Capítulo 13. Sentencia, huida y “resentencia”
Se fue la vieja y triste se quedó la niña, y yo me juré buscar la historia escrita de Psique y Cupido en cuanto recobrase la forma humana. Y si no daba con ella, pues me la inventaba, que ideas para componer nunca me han faltado. No me sonaba el nombre de Apuleyo ni había oído nada sobre una metamorfosis o un asno de oro, pero eso no iba a ser un problema.
Llegaron, tras no sé qué duro combate, los ladrones cargados con el botín que, al parecer, estaba incompleto. Esto lo deduje porque hubo quienes, nada más llegar, se prestaron a recoger el resto del cargamento que, según decían, estaba escondido en cierta cueva de no sé dónde. Enseguida comieron lo que la vieja les preparó y, a latigazos, nos sacaron al caballo y a mí para cargar lo que faltaba. Tanta era la prisa y el nerviosismo que, a fuerza de golpes y empujones, me hicieron tropezar contra una piedra que había junto al establo. Acompañaron mi caída con una lluvia de palos bien asentados que me hicieron levantar, aunque no pude evitar cojear ostensiblemente de la pata derecha. Al verme así, uno de los ladrones dijo:
Ladrón 1. ¿Hasta cuándo vamos a mantener a este burro reventado y encima ahora cojo?
Ladrón 2. ¿No te parece que es quien nos ha traído la mala pata? Desde que lo tenemos con nosotros, nada bueno y lucrativo ha caído en nuestras manos; tan sólo hemos cosechado heridas y la muerte de nuestros mejores.
Ladrón 3. Pues vas a tener razón. En cuanto haya hecho el último viaje que nos falta, lo despeño y le doy de comer a los buitres.
Ante el panorama que se me presentaba, no pude evitar el preguntarme por qué no hacía algo para evitar el final que me esperaba:
Narrador. ¿Por qué pierdes el tiempo, Lucio? ¿Qué haces ahí esperando lo peor? La muerte, la muerte más cruel es lo que te espera por decreto de los ladrones. Y la ejecución no exige demasiados esfuerzos: mira los despeñaderos que hay al lado y sus agudísimas y prominentes aristas. Ahí te arrojarán para que tus carnes se desgarren y se dispersen tus miembros antes de completar la caída. Tienes la gran oportunidad de huir cuando los ladrones estén despistados. Da igual adónde. Lo que importa ahora es salir de aquí como sea.
Sobre la marcha, viendo cómo habían aflojado la correa que me sujetaba, quizás porque con mi cojera me vieron incapaz de intentar lo que precisamente estaba dispuesto a hacer, mordí la mano de quien sujetaba mi rienda y me dispuse a emprender el galope. Pero la vieja debió intuir algo de mis intenciones y con asombrosos reflejos logró sujetarme. Pero fue tanta la ira y el miedo que me inundaron que comencé a moverme con violencia y, siempre que pude, a cocearla con mis patas traseras sin compasión. Ella no soltaba la correa a pesar de que se iba golpeando contra todo mientras la arrastraba. Gracia, que presenciaba la escena sin ser vigilada, pues todas las atenciones estaban centradas en mí, se abalanzó hasta donde yo estaba. Logró que la vieja se soltara y con admirable agilidad se subió sobre mi lomo. Juntos emprendimos la huida.
A mi ansioso deseo de huir se le unía ahora el afán de liberar a la joven. Estaba en tensión y tan estimulado en mi propósito que corría como un caballo. Ella me azuzaba dándome repetidas palmadas e implorando a los dioses auxilio su ayuda para salir de aquella angustiosa situación y poder, entre otras cosas, darme los honores y las recompensas propias de un asno que me correspondían si lograba devolverla sana y salva a sus padres.
Al rato, llegamos a una encrucijada. Ella quiso que tomásemos el camino diestro, el que llegaba a casa de sus padres; yo, el siniestro, porque sabía que por allí habían ido los ladrones en busca del resto de su botín. Ella insistía y yo me resistía gritando sin que me entendiera:
Narrador. ¿Qué haces, desgraciada doncella? ¿Qué pretendes? ¿Qué prisa tienes por llegar al Tártaro? ¿A dónde quieres que te lleven mis patas? Te echas a perder y también me vas a echar a mí. Déjame que esto lo decida yo.
