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¿Quién delató a Domingo López Torres?

“Confinamiento”. Esta es la palabra del año 2020 para la Fundación del Español Urgente (Fundéu). Ese es el vocablo que, entre doce candidatos, mejor se ajustó a los dos criterios exigidos para la elección: presencia en el debate social y en los medios de comunicación; e interés lingüístico hasta el punto de recibir alguna de las recomendaciones publicadas por la citada entidad a lo largo del año; por ejemplo: en el diccionario de la Real Academia, organismo que forma parte de la fundación, aparece una enmienda a la primera acepción de la voz y se añadió la segunda (‘Aislamiento temporal y generalmente impuesto de una población, una persona o un grupo por razones de salud o de seguridad’) atendiendo a la realidad de la pandemia producida por el COVID-19.

Creo sinceramente que ningún sustantivo define mejor lo que fue el pasado año, pues todo, de algún modo, giró alrededor de la palabra escogida. A los significados denotativos que posee cabe circunscribir una elevada cantidad de connotativos que, sin duda, han sido determinantes para destacar la singularidad de 2020, pues han condicionado nuestra impresión de todo lo vivido. El cumplimiento del encierro físico, verbigracia, ha traído consigo una suerte de reclusión sicológica que se ha agravado en algunos casos con la sensación de que cualquier información recibida del exterior debía ser asimilada con exquisito cuidado, por si era el producto de una manipulación de la realidad. ¿Quién duda de la importancia que en la actualidad tiene una palabra como “bulo”, vocablo que estuvo muy presente durante el confinamiento? Sin duda, ha sido desesperanzador y sumamente agotador constatar cómo en los límites de nuestra casa, gracias a Internet, teníamos acceso a múltiples conocimientos que debíamos someter a constantes procesos de verificación. Qué fastidio y qué impotencia produce saber que, en el fondo, por muchos datos que recibamos, hemos de hacer hueco a la sospecha sobre la integridad de lo que se supone que sabemos y que nos han transmitido como verdades cristalinas. Mas todo es relativo y está sujeto a nuestra particular escala de valores. ¿En qué medida esta apuntada impotencia por el desconocimiento es equiparable a la que produce ver cómo se nos va un ser querido o cabe identificarla como equivalente a la del personal sanitario que no da abasto con la carga de trabajo que tiene? Es posible que esta asunción tan dispar de la situación haya conducido a la larga a una interpretación y realización tan anárquicas de los preceptos dictados para atender la emergencia tanto por parte de quienes deben promoverlos como de los obligados a su acatamiento.

El encierro, la verdad cuestionada, la condicionalidad… han permitido abonar un terreno artístico e intelectual sumamente enriquecedor en torno a la fragilidad del ser humano frente al mundo que le rodea, ya sea desde su minúsculo lugar en la biosfera, ya desde el marco que representan las relaciones sociales y culturales que mantiene con sus semejantes. En el ámbito libresco, por ejemplo, la cantidad de obras surgidas de la experiencia del confinamiento y de cuanto tiene que ver con la pandemia ha sido tan abrumadora que habría que crear (si es que no existe ya) una categoría bibliográfica denominada COVID-19 para dar cabida al elevado número de referencias vinculadas con la enfermedad. En el hipotético catálogo que contuviera la mentada etiqueta clasificatoria, veríamos esta particular crónica de una duda, de cierta desazón, de algunas certezas y no pocos enfados que nos ocupa y que responde al título de El delator, un texto muy bien abonado que firma Juan-Manuel García Ramos.

Poco cabe indicar sobre la figura del autor. Es tan conocida en los ámbitos académicos, culturales y literarios del universo hispánico que cualquier apunte que haga al respecto solo recibiría como respuesta un sonoro «ya lo sabemos». Su extensa y fecunda trayectoria, merecedora de numerosos reconocimientos, lo avala y sirve en este caso para que asumamos que su nueva industria editorial es digna de recibir las atenciones de los lectores, sobre todo de aquellos que son activos en los enumerados espacios en los que ha labrado ese magisterio que nadie cuestiona.

