé. Comprobé que olía a tela mojada durante varios días. Claro, el baño no se airea como debería. Aproveché a secar el espejo con la toalla. Con brío. Un extremo del trapo golpeó la jabonera. Se cayó en el lavamanos. Me dieron ganas de dejarla ahí, en el fondo del cráter, de lado, como un moribundo en la boca de un volcán. Pero la cogí y la puse en su lugar.
Llevé la toalla a la cesta de la ropa sucia. El montón de ropa pendiente de pasar por la lavadora era considerable. «Mierda», dije. De hoy no podía pasar. Debía hacer una lavadora. Ya me estaba quedando sin calzoncillos y sin camisas.
Coloqué bien el tendedero, encajado entre la pared y la máquina de lavar. Fui a mirar si me quedaba suficiente jabón como para una lavada y, sin darme cuenta, golpeé la cesta de las pinzas. Todas cayeron al suelo. Las agrupé con el pie. Luego, me agaché para recogerlas. No eran muchas. Pero como estoy gordo, me costó.
Luego fui al dormitorio. Vi el reloj. Seguían siendo las cinco y media.
Caminé al despacho. Cogí el móvil. Vi la hora. Las cuatro de la madrugada.
Volví al dormitorio. Sopesé si debía o no volverme a acostar. Decidí finalmente que no. No quería que el olor de las sábanas se me pegase. Opté por vestirme.
Me puse los pantalones de ayer. Cuando me fui a abrochar el cinturón, se me soltó la hebilla. Cayó al suelo. Hizo ruido. Rebotó. Acabó debajo de la cama. Me agaché para cogerla. No llegaba. Estiré mi brazo derecho. Me faltaba poco para cogerla. Di un impulso. Golpeé la cabeza contra el somier. «Mierda», dije. Logré coger la pieza.
Pensé en llevarla al zapatero para que me arreglase el cinturón ese mismo día. En algún receso del trabajo. A medida que iba a la cocina a coger una bolsa para poner la correa de piel y la pieza metálica, deseché la idea. Lo mejor era ir otro día. Colgué la bolsa en un perchero que hay en la entrada y volví al dormitorio.
Busqué otro cinturón. Lo encontré. Lo ajusté al pantalón. Pero se me quedaron algunas tiras sueltas. Volví a quitarme el cinturón y volví a enhebrarlo como se debe, con las tiras por delante. Como tiene que ser.
Me puse una camiseta. No me importó que estuviese arrugada. Asumí que no importaba cuando me vi otra vez en el espejo del baño. Me había olvidado de peinarme. El pelo había empezado a secarse. Si no me peinaba pronto, cogería mala forma. Me peiné mientras echaba una mirada a la camiseta. No me importaba que estuviese arrugada. Esto dije.
Fui al despacho. Era demasiado temprano. Si me sentaba y estiraba los pies, quizás podría echar alguna cabezadita. Algo rápido. Un cerrar y abrir los ojos. ¿Qué iba a hacer en la calle a esa hora? Puse el reloj en hora. A las seis, arriba.
—¿Por qué me mira así?
II
«Mierda», dije. Veinte minutos faltaban para las siete. Cuarenta minutos estuvo sonando la alarma.
Cogí la cartera, las llaves, el monedero y la mochila. Miré en el móvil la agenda del día. Hice unos cuantos cambios. No muchos. Me limité a posponer para otros días asuntos que ayer pensaba hacer hoy por la tarde. Durante la hora del almuerzo. Dejo para mañana lo que no quiero hacer hoy. O no puedo. Seis cuarenta y siete.
Llegué hasta la entrada de casa. Iba a salir cuando me di cuenta de que no me había calzado. Dejé la mochila. Saqué de la zapatera lo que me iba a poner. Me calcé. Guardé las cholas. Me miré en el espejo de la entrada. En fin… Decidí volver al dormitorio. Me puse una camisa algo más presentable.
Abrí la puerta de casa. Siempre la cierro con llave por las noches. Fui a ponerlas en el bolsillo, pero se me cayeron. Me agaché. Las recogí. Me costó. Estoy gordo. La mochila se movió. Intenté enderezarla. Casi pierdo el equilibrio. Me incorporé. «Mierda», dije. Y salí de casa.