Entre tanto «vamos por aquí» y «mejor por allí», perdimos tiempo y llegaron quienes yo me temía que vendrían si cogíamos el camino contrario a mis deseos. Nos reconocieron los ladrones desde lejos. La huida había terminado y pronto mis días también, recuerdo que llegué a pensar. Dimos la vuelta y regresamos a la casa que hasta hacía un momento creíamos haber dejado atrás para siempre. Sin el analgésico de la ilusión en mi ánimo, volví a sentir dolor en la pata derecha y empecé a cojear más aún después del gran esfuerzo que había hecho.
Ladrón. ¿Otra vez a trompicones? ¿Otra vez renqueando? ¿Tus patas pueden huir al galope y no pueden ir al paso? ¡Si, hace sólo un instante, ni Pegaso con sus alas igualaba tu velocidad!
Me decía esto sin dejar de asestarme unos cuantos palos; vamos, como si quisiera grabar en mis lomos las palabras que entraban en mis oídos.
La primera imagen al llegar fue impactante: la tenaz vieja que sujetaba mis correas con inusual fuerza estaba colgada con una soga al cuello en la rama de un alto ciprés. «¿La macabra escena es el castigo por no impedir nuestra huida o la manera de evitar el sufrimiento que iba a padecer como castigo?», me pregunté. Lo del sufrimiento lo intuí cuando oí a un desalmado que decía a otro algo sobre despachar el fiambre antes de la cena y vi cómo la descolgaban y, con soga y todo, la tiraban al fondo del precipicio. Luego, sin perder la sonrisa y el buen ánimo, se unieron al grupo para engullir la cena que, como último acto meritorio en vida, les había dejado preparada la infeliz.
El tema de conversación de los ruidosos y hambrientos contertulios fue uno: cómo castigarnos. Sobre lo que le esperaba a la joven, hubo quien habló de quemarla viva; y quien aconsejó echarla a las fieras; y quien vio con buenos ojos una crucifixión; y quien prefería torturas diversas completadas con algunas mutilaciones; y quien… Hablaban con una naturalidad sobre cómo hacer sufrir a alguien antes de su muerte que daba escalofríos. ¿Tanto la odiaban como para resolver que sin dolor, sin violencia, sin agresividad no era posible quitarle la vida?
Uno de los presentes, uno de los que intuí que era de los importantes del grupo, pues nada más tomar la palabra todos callaron, dijo:
Ladrón. Déjense de fieras, de patíbulos, de hogueras, de instrumentos de tortura; no se precipiten tampoco condenándola a las tinieblas de una muerte prematura. No hagamos nada por separado, hagámoslo todo a la vez. ¿Recuerdan lo que hemos decidido sobre ese asno gandul, glotón y farsante, que fingía estar cojo cuando era capaz de correr como el mejor de los purasangres? Propongo lo siguiente: mañana degollamos a la bestia, vaciamos sus entrañas y encerramos desnuda en su vientre a la joven; luego, cosemos el animal de manera que la cara de ella sea lo único que se quede fuera y el resto de su cuerpo quede aprisionado entre los flancos del animal. Ya relleno el asno, lo exponemos sobre una roca de aristas vivas para que se tueste al sol. Así ambos sufrirán a la vez todas las penas que hemos decretado contra ellos: el asno tendrá la muerte que desde hace tiempo merece; ella, los mordiscos de las fieras, cuando los gusanos desgarren sus miembros, y las quemaduras de las llamas cuando el irresistible calor del sol inflame el vientre del animal, y el suplicio del patíbulo cuando los perros y los buitres le arranquen las entrañas. Tengan en cuenta todavía nuevas y dolorosas torturas: aún viva, la joven habitará en los flancos de una bestia muerta. Un olor nauseabundo cortará su respiración; se consumirá lentamente por falta de alimento y no tendrá siquiera las manos libres para darse la muerte.
Cuando terminó el discurso, los ladrones, por aclamación unánime, dieron su visto bueno a la que consideraban la quintaesencia de un castigo. Como puedes imaginarte, me quedé petrificado al oír aquella exposición de maldades. «¿Tanto mal nos merecemos?», me pregunté horrorizado y lleno de angustia.
Asinus de Patricia Franz Santana