De la vida XVIII

El mismo aire, la misma agua, el mismo planeta, la misma posibilidad de un encuentro y, sin embargo, qué distancia tan grande nos separa: tú, individuo cuyo nombre es conocido hasta en los lugares más remotos; yo, individuo anónimo. El tramo de camino que nos separa es la fama que atesoras. Millones de seres humanos saben quién eres, están pendientes de ti, conocen incluso aquello que tú olvidaste y aceptan cuanto se les diga sobre ti con el único propósito de que tu nombre siga habitando en su conciencia cotidiana. Tú, como nosotros, duermes, comes, enfermas, ríes, lloras, sufres, disfrutas, gritas, suspiras… Todo en ti es como nosotros y, en el fondo, no eres como nosotros. Te miramos y no sabes bien de quién es cada par de ojos que te contempla; tú, en cambio, no nos miras, y no tanto porque no quieras (que hasta cierto punto bien pudiera darse esta razón), sino porque desconoces quienes somos. No sabes en el fondo adónde mirar. Somos bultos, sí, pero bultos que piensan y actúan. ¿No te inquieta que esto sea así? ¿No te llena de inseguridad saber que muchos saben de ti y que tú, de ellos, nada conoces? ¿No acrecienta tu miedo la distancia entre nosotros? La fama, la dichosa fama, un orgasmo para el ego que conduce, de una manera u otra y visto el panorama desde el lugar donde habitamos los que carecemos de ella, a dar por bueno el aforismo latino: «Post coitum tristitia».