I
Aunque sigo convencido del necesario perfil complementario que las instituciones públicas (llámese Gobierno de Canarias, por ejemplo) deben mantener con respecto al mundo editorial, que se habría de formalizar en un firme apoyo económico y logístico a las empresas culturales del libro y en una clara renuncia a la asunción de cualquier rol que implique su sustitución (en otras palabras: que se supriman los servicios de publicaciones de ayuntamientos, cabildos, órganos gubernamentales, etc.), no puedo dejar de reconocer que, en ocasiones, algunas iniciativas son meritorias y, en consecuencia, han de ser receptoras de toda clase de parabienes. Pienso ahora en la nueva Biblioteca Básica Canaria que dirige Blanca Hernández Quintana, que ha visibilizado y puesto en el carril del conocimiento colectivo la producción de muchas autoras vinculadas con la literatura de Canarias; y pienso también en la reciente Colección Agustín Espinosa de relatos del Gobierno autonómico que ha tenido un inmejorable comienzo con la publicación, como número uno de la serie, de Reparación del horizonte de Víctor Álamo de la Rosa.
Bueno es que las instituciones apuesten por productos locales de una calidad absolutamente incuestionable; y bonísimo, sin duda alguna, que entre los mismos asesores gubernativos que determinan la idoneidad de lo que debe ver la luz bajo su amparo también se haga lo propio con los títulos que un considerable número de editoriales privadas sacan al año y que conforman un tejido cultural de incalculable valor. Hace años, cuando las iniciativas particulares en materia de publicaciones (sellos, imprentas, distribuidoras, etc.) eran escasas, algún sentido tenía que los organismos públicos asumieran cierto protagonismo con el fin de proteger a los autores y, con ello, el marco literario que les/nos correspondía; pero ahora ya no es tan comprensible este interés por “competir” con las empresas del libro que día tras día arriesgan su capital, tiempo y energías en sacar adelante obras que luego formarán parte de ese tesoro cultural que nuestras autoridades han de cuidar y difundir.
Es un tema largo y complejo, con muchas aristas y cuyo desarrollo es improcedente en este momento: por un lado, porque reconozco y quiero destacar mi absoluta felicidad por la publicación de Reparación del horizonte; y, por el otro, porque confío en que este meritorio título cuente con el mayor respaldo posible en su difusión y conocimiento que le pueda conceder el ámbito institucional que lo ha editado, que no ha de ser poco.
Dejando al margen mi particular devoción por la obra literaria de Álamo de la Rosa —proclamada en muchas de mis escrituras—, las mentadas felicidad y confianza se sostienen sobre el absoluto convencimiento de que estamos ante un producto de exuberante calidad se mire por donde se mire: como muestra de un estilo poético y retórico que ha permitido ubicar a su autor entre los mejores narradores de Canarias del siglo XXI; como conjunto de relatos que cumplen con las exigencias de toda obra de ficción: entretener y remover conciencias; como testimonio de una percepción sociológica en torno a cuestiones tan complejas como son la familia o la literatura, por ejemplo; como reflejo sicológico de las vías por donde confluyen sentimientos como la empatía, el desengaño, la ternura, la idolatría, etc.; como instrumento ahuyentador de demonios… Por eso, porque el producto cumple con lo enumerado, la alegría por su publicación ha de envolvernos y, con ella, el deseo de que muchos participen de esta sensación tan grata y vivificadora.
II
¿Por qué este libro? ¿Cómo lo hemos de situar dentro del inmenso tren que representa la obra literaria de Álamo de la Rosa?, nos deberíamos preguntar los pasajeros habituales. Tras la lectura del título que nos reúne y la contemplación de su extensa producción (ocho extraordinarios poemarios, recogidos en 2021 en un tomo titulado Trabajar en los vientos [Mercurio Editorial]; nueve novelas, seis de ellas —las más célebres y conocidas— correspondientes a lo que he venido identificando desde hace un tiempo como Archipiélago herreño; tres volúmenes de artículos; tres, juveniles; innumerables piezas periodísticas, entrevistas, charlas, exposiciones divulgativas, etc.; y tres libros de relatos: dos, adscritos al ciclo de El Hierro, aunque el segundo —Mareas y marmullos (2011)— contenga algunos cuentos del primero —Las mareas brujas (1991)—; y, el otro, el que ahora nos convoca); tras la lectura y la contemplación, repito, una observación-pregunta puja por salir una vez constatadas ciertas simetrías por razones de temáticas, enfoques de la escritura y estilo: el conjunto de historias de 2011 prácticamente finiquitaba la etapa de obras ubicadas en la isla del Meridiano (la cerró del todo Isla Nada, de 2013); ¿cumple esa función liquidadora Reparación del horizonte con respecto a las tres novelas que la preceden: Todas las personas que mueren de amor (2015), El pacto de las viudas (2019) y La ternura del caníbal (2020)? Me atrevo a afirmar que sí. Otra pregunta: si así fuera, ¿cabe esperar el inicio de una nueva etapa literaria tras el libro que nos allega? Atento a lo respondido anteriormente, es inevitable contestar afirmativamente, aunque todo quede, como es lógico suponer, dentro del ámbito de la especulación. En esto, como en el conjunto de lo que ahora nos entretiene, la última palabra es la de quien siempre ha tenido la primera: Víctor Álamo de la Rosa.
