Lazarillo… exprés 3/6

Lazarillo... exprés

ISBN: 978-84-943366-5-2


Como no me sentía seguro, llevé mis pasos hasta Maqueda. Allí, mientras pedía limosna, di con un clérigo que me preguntó si sabía ayudar en misa. Yo le dije que sí, pues, a pesar de los maltratos, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas era esta.

Me miró, me hizo preguntas, me volvió a mirar y, finalmente, me puso a su servicio. Así fue cómo escapé del trueno para dar con el relámpago, porque el ciego, a su lado, era un dechado de generosidad, y eso que era la avaricia personificada. El que me recogió, bien porque era así de nacimiento, bien porque lo había aprendido con el hábito, dejaba chico al mayor misérrimo de todos.

Tenía en su casa un arcón viejo que siempre estaba cerrado gracias a una llave de la que jamás se desprendía, pues siempre la llevaba colgada al cuello. Tan pronto como traía el pan de la iglesia, lo depositaba con celo dentro del mueble y lo cerraba con todas las vueltas de llave que podía.

Ahí, en aquella despensa de la supervivencia, se guardaba todo lo comestible que había en aquella casa. Ni algún tocino colgado de la chimenea, ni un queso en una tabla, ni un canastillo con restos de pan…, nada, en aquella casa no había nada que se pudiese echar uno a la boca y que no estuviese en el dichoso arcón. Por no haber, ni cuadros con bodegones había que ayudasen a consolar con la vista los desconsuelos del estómago.

Solamente había una ristra de cebollas colgada en una habitación que, por supuesto, también estaba cerrada con llave. De estas, me correspondía una, que debía durarme cuatro días. Recuerdo que cuando le pedía la llave para cogerla, si había alguien presente, metía la mano en un bolsillo y, con gran continencia, me la daba diciendo:

Clérigo: Anda, toma y devuélvemela pronto. Y sé moderado, que guloso eres.

De tal manera lo decía que cualquiera podía pensar que encerrados en aquella habitación estaban los manjares más exquisitos. ¡Ay, si supiesen que todo el exceso al que podía llegar no pasaba de una cebolla colgada de un clavo! Pero lo malo no era esto, que de por sí no era bueno, sino que las tenía todas tan bien contadas y requetecontadas que, si me excedía de la ración que me correspondía, o sea, si malcomía un poco más de lo poco que podía comer, la osadía terminaba costándome cara. En fin, señor, que me moría de hambre y vivía con hambre. Todo en aquella casa era hambre.

La poca caridad que tenía conmigo no era tanta consigo, aunque tampoco lo suyo fuese como para echar voladores: en el almuerzo y la cena, invertía cinco monedas enteras de carne que yo nunca terminaba de ver porque el caldo y algo de pan terminaban siendo mis sustentos. Y los sábados, fiel a la costumbre de esta tierra, cocía una cabeza de carnero y se comía los ojos, la lengua, el cogote, los sesos y la carne que había en las quijadas; luego, me daba los huesos roídos y me soltaba una impertinencia del tipo:

Clérigo: Toma, come, triunfa… que tuyo es el mundo. Tienes mejor vida que el papa.

«¡La misma vida que espero te dé Dios!», decía yo entre mí.

Al cabo de tres semanas, tanta era mi flaqueza que apenas me podía sostener sobre mis piernas. Nunca había visto con tanta claridad cómo me estaba yendo derechito, con mis moiras, para las Chacaritas.

No había manera de pillar su punto débil, como me ocurría con el ciego, que en gloria esté si no salió vivo del cabezazo. Aunque este era astuto, su falta del sentido de la vista me permitía, cuanto menos, pensar en alguna artimaña para sobrevivir; pero con el clérigo no era posible, pues veía mejor que un halcón. A su lado, todo eran ojos, miradas… Nada pasaba desapercibido para él.

Parece que aún lo veo en misa y cómo, antes de la consagración de la hostia y el vino, se fijaba en las monedas que caían en el cepillo. No se le escapaba ninguna: tenía un ojo en la gente; otro, sobre mí; un tercero, que sin duda lo tenía, en quien daba la limosna; un cuarto, mirando a no sé dónde… Le bailaban los ojos de aquí para allí. Al finalizar la ceremonia, era capaz de saber, con matemática precisión, cuántas monedas había en la cesta.

En resumen, señor, que no había manera de hacer mío ni un cuarto de moneda durante el tiempo que con él viví o, mejor dicho, que morí lentamente. Nunca le traje de la taberna vino, pues era capaz de administrar el de la misa durante toda la semana.

