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Entre Madeleine y Maud, clareando la bruma

«Esto no es la miseria, es la bohemia. La bohemia es escogida, la miseria nunca lo es. Si hubieras metido la cabeza en tu cueva y no hubieras luchado por lo que querías, ahora serías tranquilamente farmacéutica en Limoges o profesora de Letras en Tours».

Estas reveladoras palabras de Dora Maar, la mujer de Picasso, a Maudeleine Bonneaud (en aquella época, sobre 1950, Maud Domínguez) me resultan sumamente significativas en la medida que aportan un enfoque dual de la protagonista de Maud Bonneaud-Westerdahl, la creadora surrealista, la reciente monografía publicada por la doctora Ángeles Alemán Gómez en Mercurio Editorial. Yo creo en este planteamiento del objeto de estudio que, además, viene acompañado por una proyección doble entre lo que podía ser la “normal” Maudeleine y la “artista” Maud que percibo en la estructura compositiva de este divulgativo y entretenido libro, pues su autora también participa del algún modo en el desarrollo del discurso.

¿Qué era aquello que quería y por lo que luchó la destinataria de las palabras de Dora? La profesora señala que tres sueños tuvo la hija mejor de Arsène Bonneaud y Adrienne L’Hotelier cuando se marchó a París en 1943: encontrar a los surrealistas, conocer a Picasso y ser fotografiada por Man Ray. Los dos últimos deseos eran, de algún modo, una consecuencia del primero. Saber por qué llegó a la capital francesa y se mantuvo ahí en un momento tan complicado y peligroso sí merece un análisis más pormenorizado, pues el simple interés en hallar a los seguidores de Breton trajo consigo un cambio en la vida de la joven lemosina de tal magnitud que todos los acontecimientos posteriores de su existencia vinieron determinados por esta decisión. La búsqueda de la respuesta se comenzó a esbozar (hasta donde sé) en un artículo académico que nuestra autora publicó en el n.º 200 de la Revista de Historia Canaria (abril, 2018) bajo el título “Los años desconocidos de Maud Bonneaud” y se ha desarrollado en este libro que forma parte de la Colección Universidad de la ya indicada editorial madrileña. La frontera entre ambos textos divulgativos viene representada por un muy valioso documento: la inédita autobiografía de la francesa, intitulada Memoires sans importance, que la doctora Alemán Gómez pudo consultar y utilizar para la elaboración del tomo que nos convoca.

Sigo. El manuscrito llegó a ella de un modo tan singular que, a mi juicio, condujo inevitablemente a que excepcional fuera el tratamiento del personaje. He aquí, en este desarrollo, en este manejo de la materia, uno de los aciertos de nuestra autora. Acabada la lectura, al tiempo que se mira la bibliografía como quien ve los títulos de créditos finales de una película, toma asiento en el intelecto la convicción de que dos mujeres brillantes se han escrito mutuamente: el discurso de Ángeles es visual, tangible con el entendimiento; el de Maud, se halla en los intersticios de la inspiración y de una vida recreada. Frente a la posición neutral y distante que suele asumir la disertación academicista, la especialista ha optado por consolidar en los lectores la impresión de que el texto que se nos ofrece es, ante todo, una amena e intensa experiencia personal que, como no puede ser de otro modo, está edificada sobre pilares teóricos firmes gracias al profundo conocimiento de la materia que posee la autora y que no necesita demostrar con alardes de erudición. Esta posición concede al texto una suerte de calidez que, a través de los recursos propios de la narrativa de ficción que introduce, convierte la lectura en un ejercicio apetecible y gratificante. Un ejemplo: la anécdota de las dos cajas de objetos aztecas de Breton (recogidos por el artista en su anhelo de atrapar la magia del momento) que cuidó con lealtad y celo Maud durante muchos años en una Francia sitiada por los nazis y bajo las terribles condiciones de vida que ocasionaba la guerra que asolaba el país, el continente y el mundo entero a la vez, y que, en la interpretación detenida de sus palabras, trasciende los simples márgenes de un episodio biográfico concreto para convertirse en la gran representación de cómo era la personalidad de nuestra homenajeada. La instantánea de su desvelo como guardiana de estas piezas evoluciona en el discurso hasta el punto de permitirnos imaginar su inestimable quehacer durante la catalogación del Fondo Westerdahl, que debió realizar con la misma escrupulosidad y admiración con las que fue anotando en un cuaderno y volviendo a embalar cuatro décadas antes lo que Breton le había entregado en custodia; o cómo veinte años después de esta primera incursión como guardiana se esmeró en recopilar lo mejor de Óscar Domínguez para la gran exposición que se merecía y que solo ella, con su sensibilidad e intelecto, era capaz de captar el espíritu del pintor.

