De esto estoy convencido: de que Juan Carlos I decidió marcharse del país porque quiso, mas no tanto porque ello trajera consigo una protección para la monarquía, pues vivimos en una época donde las miserias se destapan con más celeridad de la esperada, sino porque su hijo no hizo mucho por que se quedara. El Gobierno podía haber puesto todo su empeño en que el rey emérito se fuera, creyendo que así ofrecía un cortafuegos para que lo hecho por el padre no terminase afectando al hijo, pero si Felipe VI hubiese dicho: «No, eso no. Fue rey y ha cometido algunas quiebras legales que ya veremos cómo arreglamos, pero sigue siendo mi padre y no me parece justo que lo sometan a una suerte de destierro que puede interpretarse como una huida. Busquen otra solución. Él se queda. Además, qué ventajas tiene el que esté fuera de España y no aquí. Vivimos en el siglo de las comunicaciones. Lo que haga allá se sabrá del mismo modo y a la misma vez que si lo hubiera hecho acá».
Si el hijo hubiese apelado a un Carlos I retirado en Yuste, no quedaría esa sombra de Pilatos lavándose las manos que se proyecta tras el cetro. Tiro de maquinación literaria: ¿Venganza del hijo por la humillación del padre hacia su madre? ¿Venganza por haber arruinado el crédito de la institución? ¿Venganza por poner en peligro su reinado y el de su heredera? ¿Venganza o maldición? ¿La maldición de los reyes errantes? ¿La maldición de los borbones regicidas? Etcétera.
Menos mal que vivimos en una monarquía parlamentaria y que estos vaivenes en el trono pueden llegar a verse como amenos entremeses que más sirven para rellenar tertulias a base de chismorreos que para determinar el destino de una nación.