Entre los desafectos y los afectos

[1] Voy a serles sincero, porque a un afecto declarado como el que recibo de ustedes no es correcto devolver una enfadosa mentira o el artilugio retórico de una justificación. Este libro no debe leerse desde la primera página hasta la última, así, de cabo a rabo. Sería una temeridad. Este no es un libro de lectura como otros. Me consuela (fariseo consuelo, lo reconozco) saber que la Biblia, por ejemplo, tampoco debe leerse de un tirón y que El Quijote no tiene que leerse así necesariamente. Como podrán comprobar, pongo los pilares por delante para resguardarme detrás de ellos como el cobarde debo estar pareciéndoles.

Este libro, sigo con mis confesiones, puede que no les resulte entretenido si lo que buscan es sentarse plácidamente y, con el libro en las manos, dejar que las horas fluyan bajo el solaz de una lectura. Imagino que la retahíla de citas, observaciones, notas, referencias… convertirán a este libro en un ejercicio de insatisfacciones permanentes si lo que se espera de él es la magia de las palabras, el juego procaz de la literatura. Sí, amigos, este no es un libro para los placeres del arte ni para que sea paladeado por el entendimiento.

Para más inri, este libro tan soso (como deben estar imaginando ustedes que es) trata sobre una novela que, a mi juicio (repito, a mi juicio), es bastante mediocre; una novela que no es actual, sino del siglo XVI; que, encima, está adscrita a un género literario en desuso desde hace ya muchísimo tiempo: el género pastoril; y que, para colmo, ha sido olvidada por los lectores y denostada por la crítica. Con estos ingredientes, qué sabio sería que se pregunten: “Pero, ¿qué hacemos aquí esta noche?” y que terminen viéndome más como un representante de una hipotética ONG llamada “Autores Sin Lectores” que como el filólogo que aspiro a ser si en el intento no expiro.

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Pero al igual que les soy sincero al apuntarles esta barahúnda de inclemencias, también debo serlo a la hora de invitarles a que vean en este libro el testimonio reglado y sistematizado de aquellas ramas que han podido pasar inadvertidas durante todas sus experiencias lectoras. Leer es un acto mágico que conlleva un proceso de recreación singular, un acto íntimo de fijación de aquello que se nos cuenta, sea o no ficcional. En ello creo que todos estamos de acuerdo.

Mas todo ejercicio de lectura, en concreto, y de acceso libresco, en general, conlleva un proceso de inatenciones hacia determinados elementos cuya importancia quisiera resaltar en este acto por ser los fundamentos del libro que ahora trato de enmendar en la escala de sus adhesiones. ¿Se han parado a pensar en alguna ocasión, cuando han tenido un libro en sus manos, en la cantidad de información que se les ofrece y que nada tiene que ver con la historia en sí que encierra sus páginas? ¿Han considerado alguna vez, tras una lectura satisfactoria, el deber moral de gratitud que deberían mostrar hacia la persona que invirtió dinero para que ese producto saliese a la venta y llegase hasta donde están ustedes? ¿Se les ha ocurrido en alguna ocasión pensar en los encargados de la imprenta que procesaron las páginas que ustedes tienen en sus manos? ¿Se han preguntado por qué un escritor dedica un tiempo que nunca recuperará a la composición de una obra? O, mejor, ¿qué puede esperar un autor de su obra, al margen de que sea leída o, cuanto menos, que no sea olvidada?

Estas preguntas y muchas más fueron en un momento de mi vida la razón de mis pensamientos y de mis largas y espesas estancias en los palacios de la literatura. Hubo un instante en el que me llegó a apasionar más el proceso místico de nacimiento de un libro, partiendo desde el instante mismo de la idea del autor y cerrando la secuencia en el momento en el que el libro estaba en las manos del lector que la historia misma que en él se contaba. En todo ese mundo confluía un abigarrado conjunto de acontecimientos que han contribuido a edificar en mí esa particular fascinación que siento hacia los libros.

Una imagen, el tamaño del papel, la disposición de los elementos en la portada, la manera de contar las palabras para que encajasen perfectamente en los pliegos (les hablo del siglo XVI, sí, pero también de cualquier época anterior a la llegada de los modernos sistemas automatizados de impresión y encuadernación de libros)… todo forma parte de un mundo real que añade al libro la esencia de las empresas épicas. Una corte de artesanos, profesionales libres, individuos de mil y una condiciones, se confabulan, previo estipendio por medio, por supuesto, para hacernos llegar el más bello patrimonio de los anaqueles bibliotecarios.