Los treinta y seis capítulos de El delator, distribuidos en 194 páginas, se ensamblan en torno a un propósito que el autor nos declara explícitamente en el “Prólogo de salvaguarda” y que conviene no desatender para no perder la perspectiva con la que debe llevarse a cabo la lectura de este atractivo y muy recomendable título. Al comienzo del libro se nos da cuenta de que estamos ante una crónica novelada sobre el poeta y ensayista Domingo López Torres, quien fue arrestado en la prisión de Fyffes de Santa Cruz de Tenerife por acusaciones políticas y condenado a la pena capital por ahogamiento, sentencia ejecutada en algún momento de 1937 («Ni la fecha exacta de su muerte nos dejaron saber a los que lo queríamos» [IV]). En el capítulo XXXIV afina más su voluntad compositiva declarando que su narración aspira a mostrar, de la manera más ajustada a la verdad, las relaciones «entre los integrantes de Gaceta de Arte que tuvieron que enfrentarse a la guerra civil de 1936, con sus miserias y sus virtudes. Es decir, con las miserias y las virtudes de cada uno de ellos». Dada la naturaleza del producto, el autor sostiene, por una parte, que se sirve de numerosas fuentes informativas (revelaciones y testimonios directos, de las historias oficial y clandestina de lo sucedido… y de una carta manuscrita desconocida hasta ahora que le fue entregada a la familia junto con otros enseres del poeta tras su asesinato, como se apunta en el capítulo “Posdata”); y, por la otra, que hace uso de no pocas licencias a la hora de componer su trabajo: especulaciones personales e intransferibles y, sobre todo, «de las infinitas libertades que la literatura concede a sus cultivadores».

Uno de estos permisos poéticos se halla en la restringida analogía que se establece entre la situación del autor durante el confinamiento y la de López Torres encerrado en Fyffes, una empaquetadora de plátanos y tomates cercana a la refinería que, tras el golpe de Estado del 36, se cedió a los franquistas para que la convirtieran en campo de concentración. García Ramos es consciente de que el parecido entre ambas experiencias es puntual; de ahí que, para evitar malas o aviesas interpretaciones, sea reiterativo a la hora de aclarar esta similitud tan disímil. Aborda la cuestión en el citado prólogo; en el capítulo XI, donde añade una curiosidad: «1936 y 2020, dos años bisiestos, con lo que la sabiduría popular atribuye de siniestralidad a este tipo de anualidades»; en el capítulo XXV; en el XXI, donde es la posibilidad de la muerte inminente la que sostiene la coincidencia porque «hace a ambos confinamientos mucho más difíciles y angustiosos, por la doble incertidumbre: la de la reclusión en sí y la de la amenaza de un fin próximo»; y en el XXXIV, donde establece que el parecido está en el valor de la libertad cuando no se tiene: «Cómo comprende uno de verdad muchos de los padecimientos de gente como Domingo López Torres, sacados de la vida sin complicaciones de años de intensa creación y metidos de pronto en el estercolero de la historia».

Aunque García Ramos no puede evitar determinadas incursiones en el terreno de la literatura, dando cuenta de publicaciones, adhesiones, rechazos, escuelas y tendencias («Había un baile constante de dogmas, peleas continuas entre los miembros de aquella generación. Como una prueba más de lo vertiginosos que eran los tiempos en los años treinta del siglo XX y de lo que afectaban esas mutaciones a los creadores» [VI] o su exposición sobre qué es el surrealismo [XXIII]), su escritura trasciende lo meramente académico para ahondar en lo moral e ideológico, lo que le impulsa a formular una justificación, también insistente, sobre el porqué de su empresa. Su deontología le impide no abordar ciertos contenidos polémicos que no dejarán indiferentes a muchos y que convierten la crónica en un ejercicio “rejerarquizador” de los prestigios, los concedidos y los negados, como afirma; una reordenación de méritos impulsada por la escritura «que se quiere literaria y busca dar la vuelta a las cosas» [XXXIV]. En el prólogo, lo declara hablando de sí mismo en tercera persona: «El autor pudo no haber escrito este relato, pero consideró que las confidencias llegadas a sus oídos y las fuentes de las que pudo disponer con posterioridad lo obligaban a plantear una nueva formulación de los hechos de los que se había nutrido la historia oficial y oficializada del movimiento surrealista insular, en general, y la descripción del destino de Domingo López Torres, en particular».

La tarea impuesta no es sencilla; al contrario, se hace bajo una presión que exige del autor una gran fortaleza interna para sacarla adelante. Él mismo declara esta complicada situación cuando afirma: «Escribo en contra de la voluntad de gente cercana y querida, que mantiene que no debo airear viejas historias donde pudieran estar implicados amigos nuestros, grandes amigos admirados durante mucho tiempo» [XI]. En el capítulo XXI se pregunta si debe atender a lo que le dicen sus allegados sobre no escribir ni una línea más del tema ni perseverar más en la gran incógnita que ayude a entender el título de la obra, pero su respuesta es clara al respecto: debe continuar porque «la escritura no puede despreciar ninguna interpretación del acaecer humano»; y prosigue dando cuenta de uno de los puntos clave de la narración: la constatación de cómo la debilidad y el miedo transforman a los hombres en lobos para sus semejantes (homo homini lupus).

