De la vida XX

Ah, la vanidad, la hiriente vanidad, esa que se encarga de recordarte que eres un don nadie y que nadie tiene la obligación de citarte, leerte, nombrarte o recordarte en público para que todos te admiren o elogien con sinceridad tus quehaceres, porque han de ser honestas las alabanzas para que la vanidad se expanda y nos domine; y han de ser públicas las expresiones porque se yergue la ufanidad en el conglomerado, en la masa heterogénea; cuanto más, mejor, sin duda alguna. Vanidad, cruda vanidad, es la que impulsa empresas y las publicita, sin esperar a que otros las edifiquen o, una vez hechas, difundan sus virtudes. Cuántos vasos de este veneno no he consumido, cuánta energía sobre este pedestal no me alza y cuán amarga es la constatación de que sobre el humo de haber sido ignorado se asienta el reino de mis quehaceres. Nadie te cita porque nadie te lee, nadie te nombra porque nadie te recuerda y quienes lo hacen no consideran que sea la excepcionalidad o singularidad que muestro o pretendo mostrar algo que merezca ser recordado o nombrado. Ah, la vanidad, la ardiente vanidad, cómo acaricia el ego, como lo ensalza frente al espejo, como lo eleva frente a la constatación de lo que se ha hecho en solitario; cómo lo hunde cuando lo roza con la realidad, prima hermana de la verdad.