Las marcas autobiográficas que se desarrollan en la monografía desde el principio mismo, cuando nos cuenta cómo «todo empezó con un golpe en la cabeza», y que no dejarán de estar presentes en el libro (señalando con quiénes tuvo la oportunidad de hablar acerca de nuestra protagonista o apuntando detalles sobre su tesis doctoral, centrada en Manolo Millares y dirigida por Ángel González, por ejemplo) hasta el final, cuando nos informa de ese cuaderno de anillas que le mostró en Guingamp (Bretaña) la sobrina de Laurance Iché (o Viola), amiga íntima de Maud, junto con las que dan cuenta de la actualidad del contenido que leemos (como la referencia al arquitecto Salvador Fábregas, «lamentablemente otra víctima de la pandemia que nos amenaza», nos dice) o la presencia de anécdotas familiares de la protagonista (verbigracia, el bolso que su padre regaló a su madre para compensar el tiempo que restaba a su esposa e hijas y que fue motivo de discordia porque ella pensaba que ocultaba el remordimiento de estar con otra mujer), conceden al producto una frescura y cercanía, un tono tan propio de la confidencia y de la conversación distendida, que no solo beneficia a quien tiene la inmensa suerte de sumergirse en sus páginas, sino que contribuyen a enriquecer la fascinante figura de Madeleine Bonneaud, llamada Maud desde los quince años.

A mi juicio, es un acierto el modo de acercarse a un personaje tan atractivo que ha asumido la docente universitaria: no situando el punto de vista exclusivamente en la vida de su biografiada, sino en cómo ha sido la experiencia de abordarla y aprehender la esencia de alguien tan especial que, gracias en buena medida a sus orígenes familiares (progenitores cultivados, de mentalidad abierta y progresista y comprometidos con la libertad y la República durante la ocupación nazi), dio a lo largo de su vida, en sus relaciones personales, muestras de un destacado sentido común y de una admirable prudencia; cualidades que, sin duda, se unieron a su espléndida sensibilidad artística y su fecunda capacidad de trabajo, como lo demuestra su maravillosa labor de esmaltadora, de la que se da fe en una pequeña selección de imágenes que pueden verse al final del libro.

Conviene destacar el interés de la autora por el realce de la faceta más personal de la artista, pues desde esta posición es posible descubrir su inevitable don para convertirse en una fuente que suministraba energía a su entorno y que generaba sinergias creativas y sociales positivas siempre con una mirífica sensatez. Fruto de esta manera de ser es la enriquecedora coexistencia en nuestra protagonista de esas dos personalidades que he imaginado a partir de las palabras de Dora Maar reproducidas al principio. La Maud “artista” presente en las relaciones con su primer marido, Óscar Domínguez, y con la flor y nata del Surrealismo convivió con la Madeleine “normal”, lo que de algún modo debió traer consigo que no sucumbiera al proceso autodestructivo de su círculo (los suicidios, la locura, el alcoholismo, las drogas…) y que lograra situarse siempre lejos de los extremismos, en una suerte de equilibrio donde su capacidad de adaptación le va a permitir la supervivencia personal y, por fortuna, creativa. ¿Tiene algo que ver en todo esto esa “frialdad” que le atribuyen y a la que alude en una carta a Minik fechada en julio de 1987? Sinceramente lo digo: no lo sé; y más sinceramente aún lo proclamo: si así fuera, bendita “frialdad”.

En numerosos momentos del libro se da cuenta de su afinado instinto. De los muchos pasajes que sirven de ejemplo, extraigo dos que considero fundamentales porque reflejan intrínsecamente la necesidad de que se llevara a cabo la publicación de esta obra que nos reúne. La primera cita dice así:

«Maud decide, por prudencia, por amor a Eduardo, porque es inteligente y observadora y ve cómo es la sociedad española en esa época, convertir su historia pasada en una bruma apenas visible. Ella sabe que bastaría un desliz, una imprudencia, para crear un problema. Así que Maud decide callar lo que ha sido su vida hasta hace poco tiempo»;

La segunda:

«La desaparición de sus huellas, y hablo de la desaparición propiciada por Maud y no por los demás, se hará todavía más notable en la monografía que Eduardo Westerdahl dedique a Óscar Domínguez en 1968. En este texto, escrito con la colaboración de Maud y traducido por ella al francés elude su nombre: “Se había casado con una universitaria francesa, integrada en el movimiento surrealista, la cual se divorció de él años más tarde”».

Que hubiera deseado en su momento desaparecer no ha de traer consigo que ahora la olvidemos. De ahí la importancia y el valor que tiene el trabajo de Ángeles Alemán, pues busca reparar este desconocimiento, esta distancia que convertía a Maud, a ojos de quienes no conociesen los hondos entresijos culturales de Canarias de la segunda mitad del siglo XX, en la esposa ensombrecida por un marido admirado y distinguido, y no en la compañera de batallas que atesoraba un bagaje inmejorable y cuya historia no era justo que se quedase en simples anotaciones marginales y dependientes de la presencia e intensidad de otros fenómenos (Breton, Domínguez, Westerdahl, Picasso…).

