ISBN: 978-84-943366-5-2
Un día llegó un ciego al mesón. Al rato de estar allí, debió considerarme adecuado para que fuese su destrón, o sea, su guía, y pidió a mi madre que con él me fuera. Ella estuvo de acuerdo con la petición y me recomendó diciéndole que era el hijo de un buen hombre que, por defender la fe cristiana, murió en la expedición militar de los Gelves; y que confiaba en que yo no iba a ser peor hombre que mi padre. Le rogó que me tratase bien y que velase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría y que me recibía, no como mozo, sino como hijo. De esta manera, empecé a servir a mi nuevo amo viejo.
Estuvimos algunos días en Salamanca; pero como al ciego le parecía que las ganancias eran pocas, determinó irse de allí. Antes de partir, fui a ver a mi madre. Ambos lloramos por la separación y ella se despidió de mí diciéndome:
Antona Pérez: Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno y que Dios te guíe. Te he criado y con buen amo te he puesto, tienes ahora que valer por ti mismo.
Esa fue la última vez que la vi. Me fui hacia donde me esperaba mi amo y emprendimos el camino que nos conducía a la salida de Salamanca.
Al llegar a la entrada del puente romano, el ciego me mandó que me acercase a una escultura de piedra que tenía forma de toro y que daba la bienvenida a los forasteros.
Ciego: Acerca la oreja a este toro y oirás música dentro de él.
Yo, creyendo que así era, hice lo que me pidió. Cuando mi amo sintió que tenía la cabeza paralela a la piedra, la sujetó con firmeza con una mano y me dio una cabezada contra el cuerno del toro tan grande que más de tres días me duró el dolor de la cornada.
Ciego: Necio, aprende; que no se te olvide nunca que el mozo de un ciego ha de saber un punto más que el diablo.
Luego, se rio mucho de la burla. En aquel instante, desperté de la simpleza en la que hasta ese momento, como niño, estaba y me dije: «Verdad dice este. Me conviene avivar el ojo y estar prevenido, pues estoy solo».
Así comenzamos nuestro camino. En muy pocos días, me mostró la naturaleza de sus tesoros, sus habilidades, sus expresiones… Y como me veía ingenioso, se alegraba de cuanto me enseñaba porque en ello veía su provecho.
Ciego: Yo no te puedo dar ni oro ni plata; mas sí muchos avisos para vivir y sobrevivir.
Y así fue. Después de Dios, este me dio la vida. A pesar de su ceguera, me alumbró y adiestró en la carrera de vivir. Considero importante contarle esto para mostrarle cuánta virtud hay en los hombres que suben siendo bajos y, en los que bajan siendo altos, cuánto defecto.
Volviendo al ciego y sus cosas, sepa usted que desde que Dios hizo el mundo, a nadie creó más astuto y sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones se sabía de memoria y cómo recitarlas: en un tono bajo, reposado y muy sonable, acompañado de un rostro humilde y devoto, alejado de los visajes con la boca y los ojos que otros solían hacer.
Súmele a esto las mil maneras que tenía para conseguir dinero gracias a sus oraciones; sobre todo, gracias a las mujeres, que se creían cuanto él les decía, pues para todas tenía remedios: para las que no parían; para las que estaban de parto; para las malcasadas que esperaban que sus maridos las quisiesen bien; para las preñadas que deseaban saber si traerían un hijo o una hija… Como le digo, de estas sacaba grandes beneficios gracias a su arte, hasta el punto de ganar en un mes lo que una centena de ciegos en un año.
Y como médico, qué puedo decirle. Afirmaba que el célebre Galeno de Pérgamo no supo ni la mitad que él para muelas, desmayos, etc. Tan pronto como le exponían un padecimiento, él hallaba el remedio:
Ciego: Haga esto y esto otro; coja tal hierba; tome esta raíz…
Mas donde está la cara también está la cruz, pues a las virtudes de sus conocimientos se le contraponía el defecto de su mezquindad y avaricia, pues en esto también era insuperable. Si con mi sutileza y buenas mañas no lo hubiese remediado, al poco de estar con él me hubiese muerto de inanición, pues no alcanzaba a darme ni la mitad de lo necesario. Muchos engaños tuve que poner en práctica para que no me comiera el hambre. Si le escribo esta que lee es porque muchos no me salieron mal, aunque no pocos se hicieron sin recibir daños.