Fíjese cómo era de mezquino que me decía: «Mira, Lázaro, los sacerdotes han de ser muy parcos, y por eso yo me contengo; no como hacen otros»; pero el muy… mentía sin sonrojarse, porque en cofradías y velatorios en los que participábamos para rezar comía, a costa ajena, claro está, como una manada de lobos y se bebía hasta el vinagre, si le dejaban.

He dicho velatorios y pido a Dios que me perdone por lo que voy a decir, pero nunca había deseado tanto la muerte de un semejante como entonces, pues ello me permitía comer hasta hartarme. No sabe usted bien cómo deseaba y rogaba a Dios que cada día se llevase consigo a uno.

Cuando dábamos el sacramento a los enfermos, con todo mi corazón y voluntad rogaba al Señor que la balanza no se inclinase a favor del enfermo con su sanación, sino a favor mío con su deceso. Y cuando alguno de estos escapaba de la parca −que Dios me perdone nuevamente por lo que digo−, lo mandaba al diablo tantas veces como lo bendecía cuando se moría.

En los seis meses que estuve al servicio del clérigo, solo veinte personas fallecieron. Me atrevería a decir que se fueron porque yo las maté con mis deseos o porque el Señor era consciente de mi lenta muerte y, en ocasiones, prefería matarlos para que yo conservase mi vida. Sea como fuere, si había entierro, yo vivía; si no, me moría un poco más; y no fueron pocas las ocasiones en las que, del mismo modo que pedía el fin de otros, pedía por el mío, pues, aunque no lo veía llegar, sabía que muy lejos no estaba con la existencia que llevaba.

Se preguntará por qué no abandone a mi mezquino amo. Le confieso que muchas veces lo pensé, pero dos razones me lo frenaban: por un lado, porque la flaqueza de mis piernas me impedía cualquier el atrevimiento de una huida que no me alejaría de él más allá de un par de calles; la segunda, esta reflexión: «Yo he tenido dos amos: el primero, me traía siempre muerto de hambre y, al dejarle, topé con el segundo, que, con el hambre, ya me tiene casi en la sepultura; si lo dejo y doy con otro peor, ¿qué me cabe esperar?». Pensaba que el castigo de abandonar a mi amo no podía ser otro que encontrarme con otro que fuese peor.

Un día llegó a casa un calderero. El trincado de mi amo había salido y yo, afligido por verme cada vez más transparente, estaba de aquí para allí y, como podía, rogando algo de inspiración al Altísimo para salir de la situación en la que me hallaba. En esto, como apunto, llegó el calderero y el Espíritu Santo me iluminó:

Lázaro: Señor, he perdido una llave de este arcón, y temo que mi amo me azote cuando lo sepa. Por favor, mire a ver si alguna de las muchas que trae sirve para abrirlo, que sabré cómo pagarle.

Comenzó a probar el angélico calderero una y otra, y otra, y otra más… mientras yo le ayuda con mis escuálidas oraciones. De repente, de manera inesperada, el arcón se abrió. Ya puede usted imaginarse la cara de felicidad que puse cuando vi en el fondo los panes.

Lázaro: Yo no tengo dinero para pagarle, pero cóbrese de lo que ve.

Él cogió el pan que mejor le parecía y me dio la llave; se fue contento de la casa y, en la casa, más contento me quedé yo.

Visto el tesoro y hambriento como estaba, es lógico que suponga que arrasé cuanto vi como si fuera una marabunta, mas créame si le digo que no toqué nada de lo que había en el arcón, quizás porque no había asimilado todavía la conmoción que me produjo la apertura de aquella cornucopia de madera o quizás, también, porque me sentía tan dueño, amo y señor de cuanto veía que el hambre, por una vez, decidió darse un descanso y no fatigarme con sus requerimientos. Encima ocurrió lo inesperado: llegó mi amo, abrió el arcón, guardó lo que traía y cerró la despensa sin decir nada. Yo estaba perplejo, pues lo que debía ocurrir no ocurrió: que se diese cuenta de que faltaba el pan con el que pagué al ángel su divino servicio.

Al día siguiente, tan pronto como salió de casa el clérigo, salieron de mí las ganas de abrir las puertas del paraíso. Cogí un pan de los que allí había y, sobre la marcha, lo hice invisible; eso sí, adoptando todas las precauciones posibles: que no apareciesen migas donde no debía, que el mueble quedase bien cerrado… ¡Qué alegría de mañana, señor! Aunque no satisficiese por completo mi hambre, remediaba en algo la habitual ociosidad de mi estómago.