En una carta que remite el 25 de septiembre de 1963 al que llegaron a denominar papa del surrealismo y sobre la que nos da cuenta la profesora, habla de líneas entrecruzadas:

«Escribirle no es una empresa fácil. Hace falta situarse en el tiempo para darle puntos de referencia a sus recuerdos. En resumen, esta Maud Bonneaud que usted conoció en Poitiers, durante la no tan drôle de guerre [‘guerra de broma’], que se casó después con Óscar Domínguez, que usted reconoció en París después de la guerra, que se convirtió tras todo esto en la esposa de Eduardo Westerdahl, el organizador en Tenerife de su exposición Surrealista —de la que la gente todavía habla con estupor—. Muchas líneas entrecruzadas de las que usted es el punto de referencia definitivo».

Una vez leído el libro y releído el fragmento, caemos en la cuenta de que el «punto de referencia» de esas «muchas líneas entrecruzadas» a las que alude Maud no es realmente Breton, sino ella misma. Aunque su discreción y mesura le impidieran proclamarlo, fue el centro en el que giró el universo de Óscar Domínguez y, posteriormente, de Eduardo Westerdahl; y fue, de los que tuvo y pudo tener, un pilar firme de apoyo y comprensión para el autor del Manifiesto del surrealismo (1924). Todo ello con independencia del lugar donde estuviera: en su Limoges de nacimiento, en su París de adopción o en la isla de Tenerife, el santuario atlántico que fue el hogar real de Madeleine y, al mismo tiempo, el imaginario de la Maud que escuchaba en Poitiers cómo el por entonces ya famoso André Breton recreaba su célebre estancia isleña en 1935 gracias a las gestiones del que sería años más tarde su segundo y último marido, Eduardo Westerdahl, con quien descubrió en 1954 una isla sumida en la posguerra y muy distinta a la que su mentor encontró cuando vino. Aun así, el territorio se erigió en la formalización de un lejano presagio que encajaba con esa suerte de premonición surrealista similar a la del autorretrato de Brauner de 1931 con un ojo vaciado, que parecía anunciar las consecuencias que tendría siete años más tarde la mala puntería de Óscar Domínguez a la hora de arrojar un vaso contra Esteban Francés. El punto de inflexión que supuso en su vida venir a Canarias no modificó su condición de estrella en torno a la que giran los astros, aunque siempre se cuidó de que una metáfora igual o similar a esta, teniéndola como referente, jamás se pudiera plantear.

Nos encontramos, pues, ante un libro-homenaje que salda, en parte, una prolongada deuda que el arte en general tiene con esta guardiana y particular cronista del surrealismo, un movimiento estético y, hasta cierto punto, ideológico al que llegó tras una conversión intelectual que comenzó gracias a sus encuentros iniciales con el que fuera primer marido de la artista Jacqueline Lamba y a la prolongada relación que mantuvieron, no sin altibajos. Este acceso a la nueva manera de entender el arte y la vida tuvo en su curiosidad y, me atrevo a afirmar, en su asunción de valores como los de la libertad y la igualdad el cauce adecuado para que germinara en ella todo cuanto nos ha dado y ha querido darnos, como su condición de ejemplar feminista que le condujo a luchar por que el ninguneo al que estaban sometidas las artistas en la sociedad civil que les había tocado vivir no se tradujera en un silencio creativo, que sus voces singulares se oyeran con la misma intensidad y firmeza que la de sus homólogos masculinos. De la lectura y análisis de la obra concluyo que sus aportaciones a la referida corriente y, por extensión, al arte en general se encauzaron siempre desde la pauta que impone la ya indicada dualidad Maud/Maudeleine, consiguiendo así un modo muy original de atender y contemplar los asuntos que la ocupaban como artista y gestora de iniciativas culturales.

Un ejemplo de la sabia distancia que logra fijar nuestra protagonista entre el marco teórico del movimiento y su praxis está en la descripción que hace de la mujer surrealista en una conferencia que dictó en 1973, cuyo manuscrito forma parte del Fondo Westerdahl. Se trata de un documento inédito y de una extraordinaria valía que, a mi juicio, sitúa a la expositora en el bando de esa Madeleine que observa y analiza, antes que en el lugar de la creativa y artística Maud. De su descripción se desprende que la mujer surrealista es bella y, sobre todo, sorprendente; libre y bastante extravagante; dispuesta al amor loco; se maquilla como un icono; viste trajes de raso, de terciopelo, pieles de pelo largo; se cubre de joyas vistosas y extrañas; lleva ropa interior poco corriente y enormes uñas pintadas; es el ídolo del amor-pasión sin límites, la anti-ama de casa, la unión libre, etc. ¿Encaja esta relación de características con Maud? ¿Ella cumplía con esta suerte de canon? Yo creo que no. Insisto en el verbo: creo.

