A Enrique Mateu de Villavicencio, con admiración, gratitud y afecto.
1ª PARTE
I. Mientras reviso las notas con las que he de dar pie a este texto, otras notas, más sublimes, sin duda alguna, inundan el espacio de mi ánimo y me transportan a un ya lejano mes de diciembre de 1998. Me ha costado mucho tiempo fijar esta fecha, aunque siempre haya defendido que fue entonces cuando sucedió lo que ahora me apetece contarte como preludio al propósito que busca este escrito.
Fijado el tiempo, hago lo propio con el espacio. El lugar: la Casa de la Cultura de Telde; llamada en la actualidad, de manera inadecuada a mi juicio, Teatro Juan Ramón Jiménez. Me tienta el diablo a extenderme sobre los porqués de esta impropiedad denominativa, mas no he de caer por el momento en sus brazos, aunque sugerentes acaricien las razones que tengo para afirmar lo que afirmo. Sigamos, pues: todo sucedió en la bien reconocida Casa de la Cultura.
A principios del referido mes, creo que el día nueve, comenzó mi colaboración periódica en Canal Telde. Fue a través de un programa semanal de radio que prolongaría su vigencia hasta 2002. Los pormenores del espacio radiofónico y lo que dio de sí ya fueron expuestos en la introducción a los Cuadernos de la Ínsula Barataria (Anroart Ediciones, 2012), por lo que no seguiré el camino de la escritura que ahora mismo el diablo me muestra despejado para que lo recorra, pues me desviaría más de lo aconsejable de la ruta prevista.
Sigo: mi vinculación a la emisora de radio municipal y el hecho de estar situada en la bien señalada Casa de la Cultura de Telde me permitieron apelar a un cierto estatus de “hombre de la casa” para sortear los no pocos contratiempos que supuso el acceso al salón de actos en ese señalado para la posteridad día de diciembre de 1998.
II. Entré como pude, me senté como me dejaron y contemplé asombrado cómo el agua humana de una presa desgarrada inundaba el patio de butacas. Si no fuera porque la realidad del aforo era la que era, hubiese afirmado, aunque pudiese ser quemado en la hoguera por hereje, que miles y cientos de miles de semejantes se estaban congregando en aquel punto terrestre; en aquel espacio que esa noche, y cada vez me convenzo más de lo que voy a decirte, fue el centro del Sistema Solar, por no exagerar.
«Pero, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?», me preguntaba mientras sentía las ráfagas de electricidad borboteando en los rostros de aquellos pasajeros que nunca supieron (hasta hoy, que lo confieso) que yo fui un polizonte en aquel viaje, en aquella travesía en la que no embarqué porque supiese cuál era el destino o la ruta que hacia él debía llevarme, sino por curiosidad, porque quería volver a oír unos acordes que, cual cantos de sirena, descubrí no sé dónde ni sé cómo, y que me habían destrozado impíamente la tranquilidad. Todavía hoy los siento anclados en lo más profundo y salen a flote en los instantes menos esperados, como ahora, que no puedo dejar de convertirlos en una letanía mientras organizo estas notas que lees, tan dispersas como agitado me siento con esta remembranza.
III. Diciembre. 1998. Casa de la Cultura de Telde. Pongamos que a las 20.00 horas, da lo mismo… Artenara, la princesa, el lugar… Canarias. El Mundo. El Sistema Solar… Y el Universo en peso; incluso, lo que pueda haber más allá, si algo hay… Y sobre el escenario, a quienes terminé por ver sin mirar, pues se hicieron de sonido y flotaron en el recinto donde comencé a regar mi futuro con el agua de sus nubes. Tras los primeros compases, el público desapareció; las butacas, las paredes, el techo, las luces… desaparecieron. Se silenciaron las respiraciones y se pausaron los latidos, y la milenaria soledad del desarraigo comenzó a doblarme el alma hasta que tuviese la forma adecuada para que encajase a la perfección donde debía edificar el imperio de mi condición efímera.
