Alguien innominado conversa en una residencia de ancianos con una señora. Cumple así con un favor que le ha pedido la hija de ésta para su tesis, un trabajo de investigación relacionado con una tal CriaturaDivina de la que lo desconocemos todo; al menos en la edición de Guirres sin alas que acaba de publicar Mercurio Editorial, donde solo se menciona en una ocasión y hacia la mitad de la exposición que realiza el protagonista, ese alguien con el que he comenzado y que tanto me recuerda al célebre «Pues sepa vuesa merced…» del Lazarillo de Tormes.
«Sé que usted, señora mía, está aquí para que hablare yo principalmente de CriaturaDivina. Cierto. No me lo dice con la boca, pero se le nota en el gesto. Sí, usted vino a la Residencia para que le cuente sobre ella. Aguante y espere el orden, por favor, que necesito soltar del alma todo esto, aunque conozco a quien más puede saber sobre el asunto de la criatura, alguien que aún vive siempre muerta».
No he podido constatar si la referida “criatura” está presente en las dos ediciones que preceden a la ahora que nos ocupa: la que publicó el Ayuntamiento de Pájara en 2016 y la que hizo Ediciones Idea un año después; aunque un lector con un mínimo de curiosidad descubrirá que en el citado consistorio majorero, en 2017, vio la luz una novela del propio Ramírez intitulada CriaturaDivina. ¿Hablamos de la misma creación? Es posible. El universo de personajes del escritor grancanario que deambulan entre sus títulos no es menudo, precisamente. Guirres lo demuestra y no lo niega La machanguita (Mercurio Editorial, 2017), por nombrar dos referencias próximas.
Sigo. El protagonista aprovecha la situación que se le presenta de tener quien le escuche e hilvana una exposición en la que, por una parte, da cuenta de cómo ha sido posible que él y su amigo Julián tengan tantos y tan delirantes lazos de parentesco, fijados gracias a los matrimonios que mantuvieron con sus hermanas, hijas y madres; y, por el otro, cómo los dos han dado el paso para formalizar un nuevo enlace después de las experiencias vividas en sus anteriores relaciones conyugales.
Guirres sin alas es un extracto de la transcripción que la doctoranda hizo de la declaración del narrador, quien en no pocas ocasiones nos recuerda el porqué de su discurso: «Espero, señora, que no sufra mucho su hija trascribiendo y que le den la mejor calificación. La grabadora es buena, de las mejores, ¿no?». Sobre este pretexto se asienta el genial monólogo que Víctor Ramírez ha compuesto y que demuestra, una vez más, la enorme capacidad que atesora para crear personajes, situaciones y escenarios isleños que, de un modo u otro, van más allá de las directrices que marcan los de por sí limitados textos costumbristas y de raigambre popular. La novela es una extraordinaria radiografía del ser y del estar de una Canarias pasiva e indolente, anclada en lo cómodo, sujeta a la resignación y sin más pretensiones que cumplir con lo que toca hacer cada día para sobrevivir y atender a las puntuales urgencias hedonistas sin prestar mucha atención a la dignidad. «Siempre viví muy confiado con todo; aunque no por bondad, sino por desidia y desesperanza innatas», nos dirá el protagonista.
Un ejemplo: el narrador y su amigo Julián, cuando pueden, asisten a un cabaret, El Cupido Andaluz. Como no son clientes que dejen dinero, porque apenas les llega, suelen estar en un lugar apartado del local durante mucho tiempo con una sola bebida y contemplando a los que deambulan por ahí. Un día, uno de los dos tiene un incidente con el responsable de la sala, quien lo abofetea y humilla delante de los presentes. Tras la escena, para compensar su manera de proceder, accede el agresor a que les den de beber lo que pidan. Sin orgullo ni amor propio, reciben la dádiva en forma de dos vasitos de ron que consumirán sentados en el suelo, cerca de la entrada de los retretes y felices porque esa noche podrán tomar gratis.
