[1] Cuando se habla de “teatro escolar”, la tendencia natural, que no siempre es la más acertada, nos mueve a considerar que hablamos de un tipo de teatro cuyo ámbito de desarrollo (planificación, ensayos y representación) gira en torno a un centro educativo no-universitario y, por lo general, dentro de las horas consideradas lectivas; un teatro conducido por docentes y puesto en práctica por alumnos; y, confesémoslo, un teatro cuyo valor pedagógico “forzado” supera, por lo general, al valor artístico porque consideramos improcedente asignarle ningún parámetro que sirva para juzgar su calidad. La validez, pues, de estas manifestaciones teatrales se circunscribe al hecho mismo de su realización. Debo reconocer que no me parece mal que así sea.
Pero, ¿qué pasa cuando esta preconcebida clasificación subgenérica queda drásticamente alterada por mor de una actuación equivalente a la de cualquier compañía profesional? ¿Qué ocurre cuando has asumido que vas a asistir a una representación de “teatro escolar” y te das cuenta de que todo lo que ha ocurrido en el escenario escapa a cualquiera de las características enumeradas en el anterior párrafo? Si ya una obra bien representada produce en el espectador un efecto catártico, ¿a qué nos ha de conducir una puesta en escena que, además de ser impecable y de un nivel muy elevado, trae consigo el efecto sorpresa de comprobar cómo los prejuicios no son más que prólogos incorrectos que nunca han de ser leídos ni formalizados?
El viernes pasado, 4 de abril a las 20.00 horas, en el Teatro Víctor Jara de Vecindario, bajo la adorable y entrañable carpa del I.E.S. José Zerpa, tuve la inmensa fortuna y el enorme privilegio de comprobar en persona cómo la siniestra sombra de los prejuicios, que justificaron mi presencia en el foro santaluceño a través de mis deseos más fervientes de reencontrarme con aquellos a los que añoro, se fue desmoronando a las primeras de cambio gracias a la impecable, majestuosa y profesional a más no poder puesta en escena de la conocida obra de Federico García Lorca Yerma (1934), que sirvió de preludio a lo que será la XVI Semana Cultural I.E.S. José Zerpa.
Precedió a la representación un emotivo homenaje que la comunidad educativa del centro rindió a Enrique Quintero Hernández, un profesor que nos dejó en septiembre del pasado año cuya estela estuvo más presente que nunca en el evento gracias a la presencia en el acto de su esposa y sus dos hijos. Si en su momento las alabanzas y buenos términos que presidieron los lamentos por su pérdida me hicieron expresar mi pena por no haber tenido la suerte de conocerle y tratarle; ahora, tras el sencillo e intenso homenaje que se le hizo, esta expresión se ha visto incrementada. Menos mal que la magia del acto, cuyos ecos perdurarán mucho tiempo, y el afecto demostrado en todo este tiempo por el claustro ayudarán a que la figura de nuestro insigne compañero de Inglés no deje de estar presente en el I.E.S. José Zerpa.
Concluido el reconocimiento, comenzó la representación. De entrada, conviene alabar la presencia de elementos no presentes en el texto lorquiano que quedaron perfectamente encajados. A saber: el intercambio epistolar y la conversación en el restaurante, ambientados en nuestros días, de Marina (Dulce Torres) y Sofía (M.ª Carmen Pérez) que sirvieron de proemio y epílogo, respectivamente. En ambos momentos, se aprovechó la ocasión para hacer buena la máxima renacentista del “enseñar deleitando”; y aunque esto podía hacer avivar las llamas de la pedagogía “forzada” que apuntamos sobre el “teatro escolar” con anterioridad, lo cierto es que ambas escenas fueron insertadas y manejadas en el contexto de una obra ambientada en el primer tercio del siglo XX de manera excelente.
Otro elemento que conviene ser destacado por su minuciosidad, su cuidado, su precisión y efectismo tiene que ver con todo aquello que escapa a las funciones de los actores y que, en el teatro profesional, se atiende de manera muy especial: la escenografía, el vestuario, el atrezo, la iluminación y el sonido. Felicito a cuantos han estado detrás de estos elementos porque su tarea es merecedora de toda clase de elogios.