Como desde el principio le expuse que mi deseo era que tuviese toda la información sobre mí para que evaluase el caso como creo que conviene que se haga, le contaré algunas anécdotas que tuve con el ciego para que vea cuánto pasé a su lado y cómo ahora, con lo vivido, muy bien me puedo sentir en la cumbre de toda buena fortuna.
Recuerdo que él traía el pan y todas sus cosas en un fardel de lienzo que se cerraba por la boca con una argolla de hierro que llevaba un candado. Todo lo sacaba y lo metía con tanta precaución y sigilo que no había manera de que se extraviase algo. Yo cogía la miseria que me daba y en dos bocados me la despachaba; luego, cerraba el candado y bajaba la guardia, pues creía que tras el pantagruélico yantar yo estaba distraído con otros asuntos; y no pensaba mal, pues entretenido estaba, pero siempre en que no se aburriese mi estómago de pedirme sin yo darle.
Hallé en un lado del fardel un punto flaco que podía descoser y coser sin que el viejo se diese cuenta. Ya puede imaginarse cómo iba vaciándolo, pues no puse límites a lo que cogía: ora buenos pedazos de pan, ora torreznos y longaniza. Satisfecha el hambre, cosía lo descosido hasta la siguiente ocasión en la que el hambre me visitaba y la situación para atenderla era propicia. Pero el viejo descubrió, con la vista de sus dedos, la razón de que menguasen sus tesoros y pidió a un cirujano de zapatos que cerrase la herida de la talega. Tengo en mi memoria su sonrisa burlona mientras veía aseguradas nuevamente sus preciadas viandas, pues en ella me daba a entender que nada se le podía escapar a pesar de su ceguera.
Con el dinero también pasé lo mío con él. Todo lo que podía sisar y hurtar procuraba cambiarlo por media moneda. Cuando le mandaban a rezar y le lanzaban una moneda entera, como era ciego, yo la cogía en el aire y, en un visto y no visto, la sustituía por una de menor valor que tenía guardada y que obtenía gracias a mis “limosneos”. Cuando mi amo quería comprobar cuánto le habían pagado por su oración, el trueque ya estaba hecho. No vea usted cómo se quejaba al comprobar que nunca había moneda entera, sino media.
Ciego: ¿Qué diablo es esto? ¿Por qué desde que estás conmigo solo me dan media moneda cuando antes me la daban entera y, si me apuras, hasta más de una? Sin duda que la culpa de esto la tienes tú.
Aunque acertaba con mi responsabilidad en el cambio, no daba con la industria recaudadora.
Recuerdo que, a veces, abreviaba el rezado y dejaba la oración a medias cuando el que la había pedido ya se había ido, lo que sabía porque me tenía mandado que le tirase con disimulo del capuz tan pronto como se marchase el cliente. Sobre la marcha, volvía a dar voces diciendo: «¿Quieren que les rece por…; que les rece para…?».
Solía poner a su lado un jarrón de vino cuando comíamos. Yo, con rapidez, lo cogía y le daba un buen par de sorbos; luego, lo devolvía a su lugar. Esta alegría me duró poco, pues, notando el ciego, en la falta de vino, cómo eran mis tragos, optó por ponerlo a salvo agarrándolo y no desprendiéndose nunca de él.
Como podían más mis deseos que sus obstáculos, enseguida me hice con una paja larga de centeno, la cual, metiéndola en la boca del envase, me permitía succionar el vino hasta dejarlo casi vacío. Pero el viejo astuto cayó en mi treta y cambió de estrategia: puso el jarrón entre sus piernas y lo tapaba con la mano. De esta manera, bebía siempre con la seguridad de que lo que faltaba de vino era más responsabilidad suya que mía.
Viendo que mi solución ya no me servía, pensé en otro modo de franquear el obstáculo. Mis ganas de beber me ofrecieron una solución: hacer un pequeño agujero en la base del jarrón y taparlo de manera sutil con un poco de cera. Mientras comíamos, fingía tener frío y me ponía entre las piernas de mi amo para calentarme con la pobre lumbre que teníamos. Al calor de ella, se derretía la cera y, como si fuera una fuentecilla, comenzaba a destilar vino en mi boca hasta que se vaciaba el jarrón. Cuando el ciego iba a beber, no hallaba nada. Debería usted haber oído cómo echaba maldiciones contra el jarrón, el vino; y contra el alfarero que hizo el jarrón, y contra el viticultor que cuidó de la vid, que dio la uva de la que se sacó el vino… De sus imprecaciones no se salvaba nadie.