—¿Por qué estoy acostado?
III
El ascensor tardó poco en llegar. Cuando se abrió, estaba lleno de chiquillos dirigidos por dos adultos que, supuse, tenían la sacrosanta misión de llevar a los críos al colegio. Miré el reloj. Faltan un par de minutos para las siete. Qué temprano para los pequeños. Con lo pequeño que es el espacio y cuántos había dentro. Pensé esto mientras esperaba a otro ascensor. Esta vez sí pude entrar en la cabina. Iba un vecino. Nos saludamos. Miré la fecha de revisión del aparato. Al día. El ascensor olía raro. ¿O era el vecino? Yo me había duchado.
Cuando llegamos al garaje, nos separamos. El olor había desaparecido. Me recordaba vagamente al alcohol. Me dirigí al coche. Le di al mando para abrirlo. No se abrió. Pulsé varias veces. No respondió. «Mierda», dije. Abrí con la llave. Me senté en el vehículo, me puse el cinturón, le di al contacto. A ver: girar llave, puntito de aceleración… Otra vez. Otra vez.
Por fin se pone en marcha el coche. Salta la radio. Solo se oye ruido. No llega bien la señal. La apago. Salí del garaje aprovechando que la puerta se había quedado abierta. Mi vecino de ascensor me precedió.
Subo la pequeña rampa y ahí está su coche. No se decide a incorporarse a la calzada. Pasan muchos coches. A todos les importa muy poco que haya una salida de garaje. Mi vecino titubea. Lo intenta. Unos centímetros más. Otros poquitos más. Y otros. Y… Y otro y… Y luego pega un acelerón para poder entrar en la vía. Lo veo marcharse.
Me sitúo donde estaba. Miro a mi izquierda. Hay un tráfico denso. Y hay mala voluntad. Mucha. Nadie está por la labor de dejarme pasar. Todo el mundo desea circular por la derecha. Eso pienso.
Como mi vecino, lo intento: unos centímetros más, otros poquitos más, y otros, y… y un enorme bocinazo hace que frene bruscamente porque pasaba por delante una guagua. «Mierda», dije. Pensé que estaba parada en la parada. El susto me alteró. Cuando consigo entrar en la vía y circular unos metros, sonreí ligeramente. Qué ingenioso. Lo de “parada en la parada” me pareció gracioso. Siete y veinticinco.
El tráfico estaba denso. Espeso. Las carreteras padecían colesterol. Vaya, eso también ha sido ingenioso. Estoy que me salgo. Pensé. Nada está detenido, es cierto, pero todo va muy lento. Hoy todo el mundo cumple con los stop. Hoy todo el mundo ve rojo el ámbar del semáforo. Hoy hay más agentes que nunca en la calle. Hoy. Precisamente, hoy, que el frío de los últimos días parece disiparse y que es la víspera de un fin de semana.
Al rato, comienza a llover copiosamente.
—Señor, no hace falta que me mueva de esa manera.
IV
En otra ciudad, en una calle estrecha, en un edificio de oficinas, está mi destino. Encontré un aparcamiento. Pensé que tenía suerte. Habitualmente invierto unos veinte minutos en encontrar un lugar. Hoy en poco más de diez minutos dando vueltas a la manzana di con uno. Aun así, llegaba tarde. Y eso que me había levantado tan temprano.
Al retroceder para aparcar en línea no calculé bien. Mi parachoques trasero dio con el del Toyota aparcado que veía en mi retrovisor. No fue mucho. Esa es la verdad. Fue suave. Maniobré hasta dejar el coche bien aparcado. Me bajé y fui a comprobar el alcance del impacto. Mi parachoques estaba más abollado que el del otro coche. Pero en el suelo estaba la matrícula del japonés.
Me convencí de que ya estaba tirada en el suelo cuando llegué. Mi golpe no había sido tan grande como para sacarla de su lugar. Cerré mi vehículo. Crucé la acera. Caminé hacia el edificio de oficinas.
