Capítulo 2. En casa de Milón. Desencuentro con Pitias
Me dirigí hacia una hospedería y pregunté a la cantinera, mujer ya mayor, si la ciudad donde estaba era Hipata. Me dice que sí con una inclinación de cabeza. Le pregunto luego por Milón, uno de los primeros ciudadanos, y se echó a reír, diciendo:
Cantinera. Sin la menor duda, Milón aquí es el primero, y vive fuera del recinto de la aglomeración urbana.
Narrador. Déjate de bromas, excelente abuela, y dime, por favor, quién es y dónde vive.
Cantinera. ¿Ves, allá al fondo, aquellas ventanas abiertas que miran hacia la ciudad y, del otro lado, una puerta que, en sentido opuesto, da a la callejuela próxima? Allí vive tu Milón, persona de mucho dinero y ricas posesiones, pero de mala fe por su extrema avaricia y su miserable tacañería; practica la usura con bonito interés, garantizando sus operaciones con hipotecas en oro y plata. Confinado en su humilde hogar y siempre pendiente de su pasión por el dinero. Allí vive con una esposa que comparte su miseria. No tiene más que una sola y única sirvienta, y va siempre vestido como un mendigo.
Ante tal retrato, me echo a reír diciendo:
Narrador. Mi amigo Demeas ha velado por mí con previsora bondad cuando, al partir, me recomendó a tal personaje: un huésped en cuya mansión no habría de temer ni el humo del hogar ni el olor de la parrilla.
Recorro el corto trayecto y me acerco a la entrada, cuya puerta estaba sólidamente cerrada con buen cerrojo; doy golpes, llamo… Por fin sale una jovencita, llamada Fotis, que me dice:
Fotis. Oye, tú, que tan estrepitosamente has golpeado a la puerta, ¿qué garantía ofreces por el empréstito? ¿Serías acaso el primero en ignorar que aquí no se presta a no ser con el empeño de oro y plata?
Narrador. No seas tan mal pensada y dime si tu amo está en casa.
Fotis. Sí está. ¿Cuál es el motivo de tu visita?
Narrador. Le traigo una carta que le manda Demeas, de Corinto.
Fotis. Mientras te anuncio, espérame ahí, donde estás.
Sin terminar de hablar, corre otra vez el cerrojo y se dirige al interior. Al cabo de un instante, vuelve y abre diciendo que el dueño de la casa me manda pasar.
La sigo y lo encuentro recostado en un mísero camastro, a punto de empezar a cenar. A su lado estaba sentada su mujer. La mesa estaba lista, pero sin nada encima. Me la señala y me dice:
Milón. He ahí la hospitalidad que puedo ofrecer.
Asiento mientras le entrego la carta de Demeas. La ojea rápidamente y añade:
Milón. Estoy encantado con que mi querido Demeas me haya enviado un huésped tan distinguido.
Tras pronunciar estas palabras, invita a su mujer a cederme el sitio y a mí a sentarme en su lugar; como yo, por cortesía, no me daba prisa, él cogió la orla de mi manto para que me moviese:
Milón. Siéntate a mi lado. No te extrañe si ves lo que ves, el miedo a los salteadores no nos permite adquirir sillas y un mobiliario adecuado. De tus elegantes modales y de tu compostura verdaderamente virginal yo podría ya deducir sin más la nobleza de tu estirpe, aunque la carta de mi amigo Demeas no proclamara tus méritos. No menosprecies, por favor, la modestia de mi humilde choza. Mira el dormitorio inmediato, que será tu digna habitación. Deseo que tu estancia entre nosotros te sea grata. Mi casa será en adelante una casa grande por verse honrada con tu presencia; y será para ti un título de gloria el haber sabido imitar, contentándote con mi modesta morada, las virtudes del gran Teseo, el homónimo de tu padre, que no desdeñó la humilde hospitalidad de la anciana Hecale.
Después, llama a la joven sirvienta:
Milón. Fotis, encárgate del equipaje de nuestro huésped y colócalo en esa habitación; luego, saca del armario aceite para la loción, toallas para secarse, en fin, todo lo necesario para el aseo, y acompáñalo al baño más próximo, pues debe estar cansado por el duro y largo viaje.
Al oír estas palabras, teniendo en cuenta el carácter y tacañería de Milón y deseando granjearme más a fondo su simpatía, dije:
Narrador. No necesito nada; todos esos enseres de aseo me acompañan siempre en mis viajes. En cuanto al balneario, me será fácil preguntar por él. Lo más esencial ahora para mí es mi caballo, que me ha traído valientemente hasta aquí. Toma, Fotis, estas monedas; cómprale heno y cebada.