Como tiene que ser, como de ningún otro modo puede ser, suya es la dirección de su trayectoria literaria; suyas son las decisiones, y lo que expone y silencia este hijo adoptivo (o predilecto, según se mire) de El Pinar de El Hierro —si non de facto, de iure—. Nosotros, los lectores aficionados a su escritura, solo somos apóstoles que llevamos años caminando un paso por detrás y contemplando las estaciones de su ruta. El finiquito que dejo caer quizás haya sido el resultado de un señuelo en la búsqueda de una respuesta a la pregunta sobre el momento creativo de nuestro autor en el que este producto ve la luz. La obra que reseño está llena de guiños poco favorables hacia la función del escritor y de la escritura poética (“Te quité los libros”, “Ganar el concurso”, “Cosas que no dice la literatura”, etc.).
¿Es correcta la percepción de cierta actitud de cansancio, apatía, enfado… ante lo que ha sido el inmenso océano por donde triunfante ha navegado nuestro autor en esta etapa de su vida? ¿Es atinada la conclusión de que manifiesta con este título una necesidad de una ruptura con algo que sigue vigente y que lacera la calma de una manera inmisericorde? Quizás. No sé las respuestas a las preguntas planteadas; pero sí puedo defender el que tenga claro en este momento, en su conciencia, que la gran batalla por mostrar su calidad ya está ganada y que, en lo sucesivo, solo le resta por ofrecer textos que, de un modo inevitable, confirmarán la verdad expuesta. Juega sobre seguro. No tiene ya nada que demostrar. Está en disposición de escribir con más libertad aún de la que ha tenido hasta ahora.
¿Eso es nocivo? No. Al fin y al cabo, ¿de quién son los logros sino de él? ¿A quién reconocer los aciertos de su prosa y, con ellos, de ese estilo inconfundible (pienso en esa «semántica erótico-festiva de las palabras» y en los «vértigos de la metáfora y la sinestesia» que llega a señalar el narrador de “Calacimbre o kilómetros de tenacidad” y que son tan identificables en nuestro autor)? ¿A quién negar la valía de esa marca particular de su escritura que representa su incuestionable capacidad de persuadir y emocionar, atraer y perturbar (anoto esto recreando con admiración el primer capítulo de El año de la seca, una de las piezas literarias más extraordinarias que jamás he leído)?
III
Asumo en estas anotaciones la grata misión de presentar Reparación del horizonte. Lo haré consciente de los factores que van a condicionar mi exposición: mi adhesión a la obra creativa del autor, mi alegría por disponer de una nueva publicación suya, mi deseo de que su libro sea conocido y difundido; mi convicción de que esa resaltada libertad para escribir lo que quiera está presente en este producto y, lo que es más importante, la lectura detallada de los veintiún relatos, que ha traído consigo un buen número de apuntes que procuraré sintetizar en esta reseña y un insistente convencimiento —quizás erróneo, lo reconozco— de que este título puede ser un punto de inflexión en su faceta de narrador, como lo fue el cambio de Isla Nada (2013) a Todas las personas que mueren de amor, compuesta en 2013 (ganó la edición de ese año del Premio de Novela “Benito Pérez Armas”), aunque no vio la luz hasta 2015.
Observemos el producto. Prestemos una inicial atención a los detalles paratextuales: imagen de la cubierta de Jesús Hernández Verano, que se apunta en la hoja de créditos como parte del políptico Porosidad del Hálito (2018). En esta misma página, las anotaciones que mueven al esbozo de una media sonrisa sin malicia, pero con ese tantito de retranca que tan salutífera es: la relación de autoridades políticas que se consigna (presidente, consejera, viceconsejero y director general) y el destacado al principio de que la edición es de la Consejería de Educación, Universidades, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, que luego se requeteconfirma con el sello de la institución gubernamental y el emblema de la Colección Agustín Espinosa al pie. En fin. Lo que veo me recuerda a esos inmuebles municipales con una placa junto a la entrada que el regidor de turno ha ordenado colocar y donde se lee: «Este edificio fue inaugurado en… siendo alcalde…»; también a esos cuadros financiados antaño por mecenas que reclamaban aparecer de alguna manera en el lienzo para que quedara constancia de su participación en la existencia de la pintura. En fin, repito. No dejan de ser guiños para la inmortalidad que, de un modo consciente o no, desatienden lo que, a mi juicio, es lo más importante en los créditos de un título: destacar la mención de su paternidad. Sin autor no hay obra. Está claro, ¿no? Si el Gobierno de Canarias no hubiese querido editar el libro de cuentos de Álamo de la Rosa, no pasa nada: editoriales no le han de faltar a nuestro tinerfeño-herreño escritor para que se publiquen sus textos. Puede sacar lo que quiera con cualquier sello. Por eso, da un poquito de no sé qué (¿alipori, quizás?) esta necesidad de las autoridades por figurar de manera tan aparatosa en una obra que, probablemente, ni siquiera se vayan a leer. Lo dicho: guiños para una inmortalidad que es posible que vean más factible a la sombra de nuestro autor y de su Reparación del horizonte que a la que determinan sus gestiones. Es posible, recalco. No quiero peleas. No busco bronca.
