I
Si pudiera viajar a cualquier época de la historia para contemplar, como simple espectador, el devenir de algunos acontecimientos del pasado y de sus protagonistas, estoy convencido de que me inclinaría por la vida y hechos de esa persona, ese semejante, ese igual a nosotros de carne, piel y huesos que inspiró el mito de Jesucristo. Si se diera una ocasión similar a la que se apunta en la primera de las novelas de la saga Caballo de Troya de J. J. Benítez, Jerusalén (1984), con mucho interés por mi parte recibiría la invitación a subirme a una “cuna” y convertirme en un Jason, a ser acompañado por cualquier Eliseo, a cumplir con las directrices del general Curtiss de turno y a contribuir con el proyecto Swivel que se estuviera llevando a cabo en el momento del ofrecimiento. No haría esta elección atendiendo a una cuestión de fe, pues carezco de inclinaciones religiosas; sino por satisfacer una curiosidad científica acerca de ese sustento real que, con el tiempo, se trasladó a un imaginario oral y, con posterioridad, escrito; y sobre el que se ha edificado buena parte de la historia europea tras la caída del Imperio romano de Occidente hacia finales del siglo V d.C.
Desde mi punto de vista, lejano a una voluntad de controversia o de propósito de trastocar los pilares que, en materia de credos, puede tener y defender con libertad cualquier persona, la palabra que fundamenta el sentido del Nuevo Testamento adquiere las formas de una recreación influida no tanto por el afán de recoger la verdad histórica, demostrable, incuestionable, de unos hechos y de unas reflexiones que surgieron en un lugar y en un momento concreto —entre otras razones porque no es posible—, como por la necesidad de plasmar un estado puntual de carácter intelectual y, si me apuran, emocional de los relatores. El Jesús de Nazaret bíblico que tengo asumido es el que demandan que sea los diferentes autores que han recogido sus hechos y, sobre todo, los que han rehecho sus pasos y pensamientos con esa poderosa arma creativa llamada “interpretación”. Aún recuerdo, en este sentido, el impacto que me produjo en mi etapa preuniversitaria un fragmento del capítulo XXIX de La última tentación de Nikos Kazantzakis (1953), el siguiente:
«—En nombre del cielo, Mateo, ¡no escribas todo esto! ¡No nos dejes en ridículo hasta el fin de los tiempos!
—No te preocupes —respondió Mateo—. Conozco mi oficio; veo y oigo muchas cosas, pero selecciono entre ellas. Sólo os doy un buen consejo: ¡mostraos valientes y tomad una decisión viril de modo que pueda dejarla registrada para gloria vuestra, pobres amigos míos! ¡Sois apóstoles y esto no es cosa de broma! […]».
Si pudiera, repito, iría en busca de esa apuntada certeza con el único propósito de tratar de cotejar el personaje real con las versiones que de sus actos y palabras se han realizado y que han sido el sostén de una Europa que durante dos mil años ha producido admirables obras de arte y espeluznantes bajezas humanas, proezas difíciles de negar (tener una sólida excusa para conservar los testimonios de la Antigüedad, por ejemplo) y empresas repudiables. En este contraste, sería imposible no dar un paso adelante con el fin de establecer la pauta que determina una singular comparación: ¿en qué nos diferenciamos el hombre que dará pie a un movimiento ideológico y religioso milenario y el pobre teldense-santaluceño que anota con esfuerzo, buena voluntad y limitado talento esto que ahora lees?
II
La referida curiosidad ha tenido siempre un terreno abonado para que se produjese. Mis experiencias vitales, académicas e intelectuales han ido conformando una imagen de la figura que es deudora, por un lado, de los estímulos culturales, sociales, filosóficos, literarios, etc., de muchos creadores; y, al mismo tiempo, por el otro, de una evolución personal basada en mi inevitable convivencia con el cristianismo. Dada mi condición de canario, español, europeo y occidental, la influencia es innegable.
A esta particular bitácora acerca del hombre y el mito que he ido componiendo a lo largo de mi vida se le ha añadido una grata entrada: la que da cuenta de la última novela de Amélie Nothomb publicada en el idioma que compartimos, Sed (Anagrama, 2022); un título que no he podido desligar de tres obras que pujaron por hacerse notar mientras leía la pequeña y seductora pieza de la belga: la mencionada de Kazantzakis (1953), El evangelio según Jesucristo (1991) de José Saramago y, la más reciente y sobre la que realicé un extenso artículo, El evangelio según María Magdalena (2021) de Cristina Fallarás.
