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Un decálogo sobre las frases hechas a partir de un dicho paterno

Resumen: A partir de una locución inédita (“Pa’una cabra partía, un macho corcovao”) se analizan sucintamente las características de las frases hechas. A las cualidades habituales que recogen los especialistas sobre estos discursos repetidos (anonimia, popularidad, oralidad, unidad semántica breve, sentido metafórico, significado no deducible, idiomaticidad y dificultad para su traducción) se añaden dos (actitud y comodidad), conformando así una suerte de decálogo que, en última instancia, aspira a la concienciación de los docentes sobre la importancia que deben dar al conocimiento de estas estructuras lingüísticas para que puedan ser asimiladas, conocidas y manejadas con eficacia por el alumnado que estudia lengua española.

Abstract: From an unpublished expression (“Pa’una cabra partía, un macho corcovao”) characteristics of idioms can be briefly analysed. In addition to the usual qualities that specialists claim about these set expressions (anonymity, popularity, orality, brief semantic unit, metaphorical sense, non-deductible meaning, idiomaticity and difficulty for their translation) two other ones should be added (attitude and comfort). All of them compose a kind of decalogue for teachers to raise awareness ultimately about the importance they should give to the knowledge of these linguistic structures, so that they can be assimilated, known and handled effectively by students of Spanish language.

 Palabras clave (Keywords): modismos, dichos, locuciones, frases hechas, enseñanza primaria, enseñanza secundaria, Lengua Castellana y Literatura.

«Pa’una cabra partía, un macho corcovao». Esto es lo que solía decir el padre de quien firma este artículo cuando quería apuntar que a una situación mala (“cabra partida”) le seguía otra que no era buena (“un macho corcovado”). La frase caló tanto en la conciencia lingüística de su hijo que hoy en día la reproduce siempre que se encuentra ante un problema que parece arrastrar consigo otro. Es lo que diría, verbigracia, si un día le ponen una multa de tráfico (un contratiempo) y, de regreso a casa, tiene un accidente con el vehículo (otro percance).

Se desconoce el origen de la expresión y si en su gestación cabe atribuir algún mérito a su padre, ya que solo se la oyó decir a él. En este sentido, es posible afirmar y negar su autoría con idéntico rigor. Esta incertidumbre es la misma que se tiene con muchas de las entradas que se recogen en repertorios sobre modismos antes de saber más acerca de cada uno de ellos.[1] Si en medio de una conversación se hubiese dicho alguna de las fórmulas expresivas que se reproducen en estos libros, no es descartable el que se pueda dar la duda de si es una invención del interlocutor o, por el contrario, si forma parte de una tradición lingüística. Mas no estamos ante una ignorancia que afecte a la función que debe realizar la expresión fija que se haya empleado, pues lo relevante en estos casos es captar su sentido completo y, en consecuencia, su pertinencia dentro del discurso.

A la condición ignota del cuándo (el origen) y del quién (la autoría), cabe añadir el dónde, o sea, la determinación de si es correcto ubicar el enunciado inicial (y tantos afines que el progenitor utilizaba) en el acervo y la variedad del español de Canarias a la que pertenecía.

La iniciativa [aquella que dará pie a la expresión fija] puede surgir en cualquier latitud, pero el ambiente favorable para su arraigo, vitalidad y propagación no se da en todos los pueblos ni siquiera de manera uniforme en los varios sectores de una comunidad lingüística. (Casares, 1992, p.219).

Cabe preguntarse si sería relevante para el trazado de un posible perfil de hablante isleño de «discursos repetidos» o de «trozos de discurso ya hecho y que se pueden emplear de nuevo», como denomina Coseriu a este tipo de frases (1981, p.113), algunas de las características personales de nuestro emisor que más pueden incidir en su vertiente de hablante dialectal: el que no tuviera estudios, aunque no fuera analfabeto; el que estuviera sujeto toda su vida, como sus antepasados, a los límites geográficos de Telde y, por extensión, a los que marcan el sureste grancanario; el que jamás dejara de estar vinculado de manera activa y emocional con todo lo que tenía algo que ver con el mundo rural; y que fuera, atendiendo a la perspectiva de la lengua oral, gran amigo de conversadas. ¿Son estas particularidades o sus pequeñas variantes las que permiten atisbar un perfil de usuarios de la lengua que, con sus actos de habla, han logrado la pervivencia de buena parte de los dichos canarios que conocemos?