Sigo. El colofón señala que la obra se terminó de imprimir en julio de 2022; y la tabla de contenidos que lo precede da cuenta de que son veintiuno los relatos que contiene este libro. Una mirada por encima, indispensable acto que precede al de la lectura, nos permite constatar que, de todos los títulos, dos captan la atención inicial: el primero y el último, homónimos al del tomo donde aparecen (“Reparación del horizonte I” y “Reparación del horizonte II”). Inevitable es deducir que ambos textos están relacionados y que, metafóricamente hablando, vienen a ser los broches de un collar compuesto por veintiuna cuentas.
La suma impar de relatos que contiene el volumen adquiere un valor singular en estas fases iniciales de acercamiento a la obra porque representa la existencia de un texto que asume de algún modo el figurar como centro del conjunto. En este caso se trata de la pieza “Amor de madre (otra lectura del racismo)”, la undécima. Su importancia (¿importancia?), en esta etapa de primer acercamiento al producto, está en que permite concebir la presencia de dos hemisferios compuestos por el mismo número de relatos y situados antes y después de la referida historia. Cuando empezamos a leer y a vincular ideas, perspectivas, contenidos, mensajes… la disposición de los escritos contribuye a descubrir una suerte de cohesión entre los textos que puede pasar inadvertida si nos empeñamos en aceptar que, como son cuentos agrupados, estamos ante una obra heterogénea y que da igual el orden en el que estén dispuestas las piezas. Leído el conjunto que conforma Reparación del horizonte, se observa que en los relatos anteriores al ecuador —incluido este— hay un predominio de la noción “muerte” (enfermedad, ataque animal, asesinato, suicidio…), que viene complementada en varias ocasiones con la de “aparecidos”; en la segunda mitad, prevalece, a mi juicio, el concepto de “fracaso” (incumplimientos legales, recuperar lo que hacía feliz, incomunicación…). Aunque es cierto que cada relato puede leerse de manera independiente, sobre todo porque algunos son humoradas que tienen la función de aliviar la intensidad de otros (“El domador”, “Dejar de fumar” o el referido “Amor de madre”), considero que la lectura continuada siguiendo la secuencia que establece la tabla de contenidos es lo que permite encontrar esa homogeneidad que indico.
En este sentido, inevitable es reconocerlo, nada nuevo en Álamo de la Rosa. A mayor escala, esto que apunto para Reparación es lo que ocurre con las novelas del Archipiélago herreño antes señalado: podemos leerlas en el orden que queramos —empezar por Terramores (2007), saltar a El humilladero (1994), brincar hasta La cueva de los leprosos (2010), retroceder a…—, pero solo la lectura atenta a la secuencia temporal en la que vieron la luz estas producciones permite atisbar el admirable y abrumador universo elaborado por quien demuestra haber captado a la perfección las articulaciones que configuran los entornos de las novelas galdosianas. La cohesión más precisa de personajes, temas, anécdotas, situaciones, estilos, estructuras, etc., solo se puede obtener con este recomendado acceso respetando los años de publicación. En todo esto pensé cuando acabé de leer Reparación del horizonte y revisé las abundantes notas recogidas durante el proceso.
IV
Resueltas las impresiones iniciales que provienen del paratexto, me fijo en el texto, en lo creado, en lo que queda de la inmensa batalla entre la inspiración, la técnica, la adecuación, la convicción y los deseos; frentes estos que cualquier escritor que se precie de serlo ha de atender —a los juntaletras, siendo generoso por mi parte, les basta con la inspiración y el deseo (y a no pocos les sobra incluso la musa)—. El comienzo de una obra literaria es su título. Es lo primero que ofrece el autor y, en consecuencia, lo que antes debe atender cualquier lector porque tiene una importancia mayor de lo imaginado, pues constituye la síntesis extrema del libro que representa. Menos es nada. Un ejemplo de lo afirmado es el del conjunto que nos ocupa, que posee más profundidad de lo que a priori se pueda suponer.
