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Una decana al cuadrado: Yolanda Arencibia Santana

De lo mucho, muy bueno y sumamente certero y verdadero que se ha dicho y escrito sobre Yolanda Arencibia Santana desde el pasado sábado 22 de marzo, cuando se anunció su fallecimiento, me quedo, por sentirme aludido implícitamente, con ese guiño que, de algún modo, dirige a mis noventeros colegas coetáneos el latinista Antonio M.ª Martín Rodríguez en la semblanza que dedicó a la querida profesora: «Las universidades se valoran hoy, en buena medida, por criterios numéricos y fríos como las posiciones en los rankings, los fondos externos que atraen, el número de artículos en revistas de primer cuartil… y quizás en eso las universidades pequeñas y jóvenes juguemos en desventaja. Pero, al menos en el ámbito de la Filología Hispánica, haber podido contar simultáneamente con el magisterio de figuras, entre otras, como José Antonio Samper, Maximiano Trapero, Eugenio Padorno y, por supuesto, Yolanda, estoy convencido de que habrá sido un auténtico lujo para muchos antiguos estudiantes que estarán ahora leyendo esta página y pensando, quizás, que, ni el hábito hace al monje, ni otra cosa que los buenos maestros hacen buena una universidad».

El referido catedrático de Filología Latina moderó en 2021, en la muy recomendable y disponible colección Diálogo vivo de la universidad palmense, un delicioso coloquio sobre la consolidación de los estudios filológicos, en el que participaron tres distinguidos docentes de la Facultad de Filología: Trinidad Arcos Pereira, el ya citado profesor Trapero y nuestra homenajeada, cuyas interesantísimas aportaciones a los orígenes y primeros años de la institución —de los que un servidor fue testigo—, complementadas con las que hizo en una entrañable entrevista que concedió en diciembre de 1988 al alumnado de Filología del Colegio Universitario de Las Palmas (CULP) para la revista La voz del grumete, que dirigía Guillermo Perdomo Hernández, fueron indispensables —tanto en lo tocante a lo histórico como a lo emocional— en el parco ensayo Poesía universitaria palmense, 1992-1998, que tuvo a bien publicarme Mercurio Editorial a comienzos de este año.

Es más, no solo fueron ineludibles sus palabras para mi autobiográfica exposición, llena de retales, sino que la propia Yolanda, como protagonista —si nos atenemos a lo que transmiten las voces y los años que componen el título del opúsculo—, era en sí misma inevitable, maravillosamente inevitable; pues su figura, esa que conocí como alumno de licenciatura y doctorado, como representante estudiantil de la carrera durante muchos cursos, como becario universitario adscrito a la sección de literatura, como organizador de los Encuentros de Jóvenes Hispanistas, como participante en eventos académicos…, su figura, repito, poseía la virtud de aunar y multiplicar el alcance significativo de una voz tan majestuosa como “decano, na”: ella fue la máxima autoridad de la Facultad de Filología desde sus orígenes, que se remontan a la etapa del CULP, hasta el 1 de marzo de 1999, cuando la sustituyó Germán Santana Henríquez, que había sido secretario del centro hasta que asumió la coordinación del Servicio de Publicaciones y Producción Documental de la ULPGC, en 1996 (el puesto en la secretaría que dejó vacante lo desempeñó don Antonio Cabrera, mi querido maestro, hasta la marcha de Yolanda; y este, a su vez, con Germán ya en el decanato, cedió el testigo a otro insigne maestro: Eugenio Padorno, lo que viene a consolidar las palabras iniciales de mi apreciado Antonio M.ª acerca de los ilustres docentes que nutrieron nuestras aulas de excelencia).

Mas dejemos bien clara una cosa (por eso de la grandeza con la que ejerció su cargo): la suya como decana —por fortuna para cuantos estuvimos ahí y para las generaciones venideras — no fue una mera labor administrativa, sujeta a los vaivenes políticos de los años ochenta en un permanente tira y afloja sobre la creación o no de la universidad palmense con esa autonomía con la que se nos muestra hoy en día, sino que se implicó de tal manera en su cometido, precisamente cuando todo estaba por hacer y los obstáculos aparecían hasta en los asuntos más insospechados, que, sin duda, aquella suerte de hogar que conocimos en la última década del siglo XX no hubiese sido el mismo para nosotros ni, con toda seguridad —digámoslo con claridad—, para esa trigésima cuarta promoción que se graduará este año (¡cómo pasa el tiempo!; y pensar que yo pertenezco a la quinta). Carismática y emblemática: ¿Alguna vez fue consciente de que, de un modo u otro, al margen de lo que significaba el puesto que ocupaba, ella era la Facultad? La pregunta no es baladí: fui miembro de diversos órganos de representación estudiantil, lo que favoreció el establecimiento de frecuentes contactos con el alumnado y el profesorado de otros centros, así como con diferentes responsables que tenían sus despachos en el rectorado. Sé de lo que hablo cuando afirmo y repito de nuevo ahora que ella era la Facultad.