Esa noche redescubrí Canarias en el camino estelar de los sonidos. La tierra que me vio nacer y sobre la que había asentado mi primer cuarto de siglo de existencia se había abierto bajo los pies de mi conciencia. Me veía caer, cual Alicia, en el hoyo donde al cabo me hallaría en ese “locus amoenus” desde el que comencé a entrar en el siglo XXI. No fue aquel un simple encuentro con la belleza, sino lo que debería ser descrito en los memoriales como la más bella reconversión personal. Tras ella puede mentarse, si se desea, la de San Pablo.
Aquel paisaje sonoro fue una seña de identidad que avasalló sin clemencia las celdas de mi ego y que me hizo rectificar las cartas de navegación emocionales que hasta ese momento conocía y manejaba. No sé en qué momento de la velada llegó el sentido de aquella travesía que comencé como polizón y que terminaría como Rodrigo de Triana: mirando y señalando al horizonte, y gritando exhausto y feliz aquello de «¡Tierra! ¡Tierra a la vista!».
El redescubrimiento de mi nuevo mundo me ayudó a tomar la decisión más importante que un ser humano puede adoptar en esta vida: el lugar donde desea morir. «Ha de ser aquí, en esta Canarias que hoy contemplo desde mi intelecto y que ya no podré sentir cuando termine este nuevo siglo que ahora, por fin, comienza».
Llevo quince años guardando este secreto. Ahora te lo muestro para enterrarlo en la misma fosa que he escogido para viajar a través de la eternidad.
IV. Sí, por fin un lugar donde morir y donde edificar mientras viva una pirámide, un túmulo donde se pueda leer: “Mereció la pena…”. En la buena noche del redescubrimiento, entendí que el azar se había dejado ganar la partida por el destino. Reconocí en la base de la pirámide las formas del primer bloque: mi Cervantófila teldesiana, mi desagallada ópera prima, que había visto la luz en abril de ese mismo año de 1998.
Ahora la visualizo como el heraldo de la buena nueva, como el imperfecto profeta designado para anunciar a mis egos la llegada de una redención: Artenara (Gofio Records).
2ª PARTE
En el sonoro silencio de mi solitaria estancia en aquella comunión de diciembre de 1998, volví a un lejanísimo patio escolar. «Puespa’que te enteres que los canarios comemos gofio», sentencia el muchacho que me mira amenazador tras oírme decir que «no me gusta». Luego, en un alarde de patriotismo, me invita a marcharme de la tierra que me vio nacer porque mi manera de pronunciar las “ces” le da a entender que pertenezco a la estirpe de los “godos invasores”, como dictamina con ilustrado desprecio. Me callo. Mi genético (que no genital) sentido de la prudencia me dicta que con quien hablo no valen las razones. Quizás busque en mí la manera de arreglar algún pasaje de la historia de la conquista que se quedó descarriado en algún relato trasnochado de su infantil presente. Mi silencio es para él la aceptación de mi derrota. Se marcha ufano, henchido de felicidad por haber demostrado la valía de su “sangre guanche” frente al endeble hispano, que no ha querido responderle que en su misma tierra nació. Ahora lo recuerdo con sosiego y sonrío por los “–ez” castellanos con los que terminaban sus apellidos.
Debía entonces gustarme la lucha canaria para ser de la tierra, lo que no era difícil de asumir porque me gustaba entonces y me gusta ahora, y no poco, lo reconozco, pero no como deporte autóctono, sino como deporte hermoso a la vista y noble en su quehacer. «¿Y a quién le gusta el sancocho?», preguntaba otro de los patriotas escolares y la mayoría del corro levantaba la mano, a pesar de que muchas eran de pibes que, por desconocimiento o desmesurada sinceridad, reconocían que no les gustaba el pescado. «¿Y las papas con mojo picón?», inquiría un tercero y venga otra oleada de manos a levantarse. Y a mí solo me salía decir que me gustaba el sancocho y las papas, pero solo porque soy pesquero en mis placeres gastronómicos y porque algunos sabores picantes, como el mojo, me son gratos, aunque mi penoso estómago se vea, tras la ingesta, en la necesidad de reprenderme por esta temeraria gula. Nunca argumenté que me gustaban «porque era canario», como se esperaba, porque me parecía ilógico vincular el patrimonio culinario de mi tierra con la identidad cultural; y me preguntaba: “¿Se es menos canario por no sentir placer con la comida canaria?”. “No sé, algo no encaja…”, sentenciaba.