De entrada, fijémonos en los dos sustantivos: “reparación” y “horizonte”. Para el primero, el DRAE apunta a dos acepciones que interesan de cara a la interpretación del enunciado: ‘Acción y efecto de reparar algo roto o estropeado’ y ‘Desagravio, satisfacción completa de una ofensa, daño o injuria’. El verbo del que procede, “reparar”, nos aporta algunas más que, leído el repertorio de narraciones, tienen un particular encaje: ‘Enmendar, corregir o remediar’, ‘restablecer las fuerzas, dar aliento o vigor’ y ‘Atender, considerar o reflexionar’, entre otras. El peso de la voz, pues, es fundamental para captar el espíritu que subyace en cada pieza. Conviene destacar que esta consistencia significativa se produce desde él ámbito denotativo del término, que constituye de algún modo la parte objetiva del enunciado, dado que la subjetiva, la connotativa, es la que viene representada por la palabra “horizonte”. Leída la obra, la lexía se erige como una metáfora que alude a lo visible, aunque inaccesible. Es aquello a lo que nunca se llega y que siempre se muestra de la misma manera; es la monotonía que la inercia asume y que, en los días más rebeldes y de ánimo agitado, se ve trastocada por el empuje para ir más allá de esa raya, para ir al otro lado de donde habitan los desencuentros cotidianos. Cuando eso sucede, el horizonte es la esperanza de un nuevo día; de algo diferente que está justo después del límite. Quizás estas escrituras sean eso; eso, quizás, sea lo que busquen.
¿Es la que nos reúne una obra de redención, acaso un gran puzle de textos que sirve para exorcizar? La noción de “finiquito” apuntada hace ya unos párrafos, ¿encaja con esta percepción del título? No me corresponde ofrecer la respuesta porque esta solo podría fundarse alrededor de suposiciones, sobre poco firmes deducciones que minimizarían lo que ahora es suficiente para el asunto que nos ocupa: por un lado, el planteamiento de las referidas preguntas de cara a la interpretación de las piezas de Reparación del horizonte y, por el otro, mi convencimiento de que mejor rótulo, imposible.
V
Alrededor de la síntesis última que representa el título para entender el sentido del libro giran dos voces que, de un modo u otro, ejercen tal poder de atracción sobre todo lo que se expone que condicionan irremediablemente la razón de ser de los relatos insertos en este conjunto: por un lado, “literatura”; por el otro, “familia”. Ambos términos no se desarrollan de manera aislada, sino que se complementan mutuamente: la prevalencia de uno en un texto no implica que el otro no esté presente. Este es un factor más de cohesión que justifica esa lectura continuada propuesta hace unos párrafos.
La “literatura” que se consigna en las páginas de la obra que nos convoca es, ante todo, la del desencanto; la que, a partir de una suerte de malquerencia que fluctúa entre la ironía y el desdén («pulsión malsana e improductiva de la escritura literaria»), toma forma en la conciencia de las voces narrativas —distintas en el aspecto técnico del relato, pero la misma en la esencia de los mensajes— para decirnos cuán dañinos son los libros y, por extensión, el arte poético cuando hacemos de ellos el centro de nuestros intereses creativos: «Jamás deberías tener la mala vida que yo he tenido», le dice el protagonista escritor a su hijo en “Te quité los libros”, un relato donde la eliminación de cuanto contiene la biblioteca paterna evoca a la que ama y sobrina, por medio del cura y el barbero, pusieron en práctica en el célebre capítulo sexto del Quijote de 1605; y donde el planteamiento de una ocupación alternativa a la del progenitor que le hace saber a su vástago resulta llamativa por su mordacidad. Tiene claro lo que quiere para su hijo:
«Un oficio alejado de opiniones y suposiciones, verdadero, del que nadie dude y que nada tenga que ver con escribir. Escribir y lamentarse, escribir y perderse, escribir y dejarse morir, escribir para no ser nunca sino escritura, inutilidad, lamento».
Esta querencia será, de algún modo, una realidad que disfrutarán las generaciones futuras (las del nieto de quien nos habla, por ejemplo), que podrán ser felices en un mundo sin libros: «Menos mal. La literatura, como consecuencia de su ínfimo valor comercial y, por lo tanto, de su inutilidad manifiesta por fin ha perecido, relegada al papel de pasatiempo». Para que esto sea posible, lo ideal, lo necesario, lo que espera el narrador que suceda es que haya un sistema educativo («dechado de inteligencia y pragmatismo») que renuncie en sus planes de estudio a materias como literatura, filosofía, latín…
Al tono irónico que se capta cuando se habla del daño que producen los libros se le contrapone la crudeza de la realidad: el carácter secundario de las empresas literarias cuando la vida te pone delante situaciones cuya prioridad no es cuestionable. ¿Un ejemplo? Velar por la salud de tu vástago y acompañarlo en una prueba médica («demoledor instante de abismo en los corazones del padre y de la madre, al mismo tiempo heridos, tortura de no poder ser el hijo mientras sufre», en “Cosas que no dice la literatura”). ¿Otro? Dejar lo que quieras que te hayas propuesto componer porque tu pequeño se levantará en breve y requiere de tus atenciones: «Eché un vistazo de reojo al reloj y supe que me restaría muy poco tiempo de escritura porque mi hijo Pablo debía de estar a punto de despertarse», en “Ancianidad en Venecia”.