Es posible que esta constante evocación se asentara en la imagen del personaje principal: tangible, cercana, comprensible en sus contradicciones y temores, admisible en sus obcecaciones, amable en su propósito benefactor, aunque en la que nos ocupa y la del griego haya, a mi juicio, un matiz distintivo que no poseen las otras: una suerte de particular misticismo, de intensidad religiosa donde la experiencia escritora, volcada sobre la voz narrativa, puja por buscar la comprensión de ese conflictivo binomio que envuelve al protagonista (hombre/divinidad) y que le conduce, en algún momento de su calvario, a plantear la posibilidad de utilizar el poder que tiene para revertir la situación que padece o dejar incluso al azar (nada más humano) la solución a un problema en apariencia irresoluble. La lluvia que cae durante su estancia en la cárcel mueve al Jesús de Nothomb a pensar:
«Una crucifixión bajo la lluvia está condenada al fracaso, el público no iría. Los romanos necesitan que sus suplicios atraigan multitudes, de no ser así sienten que les desaprueban […] La que cae se está convirtiendo en diluvio. Imagino un destino diferente. Las autoridades huyen de la subida de las aguas. Me dejan en libertad. Regreso a mi tierra, me caso con Magdalena, llevamos la vida simple de la gente corriente. Demasiado mediocre como carpintero, me hago pastor. Con la leche de las ovejas, hacemos queso. Cada noche, nuestros hijos se deleitan y crecen como plantas. Envejecemos felices»
Más adelante, recreará otra escena que se podría haber dado para que la situación que está viviendo no sea tal. Pensará en María Magdalena acercándose a él en el huerto de los olivos antes de ser prendido:
«Tras unos cuantos besos, me habría convencido de que optara por seguir vivo. Nos habríamos fugado juntos, habríamos ido a vivir a una tierra lejana, ajena a mi reputación, y habríamos llevado la maravillosa existencia de la gente corriente. Cada noche, me habría dormido abrazando a mi mujer; cada mañana, me habría despertado a su lado. No existe felicidad que pueda igualar esta hipótesis».
Esta duda espiritual, esta asunción de sentimientos que formalizan la empatía con el sufridor, es inexistente en los evangelios bíblicos, de ahí que sean objeto de un permanente cuestionamiento no solo en los títulos del griego y la belga, sino incluso, a su manera, del portugués y la española; y vuelvo con esta mención a retomar un asunto abordado sucintamente hace unos renglones: el de las diferentes versiones que puede haber sobre un mismo referente. Reconozco que, como filólogo, me atrae mucho esta disparidad ante los hechos, esta exposición alternativa que, desde la ficción, consigue mostrar una imagen de los acontecimientos y del personaje principal del relato que, a mi parecer, llega a conectar de una manera más eficaz con los lectores de hoy en día, los del presente, los que, de algún modo, también puede que necesiten “evangelizarse”. Texto con texto, palabra con palabra, mensaje con mensaje y dejando a un lado la fe: ¿qué Nazareno es más próximo a nosotros, el que muestra su faceta divina o el que incide en el factor humano? ¿Qué versión de los hechos encaja con nuestra connotación de cómo pudieron ocurrir si, como sucesos históricos, se llegaron a desarrollar? ¿Qué anuncio, en el fondo, termina calando mejor?
El mismo protagonista de Sed niega la “veracidad” que encierran buena parte de las palabras de sus apostólicos cronistas y los desautoriza: dirá acerca de un asunto, «no es lo que quedará escrito en los Evangelios. ¿Por qué? Lo ignoro»; «los Evangelios no se dirigen a mí» apuntará cuando nos recuerde que Mateo llegará a dejar anotado «porque mi yugo es fácil y ligera mi carga»; lo de Lucas sobre el «perdónalos porque no saben lo que hacen» es para él un despropósito; a Juan le indicará, en un momento, «te quiero mucho. Pero eso no te autoriza a decir lo primero que te pasa por la cabeza» ante la escena en el calvario donde se apunta a la reafirmación del vínculo que une a la madre con el hijo; en otro instante de su alegato, hablando también de este apóstol, nos advierte de manera subrepticia del riesgo que corre la historia, la verdad, cuando, con voluntad retórica, se la viste con ropajes poéticos:
«El único evangelista que ha manifestado un talento de escritor digno de ese nombre es Juan. Precisamente por eso su palabra es la menos fiable. “El que bebe de esta agua nunca volverá a tener sed”: nunca dije nada parecido, habría sido un contrasentido».