No llegué a entrar. No sé qué, pero volví sobre mis pasos, crucé de nuevo la acera, abrí mi vehículo, saqué el coche. Busqué otro estacionamiento. Esta vez no tuve tanta suerte. Cuarenta minutos tardé en aparcar, llegar nuevamente al edificio de oficinas, subir hasta la primera planta y caminar el largo pasillo que me conducía hasta mi mesa.
A las nueve y media contemplaba una montaña de correspondencia sobre mi mesa y mi silla. No podía ni ver el monitor. Pregunté el motivo. Que, dada la hora que era, pensaron que no iba a trabajar hoy. Eso me contestaron. También que mi teléfono había sonado varias veces desde primera hora.
Trasladé toda la correspondencia a un mueble. Era bastante. Di varios viajes. En todos, de una manera u otra, tuve que agacharme para recoger lo que se me caía. Quería hacerlo deprisa.
Me senté. Empecé a buscar el dosier. Debía estar sobre la mesa. Ahí lo dejé ayer para no olvidarme. No lo encontré. «Mierda», dije. Pregunté a un compañero. Y a otro. Y a otro. Nadie sabía nada del dosier. Sonó el teléfono de nuevo. Vi la extensión. Sí, era él. Vi el reloj. Iba con demasiado retraso. No respondí. Opté por lo más rápido: volver a imprimir el expediente.
En diez minutos, más o menos, estaba tocando en la puerta del director. Me miró con severidad. Me disculpé como pude. Me recordó el compromiso que había contraído. Le di la razón. Me recordó lo importante que era el documento. Le volví a dar la razón. Me recordó las grandes expectativas que tenía depositadas en mí. Se lo agradecí.
Pero lo que le entregué no fue el dossier. Con las prisas, me equivoqué de archivo e imprimí el que no debía. Su mirada fue. En fin. Me devolvió las hojas. Pedí perdón. Me dijo que cerrara por fuera. Pedí nuevamente perdón. Y que ya hablaría conmigo. Reiteré mi petición de perdón. Que era muy decepcionante la situación. Y que ayer. Reclamé su perdón. Se calló. Salí. «Mierda», dije.
—¿No hace demasiado frío aquí?
V
Toda la oficina, a los pocos minutos de salir del despacho del director, supo lo que me había pasado. Sé que algunos se reían por lo bajo. Otros mostraban una fingida indiferencia. El caso es que nadie se acercó a mi mesa en las siguientes horas ni me dirigió la palabra.
Yo tampoco hice mucho por facilitar algún encuentro. Cuando salí del despacho del director, me senté en la mesa y estuve sin levantarme hasta la hora del almuerzo. Cogí el móvil. Aplacé para mañana todo lo que tenía previsto hacer. Hoy me quedaría aquí hasta el final.
A primera hora de la tarde, cuando más vacía estaba la oficina, me acerqué con rapidez a una de las máquinas expendedoras de productos. Saqué una palmera de chocolate, un paquete de papas y una botella de agua. Lo hice todo apurado porque no quería que nadie me viera. Mi objetivo: cogerlo todo e ir corriendo hasta mi mesa.
Lo conseguí. Estaba contento. Algo salía bien al menos. Comí con apetito. No me importó darme cuenta de que el envoltorio de la palmera de chocolate estaba por un lado un poco abierto. Tampoco que las papas estaban caducadas. Por eso sabían rancias. No me importó.
Cuando acabó la jornada, a eso de las ocho de la noche, opté por quedarme un poco más hasta que la oficina se vaciase. Me incomodaba la idea de verme con alguien, que me preguntase cómo estaba y que aprovechase la ocasión para mencionar el incidente con el director. El suceso no se me quitaba de la cabeza. Cada vez que evocaba lo ocurrido, me encogía de desánimo e incomodidad.
Por lo general, en quince o veinte minutos la oficina pasa de estar llena a estar sin trabajadores. Pero hoy, no sé por qué, a pesar de viernes, no se marchó el último hasta las menos cuarto. Tan pronto como salió, me dispuse a dejar aquel lugar.
