Lazarillo… exprés 4/6

Lazarillo... exprés

ISBN: 978-84-943366-5-2


Varios días estuve así hasta que quiso Dios ponerme en el camino de un escudero que iba por la calle a guisa de hidalgo: con adecuada vestimenta, bien peinado y con su paso y compás en orden. Nos miramos, nos volvimos a mirar, nos remiramos y, finalmente, dirigiéndose a mí, dijo:

Escudero: Muchacho, ¿buscas amo?

Lázaro: Sí, señor.

Escudero: Pues sígueme, que Dios te ha premiado con encontrarme. Alguna buena oración rezaste hoy.

Sin dudarlo ni un instante, le seguí al tiempo que daba gracias a Dios por haber puesto en mi camino a alguien que, por sus hábitos y maneras, daba a entender que era quien yo necesitaba.

Era temprano cuando di con mi tercer amo y cuando empezamos a recorrer buena parte de la ciudad. Pasábamos por los mercados; y yo pensaba que, dada la hora que era, deseaba adquirir las necesarias provisiones, pero él siempre pasaba de largo por los puestos. «No le gustará lo que ve», decía yo; y me convencía con un «querrá comprar en otro sitio».

De esta manera, anduvimos hasta que dieron las once y entró en la catedral. Le seguí y vi cómo muy devotamente oía misa y cuantos oficios divinos se hicieron. Cuando todo acabó y la gente se fue, salimos del templo y, a paso tendido, comenzamos a descender por una cuesta. Yo, señor, no lo negaré, iba muy alegre porque veía que no nos habíamos ocupado de la comida. Consideré que mi amo ya tenía bien surtido el que había de ser mi nuevo lugar de estancia.

A la una del mediodía, llegamos a una casa. Mi amo se detuvo ante la puerta, se abrió un poco la capa y sacó de un bolsillo una llave. Abrió la puerta y entramos en un espacio oscuro y lóbrego, a pesar de que había un pequeño patio que alguna luz daba.

Enseguida se quitó la capa y me preguntó si tenía las manos limpias. Le dije que sucias no estaban y juntos la sacudimos, la doblamos y la pusimos en un poyo. Junto a ella se sentó y comenzó a hacerme preguntas: de dónde era, cómo había llegado hasta la ciudad, etcétera. Yo respondí lo justo y necesario para que se sintiese satisfecho con la contesta, callando lo que no debía decirse y ponderando aquello que fuese en mi beneficio; pero sin extenderme más de lo normal, pues consideré que, por la hora, más convenía el comer que el charlar.

Así nos dieron las dos de la tarde. Empecé a ver en la hora, en la ausencia de otras personas en la casa y en la inexistencia de olores reconfortantes para el estómago unas muy malas señales, que se volvieron trágicas cuando caí en la cuenta de la carencia de enseres domésticos. Me sospeché lo peor…

Escudero: ¿Has comido?

Lázaro: No, señor. No eran las ocho de la mañana cuando di con usted.

Escudero: Pues a pesar de ser tan temprano, yo había disfrutado de un magnífico desayuno; y cuando así como, permanezco hasta la noche sin probar bocado. Por tanto, pasa el resto del día como puedas, que después cenaremos.

Imagínese, señor, lo que pasó por mi cabeza cuando esto oí. Una vez más, me lamenté de mi mala suerte y lloré por mi vida, por la que había perdido hasta ese momento y por la que en breve iba a perder. Disimulando de la mejor manera posible, le respondí:

Lázaro: Señor, soy joven y, gracias a Dios, no necesito mucho alimento. Puedo presumir de esto; y si no, que hablen los amos que he tenido, que alabaron siempre mi escaso apetito.

Escudero: Notable virtud es esa y por eso te querré yo más que todos tus amos, porque solo los puercos se hartan y solo los hombres de bien comen con parquedad y orden.

