Pensé que… y me he dado cuenta de que no. Los oí hablar y me dije que…, pero no, de ninguna manera. Leí noticias y más noticias, incluso declaraciones programáticas, y concluí que…, mas no, nada de nada. He vivido en una ficción. He sido una Dorothy creyendo que por el camino dorado de lo que consideraba apto, correcto, conveniente, razonable, era posible conocer al gran mago de Oz en forma de resultados electorales acordes a lo que en mi imaginación gustaba de calificarse como idóneos para lograr la defensa del estado de bienestar —público, progresista— que nos merecemos como sociedad (así lo creo con firmeza).
Contemplo el panorama que nos ha dejado este 28 de mayo y pienso: si el pueblo, bajo el techo de la democracia, ha dicho lo que las urnas proclaman, ¿quién soy yo para cuestionar los resultados? Lo que hay es lo que hay y de nada han servido mis previsiones, mis análisis ni mis expectativas hilvanadas (creía yo) con hilos de sentido común… De nada. Donde esperaba mayorías absolutas, no las ha habido y habrá que pactar (Santa Lucía de Tirajana); donde suponía desapariciones, hay resurgimientos (¿cómo es posible que… haya llegado a las instituciones canarias?); donde concebía inclinaciones hacia un lado, he hallado giros contrarios (Telde); donde creía que se repetirían escenarios, observo que han arrasado con lo que había (Parlamento…). La mayoría de los integrantes de la sociedad de la que formo parte ha dicho cómo debían ser las cosas. Vivimos en una democracia. Aunque los medios de comunicación empujen hacia un lado y hagan cojear la mesa del equilibrio informativo, aunque la retórica admita juegos conceptuales y propagandísticos, y ofrezca verde lo que es negro y azul lo rojizo, cuando hablan las urnas libres de pucherazos, ¿qué cabe decir que refute su dictamen? ¿Cuestiono la integridad intelectual y moral de quienes han escogido opciones diferentes a las mías? ¡Nunca! No soy el borracho del chiste, el que afirmaba que no es un solo coche el que iba en dirección contraria, sino todos.
Reconozco que no esperaba desbarrar tanto; ni darme cuenta de que las fronteras entre la teoría y la práctica fueran, en este caso, tan altas e intransitables; ni que la aplicación de métodos de pretendida naturaleza científica para estudiar el panorama electoral me llevara a notables errores. Qué escaso talento el mío, carajo. No esperaba constatar que, como la paloma de Alberti, me equivoqué: por ocuparme de un extremo no me percaté de lo que sucedía en el otro. Por volar a la izquierda me desentendí de la derecha. Asumo el desnorte y lo declaro afirmando mi convencimiento de que he contemplado el proceso de estos comicios leyendo el libro que no debía: no era lo que frente a mí tenía una obra expositiva, una pieza bien fundamentada sobre pros y contras, y sobre estados de la cuestión y conclusiones coherentes (como creía yo, ensoberbecido y pedante); sino una novela de ficción, un extenso relato de fantasía que, de manera quijotesca, di por real y verdadero cuanto en sus páginas había. Así las cosas, cómo no iban a chocar mis huesos contra los molinos de las urnas.
Del asombro e inquietud por el fallo cometido, he ido pasando a lo largo de las horas al deseo, a la esperanza de, al menos, haber errado “bien” (importan las comillas); o sea, de no haber acertado en mis conclusiones sobre cómo debían ser los resultados electorales porque si se constata en 2027 que nuestras vidas son mucho peores y que ha decrecido considerablemente la calidad de los servicios públicos, cuánto me dolerá pensar como ciudadano en que yo no andaba muy descaminado en 2023. Magro consuelo, lo sé.