Lázaro: No dirá que me lo bebo yo, pues no lo suelta de la mano.
Dije yo, olvidándome así de la célebre locución latina: Excusatio non petita, accusatio manifesta, mas no pasó desapercibida para el viejo, que manco de latines no andaba. Tantas vueltas dio al jarrón, tanto lo tocó y manoseó, que terminó por hallar la fuente y, con ella, la burla, pero nada dijo, en ese momento, de su descubrimiento. Puso cara de desconcierto por no dar con la respuesta a la pérdida continuada de vino, se sosegó y todo siguió su curso.
Otro día, olvidado el incidente, me volví a sentar como solía hacerlo: entre las piernas del ciego, apelando al frío que sentía, implorando el calorcillo de la lumbre… Y, como en los anteriores casos, recibía el goteo de vino con tanto placer que, para degustar el sabroso licor, terminé por inclinar un poco hacia atrás la cabeza y cerrar los ojos. Para qué fue aquello, señor: el ciego, que sintió la ocasión, levantó con las dos manos el jarrón y, con toda su fuerza y saña, lo reventó sobre mi boca.
Fue tal el golpazo que perdí el sentido. Los pedazos del jarrón me rompieron la cara por muchas partes y quebraron no pocos dientes, cuando no los arrancaron de cuajo.
Lo que sé es que desde aquel momento quise mal al ciego. Aunque me curaba de las heridas, yo veía cómo le había alegrado el cruel castigo. Me lavó con vino los cortes que me hicieron las piezas del jarrón y, sin dejar de sonreír, me decía:
Ciego: Hay que ver, lo que te enfermó, te sana y da salud.
Cuando estuve medio bueno del castigo, concluí que, con otros golpes como el recibido, el cruel ciego terminaría deshaciéndose de mí, por lo que decidí que sería yo quien se libraría de él, pero no lo haría deprisa, sino cuando más me conviniese.
Es más, aunque se asentase en mi corazón la voluntad de perdonarle por lo del jarrazo, no podía hacerlo porque desde ese momento el maltrato del viejo aumentó. Sin causa ni razón, me hería dándome coscorrones y repelándome. Y cuando le preguntaban por el trato malo que me daba, decía:
Ciego: ¿Piensan que mi mozo es un inocente? Pues oigan lo que les voy contar y díganme si el demonio es capaz de hacer una hazaña como tal.
Y les contaba la historia del jarrón.
Espectador 1: (santiguándose) ¡Cómo es posible tanta ruindad en un muchacho tan pequeño!
Espectador 2: (riéndose del artificio) ¡Castíguelo, castíguelo, que Dios se lo premiará!
Él, con aquello, no hacía otra cosa que humillarme; y yo, en venganza, procuraba llevarle siempre por los peores caminos: si había piedras, por ellas; si lodo, por la parte más alta, aunque yo me enfangase. No me importaba perder un ojo si conseguía romperle los dos que tenía, aunque no le sirviesen.
Con el cabo de su bastón me daba en el colodrillo, que tenía lleno de chichones y pelado de sus manos; y eso a pesar de que yo le juraba y perjuraba que no había malicia en el camino que escogía. Mas el ciego no me creía. Fíjese si era grande el entendimiento del muy…
Para que vea usted lo bien que cumplía con aquello de que el diablo sabe más por viejo que por diablo, le contaré una anécdota que me ocurrió con él. Veamos: cuando salimos de Salamanca, tiramos hacia tierras toledanas porque, aunque la gente no era muy limosnera, era más rica. Como suele decirse: «Más da el duro que el desnudo». Vinimos, pues, por los mejores lugares: donde había buena acogida y generosas ganancias, nos deteníamos; donde no, al tercer día nos trasladábamos a otro sitio.