Sin perder la naturaleza incisiva que poseen y que está presente en todo momento, las saetas contra la literatura son de diversa índole. El protagonista de “La ciega clara”, por ejemplo, tiene motivos para quejarse de la poesía; aunque, para ser más preciso, debería hablar de los poetas como los receptores de la inquina del personaje. La irrupción en la cotidianeidad de la invidente de un tal Flavio minimiza las atenciones que estaba acostumbrado a recibir de la joven: «Solo yo puedo describir todo el mal que puede engendrar la poesía». La ceguera de la muchacha mueve a que el retrato que hace sobre el amado cuando de él habla sea bastante literario; o sea, que exprese cualidades ideales acerca de alguien que, a ojos del protagonista —con capacidad para ver y, en consecuencia, para no ser engañado por la retórica—, no deja de tener un aspecto lamentable, como todos los amantes que ha tenido: «Enjambres masculinos de tercera división regional». La literatura, en este sentido, sirve para mentir, para desfigurar la realidad, aunque sea de un modo involuntario, como sucede en este caso.
Esta queja sobre el novio, que tiene que ver con la pérdida del afecto acostumbrado de Clara y con la imagen que obtiene el protagonista del poeta Flavio, y que lleva a considerarlo como un inútil incapaz de hacer otra cosa que no sea dedicarse a su obra y a fumar, se refuerza con la impresión que Tiziana Tersi, en “Ancianidad de Venecia”, manifiesta al poco de encontrarse con el escritor una vez que le ha venido a este la inspiración por el título del cuento:
«Cuando te vi pensé que me había invocado uno de esos escritorzuelos malísimos, de los que piensan que la literatura es solamente un pasatiempo, un hobby en el que entretenerse para entretener, cuando la verdadera literatura es todo lo contrario: centro de un vértigo principal, pasión que todo lo puede, incomodidad del mundo, trasunto maravilloso de una tradición milenaria y puerta mágica al conocimiento».
No es infrecuente en la obra de Álamo de la Rosa estas referencias a poetastros: Odón Machín, por ejemplo, en El año de la seca es uno de ellos, aunque el más conocido de los personajes afines es esa suerte de broma “alter ego” que representa la figura de Victoriano Alameda del Rosario, que lleva pululando por las páginas de nuestro autor desde Campiro que y cuya última aparición, si no ando muy errado, la constato en El pacto de las viudas (2019).
Dentro de este ámbito de los escritores con poca calidad hay que destacar los que se ven inmersos en una extraordinaria presión porque se ha depositado en ellos grandes expectativas, y más cuando estas se han visto reforzadas con algún reconocimiento. Es lo que le ocurre al protagonista de “Ganar el concurso”, que asume haber sido víctima del azar: el lograr un premio trajo consigo el disfrute de unos días inolvidables con su mujer y, como consecuencia, el que ella quiera que se repitan gracias a posteriores triunfos literarios. De ahí la presión. Él intenta que su cónyuge entienda que, si de él dependiera, se dedicaría a escribir:
«Pero cómo, cómo, dios del cielo, explicarte que, aunque me ates a la mesa y no me dejes salir y me obligues a escribir es ella, solamente ella, esa dama peligrosa, quien tiene las de ganar. Cómo explicarte. Es ella, musa, inspiración, literatura, quien siempre tiene la última palabra».
Esta presión equivale a la de tantos autores que han conocido las mieles del reconocimiento y que, a diferencia de nuestro protagonista —quien llegará a sostener que ha sido una mala jugada del azar el que le premiaran un relato y no un boleto de lotería—, anhelan volver a disfrutar de ellas sin percatarse, como le ocurre a la mujer del personaje, que en ocasiones el éxito no es el resultado del esfuerzo y el talento, sino de la confluencia de circunstancias exógenas que, conjuntadas de un modo inesperado, permiten alcanzar lo que en un elevado porcentaje merecería el calificativo de inviable. En el fondo, esta tensión es la propia de quienes, con mayor o menor posibilidad de éxito, aspiran a vivir de la literatura; y la de cuantos, viviendo de ella, se ven a expensas de la inspiración, ese fantasma que llega en forma de enunciado y que, como declara el protagonista de “Ancianidad de Venecia”, se impone y al que no queda más remedio que «escarbar para ver qué demonios había tras las palabras, detrás de los títulos, atrás de atrás de las palabras y sus velos».