Por eso tiene mucho sentido la pregunta que fundamenta esta investigación gratamente narrada por la doctora Alemán Gómez y que viene a ser: ¿Por qué la cerebral y prudente Madeleine Bonneaud arriesgó su vida en un viaje a París que la transformaría por completo? Este es de algún modo el leitmotiv en torno al cual se articula esta iniciativa académica y editorial; un motivo que, tal y como yo lo veo, está relacionado con la ya referida cita de Dora Maar y sus consecuencias interpretativas sobre la dualidad de perspectivas. La gran cuestión, en el fondo, queda sin responder porque sabemos (más bien suponemos) que ese «porque Breton era un león» que contestaron Maud y Laurance Viola (o Iché) a nuestra autora en 1990, en Madrid, no deja de ser una alegoría que jamás podrá ser revelada, un arcano cuyo conocimiento nos está vetado. De ahí que todas las aproximaciones a una respuesta sean solo eso, aproximaciones, acercamientos a una verdad que, posiblemente, nunca lleguemos a conocer si no es por la vía de la especulación.

Según el paradigma surrealista, que Maud expuso en su citada conferencia de 1973, sintetizada por Ángeles Alemán entre las páginas 177-185, ¿en qué categoría zoológica cabe poner al león? ¿En la de las bestias que pueden parecer juegos o errores de la creación? ¿En el lugar donde están los seres inquietantes? ¿En la de las especias insólitas por su belleza? ¿O para el que ella reconoció como una esperanza se le había reservado la exclusiva de “rey de los animales” bajo unas coordenadas que, posiblemente, ni el haz Madeleine ni el envés Maud quisieron sacar de la bruma, aunque tengamos la sensación de claridad gracias a esas Memoirs sans importance para las que este divulgativo y entretenido libro que merece la pena leer y disfrutar hace de preliminar?

Concluyo con dos detalles que me sirven para tender el puente de una necesaria continuidad del presente proyecto académico y editorial: el primero tiene que ver con la importancia ya indicada de que vea la luz como publicación ese cuaderno de anillas («de letra a veces ilegible») que conoció la autora tras su visita a la sobrina de Laurance Iché (o Viola) en Bretaña y del que muy poco se dice en el epílogo, aunque esté presente a lo largo del libro bajo el reconocimiento de las memorias de Maud y la bibliografía apunte que se conserva inédito en el archivo de Rose Hélène Iché. Falta hace que se pueda leer completamente la pieza y que, en un solo tomo, le acompañen los textos que Bonneaud compuso; los cuales, por las muestras que ofrece la publicación de Alemán Gómez, poseen un valor incalculable como documentos de arte y pensamiento: la ya mentada conferencia sobre el surrealismo de 1973, el citado artículo “Notes sur une rencontre” de 1943, etc. Creo que nadie mejor que nuestra autora para llevar a cabo la iniciativa, esa imprescindible edición que debe publicarse, pues confieso que descorazona no ver a Maud en los catálogos bibliográficos tal y como se merece: con entidad propia y más allá de la simple referencia en obras colectivas a partir de artículos dispersos. Justo es que su nombre destaque de manera autónoma.

El segundo de los detalles está relacionado con el hecho de que con solo tres palabras se aborda la muerte de Maud: «falleció en 1991». Nada más. Sabemos que enfermó y que el mal fue inesperado porque la autora así nos lo refiere en el bloque dos de su estudio, al hilo de un recuerdo nostálgico de la artista sobre día en el que la ciudad de París fue oficialmente liberada del yugo nazi y desfiló por sus calles la “española” novena compañía de la división que dirigía el general Philippe Leclerc. No se exponen cómo fueron los últimos instantes de la gran mujer ni lo que de ella se dijo con posterioridad. Se habla más en este sentido del final de Óscar Domínguez y Eduardo Westerdahl y de lo que trajeron consigo sus óbitos que del de la propia Maud. He echado de menos un recopilatorio epistolar o periodístico, aunque breve, sobre el poso que dejó en el ánimo de quienes la conocieron y sintieron su marcha, que no creo que fueran pocos ni insignificantes.

En cualquier caso, los dos apuntes no conducen a ningún demérito del título. No, en absoluto; al contrario, sirven para destacar las virtudes que todo trabajo académico digno de consideración debe tener: por un lado, facilitar con rigor el conocimiento de aquello que no se sabe y, por el otro, fijar las futuras líneas de investigación con el fin consolidar y expandir los bienes conseguidos. En este sentido, la obra de Ángeles Alemán Gómez cumple sobradamente con lo que se espera de un volumen publicado en una colección universitaria.