Un día llegamos a Almorox. Era la época de la vendimia y uno de los que trabajaba en las vides nos dio un racimo como limosna. Como no había cuidado con los cestos de uvas y estas, no sé por qué, se habían madurado mucho, se desgranaban con facilidad. No convenía conservar el racimo regalado en el fardel, pues se corría el riesgo de que acabase convirtiéndose en mosto; de ahí que el ciego optase por hacer con aquello un banquete. Además, vio en su determinación una manera de contentarme suavizando lo que había sido un día lleno de rodillazos y golpes recibidos por su parte. Nos sentamos en un vallado y dijo el ciego:
Ciego: Ahora quiero tener contigo una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que disfrutes tanto de él como yo. Lo partiremos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra con tal de que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos. De esta manera, no habrá engaño.
Hecho así el concierto, comenzamos; pero en la segunda tanda el traidor cambió las reglas y se comía las uvas de dos en dos considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él se saltaba el acuerdo, no me contenté con imitarle y empecé a comérmelas de tres en tres. Acabado el racimo, estuvo jugueteando con el escobajo en la mano y, meneando la cabeza, me dijo:
Ciego: Lázaro, me has engañado. Juraría que te has comido las uvas, como mínimo, de tres en tres.
Lázaro: No, no me las he comido así. ¿Por qué lo sospecha?
Ciego: Porque yo me las comía de dos en dos y tú callabas.
¿Tengo o no tengo razón, señor, cuando destaco su agudeza? En fin, para no hacer más prolija esta relación de hechos acaecidos con mi primer amo, le daré cuenta del que me sirvió para tomar conciencia de que ya era hora de dar por terminados mis días junto al cruel viejo.
Estábamos en Escalona, en un mesón, y me dio un pedazo de longaniza para que se la asasen. El diablo del hambre, y no el de la gula, como me hubiese gustado, me dijo cómo podía sacar provecho de la situación: cerca del fuego había un nabo pequeño, larguirucho y ruinoso que, al parecer, no servía para la olla, por lo que había sido desdeñado. Cuando ya estaba casi hecha la longaniza, me ordenó el ciego que fuese a la taberna a comprar vino. En lo que buscaba y sacaba de su bolsa el dinero, yo, sin preocuparme de lo que me pudiese suceder, anteponiendo el deseo al miedo, saqué la pieza del asador y la sustituí por el nabo. Mi amo, tras entregarme el dinero para el vino, siguió dando vueltas en el fuego a la falsa longaniza; mientras la verdadera, en medio de mi encargo, fue despachada.
Cuando regresé, vi que entre dos rebanadas de pan estaba apretado el nabo y comprobé que el ciego todavía desconocía el cambio porque, para no quemarse, no había tentado con su mano lo asado. Al poco, cogió el extraño bocadillo y le dio un buen bocado. Como sintiese lo que no esperaba, dijo muy alterado:
Ciego: ¿Qué es esto, Lázaro?
Lázaro: ¡Pobre de mí, señor! ¿Acaso quiere culparme de lo que ha pasado? ¿No vengo yo de traerle el vino? Sin duda que alguno de los que estaban por aquí, por burlarse de usted, hizo el cambio.
Ciego: No, no, que yo no he soltado el asador de la mano; no es posible.
Yo le juré y perjuré que estaba libre de aquel trueco; pero de poco me valió, pues al maldito ciego nada se le escapaba. Se levantó de repente, me agarró la cabeza con fuerza y empezó a olfatearme el rostro. Como mi aliento empezaba a tener ganas de delatarme, quiso el viejo que terminase por confesar: me abrió la boca todo lo que pudo y metió en ella, hasta donde le fue posible, su nariz, la cual era larga y afilada; es más, yo creo que con el enojo hasta había aumentado de tamaño.
Se puede imaginar qué pasó luego: el badajo de la campanilla sintió la chopa, lo que, unido al gran miedo que tenía y a que la digestión, como quien dice, no había ni empezado, trajo consigo que le devolviese al ciego lo que era suyo. Dicho de otro modo: que su nariz y la mal mascada longaniza salieron al mismo tiempo de mi boca.
En ese momento, hubiese dado lo que fuera por estar muerto, enterrado y olvidado, pues tanto fue el coraje que envolvió al perverso ciego que, si no me llegan a soltar algunos presentes de él, me hubiese arrancado ahí mismo y sin clemencia la vida.