Arreglado este asunto y dispuestas mis cosas en la habitación, me dirijo yo mismo al baño, con la precaución de pasar antes por el mercado para abastecernos de alimentos. Veo allí en venta un delicioso pescado; pregunto el precio; me dicen que cien sestercios; hago ademán de dejarlo y concluyo la transacción pagando veinte denarios por unos raquíticos boquerones.
Al salir de allí, me encuentro con Pitias, mi condiscípulo de Atenas. Al principio, se quedó un poco parado al reconocerme, luego me asaltó efusivamente y, entre besos y abrazos, me dijo:
Pitias. Querido Lucio, hace un siglo que no nos hemos visto; por Hércules, desde que dejamos la escuela de Clitio. ¿Cuál es el motivo de este viaje?
Narrador. Mañana lo sabrás. Pero, ¿qué es esto? Déjame que vea bien tu vestimenta. Vaya, recibe mi enhorabuena. Te veo con ordenanzas, con fascios, con todo el boato propio de un magistrado.
Pitias. Estoy encargado de la sección de abastos, soy edil. Si te apetece algo, lo tendrás en seguida.
Le doy las gracias y le informo de que ya me había asegurado suficientemente mi cena con la compra del pescado. Pitias, al ver mi cesta y sacudirla para ver mejor el pescado, me pregunta:
Pitias. ¿Cuánto te han costado estos boquerones?
Narrador. Me costó trabajo sacárselos al pescadero por veinte denarios.
Al oírme, me coge del brazo en el acto y, metiéndome de nuevo en el mercado, me dice con el gesto muy serio:
Pitias. ¿A quién has comprado aquí este saldo?
Le señalo a un pobre viejo sentado en un rincón. Inmediatamente, con sus prerrogativas de edil, se dirige a él y lo increpa con la mayor dureza:
Pitias. ¿Qué pasa? ¿Que ahora ya no se tiene consideración alguna ni a nuestros propios amigos ni, en general, a ningún forastero? ¿Cómo pone un precio tan alto al pescado más ruin? Con la carestía de los víveres, reduce esta ciudad, la flor y nata de Tesalia, a la condición de un desierto o de un picacho solitario. Pero ello no pasará impunemente. Yo me encargaré de mostrarle, bajo mi administración, cómo se ha de reprimir a los desaprensivos.
Y, vaciando en el suelo la cesta, manda a su oficial pisotear los pececillos y triturarlos todos hasta el último. Después, satisfecho de su severidad, mi amigo Pitias me invitó a salir:
Pitias. Querido Lucio, me conformo con dar una lección como ésta al pobre viejo.
Consternado y estupefacto por esta escena, vuelvo a emprender el camino del balneario, viéndome ya, por obra y gracia de mi listo condiscípulo, sin dinero y sin cena.
Después del baño, regreso a casa de mi huésped y me retiro a mi habitación. Fotis se acerca y me dice que Milón ha preguntado por mí; pero, enterado ya del régimen de abstinencia de mi anfitrión, me disculpo cortésmente afirmando que, para disipar el cansancio del viaje, me parecía más conveniente el sueño que el alimento. Cuando recibe el recado, viene él personalmente y, echándome la mano encima, trata amablemente de arrastrarme. Yo me hago de rogar, resistiéndome a salir de la habitación:
Milón. No me iré si no me acompañas.
Lo dice y lo jura tantas veces que su obstinación me obliga a obedecer. Me lleva, a pesar de mi resistencia, hasta su camastro, donde me hace sentar:
Milón. Y dime, ¿cómo está nuestro amigo Demeas? ¿Y su mujer? ¿Y sus hijos? ¿Y toda la gente de su casa?
Le doy noticias detalladas de todo. Se informa luego con mucho interés del motivo de mi viaje. Cuando se lo hube explicado con exactitud, se pone a interrogarme muy minuciosamente sobre mi patria, sobre las principales familias de mi país y hasta sobre el mismísimo gobernador.
No fue hasta un buen rato después cuando se dio cuenta de que al cansancio de un duro viaje se estaba añadiendo ahora la fatiga de una prolongada conversación, pues yo me quedaba dormido en medio de una palabra o intentando un vano y vago balbuceo sin lograr articular nada por mi estado de postración, etc. Me permitió retirarme a dormir y yo di las gracias por escapar de ese viejo impertinente, locuaz y famélico.
Asinus de Patricia Franz Santana