Antes veía muy bien; tanto, que presumía de ello. Pasaba las pruebas oftalmológicas con la máxima puntuación. Hasta me aplaudían, no digo más. Es de lo único que me he podido permitir el lujo de presumir a lo largo de mi vida. Siempre he sido torpe y lento con mis movimientos; soy desgarbado, inarmónico, “desafinante”; si me ves una vez, prefieres no volverme a ver; nunca he oído bien ni he tenido un sentido del gusto aceptable; remotamente, me defendía algo con el olfato, pero hace ya tiempo que los olores me confunden. Pero desde que he empezado a ver mal, puedo concluir que ahora todo se desmorona. Empeoran mis sentidos. Los canales de comunicación con el exterior se atrofian cada vez más. Como un tirano encerrado en su torre de marfil, así me percibo; transformando el universo que me envuelve en una experiencia que deja de ser sensorial para convertirse en intelectual: no huelo, concibo el olor; no oigo, percibo las formas del sonido; no palpo, teorizo sobre las caricias y los roces; no saboreo, planteo degustaciones; y, como no veo, imagino. Por eso me he hecho rodear de los mejores consejeros: los libros e internet. Ellos, en el telar de mi supervivencia, me dan los hilos, me muestran la urdimbre, me enseñan a insertar la trama; en suma, me ayudan a componer mi sudario.