ISBN: 978-84-15148-50-0
4·1. Molinos de agua…
Encima se les venía la noche cuando llegaron a un espacioso y escondido valle, donde se apearon y, tendidos en la hierba, desayunaron, almorzaron, merendaron y cenaron a la vez; de donde se deduce, aunque los Anales nada digan, que pudieron adquirir víveres durante la tarde.
Satisfecha el hambre, quedaba por hacer lo propio con la sed, pero ello no debía ser un gran problema para los dos porque el verdor de la zona testimoniaba la cercanía de una fuente. Esto le hizo saber Sancho a su amo, a quien sugirió que caminasen un poco más hacia la montaña para dar con ella.
A don Quijote le pareció bien la idea y caminaron con lentitud y a tientas por un camino entre árboles. Al rato, veinte minutos, media hora después, más o menos, oyeron una cascada de agua y, alegres por el indicio, prestaron atención para averiguar de dónde llegaba el sonido. Mas al sonido que con placer recibían acompañó otro estruendoso, como de cadenas de hierro. La oscuridad de la noche, la soledad, el ruido del agua acompañado por el crujir abacorante de las cadenas, el viento que no cesaba y que azotaba por todos los lados y el desconocimiento del lugar en el que se hallaban fue suficiente para que Sancho Panza se llenase de pavor y espanto, y su amo solo pensase en que aquello daría pie a otra aventura.
Quijote: Sancho, amigo, has de saber que yo nací en esta edad de hierro porque el cielo quiso que resucitase la de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos. Sé que notas, escudero fiel, las tinieblas de esta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso estruendo de estos árboles, el temeroso ruido del agua y el incesable golpear que nos hiere y lastima los oídos, pues todo esto, que infundiría miedo y temor en el pecho de los héroes, solo despierta en mi ánimo el deseo de hacer frente a la aventura que se nos avecina. Aprieta un poco las cinchas a Rocinante y quédate esperándome aquí. Si en tres días no aparezco, puedes volverte a nuestra aldea y, luego, irás al Toboso para decirle a mi señora Dulcinea que su enamorado caballero murió acometiendo empresas cuyo premio no era otro que su reconocimiento.
Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar y, con la mayor ternura del mundo, le dijo:
Sancho P.: Señor, yo no sé por qué quiere hacerle frente a esta temerosa aventura. Ahora es de noche y nadie nos ve, ¿por qué no volvemos y nos alejamos del peligro, aunque no bebamos en tres días? En esta soledad en la que estamos, ¿quién nos ha de tachar de cobardes por irnos? Recuerde que el cura de nuestro lugar, que usted conoce bien, dice que quien busca el peligro perece en él. Y si no quiere pensar en usted, piense en mí, porque, tan pronto como se vaya, el miedo hará que entregue mi alma a quien quiera llevársela. Yo salí de mi tierra dejando mujer e hijos para servirle, y lo hice creyendo que valía para el oficio escuderil; si eso es así, como es, ¿por qué desea pagar mis servicios dejándome en un lugar tan apartado del trato humano? Le ruego, señor, que no lo haga; y si su caballería le obliga a emprender esta aventura, retrásela, al menos, hasta que el sol salga, que en unas horas a todos iluminará.
Quijote: Que ilumine cuando quiera, pero no se ha de decir ahora ni nunca que lágrimas y ruegos me alejaron de cumplir con mi obligación. Te ruego, pues, Sancho, que calles y aprietes, como te he pedido, las cinchas a Rocinante, que vivo o muerto saldré de esta aventura.
Se dio cuenta Sancho de que sus lágrimas, consejos y ruegos valían de muy poco, por lo que, mientras cumplía la orden de su amo, aprovechó la ocasión de atar las patas a Rocinante de manera que no se pudiese mover el caballo. Cuando don Quijote arreó a su rocín, este solo podía dar pequeños saltos. Sancho Panza, viendo el buen resultado de su estratagema, le dijo:
Sancho P.: Fíjese, señor: el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante.
Se desesperaba don Quijote aguijando a Rocinante sin darse cuenta de la ligadura que el animal tenía en sus patas. Al cabo de un rato, desistió del intento y se resignó a esperar que amaneciese o a que su caballo diese alguna muestra de que era posible la partida.
Quijote: Vaya, Sancho; se ve que Rocinante no puede moverse. No me queda más remedio que esperar a que ría el alba, aunque llore yo su tardanza en venir.