Los actores, alumnos y profesores del I.E.S. José Zerpa, excedieron con creces todas las consideraciones que se prevén para una obra de “teatro escolar”. Para empezar, hubo una simbiosis extraordinaria entre ellos, a pesar de las razonables diferencias de un colectivo frente al otro. Todos se integraron de manera homogénea en el compás de un texto tan dramático como el de Lorca; un texto que exige un ejercicio de conciencia previo muy intenso porque las tragedias demandan de los actores el mayor despliegue de verosimilitud posible porque si no, el drama pasa a ser una payasada y las payasadas imprevistas son recibidas con desprecio por parte de los espectadores. Sobre el escenario, la desgracia de los hechos concatenados fue ungiendo el ánimo de cuantos allí estábamos gracias al dominio escénico mostrado por los intérpretes.
En este punto debo detenerme un solo instante para resaltar, dentro de una representación memorable como la presenciada, dos aspectos puntuales: por un lado, la extraordinaria solidez del papel de Yerma, representado por la alumna Ana Díaz, que me dejó anonadado por su consistencia a la hora de asumir como suyos los males que aquejaban al desgraciado personaje; por su abrumador dominio de la escena, su expresividad, su capacidad de comunicación… Francamente, creo que mieles doradas en el arte de la interpretación la contemplarán si decide adentrarse en ese fascinante y complejo mundo del teatro profesional.
El otro aspecto puntual que deseaba destacar fue el impacto que me causó la inmensa belleza plástica de la inolvidable escena entre Yerma y Víctor (David Almeida) cuando, al hilo de una quemazón en la mejilla, las brasas incontenibles del deseo prohibido les hizo sucumbir en la fantasía de las contradicciones y los anhelos, del querer y no poder… Qué punción tan intensa en el ánimo, qué tersura de los sentimientos, qué fisuras por las que rezuman primaveras otoñales y, parafraseando al grandioso Carlos Cano, qué desespero…:
«Qué desespero, qué desespero amor
que arde mi corazón como un lucero;
y yo tan solo, y tú tan lejos.
Qué desespero amor, qué desespero…»
Miles de fragmentos del alma deberían irse sucediendo; tantos, quizás, como estrellas en el firmamento hay… pero serían insuficientes para dar una idea cabal de mis sentimientos y excesivos para un espacio como este. Vayan pues, en el final de estas palabras, mi más efusiva y entusiasta felicitación para Susana Hidalgo, Pedro Olivares y Patricia Hernández, en quienes recayó la responsabilidad de dirigir una obra tan compleja cuyo reparto estuvo compuesto por los referidos Ana Díaz (Yerma), Pedro Olivares (Juan) y David Almeida (Víctor), junto con Jennifer Pérez (María); las profesoras Elisa Caballero (en el papel de vieja pagana), Sita Betancor y Olivia Montesdeoca (ambas como las cuñadas de Juan); Cathaysa Pérez (Dolores “la conjuradora”); Carolina Yánez, Gretel Robaina, Mónica Medina y Marta Curbelo; las mencionadas Dulce y M.ª Carmen (Marina y Sofía, respectivamente); etc.
Pero no sería justo hablar de actores y olvidarnos del equipo técnico, cuya tarea fue también ejemplar y digna de toda clase de elogios. A saber: las voces en off, que provinieron de los profesores Paqui Vega, Patricia Hernández, Fefi Díaz, Juan Jesús Moreno y Gabriel Santana; la grabación musical, que corrió a cargo de Alberto Suárez; y el diseño gráfico, que se debe a Ángeles González. No debemos de dejar de hacer mención, por lo que cuesta poner en marcha todo este ejercicio de profesionalidad no-remunerada, a las entidades que han colaborado con el evento: la Radio y Televisión Tagoror, el Ateneo Municipal y el Restaurante “El asador criollo”, lugar donde se desarrolló el ya citado epílogo de la obra.
Empecé este texto haciendo mención del alcance y significado del término “teatro escolar” y, en todo momento, las impresiones que los lectores han podido obtener de lo que fue la “Yerma” del Zerpa no salen de los límites de esta consideración subgenérica. Es lógico que así sea, por muchas palabras que haya dicho, porque mi cortedad me ha impedido transmitirles que lo visto fue “teatro profesional hecho por escolares”; lo cual, bien mirado, no sé si sirve de algo para mi propósito aclaratorio. De hecho, confieso que no sé muy bien por qué he estado empleando la denominación de “teatro escolar” cuando lo que presencié el viernes fue una representación teatral en toda regla a la que sólo le faltó una cosa para terminar de convencerme y, con ello, quizás, de convencerles: la posibilidad de adquirir las entradas en GeneralTickets.com, no más.
[1] Texto fue publicado el 6 de abril de 2008 en Teldeactualidad.