A la negación, le sigue el vacío, lo ignorado. «La noche desde la cual escribo no existe. Los Evangelios así lo ratifican», nos cuenta; y es cierto, tiene sentido: nadie estuvo con él; luego, nadie pudo recoger sus pensamientos ni sus reflexiones. Sabemos nosotros en el siglo XXI lo que desconocían los autores reales y atribuidos del texto sagrado. Tras lo expuesto, la pregunta es inevitable: ¿qué otra cosa hace este Jesús tan próximo que no sea ofrecernos una versión alternativa de un mensaje que la perspectiva autobiográfica de su discurso dota de un aura de certeza muy difícil de reprobar y que el relato bíblico —distante, alterado por el tiempo, frío, críptico— no es capaz de conseguir?
Nos encontramos frente a un delicioso y elocuente quehacer que justifica y alimenta mi disposición ya señalada a viajar como simple testigo a la época de Jesús de Nazaret si se diera la ocasión para ello porque, atento al caso que nos ocupa, tengo la impresión, la curiosa sensación, la llamativa corazonada de que antes he de hallar en la Jerusalén del año 30 o 33 de nuestra era al galileo que comparte sus últimas horas con nosotros en Sed que a cualquiera de los que recogen las sagradas escrituras.
III
Como procede hacer en obras que no se han leído en la lengua de su composición y que nos han provocado un magnífico rato de lectura e introspección, hay que felicitar el buen trabajo que ha realizado el traductor de Sed, Sergi Pàmies. Desconozco qué grado de fidelidad lingüística y poética tiene el texto en castellano con respecto al francés ni hasta qué punto ha podido influir en el resultado de la traslación los casi dos años que separa la que me ocupa de la edición original, publicada por éditions Albin Michel en 2019. Confieso que esto ahora me importa poco, pues de momento me quedo con que he disfrutado de la obra y he conseguido extraer de ella algunos apuntes que, sin duda, han logrado agrandar la perspectiva que ya tenía sobre el mito cristiano.
En doce capítulos sin identificar se distribuyen las cincuenta piezas textuales en las que el protagonista nos cuenta, en primera persona y en el mismo instante en el que se van produciendo los hechos, las cavilaciones que le abordan (en presente) en el juicio que lo sentencia a morir (cap. 1), en el calabozo la víspera de su ajusticiamiento (caps. 2-5), en el camino hacia el Gólgota (cap. 6), en su crucifixión y muerte (caps. 7-9), y en su sepultura y resurrección (caps. 10-12). La recreación, que abarca las últimas 48 horas de vida del nazareno, presenta un muy seductor enfoque de la voz narrativa. Asistimos a los hechos acompañando al condenado. Todo mensaje, todo pensamiento, toda sensación… se vuelven instantáneos. Nada es el resultado de una larga reflexión producto de un análisis a posteriori de los acontecimientos, sino de un proceso cognoscitivo que se expresa a medida que va surgiendo. Nos hallamos permanentemente junto al único personaje de la novela, siempre a su lado, palpando su inquietud, sintiendo sus miedos, conociendo incluso detalles tan íntimos («Un último pipí en el rincón de la celda, vuelvo a acostarme…»); acompañándolo en esa, en el fondo, honda soledad que, como declara al final de la obra, se refleja en su rostro, aunque ninguno de sus contemporáneos haya llegado a detectarla.
También sonreímos y le agradecemos esa exquisita ironía que de tanto en tanto se deja caer en su discurso (de su delgadez dirá: «no puedes ir diciendo que has venido a este mundo para ayudar a los pobres y tener sobrepeso»), y esa intensa luz que desprende siempre que, con pasión, nos refiere el alcance de sus placeres; y alguna que otra ocurrencia simpática y, a la vez, desconcertante: al comienzo de la novela, comenta cómo en el juicio de Pilatos declararon contra él todos los que habían sido beneficiarios de sus milagros por las más variadas y peregrinas razones; o como cuando, hablando del aliento, apunta que:
«en francés, esta palabra es demasiado fácil. En griego antiguo, soplo se traduce por pneuma: todo un hallazgo para expresar que respirar no es algo que deba darse por sentado. El francés, la lengua del humor, solo conservará, en la vida corriente, la palabra “neumático”».