Más calmado, contó a todos los que allí estaban mis maldades: lo del jarrón, lo del racimo, lo que acababa de pasar… Todos se reían tanto con lo que les relataba que los transeúntes entraban en el mesón para saber de qué iba la fiesta. Con tanta gracia y donaire contaba mis hazañas que de buena gana se las habría reído si no fuera yo el protagonista de ellas ni estuviese llorando por el maltrato recibido.
Rabia e impotencia sentía por la situación, pero mucho más por mi cobardía, pues, pudiéndole dejar desnarigado de un mordisco, dejé que saliese su nariz de mi boca con tanta libertad como entró. No le quepa duda alguna de que mejor estaban sus napias compartiendo habitación con la longaniza en mi estómago que fuera de él. Y que Dios me perdone los malos pensamientos, señor, porque ruin no soy, aunque pudiera parecerlo por pedir entonces y no pocas veces tener la valentía suficiente para equilibrar la contienda de daños mutuos con la que nos estábamos obsequiando y en la que yo siempre me llevaba la peor parte.
La mesonera nos reconcilió, por decirlo de algún modo, y, con el mismo vino que le había traído, me lavaron la cara y la garganta al tiempo que el ciego no dejaba de soltar donaires:
Ciego: La verdad es que, en un año, más vino gasta este mozo en lavatorios que bebiendo yo en dos. Desde luego, Lázaro, le debes más al vino que a tu madre, porque ella te dio la vida en una ocasión, mientras que mil veces el vino.
Luego contaba cuántos descalabros había recibido y cómo, en todos ellos, el vino fue mi remedio sanador.
Ciego: Yo les digo que si en este mundo hay alguien bienaventurado gracias al vino, ese es, sin duda, mi mozo.
Y todos se reían mientras me curaba, aunque yo no me mostraba receptivo a sus atenciones. La firmeza que no tuve para decapitar su nariz, la tuve para concluir que ya estaba tardando en buscar el modo de deshacerme de él. No quería que fuese de cualquier manera, sino de aquella que me permitiese ver que la balanza, por fin, ya estaba equilibrada.
Un día salimos a pedir limosna por la villa. Como estaba lloviendo desde la noche anterior, el viejo rezaba debajo de unos portales para no mojarnos. Cuando sintió que ya anochecía, me dijo:
Ciego: Lázaro, esta lluvia no cesa. Vayamos a la posada porque cuanto más se cierre la noche, más intensa será.
Para ir al destino propuesto debíamos atravesar un arroyo que iba muy crecido por culpa del agua que había caído.
Lázaro: Frente a nosotros, el arroyo es muy ancho, pero veo que un poco más arriba se estrecha. Lleguemos hasta allí y, de un pequeño salto, pasaremos al otro lado.
Ciego: Razonable eres, por eso te quiero bien. Llévame hasta ese lugar donde el arroyo se angosta, que estamos en invierno y sabe mal llevar los pies mojados.
Entonces fue cuando vi la oportunidad de mi vida. Lo saqué de los portales y lo conduje hasta ponerlo donde había un poste de piedra que estaba en la plaza.
Lázaro: Este es el paso más estrecho del arroyo.
Como la lluvia era recia y el desgraciado se estaba enchumbando, en su ánimo no había otro deseo que guarecerse cuanto antes. De ahí que, sin sospechar nada malo, me creyese:
Ciego: Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Hice lo que me pidió y lo situé enfrente del pilar; y yo me puse detrás de la barrera, nunca mejor dicho…
Lázaro: ¡Señor, salte con todas sus fuerzas para pasar al otro lado!
No había terminado de animarle a saltar cuando el ciego dio un paso atrás para hacer mayor el salto y se abalanzó con todas sus fuerzas y algunas más contra el poste, como si fuese un enfurecido toro. Dios mío, cómo sonó aquella cabezada. Hay noches en las que, en medio del sueño, todavía siento el ruido de su cráneo contra las piedras y recuerdo cómo cayó hacia atrás medio muerto y con media cabeza abierta como una jarea.
Lázaro: ¿Cómo, olió la longaniza y no el poste? ¡Huela! ¡Huela!
Allí lo dejé, rodeado de mucha gente que salió para socorrerle. No supe nunca qué fue de él, ni hice nada por saberlo. Solo sé que salí corriendo del lugar y que pasé la noche en Torrijos, donde estuve varios días.