De las piezas que giran en torno a la literatura de un modo más específico, “Te quité los libros” es la más destacada. En este panorama del desencanto que el bloque ofrece en Reparación del horizonte, se vuelve pertinente preguntarse por la sombra del escritor que se proyecta tras la voz narrativa. Cualquier autor, cercano o lejano al nuestro, ha podido servir de inspiración, pero yo me inclino por pensar en el propio Álamo de la Rosa, y no porque predomine, como ocurre en la mayoría de los cuentos, la presencia de un relator en primera persona, puesto que esto no deja de ser una circunstancia asociada a criterios técnicos previos a la composición de la ficción. Pienso en él a partir de un detalle curioso que, para algunos, quizás no merezca otro calificativo que el de memez. En el referido relato, el protagonista, anciano, le cuenta a su hijo cómo puso en práctica el deseo de desaparecer como autor literario: «Borrar mi pasado como escritor fue fácil. Dejé de escribir. Dejé de publicar. Y, a escondidas, todos estos años, me dediqué ordenadamente a destruir todos aquellos ejemplares de las novelas, libros de relatos y poemarios que había publicado». ¿Por qué entonces Víctor Álamo? Porque en su producción literaria no hay obras teatrales ni ensayos; luego, el personaje (convertido así en alter ego de nuestro autor) no tenía títulos adscritos a estos géneros que localizar para destruir.
Si la deducción señalada posee alguna entidad y alguna analogía es posible trazar entre el “tinherreño” y el escritor protagonista que recoge “Ancianidad en Venecia” (cuando nos habla del ritual de coger el cuaderno, bolígrafos azules y cigarros para empezar a componer), entonces conviene resaltar el valor singular de dos afirmaciones inmisericordes hacia la literatura que leemos en el referido “Te quité los libros” y que bien pudieran servir para testimoniar la posición de nuestro autor frente a su interés por continuar con lo que ha sido su tarea creativa hasta ahora: la primera, «Menuda condena, toda una vida dudando de lo que es, aunque sepa para qué nació»; la segunda:
«Porque saber para qué naciste, saber lo que se te da mejor, y saber al mismo tiempo que no podrás dedicarte a ello es la mejor de las torturas imaginables, ese suplicio que conduce directamente a una vida de insatisfacción e infelicidad, de saberte solo media naranja sin posibilidad de zumo suficiente, no sé si me explico».
Si todo lo expuesto tiene algún fundamento, la pregunta que gira en torno a la voz “finiquito” vuelve a tener un valor singular en estas anotaciones y con ella, a lo mejor, esta, para mí, profunda declaración que el protagonista de “Ancianidad de Venecia” traslada al fantasma de su evocación: «Lo siento, Tiziana, pero el mundo ha cambiado también para la literatura y nosotros, los escritores, también somos fantasmas venecianos»; o sea, espectros que se ven limitados a ser testigos de cómo el arte de la palabra sucumbe ante las franquicias de la literatura huera, como los palacios de antaño se reemplazan por hospedajes de bed & breakfast.
VI
En el bloque centrado en la “familia”, el predominio de la noción “descendencia” es fundamental: bien porque está presente y, en la mayoría de los casos, mantiene un vínculo estrecho principalmente con el padre, hasta el punto de condicionar su vida; bien porque no existe y su falta determina la estabilidad familiar, como ocurre en “Tauromaquia o mundo por montera” o “Monólogo de las ratas que ven televisión”, dos narraciones donde esta carencia me condujo a evocar el vacío de Melany en La ternura del caníbal (2020), cuando expresa a su pareja en el capítulo 27 sus deseos de ser madre y se encuentra con un muro infranqueable: «no enturbiemos nuestra relación», le dirá él, sentenciando la cuestión y fragmentando de este modo para siempre el idilio.
Conviene destacar que, en dos ocasiones, ese hijo se llama Pablo y que su padre es escritor. Ocurre en “Ancianidad en Venecia” y en “Cosas que no dice la literatura”. Este es, sin duda, un guiño a la certeza y, con ella, a lo que conduce es a plantear —con acierto o no— si la ficción se ha vuelto deudora, de algún modo, de los postulados de lo autobiográfico. El pequeño, así nos aparece en los citados relatos y fácil es deducir que también en “Te quité los libros” (la referencia a Caillou ayuda a estimar la edad), condiciona la vida del progenitor: solo se puede dedicar a escribir cuando el niño duerme y no duda en dejar a un lado la literatura tan pronto como los asuntos que atañen al infante —por supuesto, más importantes— se lo reclaman. Antes lo señalaba con respecto a las prioridades de la realidad y la necesidad de apartar los quehaceres creativos desde el mismo instante en el que estas se imponen.