Entre tanto desconocimiento, una certeza, vinculada en este caso con el cómo: el hablante adoptaba siempre una actitud tan sentenciosa y contundente en la formulación de la frase de marras, perceptible por el tono que empleaba, que era inevitable pensar, por un lado, en la inexistencia de un modo alternativo de informar sobre el qué (los dos daños) haciendo uso del modismo y, por el otro, en que lo importante de su empleo dentro del proceso comunicativo no estaba tanto en lo que quería decir, sino en cómo lo quería decir, «potenciando así el carácter ambiguo y polivalente del mensaje» (Barsanti, 2006, p.200). Pensemos ahora en esa muesca que queda marcada en la conciencia lingüística de los receptores cuando un enunciado como el que nos ocupa se deja caer en el discurso: ya nada parece cuestionable, solo hay hueco para deducir que el acto informativo ha terminado o debe ir por otros derroteros.

Es posible que esta cualidad conclusiva de las frases hechas se deba a esa esencia poética que las envuelve, a ese aroma a cita literaria que desprenden estas unidades (Coseriu, 1981, p.115) y que consigue que la expresión se transforme en un ejercicio retórico eficaz a la hora de deleitar y, sobre todo, de persuadir; en buena medida, por lo sujeta que está a la idiosincrasia de una comunidad forjada a través del tiempo:

El refrán, el dicho, se ha refugiado desde hace mucho ─como toda la cultura de tipo tradicional─ en los ámbitos más apartados de la sociedad, en los medios rurales y en el uso de las gentes menos letradas. Ahí, en esos ámbitos, ha podido seguir manteniendo su carácter predominantemente oral, propio de una “cultura” que, por “popular”, ha sido menospreciada por la cultura dominante, sin comillas de ningún tipo, urbana y escrita. Puede decirse entonces que el refrán es la cita del que carece de cultura, “la retórica del iletrado”. Y así, a medida que la instrucción pública, urbana y escrita, fue progresando el prestigio de los refranes fue decayendo hasta la estigmatización. (Trapero, 1994, p.509).

La analogía con otras fórmulas expresivas y, sobre todo, la actitud apuntada conducen a plantear que la suya es una locución que participa de las características más representativas de las frases hechas, a saber:

1. Su origen anónimo, que será, a tenor de lo que afirma Cejador (1921), el sustrato de su carácter popular:

Aunque alguien fue el primero que formó la expresión, era tan conforme al modo de sentir y pensar de todos, que todos la aceptaron y aun probablemente la fueron reformando poco a poco, hasta el punto de que el autor quedó anónimo, siéndolo ya de hecho el pueblo que se la apropió y aun la mejoró. (p. 9)

2. Su base popular. Un colectivo, con la suficiente receptividad psicológica en un determinado momento, consigue que prosperen ciertos hallazgos individuales y anónimos en forma de asociaciones imaginativas (Casares, 1992 p. 219). Esa prosperidad conlleva adueñarse de la expresión, hacerla suya, sumarla al acervo que identifica al grupo: «la lengua de un pueblo manifiesta la forma de ser de ese pueblo» (Trapero, 1994, p.501).

3. Su uso oral, que dio pie a su origen, que fundamentó su base y que, de alguna manera, representa su pervivencia en tanto que expresión de identidad colectiva:

De la conversación familiar brotan como las chispas de la hoguera, y conservan muchos y valiosos datos para escribir algún día la historia interna del pueblo español; porque los elementos que los componen son el hecho histórico, el dicho agudo, el juego, la costumbre y la ceremonia religiosa. (Montoto, 1888, p.8)

4. Su condición de unidad semántica breve, a la que señala Gili (1958) cuando indica que la economía del modismo implica que las palabras pierdan su individualidad para servir a los valores colectivos; «o bien, si alguna de ellas tiene fuerza para tanto, levantarse con el santo y la limosna, y llevarse por sí sola toda la carga semántica de la frase». (p.92)

5. Su sentido metafórico, que promueve la percepción de la pieza lingüística como una forma de la “literatura” en el más amplio sentido, o sea, atendiendo a los componentes ideológicos, morales, etc. (Coseriu, 1981 p.115). La cualidad literaria de estas piezas supone reconocer en quienes dieron ellas, como señala Cejador (1921), la condición de «altísimo poeta», que viene a quedar demostrado con la ingente cantidad de figuras retóricas que encierran estas formas, «que se despilfarran en ellas a montones» (p.25).

