ISBN: 978-84-943366-5-2
Yo creo, señor,
que está bien que las cosas importantes sean conocidas por todos y que no se entierren en la sepultura del olvido, pues cabe la posibilidad de que, descubiertas, un lector encuentre en ellas algo con lo que esté de acuerdo o, simplemente, algo que le entretenga. Ya lo dice Plinio el Joven citando a Plinio el Viejo: «No hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena»; a lo que habría que sumar el hecho de que los gustos no siempre son iguales: lo que uno no aprecia, otro no desprecia. Por tanto, creo que nada debería ser eliminado ni aborrecido, salvo que sea muy detestable, pues de su difusión, si no es perjudicial, se puede obtener algún fruto.
Tenga en cuenta, señor, que si así no fuese, si nada o casi nada provechoso o gozoso fuera posible hallar en la mayoría de los libros, muy pocos serían los escritores, pues no pocos trabajos da el componerlos como para arriesgarse al veredicto de que lo hecho es un desecho. Dados los esfuerzos invertidos en la escritura, ¿entiende por qué quieren estos ser recompensados con la lectura de sus obras y, si hay de qué, con su alabanza antes que con dineros? Marco Tulio Cicerón afirmaba: «La honra cría las artes», y razón, a mi juicio, no le falta.
¿Alguien puede creer que el soldado más aventajado, por el hecho de serlo, es el que más anhela morir? No, por supuesto. El deseo de ser alabado hace que asuma riesgos. Pregunto: ¿Se pondría en peligro si no hubiese testigos de su hazaña? Por supuesto que no. Y lo mismo ocurre en las artes y las letras.
Predica muy bien el simple eclesiástico y sinceras son sus palabras, mas pregúntele si se siente disgustado cuando le dicen: «¡Oh, qué maravillosamente bien lo ha hecho vuestra reverencia!». Peleó muy mal don Fulano; a pesar de ello, recompensó a un truhán que enalteció su participación en el combate. ¿Qué le hubiese dado si las alabanzas se hubiesen podido sostener con la realidad?
Señor, todo funciona así. Como autor de esta nonada de pobre estilo, y sin pretender ser más santo que mis vecinos, le confieso que no me causa pesar alguno el que tome de mi obra aquello que más gusto pueda dar con tal de que sirva para atender su petición, pues las desgracias, peligros y adversidades presentes han contribuido a su manera para que el caso se diese como se ha dado.
Me pide que le escriba extensamente sobre ese tema que le interesa y que debería preocuparme, y he pensado que lo mejor es hacerlo desde el principio, para que tenga toda la información sobre mí y, de paso, para que considere el poco mérito que tienen los que han heredado sus nobles estados, pues han sido beneficiados por la Fortuna; y, de paso, el mucho que atesoran quienes, viéndose olvidados por ella, con fuerza y maña han llegado a buen puerto.
Sepa usted, antes de nada, que me llaman Lázaro de Tormes y que soy hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, una aldea de Salamanca. Mi sobrenombre viene de mi nacimiento, que fue dentro del río Tormes. Ocurrió así: mi padre, que en gloria esté, atendía una de las aceñas que están en la ribera de aquel río. Allí trabajó de molinero más de quince años. Una noche, estando mi madre con él y preñada de mí, le vino el parto y allí me parió. Por tanto, no cabe duda de que en el río nací.
Cuando tenía ocho años, acusaron a mi padre de ciertos hurtos en los costales de los que venían a moler. La justicia lo apresó, él confesó; lo desterraron y acabó sus días como acemilero de un caballero que había sido enviado a participar en cierta armada contra los moros que hubo entonces.
Mi madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos, para ser uno de ellos, y se vino a vivir a la ciudad. Alquiló una casita e hizo de cocinera para ciertos estudiantes y de lavandera para ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena. Esta última ocupación le hacía frecuentar las caballerizas.
Ella y un negro que cuidaba las bestias terminaron intimando hasta el punto de que, algunas veces, él se venía a nuestra casa y se iba a la mañana siguiente. Otras veces, llegaba a la puerta de donde estábamos con el pretexto de comprar huevos y entraba en casa.
Al principio, su llegada me causaba pesar y miedo por culpa de su color y fealdad; mas, desde que vi que con su venida mejoraba el comer, le fui queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y, en invierno, leños para calentarnos.
Las idas y venidas trajeron consigo que mi madre me diese un negrito muy bonito, que yo mecía y arrullaba. Me acuerdo de ver a mi padrastro jugando con el pequeño. Como este veía a mi madre y a mí blancos, y negro a su padre, huía asustado de él y, abrazado a mi madre, lo señalaba con el dedo diciendo: «¡Madre, coco!». Su padre, riendo, le respondía: «¡Hideputa!». Y yo, a pesar de ser niño, advertía la importancia de la escena y pensaba: «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
Quiso nuestra mala fortuna que los tratos con Zaide, el nombre de mi padrastro, llegasen a oídos del mayordomo. Hechas las pesquisas oportunas, se descubrió, por una parte, que hurtaba parte de la cebada que le daban para las bestias; por la otra, que declaraba haberse perdido el salvado, la leña, las almohazas, los mandiles, las mantas, las sábanas, las herraduras… de los caballos que se echaban de menos y que él entregaba a mi madre para criar a mi hermanito.
No debería asombrarnos, señor, el que mi padrastro hiciese todo esto como esclavo del amor que era, pues la suya era una esclavitud similar a la del clérigo, que hace lo propio en su parroquia, y el fraile, que lo emula en su convento; y todo, por atender a sus concubinas como se merecen.
Cuanto le digo, quedó demostrado; sobre todo, gracias a mí, y no porque quisiese delatar a mi padrastro, que, como ya he dicho, había empezado a querer, sino porque era niño y el miedo me dominaba. Me interrogaron con amenazas y conté todo cuanto sabía, incluso mi participación en los delitos, que yo por entonces, como es lógico suponer, desconocía que lo eran. Recuerdo que un día mi madre me dio varias herraduras y me ordenó que se las vendiese a un herrero. Yo no sabía entonces de dónde las había sacado ni se me había ocurrido preguntárselo. Me limité a obedecer, ya que para más no daba mi inocencia.
Ocurrió que al triste de mi padrastro azotaron y, con grasa hirviendo, untaron sus heridas. A mi madre tampoco le fue mejor: a los azotes que le dieron siguieron, por un lado, su expulsión de la casa del comendador y, por el otro, la prohibición de que Zaide fuese acogido en la suya.
La pobre, como pudo, cumplió con la sentencia. Para evitar peligros y apartarse de las malas lenguas, decidió irse a servir en el mesón de la Solana, donde terminó de criar a mi hermanito y donde yo, algo más crecido y más mozo, atendía a los huéspedes en aquello que me mandaban.