Capítulo 16. De Gracia, la desgracia
Sucedió que, ya bien entrada la noche, llegó de la ciudad vecina un sirviente de Gracia con malas nuevas: la joven, la grácil mujer de Tlepólemo, la ninfa que compartió conmigo penalidades, había muerto. Todos nos quedamos petrificados y todos, unos con palabras, yo con rebuznos, preguntamos qué había pasado, por qué, cuándo, cómo, dónde, quiénes le usurparon la vida… El joven pidió silencio y todos obedecimos. Se sentó ante quienes queríamos escucharle -yo enderecé las orejas para no perder detalle-. Esto contó:
Joven. Para conocer lo sucedido, es necesario empezar por el principio, por el verdadero principio, que no tiene otro nombre que Trasilo, hijo de una familia muy conocida, quien, a pesar de ocupar un lugar muy destacado y disponer de notables ingresos, se entregó una mala vida que le llevó al desenfreno lujurioso, al consumo abusivo de alcohol y a juntarse con malhechores y criminales.
Cuando Gracia llegó a ser muchacha casadera, Trasilo apareció entre sus primeros pretendientes. De todos, era quien tenía un especialísimo empeño por conseguir su mano. Aunque por su alcurnia aventajaba a todos los demás y era capaz de buscar el visto bueno del padre de la joven con valiosos regalos, su conducta era tan inaceptable que, aunque con buenos modos, solo pudo recibir la más rotunda negativa.
Trasilo, al ver que la mano de la joven fue para Tlepólemo, comenzó a obsesionarse con la venganza, pues consideraba que había sido humillado. Pero el asunto nunca salió adelante por mil circunstancias, entre ellas el secuestro que todos conocen y que se resolvió gracias a la bravura de su prometido. Hace un par de meses, aproximadamente, cuando regresó la joven y la ciudad se alegró por ello, él fue uno de los que se sumó al festejo general; tanto y tan prolongado debió ser su regocijo, que la familia de Gracia y cuantos estaban con ella lo aceptaron como distinguido invitado en su casa, que visitaba con frecuencia y de la que recibía un trato afable.
Esto fue socavando su integridad, pues su pasión por la joven iba creciendo con cada encuentro, cada palabra intercambiada, cada risa compartida… Este amor siempre tropezaba con la imposibilidad de ser declarado, pues siempre había personas alrededor de la deseada. Mas nada impide, como verán, que sea posible aquello que tanto se desea cuando se está dispuesto a vender el alma por ello.
Hace unas tres semanas, Tlepólemo invitó a Trasilo a una cacería y este aceptó. Yo estuve en esa comitiva. En un determinado momento del lance dimos con un enorme y feroz jabalí que haría temblar al mismo Hércules si lo tuviera enfrente. Vi cómo los perros que iban con nosotros quedaban despedazados por la brutalidad del animal. Nos asustamos. A mí, al menos, no me importa reconocerlo. Nuestras armas solo servían para cazar ciervos y no estábamos en nuestro medio, sino en el de la bestia. Nos asustamos y fuimos a escondernos de la mejor manera posible. Pero Trasilo, obsesionado con su dañino propósito, le dijo a Tlepólemo:
Trasilo. ¿Cómo? ¿Vamos a tener miedo a esto? ¿Nos hemos de asustar como estos esclavos? ¿Vamos a dejar pasar la magnífica pieza que Diana ha puesto ante nosotros? ¿Por qué no montamos a caballo y nos lanzamos rápidamente en su persecución? Coge el venablo; yo ya tengo conmigo la lanza.
Saltan sobre los caballos y corren tras la pieza. La alcanzan. Un esclavo de Trasilo y yo los seguimos. Dimos con los valientes cuando estaban frente al jabalí, que los miraba indeciso, como preguntándose quién debería ser el primero en recibir su acometida. Tlepólemo, fiel a su noble empuje, se adelantó y lanzó sobre el lomo del animal el dardo que llevaba. Trasilo, dejando en paz al jabalí, dirige su lanza contra el caballo que montaba Tlepólemo y le secciona los tendones de las patas traseras. El animal se desploma en un río de sangre y no puede evitar que su amo salga despedido. Termina rodando por el suelo. El jabalí ya tiene claro a quién atacar. Se precipita sobre el jinete derribado, despedazando en sucesivas embestidas las ropas y el cuerpo de Tlepólemo, quien intentaba levantarse al tiempo que pedía socorro a quien, hasta ese instante, había considerado un leal compañero.