Sancho P.: No hay de qué llorar. Yo le entretendré contando cuentos hasta el amanecer, salvo que prefiera apearse y dormir un poco sobre la hierba fresca, como hacían los caballeros andantes, para que se sienta más descansado cuando vaya a acometer la terrible aventura que le espera.
Quijote: ¿A qué llamas apear o a qué dormir? ¿Acaso soy yo de esos caballeros que reposan cuando hay peligros? Duerme tú, que naciste para dormir; o aprovecha la ocasión para contar algún cuento de los que has dicho que contarías para entretenerme.
Sancho P.: (abrazado al muslo izquierdo de su amo por el temor que sentía) Me esforzaré en contarle una historia que, si la cuento como se debe contar, va a ser de lo mejor que haya oído usted nunca. Esté atento, que ya comienzo…, es esta: «Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar…». Advierta, señor mío, que este principio viene aquí como anillo al dedo, para que se esté quieto donde está y no vaya a buscar el mal a ninguna parte; y que regresemos por otro camino porque nadie nos obliga a seguir donde tantos miedos nos sobresaltan…
Quijote: Sigue tu cuento, Sancho, y déjame que yo me encargue del camino que hemos de seguir.
Sancho P.: Digo, pues, que «en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo», quiero decir que guardaba cabras, «el cual pastor o cabrerizo se llamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba; la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico; y este ganadero rico…».
Quijote: Si cuentas tu cuento de esa manera, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días. Dilo de manera lineal, que dé la impresión de que tienes algo de entendimiento; y si no, es mejor que no digas nada.
Sancho P.: Señor, yo lo cuento igual que se cuentan en mi tierra las consejas; no sé contarlo de otro modo ni es justo que me pida ahora que lo haga de otra manera.
Quijote: Anda, dilo como quieras, que la suerte quiere que no pueda dejar de escucharte. Prosigue.
Sancho P.: Así que, señor mío de mi ánima, que, como ya tengo dicho, «este pastor andaba enamorado de Torralba la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, y tiraba algo a hombruna, porque tenía unos pocos de bigotes, que parece que ahora la veo».
Quijote: ¿La llegaste a conocer?
Sancho P.: No, señor, no la conocí yo, pero quien me contó este cuento me dijo que era tan verdadero que, cuando se lo contase a otro, podía afirmar y jurar que todo era tan real como si lo hubiese visto. Bueno, a lo que iba: «así que, yendo días y viniendo días, el diablo, que no duerme y que todo lo añasca, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviese en odio y mala voluntad. La causa fue, según malas lenguas, una cierta cantidad de celos que ella le dio y que, al parecer, pasaban de la raya y llegaban a lo vedado. Fue tanto lo que el pastor la aborreció que, por no verla, se quiso ausentar de aquella tierra e irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralba, que se vio desdeñada del Lope, empezó a quererlo más que nunca.
» Sucedió, pues, que el pastor puso por obra su determinación y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Extremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, cuando lo supo, se fue tras él. Le seguía a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según se dice, un pedazo de espejo, otro de un peine y no sé qué botecillo de crema para la cara.
» Dicen que el pastor llegó con su ganado al río Guadiana, que en aquel momento iba crecido y casi fuera de madre. Por la parte que llegó, no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado al otro lado, lo que acongojó mucho al pastor porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas. Estuvo mirando cómo cruzar y vio, a lo lejos, a un pescador que tenía una barquita en la que solo podían caber él, una persona y una cabra. Aún así, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a volver y tornó a pasar otra».
Por favor, señor, cuente las cabras que el pescador va pasando porque si se pierde una se acaba el cuento y no será posible seguir. Sigo, pues: «el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra: la subió, pasaron el río, la desembarcó el pastor; volvió a por otra, la subió, pasaron el río, la desembarcó el pastor; volvió a por otra, la subió, pasaron el río, la desembarcó el pastor…».
Quijote: Supongamos que ya las pasó todas. No andes yendo y viniendo de esa manera porque no acabarás de pasarlas en un año.
Sancho P.: Y dígame, señor: ¿cuántas han pasado hasta ahora?
Quijote: ¿Qué diablos sé yo? No tengo idea de cuántas han pasado.
Sancho P.: ¿Ve?, lo que yo le dije. Le dije que las contase porque si no se acababa el cuento, pues bien: ya se ha acabado el cuento, ya no se puede seguir.
Quijote: ¿Cómo que no se puede seguir? ¿Es tan esencial para la historia saber cómo pasan las cabras de una en una hasta el punto de que si se yerra en la suma es imposible seguir?
