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Pasado, presente y futuro del libro en Telde

Distinguidas personalidades, señoras, señores… me piden unas palabras y yo no sé qué decirles que agrade sus oídos, ilustre su entendimiento y, de paso, me dé algo de la fama que buscamos quienes nos preciamos de torpe, ignorante y atrevido cuando pululamos por esos mundos de papeles emplumados, tintas y medias tintas. Me piden que les hable de los libros y yo no sé qué decirles… y me piden que lo haga aquí, en esta biblioteca histórica de recuerdos y mensajes encubiertos en cada piedra; de versos que vuelan con el viento; de lejanos besos alcanforados y de fachadas color sepia. Y les hablaría de esos libros que se hicieron en este camino, de las veces que sus autores se pararon aquí, de los momentos en los que retomaron sus lecturas, pero yo, queridos oyentes, yo no sé qué decirles. Y no sé qué decirles porque no son mis palabras lo suficientemente dignas como para alcanzar en el recuerdo de nuestra historia local a las dictadas por personalidades tales como el Párroco Hernández Benítez, sito en nuestra memoria, o don Antonio María González Padrón y don Ignacio Moran Rubio, quienes con su presencia en este acto aliviarán las ligerezas de mi poca destreza histórica. Otros quedan por citar, pero el tiempo apremia, la nómina es larga y mi memoria flaca.

Y como todo académico de la Argamasilla que se precie, habré de recurrir a una cita para dar brillo al contrachapado de su pobreza discursiva, permitidme comenzar con una que me dará el suficiente empuje para proseguir en los minutos que nos quedan. Así, acudo al Codex miscellaneus del siglo XI,[1] que españolizado sería el Códice mixto y en cristiano «un libro con muchas cosas variadas e interesantes» para tomar de él un fragmento con el que recordarles o darles a conocer la estima que por entonces ya se debía sentir hacia los libros a juzgar por una descripción como la siguiente:

El libro es lumbre del corazón; espejo del cuerpo; confusión de vicios; corona de prudentes; diadema de sabios; honra de doctores; vaso lleno de sabiduría; compañero de viaje; criado fiel; huerto lleno de frutos; revelador de arcanos; aclarador de oscuridades. Preguntado responde, y mandado anda deprisa, llamado acude presto, y obedece con facilidad.

Telde es una ciudad de libro, así lo muestra su historia, así lo testimonia la obra de sus hijos, así consta en la memoria más recóndita de nuestros pasos. Una ciudad hecha desde la historia y los hechos históricos es, necesariamente, una ciudad de libro, una ciudad perpetuada a través de la retórica y la caligrafía, el papel y la tinta, las ideas y las esperanzas.

En lo apuntado debió creer firmemente don Francisco Izquierdo Pozuelo cuando fundó la primera imprenta y mantuvo engrasada sus maquinarias hasta principios de 1936; y lo mismo cabría apuntar sobre la Imprenta Telde, fundada tras la Guerra Civil, y las que con posterioridad han llegado hasta nosotros. Las linotipias de estas tipografías, como si de maternidades se tratasen, han dado forma y luz a los vaivenes de la inspiración y con ello han logrado que se asienten entre nosotros para siempre.

También creyó en lo ya indicado quienes han conservado nuestros textos con el mimo y el esmero que únicamente saben imprimir quienes conocen los estragos del tiempo y los dardos de la indolencia. Allá queda en la memoria de quienes acudieron a sus anaqueles las bibliotecas de la Sociedad Republicana y la de la Sociedad Obrera, unidas y localizadas, tras la guerra del treinta y seis, en la Fraternidad; la que con profundo esmero cuidó Montiano Placeres en nuestro Casino, la Biblioteca juvenil de Acción Católica, base indispensable para las primeras lecturas de muchos de los que están acompañándonos hoy en este Recorrido, y la del Instituto Laboral, esta última gracias a la iniciativa de don Juan Pulido Castro y un entusiasta equipo de filólogas cuyo esfuerzo merece ser recordado: doña Ana Fleitas, doña Maruca Guerrera y doña M.ª del Pino Santana.

Estas bibliotecas fueron el germen de otras: fundada la Casa Museo de León y Castillo hacia 1954, dos años más tarde se pone en marcha una biblioteca única de carácter municipal y como guinda a un pastel de buenas iniciativas se incrementa los fondos bibliográficos que por entonces poseían con la gran Enciclopedia Espasa-Calpe, con lo que podrán colegir que la referida ya era una biblioteca como Dios manda porque, coincidirán conmigo, una biblioteca sin la mencionada enciclopedia es menos biblioteca, todo lo más una bilicualo[2] o algo por el estilo.