Jesús de Nazaret da cuenta de una particularidad lingüística relacionada con un idioma que no comenzaría a tener sus primeros testimonios hasta casi mil años después de su nacimiento; mas poco han de importar estas menudencias temporales e incluso espaciales. En detalles como los señalados, lo verosímil pasa a un segundo plano porque la ficción en Sed no busca la apariencia de lo verdadero, sino la articulación de un mensaje de naturaleza íntima, reflexiva, que ha de calar en nuestro intelecto del mismo modo que si fuera una incuestionable certeza.
La imagen que Nothomb nos ofrece del mesías es profundamente humana, aunque en ningún momento se cuestione el poder que tiene para realizar milagros, conocer el futuro o ser el hijo de Dios. Ahí radica la fortaleza del personaje: en que a pesar de poseer los atributos que lo divinizan, nos habla de sí y de su noción de la vida como si fuera uno de nosotros o, al menos, como cualquiera de nosotros debería hacerlo, haciendo hincapié en aquello que nos humaniza: la percepción de nuestro cuerpo y de esa energía purificadora que lo recorre cuando una necesidad extrema se satisface (la sed, el amor, el sexo, el sueño, el apetito…): «Las mayores alegrías de mi vida las he conocido a través del cuerpo. ¿Y acaso hace falta decir que ni mi alma ni mi mente se quedaban atrás?», pensará durante su estancia en la cárcel.
Junto al placer que se proyecta hasta llegar a las cotas más altas, la singularidad del malestar (cumplir con la misión, concluir que lo ocurrido no debía haber sucedido como lo ha hecho —y lo está haciendo—, atender a las expectativas de la gente…) y del dolor físico, que adquiere la magnitud de un suplicio: «el más benigno dolor de muelas me atormenta de un modo anormal. Recuerdo haber maldecido mi suerte por culpa de una espina. Disimulo tanto esta naturaleza blandengue como la precedente: nada de eso concuerda con lo que se supone que represento. Un malentendido más»; de donde se puede colegir cómo pudo ser su padecimiento en las estaciones finales de su vía crucis. Con doble significación, llegará a declararnos:
«Mi carga es demasiado pesada para mí. Nunca me he sentido tan desgraciado. Lástima que lo haya ignorado hasta ahora: no llevar una carga excesiva es un ideal de vida suficiente. Una gran lección que ya no me será de ninguna utilidad».
Nada de lo humano le es ajeno: el asombro, la resignación, la indignación, la cólera… la gratitud, como la que manifestará por Simón de Cirene y Verónica de camino al Gólgota porque le han socorrido de un modo desinteresado: «Es algo que no me había pasado en la vida. No sabía qué era. Alguien me ayuda. No importa qué lo mueve a hacerlo». Se llama solidaridad, empatía. El auxilio cohesiona. Él ha sido un líder, un movilizador acostumbrado a amparar; y ahora el protegido es él. Siente la comunión, la conexión, el vínculo especial con los otros, los desconocidos, tan intenso como el que ha tenido con los propios (sus padres, Magdalena, sus apóstoles…). En esta captación del amor, llegará a constatar durante su crucifixión el gran error de todo lo que está padeciendo: «Por culpa de mi estúpido ejemplo muchas teorías humanas elegirán el martirio»; o sea, escogerán el dolor cuando lo normal sería optar por lo contrario: «¡Y pensar que mientras arrastraba la cruz creía que el objetivo de la vida consistía en no llevar cargas pesadas! El sentido de la vida es no sufrir. Y punto».
No dejará de compartir con nosotros, quienes le seguimos, observaciones de esta naturaleza, pensamientos en los que cuestionará la justificación de su padecimiento y, con ella, el erróneo, el monstruoso —como llegará a decir— papel que escogió para él su Padre:
«La leyenda asegura que expío los pecados de toda la humanidad que me ha precedido. De ser eso verdad, ¿en qué se convierten los pecados de la humanidad que está por venir? No puedo aducir ignorancia porque sé lo que va a ocurrir». […] ¿Por qué habría de creer que mi suplicio va a expiar nada? Lo infinito de mi sufrimiento no borra en nada el de los desgraciados que lo han experimentado antes que yo».