«¡Ya sé de qué pie cojeas! ¡Malditas sean todas las bondades y beneficios a la salud que mis amos ven en el hambre!», me dije con indignación y me fui a un extremo de la estancia. Allí saqué unas joyas en forma de pedazos de pan que conservaba de la noche anterior. Visto el panorama, comencé a mordisquearlas lentamente para que me durasen más.

Escudero: Ven acá, mozo. ¿Qué comes?

Me acerqué hasta donde estaba y le mostré el pan ganado con el sudor del “limosneo”. Cogió uno, el mejor y más grande, y me dijo:

Escudero: Vaya, por mi vida, parece que este es buen pan.

Lázaro: Malo no es, señor.

Escudero: Ya lo creo, ya. ¿Dónde te lo dieron? ¿Sabes si ha sido amasado con manos limpias?

Lázaro: Eso no lo sé, señor. Solo sé que, sean de las manos que sean, no siento asco por su sabor.

Se lo llevó a la boca y comenzó a dar tan fieros bocados que me di prisa por despacharme los que me quedaban. Con cada mordida, alabanza iba y venía sobre la calidad del pan; y yo, en silencio, trataba de zanjar la existencia de los manjares, pues a otra cosa no me inclinaba el hambre que padecía.

Acabado el almuerzo, fue hacia un solitario mueblecito y sacó un jarrón desbocado y no muy nuevo. Bebió y me convidó; mas yo, por hacerme el comedido, le dije que no bebía vino.

Escudero: Agua es. Bien puedes beber.

Tomé el jarro, más por cortesía que por otra cosa, y bebí, no mucho, es cierto, porque de sed no era mi congoja. Luego, se retomó el interrogatorio hasta la noche. Él preguntaba y yo respondía de la mejor manera que sabía. Cuando ya la oscuridad reinaba y solo la lumbre de una mísera vela nos iluminaba, dijo:

Escudero: Lázaro, ya es tarde y de aquí a la plaza hay una gran distancia. Esta ciudad está llena de ladrones que capean por la noche. Pasemos, pues, como podamos, y mañana, venido el día, ya veremos lo que Dios considere que hemos de ver. Como yo vivo solo, no tengo provisiones, pues estos días he estado comiendo fuera; pero a partir de ahora vamos a tener que hacerlo de otra manera.

Lázaro: Señor, no se preocupe por mí, que bien sé pasar una noche sin comer; y algunas más, si es necesario.

Escudero: Qué bien, muchacho. Vivirás más y más sano porque, como te decía, no hay mejor cosa en el mundo que comer poco para vivir bien y durante mucho tiempo.

Y yo me dije: «Si ese es el camino, entonces yo viviré eternamente, pues me han hecho guardar esa regla a lo largo de toda mi vida y me da que, por el camino que voy, otra norma no he de cumplir que no sea esta».

Dicho esto, se acostó. Puso por cabecera las calzas y el jubón, y ordenó que me echase a sus pies, lo que hice sin rechistar. Pero apenas pude dormir, pues me ladraba la enemiga mortal del sueño, el hambre.

Llegó la mañana. Nos levantamos y, al poco, comienza mi señor su aderezo: limpia y sacude sus calzas, jubón, sayo y capa; se viste con parsimonia; más que lavarse las manos, se las restriega; se peina minuciosamente y pone su espada en el talabarte. Acabada la ceremonia, da algunos gentiles meneos, echa el cabo de la capa sobre el hombro y, poniendo la mano derecha en su cintura, como si posase para un pintor, se dirigió a la puerta de la casa. Yo le seguí. Tras abrirla, se volvió y me dijo:

Escudero: Lázaro, vigila la casa mientras voy a oír misa. Haz la cama y ve por la vasija de agua al río y cierra la puerta con llave. Cerciórate de que quede bien cerrada, no vaya a ser que nos hurten algo. Luego, pon la llave en el quicio, por si llego antes que tú, para que pueda entrar.

