ISBN: 978-84-15148-50-0
9·1. Verdades de Sancho Panza…
Aunque hasta ese momento el escudero no había dicho ni hecho nada, su cabeza no había dejado de dar vueltas desde que salieron de la venta. Una y otra vez se decía que algo no iba como tenía que ir. Recordaba que en el hospedaje se había acostado al mismo tiempo que su amo y que entonces el cura y el barbero eran los de siempre, los vecinos suyos y los que junto a él se propusieron sacar a su amo de la penitencia en la que lo había dejado. Ahora, en cambio, los veía disfrazados de fantasmas y ningún rastro se veía de la princesa Micomicona. Sentía que la posibilidad de que su amo fuese rey se había desvanecido y que así desaparecía el gobierno que, en pago de sus servicios, debía recibir. Cuando su prudencia y comedimiento no pudieron más con el silencio, se acercó hasta el espectral grupo.
Sancho P.: Señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que voy a decirles, que poco o nada me importa, pero mi señor don Quijote va tan encantado como mi madre: él tiene su entero juicio, él come y bebe, y hace sus necesidades como los demás hombres, igual que antes de que le enjaulasen. Siendo esto así como es, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan; y mi amo, si lo dejan, sería capaz de hablar más que treinta predicadores. (Volviéndose para mirar al cura) ¡Ah, señor cura, señor cura! ¿Pensaba que no lo iba a reconocer y que no adivinaría por dónde van estos encantamientos? Sepa que le conozco, aunque se encubra el rostro; y que sé por dónde va, aunque trate de disimular sus embustes. Por su desfavorable intercesión, mi señor no se casará con la princesa Micomicona ni yo seré conde, por lo menos, porque no es posible esperar de mi señor algo de menor calidad. Esto me pesa por mis hijos y mi mujer, pues cuando podrían ver entrar por sus puertas a su padre hecho gobernador de alguna ínsula o reino, se tendrán que conformar con ver cómo llega hecho un mozo de caballos. Me duele esto y ver el mal tratamiento que a mi señor se le hace. Mire bien lo que hace, no vaya a ser que pida Dios para usted en la otra vida esta prisión de mi amo; y hágase cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer mientras está preso.
Barbero: ¿También eres, Sancho, de la cofradía de tu amo? Me da que debes hacerle compañía en la jaula y que debes quedar tan encantado como él. A mala hora caíste en sus promesas y te entró en los sesos los de la ínsula que tanto deseas.
Sancho P.: Mire usted, señor barbero, que por el cloquido sé qué persona oculta sus ropas, aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie. Si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores y aquí no pasa nada, que cada uno es hijo de sus obras. Si el hombre que soy puede llegar a papa, cómo no va a poder ser gobernador de una ínsula, sobre todo cuando mi señor va a ganar tantas que le faltarán hombres y nombres a quien darlas. Tenga cuidado con lo que dice, que no todo es hacer barbas. Todos nos conocemos y sabemos de qué pie cojeamos. Y en esto del encantamiento de mi amo, Dios, ustedes y yo sabemos cuál es la verdad.
9·2. Razones de Sancho Panza…
No quiso responder el barbero a Sancho porque no quería que sus simplicidades descubriesen lo que tanto él como el cura procuraban encubrir; en consecuencia, el silencio cómplice entre los apresadores volvió a reinar en la comitiva. Sancho, que no se había quedado satisfecho con el repentino fin de la conversación, se acercó hasta ponerse al lado de la jaula donde melancólico yacía su amo.
Sancho P.: Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa acerca de su encantamiento. Fíjese (señalando): aquellos dos que le muestro y que tienen cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; e intuyo que le llevan así porque tienen envidia de usted y de los famosos hechos que su fuerte brazo conseguirá. A esta verdad, le sigue otra: que no va encantado, sino embaído. Si no me cree, responda a la pregunta que le voy a hacer; y si me responde como creo que me va a responder, deberá concluir que lo suyo no es encantamiento, sino trastorno del juicio.