6. Su significado no es deducible, sino que proviene del conjunto, lo que implica que los elementos que componen la expresión no puedan ser reemplazados (Coseriu, 1981, p.113). Se utilizan las frases hechas tal y como se toman del acervo común del idioma, sin que sea posible adaptación gramatical alguna (Cejador, 1921, p.10). Benot (1899), sobre la autonomía significativa, identifica las piezas como la unión de dos elementos que da pie a un tercero con autonomía propia. Pone para ello el ejemplo del oxígeno y el hidrógeno, dos gases que nada tienen que ver con el resultado de su combinación, el agua (p.10).

[…] dichos, modismos, refranes, locuciones, frases hechas, sentencias, aforismos, tópicos, adagios, apotegmas, máximas son algunas de las palabras traídas y llevadas en los diccionarios y en la conversación ordinaria, sin fijar a cada una un contenido preciso, que tampoco los estudiosos han puesto mucho interés en deslindar, tal vez por la inasible condición de la materia a que se refieren. Las expresiones a las que atañen estos términos componen un vasto repertorio inclasificable no sólo desde el punto de vista formal, sino también desde el semántico. (Barsanti, 2006, p.198).

7. Su idiomaticidad. Son estructuras formales fijas que están ligadas de manera exclusiva a una lengua determinada (Mendoça, 1998, p.574). No son producidas en cada acto de habla, «sino “reproducidas”, repetidas en bloque. El hablante las aprende y utiliza sin alterarlas ni descomponerlas en sus elementos constituyentes, las repite tal y como se dijeron originalmente» (Zuluaga, 1975, p.226); por eso, «estas unidades se interpretan solo en el plano de las oraciones y de los textos, independientemente de la “transparencia” de sus elementos constitutivos» (Coseriu, 1981, p.115; v. t. Trapero, 1994, p.507 y Pinilla, 1998, p.349).

Empero no es tan difícil el conocimiento de la lengua castellana por el caudal de sus voces y lo vario de su sintaxis, cuanto por los modismos que atesoramos. El diccionario nos da a conocer la significación de las palabras. La gramática nos enseña el valor de estas dentro de la oración, señalando a cada una su lugar respectivo; nos dice cómo hemos de moverlas y combinarlas; cuál es la que rige y cuáles son las regidas; cómo se usan las unas con las otras de manera que el maridaje, o si se quiere la concordancia, no sea contubernio monstruoso; nos preceptúa el acento con que debemos pronunciarlas, midiendo la cantidad de sílabas, y, por último, nos da reglas más o menos precisas para que las escribamos correctamente, ahora habida consideración a su etimología, ahora atendido el uso, jus et norma loquendi.

Diccionario y gramática no son materiales bastantes para levantar el grandioso edificio de una lengua. A las palabras, en sus múltiples combinaciones, mueve el espíritu nacional: en ellas alienta la vida de un pueblo y su particular y característica manera de ser. Son los modismos lo genial, por decirlo así, lo que de propio pone un pueblo en la lengua que habla. (Montoto, 1888, p.7)

8. Su difícil traducción, que se debe a que remite a un hecho cultural que hemos conocer para captar su sentido (Mendoça, 1998, p.574); de ahí que convenga antes traducir la idea que la forma (Cejador, 1921, p.24) y que sea oportuna una buena enseñanza de expresiones coloquiales, modismos y argots a los estudiantes de español, ya sea como lengua extranjera (Pozo Díez), ya como lengua nativa, pues se está haciendo mención a elementos lingüísticos que, por su complejidad para ser asimilados, conocidos y manejados con eficacia, responden bien a lo que de ellos apunta Trapero (1994) al señalar el «carácter inabarcable que los dichos tienen, que cuando aprietas por un lado se afloja por el otro, y cuando los quieres cinchar a todos, todos se quieren soltar y continuar siendo libres, dispuestos a dar remedio a cualquier situación» (p.504).