Y salió de la casa calle arriba, con tan gentil semblante y continente que cualquiera al verlo pensaría que menor condición de aristócrata no le correspondía. Qué burla al sentido común, ¿verdad? ¿Quién hubiese creído que aquella distinción que mostraba se había sustentado en todo el día de ayer con el mendrugo de pan desaseado que yo le había traído y que conseguí la víspera? ¿Quién no hubiese dicho, viendo sus andares y su porte, que en muy buena cama había dormido y que muy buen desayuno había tenido?

Con estos pensamientos volví a entrar en la casa. Hice la dura cama y cogí el jarrón para traer agua. Enseguida me hallé en el río, donde descubrí a mi amo. Me escondí para ver de qué iba aquella “misa” y comprobé que estaba en una suerte de huerta cortejando a dos mujeres que, por sus atuendos, no parecían horticultoras. Mientras engullía unos tronchos de berzas que encontré, observaba los galanteos de mi amo con las mujeres y escuchaba, porque cercano a la escena estaba, las dulzuras que les decía. A tanto llegó la poesía que ellas, acostumbradas a ciertos mercadeos, no dudaron en pedir de comer al poeta a cambio de ciertos servicios que, sin duda, no le habrían de disgustar; mas él, oída la oferta, viéndose sin medios y su hidalguía en peligro, se descompuso, comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas poco convincentes. Ellas, bien instruidas en situaciones similares, supieron que ningún negocio podían hacer y optaron por mandarse a mudar.

Sin ser visto, regresé a casa lo más rápidamente que pude para que me hallase mi amo en ella si le daba por regresar penitente. Pero pasaron las horas y él no dio señales de vida. Lo esperé sin hacer nada provechoso, pues entre aquellas cuatro paredes muy poco era lo que se podía hacer.

Cuando dieron las dos de la tarde y él seguía sin regresar, el hambre empezó a protestar y a decirme de todas las maneras posibles que con aire no se callaba. No me quedó más remedio que atender a su reclamación y salí de la casa. Puse la llave donde me mandó mi amo que la escondiese y volví a ejercer el oficio que el ciego, con tan malas artes, tan bien me enseñó: con baja y enferma voz; una mano en mi pecho y la otra extendida; apariencia piadosa y el «por el amor de Dios» como letanía, fui de casa en casa apelando a la misericordia de mis vecinos. Tan buen discípulo fui que antes de las cuatro ya había silenciado al hambre y guardado a buen recaudo algo de pan, un poco de pezuña de vaca y otro tanto de mondongos cocidos que me dieron en una tripería.

Cuando llegué a casa, el bueno de mi amo ya estaba en ella, con su capa bien doblada sobre el poyo y paseándose por el patio. Al verme llegar, se acercó hasta donde estaba. Pensé que me iba a reñir por la tardanza, pero se limitó a preguntarme de dónde venía:

Lázaro: Señor, estuve esperándole hasta las dos. Como vi que no llegaba, salí a buscar algo que comer y las buenas gentes del barrio, a Dios gracias, me han dado esto.

Le enseñé lo que traía dentro de un saquito de arpillera. Él dulcificó la expresión al ver mis tesoros.

Escudero: Pues te esperé para que comiésemos juntos; pero al ver que no venías, comí por mi cuenta…

«¿Y me has guardado algo para mí?», me dije con sorna.

Escudero: Has hecho bien pidiendo rogando a los vecinos, siempre «por el amor de Dios y a Dios», que te diesen lo que llevas. Eso sí, te pido que si vuelves a hacerlo, por la honra que me corresponde y el cuidado que le debes a ella, omitas el decirles que vives conmigo. Aunque, tal y como parece, poco ha de importar esta precaución, pues casi nadie me conoce en este pueblo. Ay, de haberlo sabido aquí no hubiese venido…

Y puso una cara de hondo pesar que me llegó al alma.

Escudero: Bueno, venga, dejémoslo. Anda, come, pecador, que si Dios quiere pronto nos veremos sin necesidades. Aunque no sé qué decirte, pues desde que vine aquí nada me ha ido bien. Antes de que acabe el mes, nos iremos. Esta es una casa desdichada que pega desdichas a quienes en ella viven.