Entonces no se construían mis pensamientos como ahora te los expongo en estas notas previas, pero el sentimiento era el mismo y, atroz, la sensación de incomprensión; mas, todo ha pasado y ahora, con sosiego, recuerdo aquel caluroso patio escolar mientras las notas musicales me abren las puertas de otra estancia situada en algún lugar del camino ya recorrido.
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Romería de la santa patrona del devoto lugar. Fecha… da lo mismo. En la entrada del templo, la figura objeto de culto. En torno a ella, las llamadas fuerzas vivas de la sociedad: el cura del lugar, el alcalde y su cohorte de concejales, el correspondiente miembro de la Benemérita y algunos próceres. Todos vestidos de gala para la ocasión: bastones, medallas, fajines y demás enseres distinguidos; y todos, en prieta formación, ven llegar a los romeros cargados de productos hortofrutícolas y ganaderos, y a los bueyes arrastrando pesadas carretas engalanadas para la ocasión.
Un joven desea sumarse al desfile, pero es rechazado porque no va vestido de típico. No soy yo, descuida. La expresión es esa, la oí: «No va vestido de típico». El joven hace un amago de unirse al público; pero, cuando ve que los represores le dan la espalda, vuelve a sumarse a la comitiva y bailotea un rato junto a una de las muchas rondallas que participan en la procesión. No le duró mucho la alegría. Volvieron a prenderle y, de malos modos, lo sacaron de donde era feliz. Lo devolvieron a la acera, junto al público, y le advirtieron de que la próxima vez que volviese a unirse se lo llevarían al cuartelillo.
«Porque no va vestido de típico», pensé, y no pude evitar el desvío de mi mirada hacia un cámara de televisión que, desde una plataforma, grababa el evento festivo-religioso. Pero aquellos “típicos” que yo veía desfilar vestían en realidad de camarero: pantalón negro y camisa blanca. Cierto es que envolvían la cintura con una faja, y que llevaban un cachorro, y un naife…, pero, qué quieres que te diga, para mí iban igual que esos camareros que yo había visto en muchos restaurantes del norte y centro de Gran Canaria. Daba igual el tipo de pantalón que llevara (de pinza, vaquero…) o que este hubiese sido hecho en Shanghái o en la sastrería de Paco el Bocúo; y lo mismo ocurría con la camisa: daba lo mismo que tuviese cuello o no, que fuese de algodón o sintética, o que un cocodrilo estuviese bordado en el bolsillo izquierdo. Lo que importaba era que fuese blanca. El despedido de la comitiva llevaba unos vaqueros azules y un polo rojo, y eso no era propio de los “típicos”.
Lo que siguió, no pude evitarlo: «¿Por qué no se visten de aborigen?», pensé; luego rematé el desvarío con un: «¿Qué hay más propio de la tierra y de sus orígenes que imitar a los primeros pobladores conocidos de las islas?». Una barahúnda de preguntas me entretuvo: ¿Cuándo se decidió que los ropajes que veía en la mencionada romería representan la expresión costurera de la canariedad? Y si el tipismo se mira en la gente del campo, mis dudas se volvían hacia el deseo de saber qué campesinos eran “más canarios”: si los campesinos del siglo XVI, los del XVII, los del XVIII o los del XIX. ¿Vestían igual los primeros que cultivaron nuestros campos que los del siglo XX?
Como no era ni soy etnógrafo, no hallé respuestas a mis preguntas, que fueron muchas más de las que aquí te refiero; mas como ciudadano simple y humilde, te diré que no entendí aquel “ultratipismo” que determinaba expulsar de una romería religiosa a alguien que no vestía como el resto. ¿Es menos devoto que los que llegan hasta el santo? ¿Es menos canario por no ir como van los otros?
Aquel día consolidé el significado del refrán: “El hábito no hace al monje”, pues seguía pareciéndome ilógico que la absorción de una cultura se debiese traducir, para la anécdota que nos ocupa, en unos ropajes. No podía ser eso; no debía ser eso. Cultura, identidad, Canarias… Las palabras eran demasiado profundas como para quedar en los brochazos gruesos de un costumbrismo plano que, con la misma facilidad con la que se enaltecía, se podía desmoronar a la primera de cambio: ¿Llevaban Nike negras los idolatrados canarios de antaño?