A las ocho cualidades expuestas más la que representa la actitud, la novena, habría que añadir una décima característica de las frases hechas, al menos desde la perspectiva que se ha asumido en esta exposición: la comodidad de su uso. Al principio, se indicó que el dicho paterno había calado tanto en la conciencia lingüística que quien firma este artículo que hoy en día lo reproduce siempre que a un contratiempo (se puso el ejemplo de una multa de tráfico) le sigue otro que mantiene algún tipo de relación con el primero (un percance con el coche, verbigracia). La pregunta que cabe hacerse es: ¿Se formula el enunciado en esas circunstancias porque existe una incapacidad manifiesta para decir lo que se necesita expresar de un modo diferente? La respuesta es bien clara: No. Hay otras expresiones similares que vendrían a ser familiares de la que nos ocupa, aunque con sus matices particulares: pienso ahora en «Ir de Guatemala a Guatepeor» o en «Para una talla vieja nunca falta un jarro sin asa»; o se podría manifestar la situación sin metáforas: a este asunto negativo se le ha unido otro, si no peor, sí al menos igual de perjudicial. No cabe duda alguna de que la cualidad innata humana de la creación lingüística, que tanto ha fascinado a Chomsky con su gramática generativa-transformacional, permite la composición de tantos mensajes diferentes como contratiempos merecedores de ser lamentados en voz alta fueran necesarios.

Aun así, pudiéndose utilizar otras fórmulas, se reitera en el uso de la misma y, además, sin que exista una percepción explícita de ello, repitiendo incluso los particulares vulgarismos fonéticos que contiene el dicho paterno, como si fueran inherentes a la frase hecha. La situación siempre es la misma: suceden los percances 1 y 2, y la síntesis de la contrariedad se resume en: «pa’una cabra partía un macho corcovao». ¿Por qué? Es aquí donde entra esa décima característica: por comodidad.

El hablante se siente cómodo con la expresión porque tengo asumido que se ajusta, se amolda, se adhiere a lo que vendría a ser su reacción natural cuando se dan los hechos que la provocan. De todos los posibles modos con los que podría expresar la situación, el expuesto, dada sus reiteraciones, es el que logra encajar, no tanto con lo que desea comunicar, sino con el cómo lo desea comunicar (Barsanti, 2006, p.200).

Es posible que esta comodidad aludida tenga su razón de ser en una suerte de vinculación inconsciente que se formaliza entre la expresión señalada y un binomio fundamental para el campo de las unidades léxicas que nos ocupan: por un lado, el espacio lingüístico donde se desarrolla la modalidad idiomática del emisor (el canario, en el ejemplo paternal que abordamos); y, por el otro, el entorno cultural y social con el que se siente más identificado. La locución le sitúa ante el receptor de una manera diferente a si se hubiese expresado de otro modo, quizás porque le permite concebir la idea de que, además del contenido denotativo del mensaje donde se inserta el enunciado, se expone implícitamente una información que considera relevante porque en ella van su actitud ante lo que se comunica, las expectativas que espera se den en el destinatario y el trazado del grado de afectividad que se dan entre los intervinientes en el acto comunicativo. Aquí es donde cabe ver el factor connotativo de todas las locuciones.

Lo deseado, en el fondo, va más allá de la mera traslación de un dato entre hablantes competentes: por un lado, que se identifique lingüísticamente al emisor y que componga en su ánimo la conclusión de que la suya es, cuanto menos, una expresión oral que, probablemente, proceda del español meridional; por el otro, que el componente poético de la formulación no le sea indiferente, que esboce una sonrisa, que haga un gesto de extrañeza divertida (“cabra partía”, “macho corcovao”); por último, que el ritual que encierra el proceso dialógico tenga un remate que no “admita” réplica, que flote en la ya aludida conciencia lingüística de quienes oigan el dicho una suerte de punto final que parezca acordar que del asunto expuesto ya no cabe señalar nada más.