Nos quedamos horrorizados, petrificados, anonadados. Por fortuna, el miedo al jabalí hizo que nos escondiésemos cuando la bestia estaba en medio de su dilema sobre si atacar primero a uno o a otro. Y digo por fortuna porque vimos lo que Trasilo había hecho, pero él no supo que nosotros los sabíamos.
Lo siguiente fue tan desconcertante como enfadoso: comenzó el felón a dar grandes lamentos por la muerte del que decía era su singular amigo. Los que se quedaron atrás llegaron al rato y contemplaron la triste escena; nosotros nos sumamos al grupo que iba llegando y participamos de las lamentaciones colectivas, todas sinceras menos la del homicida.
La terrible noticia se propaga. Llega a oídos de la esposa, quien, enloquecida de dolor, grita la tragedia sucedida a su marido y a sí misma, pues muy poco pudo disfrutar del matrimonio entre el rapto y su inminente viudez. El dolor la tortura más si cabe cuando tiene frente a sí a su difunto esposo. Allí mismo se quitaría la vida si la constante vigilancia de los suyos hubiese bajado la guardia un ápice.
El pueblo entero seguía el cortejo fúnebre y al frente, como el más doloroso de todos, aunque debía ser el más feliz, sin duda alguna, Trasilo, quien lúgubremente llamaba al difunto de mil maneras diferentes: amigo, compañero, camarada, hermano… al tiempo que cogía las manos de Gracia y se daba el gusto de acariciarlas dando la impresión de que sus gestos no eran más que la expresión de un hondo dolor.
A los dos o tres días del funeral, Trasilo, atento a su impulso y presuntuosidad, y sin esperar a que fuera perceptible cierta calma en las agitadas aguas del dolor, se dirigió a la viuda y, sin titubear, le propuso matrimonio. Su insistencia en demostrarle su amor le llevó a revelar los secretos de su corazón y, en parte, la despreciable acción que condujo al fin de Tlepólemo. Gracia, aunque abrumada por los acontecimientos, cayó en la cuenta de por qué Trasilo había llegado a su vida después de haber sido rechazada su primera pretensión matrimonial y con admirable temple alcanzó a decirle al innombrable pretendiente que le diese tiempo para madurar su respuesta, que en su interior adquiría las formas de un castigo al infame asesino y la liberación de las penalidades de su vida yendo al encuentro de su marido.
La percepción de que presto conseguiría su propósito amatorio condujo a Trasilo a importunar a Gracia para que más pronto que tarde dijese las palabras deseadas, ese sí quiero con el que soñaba todas las noches. Ella lograba evitarlo de mil ingeniosas maneras: apelando a que la imagen de su esposo estaba presente todavía, mostrando la conveniencia de esperar el riguroso año de luto que se exigen a las viudas para que su honor no se viera manchado por maledicencias, recordando que cualquier acto que manchase la imagen de su marido podía conllevar una reacción agresiva por parte de sus familiares, etc.
Estas excusas le valían durante un tiempo, unas horas, pero luego volvía Trasilo a las andadas. Hasta hace unos días, cuando ella abrió una puerta a la esperanza fingiendo rendirse.
Gracia. Amémonos, como tú quieres, pero hagámoslo de momento en el más absoluto secreto; al menos, hasta que se haya cumplido el año de luto. Como prueba de mi buena voluntad hacia ti, te propongo que nos veamos esta noche.
Trasilo, como un chiquillo ilusionado, le dijo que sí muchas veces, encantado con ese amor furtivo que le proponía Gracia y que debería aplacar sus ansias, que se debían retorcer en ese momento al considerar las muchas horas que todavía debían pasar hasta que la noche se cerrase al tiempo que se abriese la puerta de la habitación de ella.
Gracia. Consiento en que nos amemos esta noche, Trasilo; pero ha de ser de la manera más discreta posible. Envuélvete bien con el manto y que nadie te acompañe. A la hora de la primera vigilia has de estar ante mi casa. Da un solo silbido. Mi nodriza, en cuanto lo oiga, te abrirá. No habrá luces encendidas. Síguela. No hables con ella. Ella te llevará hasta un lugar seguro donde podremos vernos y de ahí iremos a mi habitación.
A todo dijo que sí el joven, sin sospechar ningún mal. Todo esto lo sé porque así me lo contó la nodriza; y así se lo contó a ella su joven ama.