Un par de días estuve dándome este banquete, mas al tercero la cosa se torció: el clérigo no salió de casa a la hora de siempre, sino que se entretuvo volviendo y revolviendo, contando y recontando, los panes que había en el arcón. Yo disimulaba como podía y pedía a Dios algún milagro, pues no me parecía justo que el cupo de beneficios que me debían corresponder gracias al hallazgo de la llave se hubiese ya agotado. Tras un rato de hacer la cuenta de la vieja con los días y los panes, concluyó:

Clérigo: Si no fuera porque tengo bien protegido este arcón, diría que me han robado panes; pero a partir de ahora este horrendo crimen no se ha de seguir produciendo…

«Horrendo crimen es el que tú me das a mí», pensé.

Clérigo: …; por tanto, Lázaro, eres testigo: nueve panes quedan y un pedazo. Veamos si siguen aquí mañana.

«Ojalá que el que no sigas aquí seas tú», seguí diciendo para mis adentros mientras mi estómago empezaba a quejarse de hambre porque sentía la llegada de la renacida dieta.

Se marchó el clérigo y yo, por consolarme, abrí el arca y conté de nuevo los panes que había, por si se había equivocado el despreciable con la cuenta, pero antes se olvidaba él del padrenuestro que de saber contar para poner a salvo su patrimonio: nueve panes y un pedazo quedaban. ¿Qué podía hacer ante este panorama? De momento, me consolé cogiendo migajas del que estaba partido. Con pena, cerré el arcón y traté de pasar aquel día de la mejor manera.

Pero como el hambre crecía, sobre todo porque el estómago se había acostumbrado a tener visitas, yo no hacía otra cosa que ir hasta el paraíso: lo abría, contemplaba sus hermosuras y volvía a cerrarlo no sin antes lamentar mi desgracia. Entre queja y queja, quiso Dios lanzarme alguna esperanza en forma de pensamiento que estuve masticando (a falta de pan) durante un rato: «Este arcón es viejo, grande y tiene pequeños agujeros por diversas partes. No sería descabellado pensar que los ratones han podido entrar en él para dar cuenta de lo que hay. No conviene que desaparezca todo de una sola vez, pues una falta tan llamativa podría traer consecuencias inesperadas».

Ni corto ni perezoso, comencé a desmigar el pan sobre un mantel: un poquito por aquí, otro poquito por allí; un cachito de este, otro cachito de aquel… Cuando ya había recaudado lo que la prudencia me dictó, me fui comiendo los pizcos al golpito y algo me consolé.

A la hora de comer (qué irónica denominación, ¿verdad?), vi cómo mi amo abrió el arcón y cómo el color de su cara le cambió. Comenzó a tantear y a mirar el mueble de un lado a otro y halló los agujeros.

Clérigo: ¡Lázaro, mira; mira lo que han hecho con nuestro pan! Por lo que veo, esto es cosa de ratones.

Yo puse cara de asombro; mas no el fingido que tocaba para disimular la “fechoría”, sino uno muy real, pues me descolocó el que de improviso, sin motivos aparentes para ello, aquel pan que me era negado pasase a ser «nuestro». Sigo: nos pusimos a comer y algún beneficio extra saqué de la situación, pues el escrupuloso clérigo cortó con un cuchillo todo lo que consideró que había sido ratonado.

Clérigo: Cómete esto, que el ratón es un animal limpio.

Acabada la comida que nunca terminé de sentir empezada, veo cómo mi amo empieza a quitar clavos de las paredes y a buscar tablitas. Cuando tuvo lo que necesitaba, empezó a cerrar todos los agujeros del arcón. Al concluir, miró ufano su obra de carpintería y dijo:

Clérigo: Y ahora, señores ratones, dejen de interesarse por esta morada, pues nada en ella van a encontrar.

Tan pronto como salió de la casa, fui a ver cómo quedó el arcón y descubrí que no había ni un solo agujero por donde pudiese entrar un mosquito si se lo propusiese. Lo abrí con mi desaprovechada llave y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó que eran ratonados. Pude sacar alguna que otra miga de ellos. Con ella, ni sacié al roedor de mis tripas ni mi convencimiento de la mala fortuna que me acompañaba.