Pensamos en los autores, sí, y es bueno que así sea, pero dejamos de lado todo aquello que no es el texto (lo que llamamos el paratexto) y perdemos así la oportunidad de acceder a un universo paralelo al de la creación, un universo que vincula al escritor como ente demiúrgico con el escritor como individuo que realiza las mismas funciones vitales que cualquiera de nosotros, que tiene que ganarse el sustento para seguir viviendo, que le duele la cabeza, tiene sueño, padece fiebre, se enamora o siente los estragos de la tristeza.

Y eso es lo que este “pobre librito mío”, como diría González de Bobadilla, pretende mostrarles. En suma, que aprecien los elementos no-textuales, o sea, paratextuales, de cualquier libro que caiga en sus manos para que logren redondear el sentido último del texto, que unan a la ficción o recreación aquello que es veraz y que obedece al orden del mundo que atesora cualquier lector.

¿Qué busca, pues, este Análisis paratextual? Que ustedes comiencen a apreciar esa cara oculta de los libros; una cara que, por otro lado, irónicamente, es la que más se muestra y la que más presente tienen ustedes: limpien o no las librerías de sus casas; se dediquen o no a colocar los libros, a trasladarlos, guardarlos en caja, regalarlos o, incluso, llevarlos a los brazos seglares de las amas de turno que se precien para quemarlos en cualquier patio.

Hasta aquí lo de Análisis paratextual. Ahora tocaría justificar el porqué de Ninfas y pastores de Henares

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Muchas veces me he preguntado cómo acabé en las redes de las Ninfas y pastores de Henares de Bernardo González de Bobadilla cuando mi declarada cervantofilia debía, a tenor de lo expuesto en el célebre capítulo VI de la primera parte del Quijote, haberme alejado de ellas como si de la peste se tratase. Cómo un libro de tan escaso valor literario, a mi juicio (repito, a mi juicio), podía exigirme el precio de horas, días, semanas, meses, años… entregados al placer de un trabajo como el que hoy les presento.

En algunos de mis ratos de ocio, que es como decir en mis ratos de desvarío y maquinación universal, llegué a concluir que entré en Bobadilla para no hacerlo por la puerta principal de Cervantes. Que en esa grandiosa casa con múltiples puertas que es El Quijote, opté por atravesar el umbral de una trampilla que en un incierto lugar de la mansión había.

Este libro nace, por un lado, de la incertidumbre de no saber quién fue realmente su autor ni por qué surgió el universo de unas Ninfas condenadas al fuego en el célebre escrutinio de la biblioteca de don Quijote. Pero al mismo tiempo que surgía la incertidumbre, hacía acto de presencia la certeza: que el libro fue escrito y publicado y que ello movilizó a una maquinaria empresarial cuyas huellas, presentes en el libro, han permitido descubrir datos de su autor y de las circunstancias de su obra que de otra manera hubiese sido absolutamente imposible obtener.

Hay una premisa que utilizo para muchos aspectos de mi vida y que, para el caso que nos ocupa, ha sido fundamental para construir este paratexto que con ustedes ahora comparto. Es la siguiente: “Las cosas son como son, pero pudieron ser de otro modo o no ser. ¿Por qué, pues, son como son?” Ya sé que les sonará a filosofía barata, a pensamiento albóndiga impreso en el sobre de un azucarillo o a reflexión botarate propia de las amanecidas con Baco. Si así me lo dijesen, de repente, sin avisos… yo también pensaría lo mismo. Pero háganse cargo que bastante he triturado al inicio de esta disertación nuestro libro como para encima no concederle el beneficio de un autor con mediana cordura que logre salvarlo. Intentaré ser cuerdo o, cuanto menos, parecerlo, ¿de acuerdo?

¿Por qué son como son las cosas en un libro como Ninfas y pastores de Henares? ¿Por qué se indica en la portada que el autor estudiaba en Salamanca? ¿Por qué se dedica el libro al Licenciado Guardiola, del Consejo Real? ¿Por qué Juan García fue quien costeó el precio de la impresión? ¿Por qué aparecen esos autores preliminares, pudiendo aparecer otros? ¿Por qué el autor, en el Prólogo, se encarga de señalarnos que es “natural de las Islas Canarias”?…

Todos esos por qué han sido objeto de muchas, muchísimas horas de cavilaciones que, en última instancia, perseguían dos grandes fines (adheridos a mi particular visión de la deontología filológica): por un lado, poner luz en todas aquellas sombras o penumbras literarias y ayudar, con el ejemplo, a que otros colegas hagan lo mismo; y, por el otro, conceder a los autores siempre una nueva oportunidad para que sean revisados al amparo de otros tiempos, otras ideologías u otras estéticas.

