I. Me sugieren realizar unas páginas para abordar una cuestión que merecería, cuanto menos, el espacio de un libro, y de no mermadas proporciones, por cierto. Acepto. El tema, “La lectura”, me resulta atractivo. Creo que tengo algunas cosas que decir. Elaboro un guion. Es muy grande. Lo reduzco. Sigue siendo muy grande. Continúo reduciéndolo. Intento reelaborar los contenidos y su distribución. Me dejo muchas cosas en el tintero. Me resigno. Me sale esto. Te lo ofrezco…
II. De entrada, un título conflictivo. ¿Conflictivo? Quizás. Lo vuelvo a leer. No es para tanto. Es la rima facilona de un alumno al que no le gusta leer y que es sometido a los dictámenes de una animación lectora que le desmotiva, le aburre, le es indiferente, porque tiene muy claro que la lectura, por mucho que se empeñe la industria animadora, no le servirá ni como alternativa ni como complemento para construir sus no escasos momentos de ocio, instantes que están plagados de otras empresas lúdicas más acordes a sus apetencias. Nos escandaliza esa determinación por la no-lectura. Nos cuesta comprender cómo es posible que “toda una fuente de placer” sea menoscabada de esa manera; mas nos olvidamos de que nosotros mismos, en muchas ocasiones, ante diferentes “fuentes de placer” artísticas y culturales, actuamos de igual manera que ellos: díganlo si no la música, la pintura o el cine, por citar algunos ejemplos de expresiones con las que se llegamos a ser en ocasiones inclementes. [Acotación: las comillas tienen cierto tono irónico…].
Por lo general, nos empeñamos en conseguir lectores a partir de las obras de ficción. Ese es el instrumental básico de todo ejercicio animador. Suponemos que así es más fácil atraer al alumnado a la lectura. Pregunto: ¿A la lectura de qué? ¿A la lectura de obras de ficción sólo o, por el contrario, a la lectura en general? Si es a la lectura en general y hemos comprobado que la lectura de obras de ficción no termina de dar los resultados esperados, ¿por qué no intentamos conseguir lectores a partir de obras que no sean de ficción?
Es más, si nosotros, como lectores, nos concedemos el derecho a elegir qué leer, ¿por qué les obligamos a que lean lo que nos parece que les va a gustar o entretener? No les damos lo que puede resultarles atractivo, les ofrecemos aquello que consideramos que les va a gustar sin disgustarnos a nosotros, les exponemos a una serie de lecturas edificantes sin atender al hecho de que los gustos del alumnado pueden ir por otros derroteros. Nos consuela el valor moral que atesoran las lecturas que escogemos para ellos, pero las ubicamos en un estadio de apetencias que, en muchos casos, está muy alejado del que tienen.
Sigamos con el asunto de las adhesiones lectoras: ¿Por qué me habría de gustar que todo el mundo leyese hasta el punto de convertirlo en el eje de una cruzada sin grial? Yo creo en los efectos beneficiosos de la lectura. Mejor dicho, creo en los efectos beneficiosos que la lectura me ha producido y produce (aunque no lo parezca), pero no sé si serían extrapolables esas consecuencias a otros individuos. Leer me entretiene y me concede un grado de instrucción que considero válido (eso creo, puedo estar equivocado). Así al menos lo he percibido siempre; pero, ahora mismo, si yo tuviese la edad de mi alumnado, no sé si la lectura serviría para entretenerme o, por el contrario, haría uso (si pudiese) de otros medios que no tuve en su momento. Lo que sí creo es que no negaría, como no niegan ellos, el valor de la lectura como acto de decodificación de información, como herramienta para el conocimiento, aunque me pueda desanimar la animación y el interés por hacer que disfrute de ella: comprender un texto debe ser obligatorio; disfrutar de un texto, no.
III. El título agresivo que preside estas palabras es el testimonio lingüístico, junto con el “a mí no me gusta leer”, que obviamos los profesores de Lengua amparados en el máximo valor que le concedemos a la lectura y que nos mueve todos los años, de una manera u otra, a sucumbir a la necesidad de fijar una serie de estrategias con el fin de lograr el ansiado propósito de crear lectores, a pesar de que los resultados son muy pobres porque estos no aumentan ni se mejora la comprensión lectora.