Me senté en un extremo del poyo y comencé a comer en silencio. De tanto en tanto, miraba a mi amo, quien no retiraba sus ojos de las viandas. Ojalá Dios tenga tanta compasión de mí como yo la tuve entonces del escudero. Aunque sus ojos me movían a convidarle, me lo impedía mi propósito de guardar algo de lo conseguido para saciar el hambre posterior y, para descargar mi conciencia de la evidente roñosería que habitaba en mi ánimo, el recuerdo de sus palabras: « Al ver que no venías, comí por mi cuenta ». Mas al final, estos, como espejos del alma que son, transformaron mi egoísmo de conservar lo que luego terminaría echando de menos por la piedad.

Lázaro: Señor, este pan está sabrosísimo y esta pezuña de vaca tan bien cocida y sazonada que…

Escudero: ¿Pezuña de vaca es?

Lázaro: Sí, señor.

Escudero: Pues debes saber que es el mejor bocado del mundo. Ya lo creo que sí. No hay faisán que me sepa mejor.

Lázaro: Pruebe, señor, y conocerá las virtudes de esta.

Le ofrecí un poquito de esto y otro poquito de aquello, y él, como si tuviera un resorte que solo se activase al olor de las viandas, se sentó a mi lado y comenzó a comer; pero no con el comedimiento de quien prueba para juzgar, sino con la insaciable voracidad de una piraña ante un trozo de carne. Cuando acabó, entre alabanzas hacia las excelencias de la comida, bebió agua y dio por zanjado el día; o sea, que nos fuimos a dormir cuando apenas había comenzado a anochecer.

Al día siguiente, y al otro, y al que le seguía… se repitió la misma escena: él desaparecía por la mañana, yo me encargaba de traer el sustento, a primera hora de la tarde nos dejábamos ver de nuevo en la casa, comíamos de lo que traía, él alababa mis exquisiteces y yo contemplaba mi curiosa fortuna, pues había pasado de estar con despreciables amos que malamente me mantenían a estar con un infeliz a quien yo tenía que sustentar.

Reconozco que, a mi manera, quería a este hidalgo del tres al cuarto, pues veía que más no me daba porque más no tenía. Nadie da lo que no tiene. El avariento ciego y el mezquino clérigo, que ganaban a su modo el pan, me mataban de hambre porque tenían negro el corazón; el escudero, en cambio, lo que tenía negro era el sentido común.

Como se puede imaginar, aquellos fueron días de penuria, pero más para mi amo que para un servidor, pues, sin tener nada de lo que presumir, no dudaba en ampararme bajo la bondad de quienes me pudiesen socorrer con algo; pero esto no ocurría con el escudero, quien todos los días salía de casa con una paja sujeta en los labios, dando a entender que la usaba para escarbar entre los dientes lo que nada tenían.

Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo: en el umbral de la puerta, con su cañita en los labios y con un porte más propio de reyes ahítos que de inquietos muertos de hambre. Su presencia despreocupada contrastaba con la letanía que siempre susurraba: que había sido una mala idea irse a vivir a aquel lugar, que era una desgracia vivir en una casa donde solo habitaba la tristeza y la oscuridad… Y venga con la tristeza, y venga con la oscuridad, y venga con la mala suerte…

Cómo sería de contagiosa esta retahíla, que me ocurrió con ella lo que paso a contarle a continuación: no recuerdo muy bien cuándo fue; tampoco sé cómo ni por qué mi amo tuvo un día en sus manos algo de dinero, pero…

Escudero: Ah, Lázaro, ¡Dios comienza a iluminarnos! Anda, ve a la plaza y compra pan, vino, carne… Compra cuanto puedas porque hemos de celebrar que, por fin, nos vamos a ir de esta triste y oscura casa, y que para principios del próximo mes estaremos en una morada mejor.