Quijote: Pregunta lo que quieras, hijo. Y en eso de que van con nosotros el cura y el barbero, nuestros compatriotas, creo que te engañas. Cierto es que se parecen esos dos a ellos, pero eso no quiere decir que sean ellos. Has de creer y entender que su parecido se debe a que los encantadores tomaron la apariencia de nuestros conocidos, ya que para ellos es fácil tomar la figura de quien quieran. Sin duda, habrán tomado las de nuestros amigos para que pienses lo que piensas y ponerte en confusión. También creo que lo han hecho para que yo vacile en mi entendimiento y no sepa atinar de dónde me viene este daño; si no, dime: ¿crees que cualquier fuerza humana sería capaz de enjaularme? Ninguna fortaleza humana podría dejarme en el estado en el que estoy; de ahí que tenga claro que mi encantamiento es diferente a todos los que he leído y conozco, lo que no deja de parecerme normal que así sea, amigo Sancho, pues no soy yo como el resto de los caballeros andantes. Descarta, pues, el que aquellos que me señalas sean el barbero y el cura de nuestro pueblo y pregúntame aquello que deseas saber.
Sancho P.: (levantando la voz) ¡Que me asista Nuestra Señora del Pino y a usted más! ¿Es posible que sea tan duro de cerebro y tan falto de meollo como para no ver que es verdad lo que digo y que en su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que la magia? Dado que no quiere verlo, se lo voy a demostrar: ¿podría decirme si desde que está enjaulado y, a su parecer, encantado le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse?
Quijote: No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda.
Sancho P.: ¿Es posible que no entienda usted eso de hacer aguas menores o mayores? En la escuela destetan a los muchachos con eso. Sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se excusa.
Quijote: ¡Ah, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y ahora mismo la tengo.
Sancho P.: Le cogí… Eso es lo que yo deseaba saber. Y dígame: ¿va a negarme lo que comúnmente suele decirse por ahí cuando una persona está de mala voluntad: No sé qué tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a lo que le preguntan; no parece sino que está encantado? De donde se viene a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene, y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.
Quijote: Cierto es lo que dices, pero no lo es menos el que hay muchas maneras de encantamientos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen transformado. Yo sé que voy encantado y eso tranquiliza mi conciencia, pues nada la dañaría más que pasar las horas en esta jaula perezoso y cobarde sin tener motivos para ello, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos que de mi ayuda y amparo deben tener ahora mismo necesidad.
Sancho P.: Pues, con todo eso, digo que lo mejor que ahora podría hacer es intentar salir de esta cárcel, que yo haré todo lo que esté de mi mano para facilitarle el intento; y que una vez fuera, intente subir de nuevo sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, pues se le ve melancólico y triste. Probemos a buscar más aventuras y si no nos salen bien, siempre nos ha de quedar esta jaula u otra, en la que prometo, como leal y buen escudero, encerrarme con usted.
Quijote: Me gusta lo que oigo, Sancho. Cuando tú veas la ocasión para que sea posible mi libertad, yo te obedeceré en todo; pero ya verás, Sancho, cómo te engañas sobre el conocimiento de mi desgracia.
9·3. Algo libre…
En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante escudero, el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no «no iría tan limpia aquella prisión como requería la decencia de un caballero como él», dijo. Entendió perfectamente el cura la petición y la razón, y le dijo que de muy buena gana satisfaría lo solicitado si no fuera porque temía que su señor hiciese de las suyas tan pronto como se viese libre.
Cura: (dirigiéndose a don Quijote) ¿Me da su palabra, noble caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad?
Quijote: Suya es mi palabra, puesto que los encantados como yo no tenemos libertad alguna para hacer lo que queramos.
Le cogió la mano el cura, aunque las tenía atadas, y le tomó nuevamente juramento de que nada haría que ellos no quisiesen, volvió don Quijote a ratificarse en que suya no era ahora su voluntad. Dos veces más se volvió al ritual y dos veces más la respuesta del preso era la que ya conoces, __________. Al final, lo desenjaularon.
Mucho se alegró nuestro protagonista de verse libre otra vez. Se desperezó y fue a ver a Rocinante.