Desvelado por el hambre, por el deseo de que alguna idea apareciese para mitigarla y por los ronquidos que daba mi amo, una noche me levanté y me dirigí al arcón. ¿Qué otro lugar de interés podía tener aquella desdichada casa? Machaconamente pensaba en: ratones, madera; pan, pizcos de pan, madera vieja, ratones pequeños… Y enseguida se me ocurrió lo siguiente: cogí un cuchillo viejo que se guardaba en un cajón e hice, por la parte más estropeada del mueble, un agujero lo suficientemente grande como para sacar algunos trocitos pequeños de pan por él. «Ya tengo el decorado», me dije. Abrí la caja y me regalé unas migajas. Luego, me volví a mi echadero y procuré dormir un poco.

A la mañana siguiente, mi amo descubrió el agujero y la falta de pan, y empezó a echar maldiciones a diestro y siniestro: a la casa, a los ratones, al arcón…

Clérigo: Y esto, ahora, ¿qué es? ¡Nunca ha habido ratones en esta casa y ahora vienen todos juntos!

No dudé del desinterés de los ratones por visitar nuestra casa, pues suelen ir donde pueden hallar algo comestible y en la nuestra, por no haber, no había ni… En fin, que el atracado del clérigo, vista la escena, volvió a la misma actividad del día anterior: buscó clavos por las paredes, tablitas y pegó a tapar el agujero y a repasar con minuciosidad todos los lados del arcón con el fin de hallar algún punto por donde los ratones pudiesen retomar el asalto al palacio.

Por la noche, volví a coger el cuchillo, hice otro agujero y tomé algo de pan, siempre con la debida discreción para que el ruido de la llave no despertase al clérigo ni las migas delatasen lo que no debían. Por la mañana, mi amo, desconcertado, hallaba el destrozo e invertía su ingenio en buscar la manera de hacer de aquel arcón el lugar más inexpugnable del mundo. Lo que tapaba de día, lo destapaba yo de noche; y así ocurrió durante varias jornadas hasta que…

Clérigo: Este arcón está ya tan maltratado y viejo que no puede defenderse de los ratones. Como sigamos parcheándolo terminaremos por quedarnos sin él y me veré obligado a gastar dinero en la compra de otro si queremos guardar, como se debe, nuestro avituallamiento.

Dicho esto, pidió prestada una ratonera a un vecino y, a otro, unas cortezas de queso. Puso la trampa dentro del arcón y pidió a Dios que el grave problema se resolviese con esta medida. Yo aproveché que hablaba con el Altísimo para darle las gracias por el extra alimenticio que la solución me brindaba, pues al pan que seguí pellizcando pude añadir las cortezas.

No vea usted cómo su rostro, en un santiamén, pasaba del cetrino al pálido y, de ahí, al encarnado cuando, al día siguiente, descubría que le faltaba pan y queso, y que no había ningún culpable apresado. Se desesperaba tanto por hallar la respuesta a este enigma que lo compartió con los vecinos y uno, que mal rayo le parta por decir lo que no debía, a tenor de cómo acabó la historia de la comida que se hacía invisible, comentó:

Vecino: Yo me acuerdo de haber visto en su casa una culebra. Sin duda, todavía debe seguir por ahí y suya debe ser la culpa de lo que le ocurre. Piense que es larga y que eso le permite coger el cebo sin que entre todo el cuerpo en la trampa. Cogida la comida, solo tiene que esconderse.

El resto de los vecinos estuvo de acuerdo con la conclusión y mi amo, que no tenía nada que contradecir, comenzó a ponerse muy nervioso ante la idea de que había en casa una culebra.

Desde entonces, dejó de dormir como lo hacía antes, pues atento a los mil ruidos que se producían en la casa se pasaba toda la noche. Tan pronto como sentía que un sonido podía ser el de la culebra, se ponía en pie, cogía un garrote que tenía a mano en la cabecera de su cama a mano y apaleaba el arcón pensando que así iba a espantar la culebra. Los vecinos se quejaban por el ruido que no les dejaba dormir y que a mí me tenía despierto; pero si todo fuese solo golpear el arcón… Lo malo es que así no acababa el asunto, pues luego se iba a mi echadero y revolvía en las pajas de mi jergón; y todo porque, según él, las culebras eran animales que buscaban el calor.

Yo, ante esta paranoia del clérigo, tan pronto me hacía el dormido como el sorprendido. Lo importante era que el cicatero no empezase a sospechar que había un vínculo entre un servidor y la culebra, para que no cayese así en la cuenta de que algo tenía que ver yo con los ratones y, de ahí, con la falta de pan.

Clérigo: ¿No sentiste nada esta noche, Lázaro? Anduve tras la culebra y no di con ella. Estoy convencido de que acabará yendo a tu cama, pues son muy frías y buscan el calor.