Parece decirnos que lo que ha de quedar para la posteridad, en el fondo, si lo miramos con detenimiento, es un auténtico contrasentido:
«Tomemos la que acabará siendo oficial: me sacrifico por el bien de todos. ¡Qué asco! Un padre moribundo llama a sus hijos a su lecho de muerte y les dice: “Queridos míos, he tenido una vida de perro, no me he concedido ningún placer, he ejercido un oficio detestable, no he gastado ni un céntimo, y todo eso lo he hecho por vosotros, para que tengáis una buena herencia”».
Esto es una constante en la novela, como lo es el cuestionamiento permanente acerca de lo que conoce (el qué) y lo que ignora (el cómo); y, en consecuencia, hasta qué punto ha cumplido con la misión encomendada:
«Al principio acepté ese proyecto demencial porque creía en la posibilidad de cambiar al hombre. Ya hemos visto cómo acabó todo. Si logré influir en tres, ya me parecen muchos […] Además, ¡menuda creencia más idiota! Hace falta no tener ni idea de nada para creer que se puede cambiar a alguien. La gente solo cambia si sale de ellos, y es rarísimo que lo deseen de verdad. Nueve de cada diez veces, su deseo de cambio implica a los demás. «Eso tiene que cambiar», frase que escuchamos ad nauseam, siempre significa que la gente debería cambiar»
El enfoque desde el que se construye la figura del personaje conduce a restar valor a las acciones, a que estas carezcan de importancia; a que a pesar de su trascendencia de cara a la configuración del mito (condena, suplicio y resurrección), se vuelvan irrelevantes frente al sólido proceso introspectivo que sigue el protagonista y que, en su prolongada exposición sobre lo que es sentirse vivo, permite ver en las páginas de Sed las virtudes de un poético libro de autoayuda que, por fortuna, no nos hace perder el tiempo en vacuas quimeras —como tantos que no pocos sacamuelas firman— ni en cuitas de naturaleza santurrona o, en la mejor de las ocasiones, piadosa.
Estamos ante un ejercicio confesional que refuerza su mensaje con la metáfora de la sed:
«Ninguna sensación evoca tanto lo que deseo inspirar como la sed. Sin duda esa es la razón por la cual nadie la ha sentido como la siento yo […] Cuando dejamos de tener hambre, a eso le llamamos saciedad. Cuando dejamos de estar cansados, a eso le llamamos descanso. Cuando dejamos de sufrir, a eso le llamamos alivio. A dejar de tener sed, en cambio, no le llamamos de ningún modo […] «Tras haberos muertos de sed un rato largo, no os toméis el vaso de agua de un solo sorbo. Bebed un único trago, mantenedlo en la boca durante unos segundos antes de tragarla. Apreciad el asombro que os produce. Ese deslumbramiento es Dios».
La sed es el reencuentro con uno mismo, con el cuerpo, con la detección de la vida y, por extensión —ese es de algún modo el fundamento de su misión entre los hombres—, con Dios. Satisfacerla trasciende lo biológico para convertirse en una experiencia sumamente espiritual y, a la vez, hedonista y extática: «Mi único duelo es la sed. No echo tanto de menos beber como el impulso que inspira a beber […] Para experimentar la sed hay que estar vivo. Yo he vivido de un modo tan intenso que he muerto sediento». Este sensorial dualismo se formaliza en el valor de la carne, en la agitación del organismo (respiración, latidos, tensión muscular…) cuando se siente en su plenitud vital; de ahí que el impulso se prolongue hasta la muerte misma, que debe ser experimentada con igual intensidad porque lo único que desaparece con ella, como nos dice el protagonista ya resucitado, es el tiempo.
«Morir es el acto de presencia por excelencia. No puedo creer que tantas personas deseen morirse mientras duermen. Su error es tanto más grave por cuanto morir durmiendo tampoco te garantiza que no te des cuenta. ¿Y por qué quieren no darse cuenta en el momento más interesante de su existencia? Por suerte, nadie se muere sin darse cuenta, por la simple razón de que es imposible. En el momento del tránsito incluso el más distraído siente la repentina llamada del presente».
Concluyo. A pesar de no ser parca ni insignificante, debo confesar, por un lado, que desconocía la prolífica y aplaudida trayectoria literaria de Amélie Nothomb; y, por el otro, afirmar que con esta novela inicio un periplo por su obra que, espero, me permita aplacar, aunque sea en parte, la sed de buenos títulos que uno siente con gozo que padece siempre.