Hay siempre un tono tierno, protector, entrañable, cuando se habla del vínculo entre padres e hijos. Lo detecto en los cuentos citados; en “Calacimbre o kilómetros de tenacidad”, aunque el sorprendente final —sin que afecte al cariño paterno-filial expresado— logre hacernos decrecer la estima hacia el personaje principal; y, sobre todo, en el texto que representa mi auténtica debilidad en Reparación del horizonte, el que considero que has de releer sujetándote el corazón, pues tan pronto sucumbe a la pena como lo hace a la emoción: el bellísimo “La escalera”. De los muchos pasajes hermosos que contiene el relato, hay uno que me parece muy significativo porque resalta la impotencia de no poder trasladar a la vida real lo que en la ficción es factible:
«Quizá piense en uno de esos cuentos infantiles donde la varita mágica acabe con todas las escaleras del mundo. Las de casa. Las del autobús del cole. Las de la calle y las del parque. Y eso voy a hacer, ahora mismo, borrarlas de un plumazo, aquí mismo, sobre el papel, una vez que Andrea suba y baje. Eso haré. Porque puedo. Para nosotros es solo cuestión de amontonar palabras. Palabras que digan que Andrea sube, que Andrea corona el último escalón e incluso da un salto conmemorativo y, más allá, que ahora baja de nuevo, de un solo salto, los tres escalones».
Las dulzuras de la infancia se trastocan con la vejez, que posee un lugar propio en Reparación del horizonte y que también se formula a partir de una relación de naturaleza filial. Predominan en el término las nociones de “ingratitud”, de “desapego” y, de un modo más grave, más dañino, como consecuencia de las enumeradas, de “abuso”. Los descendientes de las mujeres que protagonizan “Ancianidad en Venecia” y “Consuelo”, aunque desde las perspectivas particulares que da el que una sea un espectro que surge de la inspiración de un escritor y la otra una viuda nonagenaria ingresada inopinadamente en una residencia, dan motivos sobrados para que ellas acaben viéndose a sí mismas como seres degradados, como personas cuyo valor se circunscribe al legado material que dejan. Consuelo, intentando explicarse el porqué del proceder de su hija Blanca y de su “negociante” novio, Toño, declara con resignación la tragedia que vive:
«La normalidad, aquí dentro, se convierte en indicios de senilidad, vaya rima peligrosa. Incluso mi empeño en tratar de volver a mi casa se toma en los informes como una patología. Y no entiendo nada, yo, que hasta hace nada estaba sana, ahora tengo principios de demencia, según los médicos».
También hay otras formas de expresión familiar en Reparación del horizonte: la del matrimonio que se disuelve por la muerte de uno de sus miembros, lo que empuja a buscar el modo de inmortalizar al ser que se ha ido (en el cuarto relato por medio de una inacabada —por “calva”— escultura) o la de la relación que habita en la memoria de los que recuerdan a los que ya no están y, como en el caso de “La farmacia” —en la evocación de un anciano enamorado—, los que se marcharon de un modo trágico y desgarrador. En otros momentos, lo familiar adquiere las formas de un reproche por las desatenciones, por el incumplimiento cabal de obligaciones que, en ocasiones, como podemos ver en “Lo que tiene el calor”, vienen motivadas por una suerte de incapacidad para hacer frente a las imprevisiones que surgen cuando la vida laboral y la doméstica se ven alteradas, desbordadas, y los inadaptados hábitos de libertad profesional no se alinean con los de la responsabilidad ante circunstancias excepcionales.
La constatación de una debilidad («En mis sótanos había un fantasma insatisfecho») “autorizará” al protagonista de “Tauromaquia o el mundo por montera” a sucumbir a lo no esperado, lo accidental, lo que parece ofrecérsele casi sin pedirlo. El ser taxista le permite conocer a un considerable número de personas y «para echar un polvo rápido, bueno y sin compromiso, que hay mucha gente sola, siempre hay tiempo». La infidelidad se erige aquí como un descuido de las reglas implícitas que contiene el pacto matrimonial. En “Monólogo de las ratas que ven televisión”, la quiebra se produce por una deslealtad ante el proyecto de vida que se han dado los cónyuges: incapaces de tener hijos, les queda el día a día que van forjando por medio de un trabajo seguro, aunque ingrato. Pero un día, por culpa de un coyuntural toque de la fortuna, el quijotesco marido de Esmeralda asume que es posible desentenderse de la ocupación laboral que tiene para abordar una delirante empresa que demanda un abandono absoluto del modo de vida desarrollado hasta ese momento y que se sustenta sobre el azar. El narrador de este relato, que no es otro que el protagonista desdoblado, repetirá «nadie te entiende», una especie de mantra que le servirá para justificar los diferentes estadios de decrepitud personal en los que irá adentrándose con cada decisión que adopta.