Sancho P.: No, señor, de ninguna manera; porque tan pronto como le pregunté por el número de cabras que habían pasado y me dijo que no sabía, en ese mismo instante, se me fue de la memoria lo que me quedaba por decir, y le puedo asegurar que era muy bueno lo que faltaba por contar.
Quijote: Entonces, ¿ya está la historia acabada?
Sancho P.: Tan acabada como mi madre, señor.
De muy buena gana le hubiese dado el amo a su escudero un pescozón por la absurda manera de perder el tiempo con una historia tan llena de despropósitos, pero prefirió guardar silencio y volvió a espolear a Rocinante para ver si ya se podía mover.
El animal, a cada aviso de su amo, daba pequeños saltos y se quedaba quieto. Don Quijote se desesperaba. En aquel océano de oscuridad, entre toque y toque de espuelas, miraba a su alrededor con el propósito de dar con el Este y con la esperanza de que este le anunciase la llegada del nuevo día.
A Sancho, mientras tanto, por culpa del frío, del miedo, de la cena o de las exigencias naturales de su cuerpo, le entraron ganas de ensuciar, pero, como no se atrevía a separarse de su amo, intentó como pudo bajarse los calzones con su mano derecha, alzar la camisa y levantar sus no pequeñas nalgas. Luego, viendo que no podía evacuar sin hacer ruido, apretó los dientes, se encogió de hombros y procuró recoger en sí todo el aliento, pero tantos cuidados no impidieron que algo se oyese ni que don Quijote, notando que era nuevo el sonido, preguntase:
Quijote: ¿Qué ruido es ese, Sancho?
Sancho P.: No lo sé, señor. Alguna cosa nueva debe ser; recuerde que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Este volvió a intentar el desalojo de sus intestinos, lo que consiguió sin que hubiese música de fondo; pero nada pudo hacer con los vapores, que por cercanía a su amo llegaron adonde no debían. Cuando don Quijote los sintió, se taponó la nariz y, con tono fañoso, dijo:
Quijote: Creo, Sancho, que tienes mucho miedo.
Sancho P.: Sí, señor, sí lo tengo; pero, ¿en qué lo ha notado ahora más que nunca?
Quijote: En que ahora más que nunca hueles y no a ámbar, precisamente.
Sancho P.: Puede ser, pero yo no tengo la culpa de eso, sino usted, que me trae a deshoras por estos sitios.
Quijote: Retírate unos metros de aquí; y espero que de aquí en adelante tengas presente lo que debes a mi persona, pues tengo la impresión de que mi cortesía contigo ha engendrado este menosprecio por tu parte.
Sancho P.: ¿Piensa, el señor, que he hecho algo que no debía?
Quijote: Déjalo, Sancho; es mejor que dejemos el tema, no vaya a ser que mi paciencia dé paso a lo que no te agradaría conocer.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron lo que quedaba de noche. Al alba, Sancho, con sigilo, desató a Rocinante y se ató los calzones. Don Quijote, que se había quedado somnoliento sobre Rocinante, se despertó y comprobó que ya podía moverse. Enseguida volvió a prestar atención al ruido de cadenas y reanudó las órdenes de la noche: que le esperase tres días, que se volviese a la aldea, que visitase a Dulcinea… Le aseguró que no se preocupase por su paga porque antes de salir había hecho testamento y en él se garantizaba su salario.
Escuchando nuevamente la determinación de su amo, Sancho volvió a echarse a llorar y decidió no dejarle solo, y acompañarle hasta el fin de aquella peligrosa empresa.
Aunque le emocionó a don Quijote el sentimiento de su escudero, no quiso desistir de su propósito y, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia donde se oía el agua y el ruido de golpes con cadenas de hierro. Sancho le siguió a cierta distancia.
Habían andado un gran trecho cuando llegaron a un pequeño prado que estaba a los pies de unas altas peñas. Una enorme cascada caía de ellas y paraba en unas casas muy mal hechas. Amo y escudero comprobaron que de esas casas salía el ruido que les condujo hasta ese lugar. Rocinante se alborotó con el sonido de golpes y el estruendo del agua; don Quijote trataba de sosegar a su rocín y, encomendándose a su señora, se acercaba poco a poco hasta el origen del sonido; y Sancho Panza, como podía, alargaba el cuello y la vista esperando ver lo que tanto miedo le infundía. Caminaban despacio, con prudencia… mientras el golpear horrísono seguía siendo cada vez más estruendoso; recordaron los temores de la noche, la juntura de Sancho a su señor, el cuento que dilató el tiempo hasta el amanecer… y el ruido seguía siendo cada vez más intenso; pensaron en que quizás ese podía ser su último día, volvió a la memoria las lágrimas de Sancho por la despedida, y la emoción de don Quijote por ver que alguien lloraba por su partida… Y cuando todo aquel misterio ya debía resolverse para bien o para mal, descubrieron que de todo aquel alboroto solo eran responsables seis martillos grandes de madera que utilizaba una maquinaria hidráulica para golpear y desengrasar paños y tejidos de lana.