Me eché a caminar a paso ligero. Media hora después, media hora, cuarenta minutos, más o menos, llegué al coche. Mientras me acercaba, me iba fijando en que algo no estaba como debería. El parachoques delantero de mi coche estaba abollado. La matrícula delantera, en el suelo.
Busqué un par de verguillas para fijar la chapa. Siempre llevo en mi mochila esta clase de chatarra. También llevo alguna tacha, un par de tuercas, un tornillo de veinte centímetros, en fin, cosas así. Pensé en dejarlo para mañana, pero luego me puse en lo peor. Me agaché. Como estoy gordo, perdí el equilibrio. Malamente acabé arrodillado en el suelo y con las rodillas del pantalón rasgadas. «Mierda», dije. Como soy torpe, me costó mucho sujetar la placa. Sudé lo indecible.
Emprendí el regreso a casa a las diez de la noche.
—¿A qué huele? Como a alcohol, ¿no?
VI
Llegué a casa más tarde de lo habitual. Aparqué. Al llegar al ascensor, ahí está nuevamente el vecino de la mañana. El del olor. Sigue oliendo. Yo diría que es alcohol. Juntos leímos el cartel que nos informaba de la avería. Subimos a pie las escaleras. En la primera planta, se encontró con un vecino que bajaba. Se quedaron hablando. Yo seguí subiendo. Un rato después, sofocado y agotado, llegué hasta el undécimo piso. Donde vivo. Al llegar al rellano, lo vi delante de la puerta de su casa. Me vio. Ante mi desconcierto, me dijo que la avería, en realidad, solo estaba en el tramo que iba del aparcamiento a la primera planta; que para el resto de las plantas el ascensor iba bien. Que eso le había dicho el vecino con el que se había encontrado y con quien había charlado unos minutos.
Entré en casa. Me quité los zapatos. Me puse las cholas. Fui hasta el despacho. Allí dejé la mochila, el monedero, las llaves y la cartera. En el dormitorio me cambié de ropa. Me puse algo más cómodo. Cogí el libro que anoche leía de la mesilla de noche. Me fui a la cocina. Miré el reloj: veinte minutos pasaban de las once.
Puse el libro sobre la mesa. Cogí el plato tapado que estaba en la encimera. Era un resto de comida que había sobrado ayer. Lo puse en el microondas. Tres minutos a potencia media. Me entretuve viendo en el fregadero la taza de la mañana. Y el paño. Aproveché a lavarme las manos. Cerré un instante los ojos.
Sonó la campaña del aparato. Quise retirar el plato, pero no podía sujetarlo. Miré el microondas. La potencia estaba al máximo. «Mierda», dije. Fui al fregadero. Cogí el paño. Pude asir el plato y llevarlo hasta la mesa.
Empecé a comer. Estaba ácida la comida. Se me estropeó. No debí haberla fuera de la nevera. Contemplé un rato el plato. Suspiré. De mala gana tiré casi todo en el cubo de la basura. Casi todo. El resto tuve que recogerlo con una pala porque se me cayó al suelo.
Busqué en la despensa algo para cenar. A pesar de lo poco que había comido, no tenía mucha hambre. Me conformé con algunos trozos de pan bizcochado, aceitunas y algunos tacos de queso. Eso era suficiente.
Comía mientras releía: «La ira es una taza de fuego arrojada a la espalda. Te contraes, cierras los ojos, aprietas los dientes, retuerces los dedos, empujas con violencia los brazos y solo esperas que algo se rompa, se destroce, quede hecho añicos».
Me atraganté. Pasé un mal rato. Esa es la verdad.
—¿Dónde estoy, señor?
VII
No sé cómo me han recogido en casa. Siempre cierro la puerta con llave.
—Le parecerá curioso, señor, pero llevo un rato mirando aquella cristalera que está sobre la gran puerta. Leo «mierda» al revés. Qué disparate, ¿verdad?
EPÍLOGO
—Bien, aquí está el informe de este.
—[…]
—No, es mejor que lo dejen donde está.
—[…]
—Sí, ya hemos dado el aviso. Vendrán aquí.
—[…]
—No, tranquilo. Ellos saben dónde es.
—[…]
—Que sí, que no te preocupes. Que ellos saben llegar a la morgue.