Quijote: (dándole dos palmadas en las ancas) Espero que pronto, flor y espejo de los caballos, nos veamos los dos como deseamos: tú, con tu señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para el que Dios me echó al mundo.
Y diciendo esto, se apartó con Sancho a una remota parte, de donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase.
Como la disputa de los bueyes, el rapapolvo de Sancho al cura y al barbero y la escatológica conversación entre escudero y amo habían ido demorando el almuerzo más de lo que se esperaba, el hambre comenzaba a diezmar las voluntades de todos, que ahora, más que nunca, se sentían esclavos del tiránico gobierno de las tripas. Con más prisas que esmero, adecentaron un pequeño espacio con hierba para engullir. Tantas eran las ganas y tan convincentes fueron los juramentos, que se olvidaron de cualquier precaución sobre don Quijote y su escudero, a quienes convidaron a compartir con ellos mesa.
Con señorío comía don Quijote; con las manos y ojos bajos, Sancho; y con dificultad los cuatro espectros, pues sus capuchas, que cubrían toda la cabeza, impedían que la entrada de la comida estuviese despejada, por lo que tenían que llevarse el alimento a la boca como si esta estuviese en su barbilla, por la única abertura que tenía la prenda.
No dejaba de considerar el cura que la manera tan curiosa e incómoda de comer a la que se veía obligado no era más que una cruel broma o castigo del destino, por no decir del Altísimo, por las risas y chanzas con las que había leído el segundo capítulo del Quijote original, donde se contaba cómo a su vecino le daba de comer una de las dos prostitutas que lo recibió en la venta donde fue armado caballero porque no podía llevarse nada a la boca por culpa de la celada y la visera que tenía; y cómo, para beber, tuvo el ventero de aquel hospedaje que horadar una caña «y, puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino».
Cuando las primeras legiones de alimentos comenzaron a doblegar a los enemigos del hambre, pudieron enhebrar don Quijote, el cura y el barbero una conversación sobre libros de caballería que hubiese hecho las delicias de los más entendidos en el género, pero no del público presente, el boyero, su acompañante y Sancho Panza, quienes escuchaban sin captar de qué iba aquella caterva de nombres de caballeros, reyes, damas y personajes que se citaban a diestro y siniestro, junto con sus aventuras y hechos que a veces resultaban comprensibles, pero que en la mayoría de los casos les parecían crípticos.
El caso es que tanta literatura, en horas de sestear, terminó por cansar al iletrado escudero.
Sancho P.: Deje a un lado los libros, señor, y haga por darme ese condado tan prometido por usted como esperado por mí; que yo le prometo que no me ha de faltar habilidad para gobernarlo, y si me quedase corto de ella, pondré a mi servicio a quienes lleven con rectitud mi gobierno mientras yo, gozando de la renta que me den, estaré a pierna tendida, como he oído que hacen muchos que gobiernan y rigen nuestros estados.
Cura: Eso se entiende solo en lo que toca a la renta y los dineros, de ahí que en los gobiernos haya muchos zorros cuidando gallinas; pero no sirve para la administración de justicia, que la ha de atender el señor del estado, y aquí entra la habilidad, buen juicio y, principalmente, la buena intención de acertar: que si esta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines, por eso suele Dios ayudar al buen deseo del simple y desfavorecer al malo del discreto.
Sancho P.: No sé yo nada de esas filosofías; solo sé que tan pronto como tenga mi ínsula, sabré regirla; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo; y siéndolo, haría lo que quisiese; y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y haciendo mi gusto, estaría contento; y estando contento, no tendría nada más que desear; y no teniendo nada más que desear, pues, hala, adiós y ya nos veremos, como le dijo un ciego a otro.
Barbero: Reconozco que, en parte, no te falta razón; pero, aun así, hay mucho que decir sobre esta materia de gobiernos.
Quijote: Yo no sé qué más hay que decir. Solo me guío por el ejemplo que me da el gran Amadís de Gaula, quien hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; y si él pudo hacerlo sin cargos para su conciencia, cómo no voy yo a convertir en conde a Sancho Panza, sin cargos para la mía, siendo él, como es, uno de los mejores escuderos que he conocido.