Llegó la hora esperada. Dio un solo silbido. Le abrió la tata. A oscuras lo guio a una sala anterior a mi alcoba. Susurrando, le dijo que su señora se retrasaría un poco porque estaba atendiendo a su padre enfermo. También le dijo que estaba muy feliz por la venturosa noche que les esperaba y que por eso debía brindar. Sacó una jarra de vino y le ofreció una copa para ir “ambiéntándose”. Al instante, Trasilo cayó en un profundo sueño. En la bebida, había diluído la leal criada una soporífera droga. Tras un «Ya está» de la vieja, la joven apareció. Su instinto le llevó a abalanzarse sobre el cuerpo inmóvil del durmiente y a decirle, mientras lo golpeaba con sus puños…
Gracia. ¡He aquí al fiel compañero de mi marido! ¡He aquí al gran cazador! ¡He aquí a mi adorado esposo! Aquí está la mano que derramó mi sangre; aquí, el corazón que urdió para mi desgracia las artimañas de la perfidia. Aquí están los ojos que en mala hora se enamoraron de mí y que ya presienten en cierto modo las tinieblas que los esperan. Por adelantado se imponen el castigo que ven llegar. Duerme tranquilo, sueña feliz. No te he de atacar con una espada, no he de acudir al hierro. ¡Que no se me ocurra ponerte a la altura de mi marido dispensándote una muerte parecida a la suya! Morirán tus ojos, pero tú seguirás viviendo y tan sólo verás lo que veas en sueños. Te garantizo que la muerte de mi marido te parecerá una suerte frente a la vida que te espera. Ten por seguro que no verás la luz del día, que necesitarás una mano para guiarte, que Gracia nunca será tuya, que no conocerás la dicha de casarte con ella, que ni descansarás en la paz de la muerte ni tendrás la alegría de vivir. Como indefinido fantasma, andarás errante entre las tinieblas del Orco y la luz del Sol; andarás mucho tiempo en busca de la mano que destruyó tus pupilas, y lo más triste en tu desgracia será el quejarte sin saber a quién echar la culpa. Pero, ¿cómo? Te estás beneficiando de mi demora en infligirte el tormento que mereces; y tal vez estás soñando que me abrazas. ¡Sí, para tu desgracia! Abandona las tinieblas del sueño, despierta para penetrar en las sombras tenebrosas del castigo. Levántate con los ojos vaciados, reconoce mi venganza, comprende tu infortunio, calcula tus penalidades. He ahí cómo se enamoró de tus ojos una mujer honrada, he ahí las antorchas nupciales que iluminaron tu boda. Las Furias serán tus madrinas y formarán tu escolta la Ceguera unida al eterno remordimiento de conciencia.
Con enloquecido éxtasis vació las cuencas de quien, por el sufrimiento de un dolor desconocido y de la embriaguez, se ha visto arrebatado del sueño de manera inclemente.
Luego coge la espada de Tlepólemo, que guardaba con amor en su habitación, y sale corriendo hacia el sepulcro de su marido. Sus gritos, ora eufóricos, ora cargados de rabia, despertaron a todos; y todos, sin poder evitarlo, la seguimos conscientes de que en sus manos tenía un arma.
Al llegar al ataúd de su esposo, se volvió, nos miró e hizo un gesto para que nos detuviésemos. «Paren», gritó. Y todos paramos: quienes vivíamos bajo su techo, y sus vecinos, y los habitantes de la ciudad; también es posible que el aire mismo se hubiese detenido y que los ríos también se detuvieran. Todos paramos al oír aquella orden majestuosa.
Gracia. No hay lugar ahora para las lágrimas ni para apelar a mis virtudes o ensombrecer mi lucidez por mi dolor. No. Me he vengado del sanguinario asesino de mi marido. No le he quitado el aliento, aunque sí la vida. Es hora, ahora sí, de estar junto a mi amado Tlepólemo.
Y nos contó todo lo que a ustedes yos les acabo de contar. Cuando acabó, miró dulcemente a los que estábamos allí y se hundió la espada bajo el pecho derecho. Allí quedó. Allí volvió a unirse con su marido, ahora para siempre. Esto ocurrió hace dos noches.
Imagino que Trasilo ya sabrá qué ha ocurrido. No creo que ponga fin a su vida. Es muy cobarde. Me lo imagino vagando a ninguna parte. Nadie le tocará, nadie le prestará atención, nadie se acercará a él ni le responderá, nadie le atenderá. La sentencia por su crimen es ser un viviente muerto.
Asinus de Patricia Franz Santana