Muchos nombres propios pululan por las páginas del libro. Una visita al índice onomástico insertado al final nos permite constatar quiénes tienen un lugar en unas páginas que representan un homenaje de su autor hacia la figura política de López Torres, destacada por el alto significado de su compromiso social e ideológico, y por el convencimiento de que la democracia y la libertad que representaban la Segunda República debían ser defendidas, aunque llegara a costar la vida, como así le sucedió por desgracia. «La República no había sido del gusto de todos, desde luego no había sido del gusto de Domingo López Torres, pero en ella cabía la elección de pensar en libertad, sin brigadas del amanecer, sin toques de queda, sin chivatos dando cuenta de lo que podíamos opinar o no opinar en un momento dado» [XXXIII]. De la cantidad de identidades que recogen las páginas de la obra, una destaca por encima de todas: la omnipresente voz de J.A., el sobrino del poeta asesinado, que sirve de brújula para orientar el trazado del relato. Suyas son buena parte de las cuestiones que se agolpan y que, en la mayoría de los casos, adquieren un intenso matiz de preguntas retóricas: por qué su tío fue el único de su grupo que los franquistas decidieron asesinar, si alguien cercano lo acusó, por qué cae él y muchos amigos suyos salen de Fyffes a los pocos meses y enderezan sus vidas, quiénes hablaron a los verdugos de los radicalismos del ajusticiado, quién lo señaló, quién lo vendió… En suma, ¿quién es el delator?

El autor es prudente y expone cómo le decía a su interlocutor que sus aseveraciones eran graves y estaban hechas sin fundamento, sin datos fidedignos, «pero J.A. no cejó jamás en alimentar su versión a medida que transcurrían los años y lo comentaba con gente de la cultura. Buscaba adeptos para demostrar que la historia de la posguerra era mentira, que todos éramos engañados con algunas heroicidades falsas. Para él, todos los héroes murieron en la contienda republicana-franquista, o murieron o fueron silenciados sin más [IX]». La cautela ante las novedades le permite asimilarlas proyectando sobre ellas la sombra de la sospecha porque la palabra “historia” admite en su significado acepciones vinculadas con la verdad y con la ficción: «Y es esa risa de amable aceptación y de despreocupado escepticismo de J.A. cuando yo pongo en duda todo lo que me cuenta, lo que me exige buscar la verdad que pudiera estar escondida en la historia oficial que hemos heredado. Y hay motivos para revisar la historia, porque esta siempre fue escrita por vencedores y a veces por canallas» [XI].

A medida que los capítulos se suceden, se vuelve inevitable llegar a otras preguntas y proyectar los hechos desde un punto de vista diferente: a un interrogante que conduce a sentimientos tan negativos como el desprecio o la ira (¿quién fue?) se le va contraponiendo poco a poco otros que llevan a la misericordia y la resignación: ¿por qué?, ¿quién sujeta el miedo?, ¿qué valiente con la pluma lo es con las armas?, ¿quién silencia el instinto de supervivencia?, etc. «Tal vez el franquismo santacrucero buscaba una muerte ejemplar que simbolizara que toda una generación de iconoclastas, las de finales de los años veinte y comienzo de los treinta, había sido depurada, y la muerte de Domingo López Torres fue la elegida» [XXIX]. Tal vez, acaso, probablemente… Qué complicado es juzgar y no caer en la sensación de que se está siendo injusto.

Según cómo se vea el prisma de los acontecimientos, es posible que importe poco el porqué de la delación, quizás no podamos condenar al que señala si lo hace con un fusil apuntándole, o atemorizado con la recreación de múltiples golpes con los más variados instrumentos de tortura, o bajo la mortificación que supone pensar que sus seres queridos van a sufrir… Son situaciones estas tan terribles y demenciales que pueden llegar a entenderse los actos de rendición, de señalamiento del otro, de la carga de la culpa por un bien mayor. Posiblemente, en última instancia, se prefiera llorar un tiempo el dolor o la muerte de un semejante a tener que hacerlo durante una vida entera por haber convertido a tus afectos más íntimos en víctimas. ¿Quién acierta o quién yerra en estos dilemas? Nuestro autor es sumamente consciente de esto: «Como en todas las prisiones franquistas y falangistas: la cobardía transformaba a los hombres. Regresaban a su estado de depredadores de sus mismos compañeros de generación», nos dice en el capítulo IX; en el XXI, reconoce que «la rectitud de las conductas se tuerce en las desgracias y todos intentamos saltar por encima de lo que nos hace daño, a nosotros y a quienes queremos, es una ley escrita demasiadas veces a lo largo de la existencia de la especie humana, una especie que comenzó a existir como depredadora de sus semejantes, sin misericordia, sin contemplaciones, existir por encima de cualquier moral, de cualquier ética, de cualquier religión o código penal. Las normas vinieron después, muchas veces para incumplirlas» [XXI].

