Sin salud, nada. Es fácil de entender. Sin salud no es posible trabajar ni producir; no se puede estudiar, formarse, opositar, entregar currículos, pensar en la prosperidad gracias al talento y la preparación, demostrar capacidades, proyectar virtudes; tampoco practicar deporte, yoga o cuantas actividades para el beneficio mental y físico haya. Sin salud, repito, nada de nada. Ni pintar, hacer música o acariciar la materia para convertirla en formas hermosas puedes. Imposible el andar, correr, saltar, nadar, volar, conducir…; ir de compras o acabar un día feliz dondequiera que habite la felicidad de los instantes: en una terraza, por ejemplo. Sin salud, adiós a la hostelería; fuera fiestas, jolgorios, jaranas… y cuantos jajaja le apetezcan esparcir. Ni carnavales ni procesiones, ni playa o montaña; ni callejear o calmar el bochorno sea como sea y venga de donde venga. ¿Turismo? ¿Enfermo? Sin salud, no hay manera de leer o hablar sobre lo leído. Nada. Ni siquiera las maniobras orquestales para quebrarla (fumar, beber, drogarse, etc.) son posibles. Sin salud, ni un triste polvo halla sitio; ni un mal cabreo encuentra lugar. Fácil es de entender, ¿verdad? Sin salud, nada de nada.
El más voluntarioso de los empleados, el más valiente de los empresarios, el más eficaz de los trabajadores… desaparecen cuando carecen de salud; y lo mismo ocurre con el más aplicado de los alumnos y el más didáctico de los docentes; el más fetén de los “redsocializadores”, el más audaz de los ciber-ciber, el más de lo más de lo que sea, sin salud, nada de nada. Sin salud, el éxito en lo que sea y de lo que sea se diluye, desaparece, no existe. A la postración sucumbirá el admirable deportista, callará el deslumbrante actor, se detendrá el genial artista y nos dejarán sin transporte el taxista X, el guagüero Y, el piloto Z si la salud les abandona. Nadie compra enfermo, nadie consume, nadie sonríe ni abraza; nadie, nada. Donde habitan las afecciones, no se construyen edificios ni se asfaltan carreteras; no se hacen inversiones ni se piensa en rentabilidades. No hay caricias —aunque se den—, porque toda ausencia de salud la acapara el dolor en sus más terribles formas. ¿Qué no se capta de lo que apunto?
Por eso no entiendo a quienes, abanderados de un patriotismo trasnochado, desmantelan el servicio público de salud de las comunidades autónomas y, por extensión, de la ciudadanía española en su conjunto (mi condición de nacional me habría de permitir ser atendido en cualquier punto del país: lo que perjudica a uno, en el fondo, daña a todos). ¿Por qué? ¿Por imitación a…? Como en tantas cosas, EUA no es un ejemplo a seguir; y en esto, muchísimo menos. ¿Por…? Es más: aunque se roce la inmoralidad y nos adentremos en el deleznable pragmatismo de hacer lo que se tenga que hacer para llegar al poder, tampoco consigo explicarme la forma de actuar de aquellos que, en una democracia que se rige por el sufragio universal, optan por dañar lo que a todos beneficia (al rico y al pobre, al instruido y al ignorante, al bueno y al reprobable…; a todos, sin distinción) estableciendo parcelas que solo favorecen a un sector y lastiman claramente a otro mucho más grande. Por mera estrategia electoral, escoger a la minoría para damnificar a la mayoría es una estupidez si el objetivo es conseguir un respaldo en las urnas que, como mínimo, permita la consecución de la mitad más uno de los puestos que se elijan.
No sé por qué estos de la bandera como complemento del vestuario, el himno de avisador acústico y los golpes de pecho para reafirmar españolidades que nadie les cuestiona e hidalguías que desdoran tensan la situación de pacientes y “pacientables” sin prever (o previendo maliciosamente) la posibilidad de una rebelión popular de rechazo que trascienda los límites del mero castigo electoral: el sufrimiento de los seres queridos por culpa de las desatenciones administrativas y despreocupaciones políticas bien puede convertirse en una suerte de ira desmedida propia de la impotencia; una rabia alimentada por la convicción de que ese dolor que hiere se podía haber evitado. ¿Por qué los señalados parecen esperar a que lo terrible suceda (muertes por la precariedad de los servicios, aparición de males incurables, desatenciones gravosas…) para empezar a poner remedio si tenemos claro, si es incuestionable, si nadie discute (incluso, en el fondo, ni ellos) que en cualquier gestión de naturaleza pública nada hay que esté por encima de la salud? Absolutamente, nada.
Los políticos ruines, los trafulleros, los inmorales, los peseteros, los tramposos, los vendehúmos, los marionetas… y cuantos los secundan desde diferentes ocupaciones de peso y con capacidad para generar nocivas consecuencias también deberían saber que no es posible prevaricar, lanzar bulos sobre lo que sea, acusar sin pruebas, malmeter, incumplir cualquier código deontológico o manipular por intereses espurios la realidad de quienes protegen el bienestar colectivo sin el amparo de la salud. Sin ella, requeterepito: nada de nada. Ni llamar “soleados” a un taxi. Nos guste o no, incluso para hacer el mal o suponer que se contribuye en algo con el bien es necesario tener de aliada a esta hija de la vida y amada por la muerte, a la que rehúye cuanto puede (y le dejan los que han de velar por ella) hasta que al final, como siempre ocurre con todo, termina sucumbiendo a sus brazos.