Cogí el dinero y el jarrón, y me dirigí hacia la plaza mientras pensaba en cómo invertir aquella fortuna que tenía en mi mano. Yendo por una cuesta, vi bajar a muchos clérigos y vecinos que llevaban en procesión a un muerto. Me arrimé a la pared para dejarles paso mientras caminaban calle abajo. Junto al ataúd iba, acompañada por muchas mujeres, la viuda, que así me lo pareció porque vestía de luto y porque lloraba a grandes voces diciendo:

Viuda: Marido mío, ¿adónde te llevan? Allí, a la casa triste y oscura, donde nunca se come ni se bebe, donde…

Fue oír lo de «la casa triste y oscura», lo de «donde nunca se come ni se bebe», y un escalofrío de terror me invadió. Me olvidé del recado y, calle abajo, eché a correr como alma que lleva el diablo. Al llegar a mi casa, cerré la puerta con gran agitación y reclamé el auxilio de mi amo. Cuando lo vi, le abracé tembloroso.

Escudero: ¿Qué pasa, Lázaro? ¿Por qué vienes en este estado? ¿Por qué no has cumplido con el encargo?

Lázaro: Señor, es que nos traen un muerto… Un muerto, señor; que nos van a dejar aquí un muerto…

Escudero: ¿Cómo que un muerto? ¿Qué tontería es esa, Lázaro?

Lázaro: Señor, al ir hacia la plaza, yendo por la calle que sube, una viuda decía a su difunto marido: «a la casa triste y oscura te llevan; a la casa donde no se come ni se bebe»… Señor, que sí, que nos traen el muerto.

Cuando mi amo oyó esto, empezó a desternillarse. Se reía, y reía, y reía; se retorcía de la carcajada; «ja, ja, ja», por aquí; «ja, ja, ja», por allá… y yo, con el susto bailando todavía en mi cuerpo y viendo que en aquella risotada no estaba mi socorro, me fui a la puerta, eché la aldaba y me puse en guardia para impedir la entrada del cadáver en nuestra “triste y oscura” casa. Sentí, con el oído pegado a la puerta, cómo iba llegando la comitiva; y cómo estaba al otro lado de la puerta; y, para mi extrañeza, cómo se iba alejando de nuestra casa. Cuando ya no oía nada, mi amo se acercó.

Escudero: La verdad es que razón no te falta para pensar como lo has hecho. Abre la puerta, comprueba por ti mismo que el muerto no se quedará con nosotros; que se va, con sus moiras, para las Chacaritas. Anda, ve a la plaza por viandas, que si no terminaremos siendo nosotros los muertos que habiten estas paredes.

Como vio que no terminaba de decidirme a abrir la puerta, fue él quien despejó la salida. Cumplí el recado y comimos bien, muy bien, ese día; pero malditas las ganas que tenía yo de disfrutar el almuerzo, pues el susto me había achicado el estómago.

Pasaron los días, con más pena que gloria, eso es cierto. Nuestra convivencia no era mala, aunque la de mi amo con los vecinos era prácticamente nula. Si se daba la ocasión, un «hola» y «adiós», y punto. Nunca me vino con comentarios sobre fulano o mengano, nunca me advirtió de ese o aquel…, y no porque fuese de naturaleza discreto, sino porque cuidaba tanto de su hidalguía que, por no facilitar la ocasión de que se viese la hebra suelta que la deshilachaba, prefería ser hermético. Así, nada se sabía de él y, en consecuencia, nada sabía él de nadie.

Por eso me sorprendió el día que tocaron en casa. Eran un hombre y una vieja que venían a cobrar la mensualidad: él pedía el alquiler de la casa; ella, el de la cama. Deduje, por no haberlos visto nunca, que o él les pagaba en los meses pasados en otro lugar y de alguna manera desconocida para mí, porque sobrevivíamos como ya le he contado; o él nunca les había pagado y, cansados de esperar, decidió la pareja venir a reclamar lo que les correspondía. Yo creo que esto último debía ser, pues la deuda, al parecer, no era pequeña.