Lázaro: Por Dios, señor, rece para que no me muerda, pues tengo mucho miedo a esos bichos.

Tanta era la vigilancia nocturna del clérigo, que la culebra acabó por asaltar el arcón durante el día, mientras estaba fuera de casa. A medida que pasaban los días, mayor era la impaciencia de mi amo, pues veía que, ni por las noches ni por las mañanas, había manera alguna de dar con el dichoso reptil; mas ello no significaba que yo estuviese tranquilo, ya que presentía que aquella situación debía romperse por algún lado, y la vida me había enseñado que siempre se terminaba inclinando la balanza en mi contra. Como así terminó ocurriendo…

Empecé a ser más precavido con la llave, que solía poner debajo de las pajas de mi jergón. Cuando se intensificó el rastreo, opté por esconderla de noche dentro de mi boca. Sí, señor, ha leído bien: dentro de mi boca. Puede que le asombre esta capacidad mía para hacer de ella un bolso, pero tuve que aprender este artificio con el ciego porque para las monedas era como un imán, que las atraía. Entre costuras, remiendos y retales era capaz de detectar cualquiera que yo llevase, aunque fuese como una lenteja. No vea usted con qué arte hacía los trueques de moneda entera en media sobre los que ya le he hablado en esta carta.

A lo que iba: que no me sentía tranquilo con la llave bajo las pajas y decidí ponerla dentro de mi boca. Así dormía tranquilamente mientras mi amo rondaba por toda la casa en busca de algún silbo que le chivase por dónde se arrastraba la culebra.

Pero ocurrió lo que a un desgraciado como yo le tiene que ocurrir, que la fortuna se le viró. Una noche dormía yo profundamente y, al parecer, con la boca abierta. La llave, que era un canuto, se desplazó de donde yo la tenía sujeta, en un ladito de la boca, y se puso de tal manera que el aire que expulsaba con la respiración salía por su parte hueca. De esta manera, salía un silbido que mi amo oyó e identificó, sin duda alguna, con el de la culebra.

Como podrá suponer, no lo vi dirigirse con su tranca hasta donde yo estaba. Como la habitación estaba a oscuras, pudo desplazarse a tientas y guiado por el silbido del aire atravesando la llave. Cuando intuyó, por la intensidad del sonido, que tenía la serpiente a tiro, levantó el garrote todo lo que pudo y me descargó en la cabeza tal golpe que, sin duda, pasé de estar dormido a inconsciente, y de inconsciente a muerto, y muerto me debió ver Dios cuando consideró que debía recobrar el tino y atender a las llamadas y meneos que me hacía mi amo para que volviese en mí.

Recuerdo que al abrir los ojos estaba bañado en sangre y que él, después de intuir lo que me había hecho, venía con una lumbre para cerciorarse de mi estado. La luz le mostró el daño que me hizo y, de paso, el que yo le debí hacer a él, pues halló la llave, que seguía todavía en mi boca. Se olvidó de mí y la cogió, la comparó con la que tenía y fue al arcón para probar si lo abría. Ya se puede imaginar qué fue lo que pasó: la llave abrió el arcón y él, satisfecho, regresó adonde yo estaba y me echó en silencio una mirada en la que yo, a pesar de seguir grogui, podía leer: «Ya he hallado el ratón y la culebra que se comían mi hacienda».

Lo que luego pasó, ya se lo puede imaginar. Varios días estuve recibiendo las atenciones de vecinos y de mi propio amo para que sanase. Me pusieron vendas, me las cambiaron, me dieron de comer y se burlaron y rieron todo lo que quisieron con la anécdota de la culebra que no fue tal.

Cuando ya podía levantarme, mi amo me cogió del brazo y me puso en la calle:

Clérigo: Lázaro, desde hoy eres más tuyo que mío. Busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía a alguien como tú. No me extraña que hayas sido destrón. Para otra cosa no sirves.

Luego, se santiguó y se volvió a su casa, no sin dejarme claro, con un portazo, que mis servicios a su roñosa figura estaban más que acabados.

Sin más dolor que los recuerdos del hambre y del garrotazo, asumí el final de mi estancia con el clérigo y, como pude, con la ayuda de este y el socorro de aquel, llegué hasta la insigne ciudad de Toledo. En quince días se me cerró la herida y, con ella, la generosidad de los que, viéndome malo, me daban limosnas. Una vez sano, las dádivas se tornaron en reproches y no hacía más que oír, cuando pedía, que buscase amo a quien servir. A todos decía que hacía lo posible por encontrar uno, lo que no era del todo mentira…

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