En 1964, mil cuerpos más fueron ubicados en las baldas de la citada biblioteca y, con la incorporación de la casa natal de Montiano Placeres, diez años más tarde, otros 18.000 volúmenes engrosaron las filas bibliográficas del inmueble. Cuatro mil carnés de la época dan fe de esto.

Luego vendrán otras bibliotecas que obviaremos por estar temporalmente muy cerca de nosotros: la situada en la Casa de la Cultura, la Biblioteca Itinerante del Cabildo -una feliz iniciativa que no cuajó como debiera-, la actual Biblioteca de San Juan y la que abrirá sus puertas con la llegada del segundo milenio: la Biblioteca de Arnao.

Pero qué sería del libro en Telde si junto a los que lo fabrican y lo guardan no incluyésemos a los que lo componen. Permítanme en este punto la pausada enumeración de quienes con su vehemencia creativa y testimoniadora han matrimoniado párrafos con tintas y papeles con palabras en una suerte celestina de amores y desamores caligráficos: don Tomás Marín y Cubas se perpetuó en su Historia de las siete Islas Canarias. Origen, descubrimiento y conquista (aunque de 1694 la obra no vio la luz hasta el siglo XX); a don Matías Zurita Cruz, Gregorio Chil y Naranjo y don Femando de León y Castillo los inmortalizó sus obras y el testimonio escrito que de ellas ha llegado hasta nosotros; a don Saulo Torón Navarro sus Monedas de cobre (Madrid, 1919), su Caracol encantado (Madrid, 1926) y las Canciones de la orilla (Madrid, 1932), entre otras; a don Montiano Placeres Torón su Remanso de las horas (1934) junto con otras obras de raigambre teatral; don Pedro Hernández Benítez, ya citado en estas palabras, contribuyó a su perenne recuerdo con una obra arqueológica, histórica, artística y religiosa intitulada Telde (1959), a don Patricio Pérez Moreno le sorprende la eternidad jugando al verso de Ajedrez (1945) y lo mismo le ocurre a don Femando González Rodríguez con sus Canciones del alba (Las Palmas, 1918), Manantiales en la ruta (Madrid, 1923) o Las piedras blancas (Madrid, 1934), por citarles algo que cubra con un manto de erudición lo que no deja de ser un mero acopio artesanal de autores y obras ubicados en el pabellón escrito de ínclitos teldenses.

¿A quién me dejo en el camino? A casi todos. No hablo de la ardiente y sincera inspiración de nuestros impetuosos jóvenes escritores ni de la mesurada madurez de los consagrados finiseculares; no hablo de los afectados y desengañados primeros versos presentes en el anual Premio de Lírica Joven Ciudad de Telde ni de las escenografías danzantes de “lo otro bien distinto” que pululan en tomo a la Casa de la Cultura y la Casa de la Juventud; savia buena, savia fresca… piedras sin pulir, toscas en ocasiones pero llenas de vida, llenas de tiempo… toda una vida para ser inmortales; no hablo de los millones de páginas que cada día se escriben en la vida de Telde con las plumas del entendimiento, el corazón, los labios y el suspiro; no les hablo de que cada día en la vida de Telde ya es en sí un libro.

Les hablaría de lo mucho que al año se publica en Telde, y de lo no poco que la Corporación municipal financia; es tal la cantidad que, sin duda alguna, son muy pocos los municipios canarios que pueden llegar a nuestro nivel en volumen de publicaciones anuales, todas ellas variadas, diferentes, enriquecedoras… un mosaico de intereses al compás de la comunicación más directa y manejable, la de los libros. Les hablaría de tanto que acabando de contarlo todo con ello se me acabaría la vida y la del propio Aristóteles si para ello solo volviera al mundo de los vivos; pero yo, distinguidas personalidades, señoras, señores… ¿quién soy yo para manchar con la podredumbre de mis palabras el buen nombre de impresores, bibliotecarios y escritores que han erigido con su abnegado sentido de la perpetuidad el más universal de nuestros edificios: el de la realidad sostenida sobre el rigor científico, el de la veracidad histórica, el del lirismo poético y el de la belleza sin ambages?

Y a tanto llega nuestra teldesiana librofilia, que con los años trocaremos el lema histórico que ganamos tras la bula Coelestís rex regum de 1351 y que adorna el escudo de nuestra ciudad por otro que es muchísimo más ajustado: Librorum prima civitas et sedes.[3]


[1]. Codex miscellaneus. Texto del siglo XI copiado por Francisco Santiago Colmenas en el siglo XVIII. Toledo: Biblioteca Pública del Estado, Ms.381.

[2]. Apelamos a la figura y la ciencia del profesor don Antonio Cabrera Perera para explicar este término creado de su puño y letra en un congreso de bibliotecas.

[3] Texto compuesto y recitado en la19a edición del Recorrido Histórico-Artístico por el barrio conventual de San Francisco (Telde) celebrado el 30 de septiembre de 1999.