García Ramos acepta esta adaptación al cruel rigor de los tiempos, pero entiende que la sujeción a la supervivencia no se puede admitir, como señala, «faltándole al respeto al sacrificio de personas como Domingo López Torres, Luis Rodríguez Figueroa, José Carlos Schwartz, como el mismo José Antonio Rial o Pedro García Cabrera y sus muchos años de penitencia carcelaria. Nunca olvidando quiénes fueron unos y quiénes fueron otros. Porque sería faltarle al respeto a la historia. A la verdad. Y esa es una misión inexorable de la escritura literaria, cuando la histórica se ha visto tan severamente adulterada durante tantos años» [XXX]. Es posible, llegados a esta encrucijada, que lo que cueste aceptar en el fondo sea el hecho de que los que hablaron y señalaron, sin duda alguna contra su voluntad, luego sacaron réditos de lo que se supone fue una acción cuya justificación no iba más allá del propósito de repeler una seria amenaza contra la vida propia y la de sus allegados. El que debía ser un acto meramente circunstancial pareció convertirse en la antesala de un día a día más plácido de lo esperable. Durante muchos años, aquellos señalamientos dieron la impresión de haberse hecho sin contrición alguna a tenor de cómo aprovecharon la merecida segunda oportunidad que el azar y la cruel voluntad de los asesinos les concedió.

Tan injusto es que hubiesen perdido su vida los obligados a delatar como lo fue que perdieran las suyas Domingo López Torres y muchos de los que fueron subidos al Sancho I, llevados mar adentro dos o tres millas de la costa de Santa Cruz de Tenerife, amarrados de pies y manos, metidos en sacos con un pandullo y arrojados al mar «en presencia de tres falangistas y tres curas que daban fe al obispo de que la ejecución había sido llevada a cabo» [I]. El delator que se busca y los delatores que se sabe que hubo tuvieron una segunda oportunidad y durante mucho tiempo lograron vivir negando la luz arrebatada a víctimas como el poeta y ensayista, y participando activamente con los sombreadores en una capital tinerfeña que al poco de iniciada la guerra «comenzó a verse como apestada, asordinada, enfermiza» [V]. Los supervivientes fueron vecinos de una ciudad con dos caras que, según el autor, lograba que los turistas que bajaban de sus lujosos barcos oceánicos no apreciaran «la crueldad que se había apoderado de una parte de su población» [XXXII].

Más preguntas: ¿Consuela el que casi medio siglo después de su asesinato algunos intelectuales ajenos a la contienda civil se fijaran en la actividad literaria de López Torres editándola y difundiéndola como se merecía? ¿Amarga constatar que ningún miembro de Gaceta de Arte se había acordado de darle curso digno a sus versos y a sus ensayos? «Ninguno», nos dice García Ramos: «La condena a muerte también fue una condena al silencio de su quehacer». ¿Solivianta suponer que respondieron con la indiferencia y el desdén la incapacidad del poeta para separar sus acciones políticas de las culturales, que conformaban una unidad coherente y cohesionada?

Quizás este libro incida más en la mala suerte de Domingo López Torres y en la rabia de cuantos lo conocieron y lo quisieron bien, una rabia envuelta en impotencia, una rabia que se mastica sin que se pueda ni escupir ni tragar, una rabia que, aun compartida, no se alivia. El autor, consciente de esto, consigue canalizar el enojo apelando al sentido de la responsabilidad y de la cordura: «sería injusto, no obstante, no solo una acusación contra los aludidos, sino también una mera sospecha, sin darles la oportunidad de su defensa, pero esa oportunidad no cabe ya, desgraciadamente» [XXXIV]; y continúa señalando que todas las pesquisas y conclusiones quedarán situadas en un punto de no retorno. Es el dictamen de la propia ley de vida, ese «darwinismo caprichoso de la historia que deja a los seres humanos indefensos ante sus giros inesperados. El de las epidemias y las pandemias, y el de los saltos de las ideologías políticas con las guerras de todos los órdenes imponiendo las nuevas dinámicas».