Mi amo reconoció lo adeudado y, con brillantes argumentos, los convenció para que pasasen por la tarde, que sería cuando a cada uno le pagaría cuanto le debía y con intereses, si fuera necesario. Yo contemplaba la escena un tanto descolocado, pues si mi amo era capaz de pagar tanto por qué hasta ese momento habíamos estado viviendo casi en la indigencia.

Ay, bendita inocencia la mía. «¡Alma de cántaro!», me digo yo ahora. Cuando se fue la pareja, mi amo me dijo que salía a buscar el dinero y que me quedase en casa, que en una hora o algo más estaba de regreso.

Yo lo esperé sin sospechar lo que llegaría a pasar hacia el final de la tarde: que volvieron los acreedores, pero no mi amo. Les dije que mi señor no había llegado todavía y, sin malicia, les sugerí que viniesen al día siguiente «porque lo más seguro es que mi señor se está retrasando por culpa de algún contratiempo».

Al llegar la noche, como me vi solo en aquel triste y oscuro lugar, salí de casa y me acerqué hasta la de unas vecinas. Les conté la tardanza de mi amo, la razón de su marcha y el miedo que me daba quedarme a dormir en aquel tugurio. Me dieron algo de comer y me permitieron pasar la noche con ellas.

Temprano, regresaron los acreedores. Tras tocar una y otra vez en la puerta donde vivíamos el deudor y yo, probaron a llamar a las casas vecinas, entre ellas la de quienes me habían acogido.

Vecina 1: No sé dónde está. Aquí está su mozo y con él la llave para entrar en la casa.

Vieja: ¿Dónde está tu amo?

Lázaro: No lo sé, señora. No ha regresado desde que salió a buscar el dinero.

El hombre, muy enfadado, salió en busca de un alguacil y un escribano. Aunque yo deseaba desaparecer del lugar porque la situación no era agradable, me contuve y no satisfice mi apetencia para evitar que pensasen lo que no era cierto: que mi amo y yo nos habíamos compinchado. Al fin y al cabo, no era culpable de nada.

Al rato, llegaron los tres. El alguacil me pidió la llave. Se la di. Llama a las vecinas y a dos transeúntes que contemplaban la escena para que actuasen de testigos. Luego, abrieron la puerta para proceder al embargo de los bienes de mi amo hasta que la deuda quedase resuelta. «¿Qué se van a llevar si nada hay?», me dije mientras el alguacil atravesaba el umbral.

Hombre: No me cabe duda de que esta noche se han llevado lo que había en esta casa a otra parte. Señor alguacil, detenga a este mozo que sabe dónde está lo que aquí falta.

Presto me sujetó el agente de la ley por el cinturón y me amenazó con mandarme a la cárcel si no les refería dónde estaban los muebles, las telas, los cuadros y todos los elementos que ellos echaban de menos en aquella casa.

Al verme en este trance, me asusté mucho y me eché a llorar. Entre sollozos le dije que nada sabía de mi amo ni de los bienes que reclamaban; que en todo el tiempo que había estado con él vivíamos con lo que podían ver: un jarrón, una maltrecha cama y algún que otro enser de poca valía.

Vecina 2: Este muchacho es inocente. Hace poco que está con su amo, un escudero del que muy poco sabemos, aunque no desconocemos el que muy bien no debe tratarle, pues no son pocas las veces en las que el joven se acerca hasta nuestra casa para que le demos algo de comer.

Estas palabras y otras sobre el fugado hidalgo convencieron al alguacil, quien me dejó libre. Cargó la vieja de manera muy graciosa con la cama y el hombre, a su vez, con la mala suerte de haber tenido un inquilino moroso. Firmó el alguacil algunos papeles que le dio el escribano y el tema se dio por zanjado.

Y yo, junto a las vecinas, no hacía más que pensar en lo que iba a ser de mí a partir de ese momento. Imagínese la situación: del primer amo, hui; el segundo me echó y el tercero, como cosa mágica, desapareció. Así las cosas, ¿qué podía esperar del cuarto? Me puse en lo peor: «¿Será este el que me haga huir de la vida, o el que de ella me eche, o el que me haga desaparecer…?», me dije.

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