Después de años en el oficio, debo concluir que no creo que sea razonable buscar lectores como quien busca adeptos a una ideología porque estos, los lectores, nacen de la curiosidad y no como resultado de un proceso de inducción escolar al que se ha podido ir aclimatando el alumnado, al principio, por obediencia y luego por agrado. Un lector, un auténtico lector, ese lector que pretendemos conseguir y que comparamos de una manera u otra con nosotros, nace del descubrimiento, de la experiencia asociada a un entorno de hábitos y de esa búsqueda de nuevas sensaciones y nuevas respuestas que son, en última instancia, las que han movido y mueven los resortes de la Humanidad. Por lo tanto, según lo veo yo, no es efectivo pretender o plantear la animación lectora como una actividad escolar que facilitará la consecución de lectores. No digamos nada de la gran paradoja que se lleva a cabo, de manera consciente o no, cuando en la mayoría de los casos en los que se pone en marcha la maquinaria animadora se prevé la existencia de un proceso evaluador que fiscalice si el alumno se leyó o no el libro, y si lo entendió. ¿Cómo voy a examinarte de un libro que te ofrezco para que veas en la lectura una “fuente de placer” (siguen las comillas irónicas)?
IV. Si la literatura puede ser concebida como un arte, su valor debería quedar supeditado a los mismos parámetros que se le asignan a todas las producciones artísticas: sensibilidad, disfrute, identificación, etc. Como arte, la literatura no puede ni debe ser impuesta; de lo contrario, las consecuencias podrían ser nefastas. No puede haber mayor tragedia que la imposición de un placer que no se solicita ni se aspira a conseguir. Exigir el disfrute y concebir que gracias al roce se hace el cariño es como aceptar que un error continuado, a la larga, se convertirá en un acierto, lo cual es falso: un error continuado, nos guste o no, siempre será un error; un error, por otro lado, lamentable y penoso, porque su continuidad conlleva el alejamiento permanente del acierto y la constatación de que no somos capaces de mejorar por culpa de nuestra persistencia en fallar.
La no-comprensión de una obra de arte en la que los sentidos asumen un protagonismo esencial (música, pintura…) no es un obstáculo grave para su disfrute; en cambio, la incomprensión de una obra del entendimiento (la literatura, por ejemplo, construida sobre el simbolismo de las palabras) sí genera una sensación de vacío que termina por transmutarse en malestar e inevitable desdén. Un monólogo de Shakespeare en lengua original puede ser un motivo de gozo indescriptible si dominamos la lengua inglesa, pero un ejercicio de tortura sin parangón si nuestro nivel de conocimiento de la misma es simple o nulo. No nos olvidemos de que la lengua literaria, la función poética, requiere de una destreza lingüística específica, por eso es la forma de expresión más compleja de cualquier idioma.
En este punto, es obligado plantear que nuestro alumnado no disfruta de la lectura porque tiene por lo general, al margen de otras alternativas de ocio, un problema técnico grave: un nivel de comprensión lectora bastante inferior al que le hemos presupuestado por la edad. Y eso que nuestros alumnos leen y muchísimo, diría yo. Es más, tengo la impresión de que una gran franja de su vigilia se la pasan leyendo. Claro que lo que leen no se ajusta a lo que nosotros denominaríamos de manera majestuosa algo de calidad, pero leer, lo que se dice leer, y escribir son actividades que llegan a realizar casi de manera impulsiva.
El ritual cotidiano de navegar por Internet, los accesos a las redes sociales, el uso de los programas de mensajería instantánea, los SMS de sus móviles, etc., implican, como mínimo, una predisposición a leer y en no escasa medida, por cierto. Quizás nos parezcan las suyas conversaciones pueriles, bagatelas de adolescentes; quizás nos rasguemos las vestiduras al ver la penosa escritura que presentan y la defectuosa capacidad lectora que muestran; es cierto, pero, sin proponérselo explícitamente, logran hacer bueno el principio básico de la comunicación: la transmisión de información. Para que ello sea posible, es esencial que funcione de manera más o menos afortunada el código que vincula a los emisores con los receptores.
El alumnado del profesorado de Lengua de Canarias, en un noventa y tantos por ciento, habla español. Todos los días utiliza su lengua en muchos contextos. Posiblemente carezca de estilo, quizás su escasez de léxico empobrezca los mensajes o nos dé la impresión de cuán limitado puede ser su pensamiento a tenor de lo que dice o escribe, y de cómo lo hace; pero, aunque nos sorprenda, este alumnado ha logrado hacer un uso efectivo de su lengua, ha logrado cierta destreza en el manejo del idioma porque es capaz de mantener una conversación textual a través del teléfono móvil sin necesidad de usar las vocales (lo cual es algo que me maravilla, lo reconozco) y tiene la suficiente aptitud para escribir con diligencia durante horas y leer durante muchas más todo lo que aparece en sus programas de mensajería instantánea, manifestando en todo momento una actitud de comprensión cabal a lo que sus interlocutores le expresan por escrito.