4·2. El chasco…
Cuando don Quijote vio lo que era, enmudeció: «¿Un molino de agua? ¿Un molino de agua?…», repetía para sí incesantemente. Sancho lo miró y vio que su amo estaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y muy avergonzado. Don Quijote le devolvió la mirada y comprobó que su escudero tenía los carrillos hinchados y la boca a punto de reventar de la risa. Finalmente, Sancho no pudo evitarlo y comenzó a desternillarse. Intentó sosegarse cuatro veces, pero le resultaba imposible contenerse. Don Quijote empezaba a cansarse de tanta risa y de la deriva que tomaba la fiesta que se tenía montada Sancho, quien, con cierta fisga, imitó a su amo:
Sancho P.: «Has de saber que yo nací en esta edad de hierro porque el cielo quiso que resucitase la de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos…».
Viendo don Quijote que Sancho se burlaba de él y que no parecía tener intención de dejar de hacerlo, levantó el lanzón y le dio a su escudero dos palos en las espaldas que dieron él en el suelo.
Sancho P.: (con humildad y temeroso de que sus burlas llevasen a su amo a castigarle más) Tranquilícese, señor, que solo bromeaba.
Quijote: Ven acá, señor alegre. ¿Acaso crees que si conforme estos son mazos fuesen otra aventura más peligrosa no habría yo mostrado el ánimo necesario para emprenderla y acabarla? ¿Estoy obligado, siendo caballero como soy, a distinguir los sonidos y saber cuáles son de un tipo y cuáles de otro? Además, yo nunca he visto en mi vida esta maquinaria, como, sin duda, tú la has debido ver porque eres un villano ruin nacido y criado entre los que manejan estos armatostes. ¿Por qué no conviertes estos mazos en gigantes y me los echas, de uno en uno o todos juntos? Si no consigo ponerlos patas arriba, tendrás licencia para hacer cuantas burlas quieras, señor jocoso.
Sancho P.: No se diga más, señor, que yo confieso que he andado algo risueño. Lo siento. Pero dígame, ahora que estamos en paz, ¿no es para reír y contar el gran miedo que hemos tenido? O, mejor dicho, el que yo he tenido; porque yo sé que usted no sabe ni conoce qué es el temor ni el espanto.
Quijote: No niego yo que lo sucedido no sea algo digno de risa, pero no es adecuado para que sea contado porque no todas las personas tienen la necesaria discreción para poner las cosas en el lugar que les corresponde.
Sancho P.: Por lo menos supo usted poner en su punto el lanzón: me apuntó en la cabeza y acabó dándome en las espaldas.
Quijote: Perdona lo hecho y que te sirva de aviso para que te contengas y reprimas en el hablar conmigo, puesto que en los libros de caballería que he leído jamás he hallado a ningún escudero que hablase tanto con su señor como tú con el tuyo. Todo esto se debe a que me estimas poco y yo no me dejo estimar más. Por lo tanto, de hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto y sin bromas. Y en el hablar deberás poner tasa, pues si no es mejor que el silencio lo que quieras decir, bueno es que no lo digas. Los beneficios que te he prometido llegarán a su tiempo; y si no llegan, por el salario no has de preocuparte, como ya te he dicho.
Sancho P.: Me parece muy bien todo lo que dice, señor, pero querría yo saber, por si acaso no llegasen los beneficios y fuese necesario acudir a los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se concertaban las pagas por días, semanas o meses.
Quijote: No creo yo que los escuderos tuviesen un salario, salvo premios por su trabajo. Si te he hecho mención al mismo es porque así aparece en el testamento cerrado que dejé en mi casa y que hice porque no sabía qué podía dar de sí en nuestros calamitosos días la caballería andante. No quisiera que por cosas insustanciales penase mi alma en el otro mundo.
Sancho P.: Tenga la seguridad de que para mí se acabaron los donaires y de que en adelante solo desplegaré mis labios para honrarle como a mi amo y señor natural que es.
Quijote: Si así lo haces vivirás muchos años sobre la tierra en paz y con orden, porque, después de los padres, es a los amos a quienes se han de respetar como si fuesen tus progenitores.