La comodidad asociada a la comunicación lingüística se funda sobre el convencimiento de que será posible emitir un mensaje que, a pesar de su brevedad y de sus características, logre transmitir de manera cabal la idea que se desea compartir; mas no un mensaje cualquiera, sino uno que, gracias a sus mimbres poéticos, logre, por un lado, arrastrar consigo el aroma propio de una reliquia idiomática heredada que, de tanto repetirse, se ha vuelto incuestionable y, por el otro, que sitúe al hablante en la comunidad a la que pertenece, buscando con el interlocutor un tipo de relación más o menos idéntica a la que expuesta por Gili (1958):

Es indudable que al emplear modismos en la conversación parece como si hiciésemos a nuestro interlocutor una confidencia, como si le diésemos participación en algún secreto. […]

Acaba de serme presentada una persona de educación semejante a la mía. Si en nuestra primera conversación esa persona usa con abundancia modismos como ‘cortar el bacalao’, ‘tener la sartén por el mango’, ‘ponerle a uno de chupa de dómine’, ‘dar coba’, etc., es probable que me parezca que se toma conmigo una confianza excesiva, algo así como si me tutease de buenas a primeras. Si esa persona me es simpática y estoy interesando en el asunto de la conversación, su lenguaje salpicado de modismos me acerca a su amistad y presiento, empleando otro modismo, que ‘vamos a hacer buenas migas’.

Ahora estoy hablando con un superior. Me guardaré muy bien de decir ‘rositas’, ‘pagar el pato’, ‘soltar el trapo’, etc., porque lo tomaría como una falta de respeto […]. En cambio, si él lo hace conmigo, me sentiré halagado por la confianza con que me trata […].

Estoy en una aldea en conversación con un campesino que me tiene por un señor de saber e importancia. Los modismos habituales en el trato de sus convecinos pueden brotar con espontaneidad, y a mí me harán el efecto de expresiones pintorescas llenas de sabor popular. Pero si él advierte que pueden parecerme irrespetuosas, y no sabe sustituirlas por otras, las rodeará de fórmulas eufemísticas que salven la distancia que nos separa. Dirá, por ejemplo: “Es un hombre que -como dicen- se cae del burro”. El “como dicen” es una disculpa por el empleo del modismo […].

El empleo frecuente de modismos supone, pues, un plano de confianza recíproca» (pp.95-96).

A nuestro juicio, en la confianza recíproca aludida está la clave para captar el porqué del uso de frases hechas. Su presencia en el desarrollo del discurso contribuye a calibrar el grado de proximidad afectiva que hay entre el emisor y el receptor. En ocasiones, el carácter coloquial del dicho o modismo puede generar en hablantes inseguros el temor a ser considerados incultos o, en casos extremos, chabacanos. Por eso se hace oportuno insistir en la conveniencia de una buena enseñanza de la naturaleza denotativa y connotativa de las estructuras fijas a los estudiantes de lengua española, tanto si la contemplan como idioma extranjero o como nativo; y, por supuesto, sea de la variedad dialectal que sea, pues forman parte estas unidades lingüísticas de ese abrumador conjunto de referencias culturales que contribuyen a singularizar nuestra idiosincrasia.

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BIBLIOGRAFÍA

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[1]. Trapero, en su reseña sobre la obra de Ángel Sánchez, citada en la bibliografía de este trabajo, da cuenta de algunas referencias que, como la del galdense, abordan el tema de los dichos canarios: Orlando Hernández con Decires canarios; Cristóbal Barrios y Ruperto Barrios Domínguez con Una crónica de La Guancha a través de su refranero; «y mucho antes que todos ellos, en el siglo XIX, lo habían hecho Sebastián de Lugo, José Agustín Álvarez Rixo y Elías Zerolo, entre otros, aunque los vocabularios de éstos no fueran estrictamente y sólo de “dichos”» (1994, p.498). A estos títulos habría que añadir Dichos y modismos de Canarias de Luis Rivero (Mercurio Editorial, 2019).