V. ¿Adónde nos ha de llevar la circunstancia del dominio idiomático? A un hecho que considero crucial en todo lo que venimos contando: nosotros, como profesores de Lengua Castellana y Literatura, no hemos de enseñar ningún idioma a nuestro alumnado como hacen nuestros compañeros de Lenguas extranjera. A nosotros nos traen los alumnos con el idioma a cuestas; en consecuencia, considero que nuestra labor no es otra que la de enseñarles a mejorar el manejo de su lengua y no enseñarles una lengua a secas. Nosotros somos sus “entrenadores lingüísticos”, no sus “parteros idiomáticos”. Este hecho me lleva a plantear una cuestión crucial: ¿A qué creo, pues, que debe dar más importancia ahora mismo la escuela: a que al alumno le guste leer o a que el alumno sepa leer?
Considero que hemos de exigir a nuestro alumnado que sepa leer cualquier texto (repito, cualquier texto) y que adquiera los hábitos necesarios para sortear cualquier dificultad que la lectura de lo que sea le ocasione. Todo lo demás cabe dentro del tarro de los deseos, las esperanzas y los anhelos deontológicos porque no es factible el trazado de un plan de trato y trabajo que nos permita asentar la posibilidad de que el alumno equis, gracias a nuestra mediación, se haga lector. No, al menos, siguiendo los patrones que a nuestros ojos debe tener todo lector que se precie como tal.
Si miramos nuestro horario lectivo; las consideraciones administrativas que recibimos; las dificultades que día tras día sorteamos como profesores y, al mismo tiempo, como representantes espirituales de múltiples profesiones (enfermeros, sicólogos, policías, exorcistas…); y tenemos en consideración el mundo familiar, amistoso, lúdico… que envuelven a nuestro alumnado, llegaremos a la inevitable conclusión de que la figura legendaria del maestro que impartía nociones universales que se depositaban en los jóvenes intelectos no es posible que ahora mismo exista. Hemos perdido (porque nos lo han hecho perder) nuestro magisterio para convertirnos en Gestores Administrativos de Contenidos. Nuestro plan de trabajo ya está preconcebido y fijados se encuentran los plazos de la ejecución curricular.
Es cierto que de manera romántica tendemos a idealizar la escuela porque le atribuimos el privilegio de nuestra pertenencia a ella durante el período más decisivo de nuestra existencia: la infancia y la adolescencia. Esta visión elevada de la institución en función de un presupuestado carácter decisorio, que en muchos casos excede de la mesura, es, hasta cierto punto, muy injusta, ya que no es razonable conceder a una porción temporal como la que vive nuestro alumnado en las aulas el carácter determinante para su proyección futura.
Si así fuera, las propias influencias familiares y del entorno no-escolar quedarían minimizadas y ello, desde mi humilde opinión, sería muy grave, gravísimo, porque testimoniaría que algo no va muy bien en los mecanismos que rigen el funcionamiento de nuestra sociedad. Si volcamos este apunte a la lectura, concluiríamos que si la familia y ese citado entorno no-escolar no favorecen los hábitos de lectura de un alumno, con quienes este pasa la mayor parte de su tiempo diario, nosotros (los docentes) no vamos a poder hacerlo por mucho que nos empeñemos.
Nadie parece atender al horario escolar que ahora mismo tiene un alumno ni al régimen marcial que se desprende de su cumplimiento. Los docentes ya no podemos ser maestros en el sentido más afectivo del término porque básicamente no tenemos tiempo; y los alumnos no pueden ser receptores afectivos de un entorno de aprendizaje y asunción del conocimiento porque tampoco tienen tiempo para ello.
Los docentes nos estamos transformando, si no lo hemos hecho ya, en operadores de contenidos programados para que en equis tiempo se preparen nuestros pupilos en equis materias y se satisfaga a la administración con equis tareas burocráticas y equis porcentajes de éxito escolar. Así es imposible obtener el necesario sosiego con el que fundar en el ánimo de nuestro alumnado valores que vayan más allá de los hábitos académicos y la disciplina del acatamiento de normas y disposiciones. Sin tranquilidad, paz, serenidad… es imposible regar el huerto de la sensibilidad y de los sentimientos; y así es una utopía fundar cualquier imperio basado en la hermosura del arte y el solaz intemporal de una lectura creativa y recreativa.
VI. Supongo que debería esforzarme por ofrecer un panorama más diáfano, menos trágico, más esperanzador, menos triste; pero como no puedo a partir de lo que veo y percibo, voy a intentarlo a través de una alegría retórica: Lectura rima con dulzura, con hermosura…