Este vivir de carambolas también condicionará la relación de los intervinientes de “Ganar el concurso”. Solo el éxito literario del protagonista podrá salvar un matrimonio que debió disfrutar de su único instante memorable cuando los dos llegaron a Santa Cruz de Tenerife para recoger los seis mil euros conseguidos por un relato corto premiado. Ambos viven con lo justo: él, desempleado, echa currículos; ella limpia escaleras. El reconocimiento se convierte en una ventana a la esperanza de algo mejor. La ficción literaria se traslada a la vida y lo que ocurrió durante el instante de unos días (hotel de cinco estrellas, trajes elegantes, ambiente exquisito, crucero posterior) hace perder la perspectiva de la realidad a la mujer, que quiere y que necesita volver a vivir la ilusión de preparar un nuevo viaje y de sentirse llena con algo tan singular y selecto. Ella no atiende a razones por más que él se empeñe en desengañarla:
«Yo te dije muy sinceramente que no sé escribir novelas ni relatos, que mi estilo está repleto de tópicos y clichés, que aquello, aquel texto, fue un milagro y una casualidad, y hasta un error del jurado».
También hay espacio, dentro del extenso apartado que ocupa la voz “familia”, para la afinidad y los sentimientos bondadosos, personificados, entre especies diferentes: la del león por su domador («Ahora te agradezco la oscuridad de tus tripas y el haberme engullido tan rápido, sin violencia, casi de un solo mordisco») o la del perro de Clara, la invidente, cuyo amor por su ama debió desbordarlo hasta el punto de sentirse como Corcho por Efigenia en El año de la seca.
Todas estas maneras de enfocar las relaciones que giran en torno a la voz “familia” y que vienen condicionadas por el fulgor del término “literatura” quedan acogidas entre los enormes paréntesis de apertura y cierre que representan el primer y último texto, los homónimos con el título del libro. Son los más enigmáticos, de ahí que el lugar que ocupan traiga consigo la singularidad del mensaje que contienen. “Reparación… I” da cuenta de lo que podríamos interpretar como un suicidio: mujer que se despide por carta de su hijo y su marido, que llega a un acantilado y que acelera «hasta volar». Eso es lo que se lee, mas ¿eso es lo que solo ha querido contarnos el narrador? Yo percibo el símbolo de una ruptura absoluta que no se circunscribe a la vida física, sino a lo que daba sentido al vínculo existente entre los que se quedan y la que se ha ido: la unidad familiar. Esta rotura, en el primer relato del libro, se vertebra sobre una imagen del horizonte —o sea, del ahora que sigue a la tragedia, del mañana que se ve incierto— que, como leemos, está “herido”. Estamos con este texto ante la presentación de un motivo que justificará de algún modo la articulación posterior de una gama de relaciones familiares diferentes. Hacia el final del libro, la gravedad del suceso inicial, del sustento que da pie a la metáfora del suicidio, habrá quedado depurada. Todo es más ancho, más hondo, más largo de lo que somos capaces de concebir en el momento del impacto. En el último relato, el horizonte será lo que quede en la vejez: la contemplación inerme de cómo la memoria habrá olvidado, tamizado, relativizado los daños. Así se disolverá la vida: bajo el mismo techo de la casa o de la historia que los ha acogido durante el indeterminado tiempo que duró la convivencia.
Cuando en el alfa y el omega de una obra como Reparación del horizonte se fijan coordenadas como las expuestas, todo acercamiento al sentido último que contienen las piezas del libro requiere de una firme voluntad por parte del lector por hallar, en los entresijos de las páginas y las palabras, aquello que, extractado y entrecomillado, sirva para configurar los instantes de testimonios existenciales que Álamo de la Rosa ha querido dejar al albur de una ficción manipulada o, si se prefiere ver desde otra perspectiva, de una realidad fantaseada. Las citas reproducidas en este artículo —si no todas, un buen número de ellas— son fragmentos de una crónica personal que vuelve inevitable el pensar, como ya he hecho en algunos párrafos anteriores, acerca del lugar que ocupa este libro en el florido camino de nuestro autor, en qué medida cierra una etapa, hasta qué punto no tiene algo de exorcismo o de ejercicio literario donde dar cuenta de aquello que apetece dejar ya claro, por si acaso…, sin que ello suponga necesariamente la asunción de rumbos vitales alternativos. Por eso, he querido que sirva de remate para esta brevísima reseña este trocito de “Te quité los libros” que me parece —a pesar del marco ficcional que lo ampara— muy significativo para dar forma a la órbita que traza mi lectura interpretativa alrededor de este afortunadísimo tomo de relatos que celebro haber conocido y, por supuesto, haber depositado para siempre donde ubico mi particular biblioteca de obras memorables:
«Tu padre murió hace mucho tiempo. Espero que lo entiendas. Casi al principio de todo, en cuanto supo que habría de ser escritor. No quiero letras ni citas literarias ni siquiera en mi lápida. Solo quiero, literalmente, por fin descansar en paz. Sin ese hervor en las tripas que me impulsa al lenguaje. Sin ese visillo que solo me deja ver lo fantástico de lo fantástico, justo lo hermoso que hay detrás de atrás de las palabras».