Durante los noventa, tuve la inmensa fortuna de mantener con ella una comunicación constante, fluida y, para mí, sumamente enriquecedora, pues me permitió descubrir en ella facetas que valoro mucho en los gestores de instituciones, tanto políticas como educativas: autoridad, firmeza, prudencia, empatía, respeto… y liderazgo; o sea, capacidad para trasladar una sensación de protección a quienes están por debajo de ti en el escalafón (las organizaciones, para que funcionen, no pueden ser estructuras horizontales, sino verticales) sin que ello implique una actitud conducente a la anulación o el impedimento para la expresión libre de ideas o de acciones.

Fue un ejemplo como decana de la Facultad de Filología porque —y en esto se apuntala aún más su brillo— nunca desatendió sus obligaciones académicas, ámbito en el que gozó de un incuestionable prestigio, sobre todo, por la parte que me toca en esta historia como alumno de licenciatura y de doctorado (asistí a sus cursos y, además, me honró con la presidencia de mi tribunal de tesis): impartió docencia, investigó, publicó, coordinó actividades desde su condición de especialista en literatura…, y lo hizo con plenitud, de un modo destacado y comprometido, sin esconderse, sin alimentarse del quehacer de otros para dar más realce a su currículo. Y en esto alumbro ese segundo significado que tiene la voz “decano, na”, el cual, aludiendo a la antigüedad de quien goza de este reconocimiento, apela al magisterio procedente de la veteranía, entendida esta como esa experiencia provechosa que puede y debe compartirse; a ese batallar exitoso al frente de cometidos complejos que, resueltos, maravillan y reciben toda clase de agradecimientos por su contribución a la sociedad.

A su manera, me enseñó que lo eventual, lo que es así por su naturaleza (por ejemplo: un cargo, una responsabilidad puntual…), no ha de ser permanente. Si ella hubiese querido, habría seguido en el decanato hasta su jubilación (en 2010) o se habría unido, como tantos, a la comitiva de catedráticos en excedencia apoltronados en asientos electivos y viviendo a la sopa boba mientras se embrutecen y van perdiendo cuanto hizo de ellos personas de ciencia. Si ella hubiese querido…, repito; pero por fortuna no quiso. Yolanda era investigadora y docente, y muy buena (no descubro nada); y eso estaba por encima de su condición de gestora pública. Lo demostró. Ahí está su extraordinaria hoja de servicios universitarios y académicos, a la que acompañará siempre ese reconfortante, feliz, agradable sentimiento de gratitud y admiración que le profesamos quienes hemos tenido la oportunidad de trabajar y aprender mucho y muy bien de/con ella.

Concluyo este sucinto apunte sobre la que para mí será, hasta el fin de mis días, la decana con una de las muchas lecciones brillantes que recibí de ella: un día, en uno de nuestros encuentros en su despacho —supongo que en cuarto o quinto de carrera—, le trasladé mi interés por continuar mi licenciatura con los cursos de doctorado y le declaré, con esa infantil autosuficiencia del pollo que se cree gallo, que pensaba hacer una tesis, pero «no complicarme la vida en su quehacer». Ella me miró con la intensidad con la que solía hacerlo cuando tenía absolutamente claro algo, mezclando afabilidad y seguridad al mismo tiempo; esbozó una sonrisa situada entre el desenfado y la socarronería; y me dijo: «Si no quiere complicarse la vida, no haga una tesis». Touché.

Aquella escena con la maestra Yolanda Arencibia Santana, con mi sempiterna decana, fue otra de las tantas epifanías que me concedió mi etapa universitaria y que aún conservo. Sus palabras todavía están presentes en mi día a día y las ofrezco a quien me informa de su deseo de buscar “atajos” para resolver lo que, por su espléndida y luminosa condición (un título académico, un libro, una relación, etc.), exige esfuerzo, constancia, sacrificio… indesmayable entrega.