Dediqué cuatro largos e intensos años a buscar a Bernardo González de Bobadilla entre las páginas de su único testimonio y en todos aquellos lugares donde suponía que debía haber algo sobre él: alguna mención, alguna mala anotación; algo, simplemente algo. Las únicas pistas que nos dejó el tiempo fueron los preliminares, las punzadas que entresacaba de sus páginas literarias y todo aquello que he venido a clasificar en este volumen como elementos paratextuales. El vacío inicial, el desconocimiento, la incertidumbre apuntada, fue cubriéndose con una fina capa de pequeñas parcelas de luz y un sinfín de probabilidades anotadas en este trabajo.

Cuando la figura fue moldeada y desgajada hasta la esencia su obra, comprobé que toda aquella empresa no debía quedar adscrita únicamente para la memoria de un solo autor al que la crítica ha desdeñado y los lectores abandonado. No, no es justo que sea así porque la pócima de este Análisis paratextual debía ser válida para revivir a esos miles de testimonios únicos que se depositan en los archivos bibliotecarios y que, como habitantes de nichos, si nadie lo remedia, jamás serán visitados o, cuanto menos, percibidos por transeúntes curiosos.

Me preocupa (o inquieta, o desazona…) que no nos hayamos interesado lo suficiente en husmear en los archivos, bibliotecas y librerías en busca de aquellos autores que quizás deberían tener una segunda oportunidad para que los releamos porque en su momento, por vaya uno a saber por qué razón, quedaron ubicados en los estantes de los olvidables. ¿Y si entre estos hallásemos a algún que otro autor digno de recibir los laureles que le han negado los siglos?

Como apunto en el Prólogo de este libro, quizás no me interese tanto con este ofrecer “algo” concreto sobre González de Bobadilla y sus Ninfas, que también, para qué negarlo; sino mostrar, a través de la praxis que representa este Análisis paratextual, cómo podemos quitar el polvo y las telarañas que oscurecen hasta hacer imperceptibles estos documentos. Pienso ahora en esos jóvenes investigadores que, a la larga, terminan sucumbiendo a la tentación de los gloriosos porque intuyen, no sin razón, al menos hasta cierto punto, que con ese autor desconocido que ha llegado a sus manos, del que nada parece haber y del que casi nada da la impresión que se pueda obtener, no van a tener la oportunidad de demostrar su valía. Es lógico que lo piensen: los gloriosos apabullan con su bibliografía, pero esta existe, está, todo es cuestión de hacer una efectiva selección de la misma; los desconocidos, por el contrario, son intangibles, abstractos, nebulosos, porque no se llega a ellos casi nunca por vía directa, sino a través de la intuición y de las sospechas. En suma, porque nos cargan con más preguntas que respuestas. Pero han existido estos autores, han estado entre nosotros y nos han dejado lo único que necesitamos para darles cuerpo: su obra, su escrito, ese texto que dormita y que sólo hace acto de presencia en los catálogos. ¿Por qué no buscarlos? ¿Por qué no desenterrarlos de los estantes e indagar cómo llegó a su ánimo la composición del libro? ¿Por qué pudiendo no haberse escrito ni publicado el libro descubierto, este se escribió, se publicó (con la correspondiente inversión de tiempo, trabajo y dineros) y tuvo la mala suerte de pasar desapercibido para la posteridad?

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Hoy hace justamente seis años que consideré que esto podía salir a la luz. A esta hora, minuto arriba, minuto abajo, un tribunal juzgaba el resultado de cuatro años de extenuante convivencia marital entre un cervantófilo y la figura de un fantasma llamado Bernardo González de Bobadilla, un espectro que, en mis desvaríos, me reclamaba siempre una segunda oportunidad. Ya he cumplido con él una parte de mi acuerdo conyugal. Si se recibiesen los beneplácitos necesarios, zanjaría esta cuestión de inmediato, pues andan por ahí unas Ninfas con ansias de nuevos ropajes.

Mientras tanto, bueno será que vayamos atendiendo a la angustiosa llamada de algunos espíritus. Pero esa es otra cuestión que, como manda el canon de la mesura, deberá ser abordada en otro momento. […]


[1] Fragmento de la exposición que hice en la presentación de Análisis paratextual de ‘Ninfas y pastores de Henares’ de Bernardo González de Bobadilla, que se realizó en el Círculo Cultural de Telde el 5 de febrero de 2009.