Esta Canarias, simbolizada en las figuras de los citados, es contraria a la que no está dispuesta a sucumbir, a no prosperar, a no echarle coraje y esfuerzo con el fin de salir adelante sobrepasando el bache de una posguerra que, en las islas, se hizo más larga y dificultosa debido a la distancia y la desidia metropolitana. La imagen de esta superación se consolida en la figura de un fascinante personaje de la novela que, a pesar de su condición de secundario y de sus contadas referencias, me atrapó hasta el punto de ver en él hechuras suficientes para protagonizar un relato: RitaLubinia Berriel Falcón, la primera mujer del narrador y hermana de Julián. Es de los pocos que aparecen con su nombre y apellidos al completo, un rasgo distintivo no menor, a mi juicio. Destaco su condición de ávida lectora y que posea una fuerte personalidad y un acrisolado sentido del orgullo propio: rechaza el vestido de novia que le quieren prestar porque no acepta limosnas ni dádivas de nadie, «y menos soporto las ayudas viniendo de la familia, pues son sobornos para chantajearte luego», dirá a su desconcertado pretendiente, que no es otro que ese alguien innominado que tiene la palabra en Guirres sin alas. Su sentido de la libertad le lleva a tomar la decisión de abandonar su hogar y fugarse con un pintor, con quien tampoco debió irle bien, según nos cuenta el que fuera su primer marido.
Dos Canarias, pues, fluyen en el trasfondo de la trama que recogen las admirables páginas de esta novela: por un lado, la que se dota de alas para afrontar las dificultades y progresar; por el otro, la de los “sin alas” que testimonia el protagonista en su larga explicación y que son identificados por quienes los conocen y han tratado con ellos como aves rapaces.
«Aunque tampoco he olvidado nunca a alguien del barrio y con más o menos nuestra edad, alguien que nos saludó falsamente efusivo al cruzarse con nosotros, llevando Julián y yo a nuestras espositas enganchadas conyugales al brazo; levemente alzando el vecino la mano como si cómplice rencoroso. Iba acompañado de su mujer, toda fea y avejentada, quien, nada más habernos saludado, le preguntó con altanero retintín envidioso: “ésos que van con las niñas son Los Guirres ¿no?”. A lo que le respondió: “Sí lo son, pero guirres sin alas”».
Estamos ante una obra de autor, un texto con estilo propio imposible ya de no reconocer después de tantos años ofreciendo al patrimonio literario hispánico extraordinarias piezas con las que nos identificamos porque las sentimos afines a nuestra condición y al mundo del que formamos parte. Mucho se ha escrito sobre estas peculiaridades que atesora la producción de Víctor Ramírez y, por fortuna, no poco es lo que ha de seguir escribiéndose. Es un clásico. Una referencia imperecedera por incuestionable cuando se hable de literatura en lengua española vinculada a la cultura e idiosincrasia canaria y americana.
Una búsqueda rápida en internet con el propósito de avivar el rescoldo de lejanas lecturas de y sobre la producción de nuestro autor me ha llevado a constatar el registro de contenidos muy valiosos, como los que han elaborado, por ejemplo, Juan Antonio Luján Henríquez sobre Guirres sin alas y Anghel Morales acerca de algunos cuentos. Descubrí estas referencias en el blog Nación canaria del mencionado Morales y las uní a ese enorme conjunto de notas y estudios académicos, tanto digitales como en soporte papel, que parecen anunciar que poco es lo que cabe aportar sobre esas apuntadas marcas de identidad de la narrativa del grancanario que ya no se haya dicho. En consecuencia, solo puedo resaltar aquellas que más me han cautivado, empezando por la que creo es la principal de todas: el espíritu de confluencia que presiden las acciones, las expresiones dialógicas y narrativas, los tiempos…
En Guirres sin alas, este impulso retórico hacia la convergencia queda reflejado de algún modo en las interpolaciones y digresiones, que se consiguen con esa disposición del discurso en grupos de párrafos que parecen mostrar que el emisor habla a saltos, yendo de un tema a otro, empezándolo todo y dejando que el lector llegue a pensar que la exposición se ha quedado a medias, aunque después comprueba que no es así. Se agolpan las ideas, se empujan entre sí, la sensación de desorden enciende las alarmas; pero luego, la genialidad de Ramírez consigue demostrarnos que tras ese aparente caos hay una arquitectura textual sumamente cuidada, consecuencia de una depurada técnica, pues todos los frentes iniciados concluyen y los que no se dejan aposta, como esas estructuras metálicas que sobresalen en el hormigón cuando se ha retirado el encofrado y que sugieren la posibilidad de una continuidad en la edificación.
Vista con la debida distancia, esta disposición de los elementos se configura en la novela tomando la forma de un sistema solar como el nuestro: hay un centro que, a mi juicio, viene representado por «la ocurrencia» de Julián, que le sobrevino tras ver «aquella ninfita pública»: que cada uno se case con la hija del otro. Este matrimonio determina el desarrollo de la obra en la medida que cohesiona la exposición del narrador haciendo orbitar todos los asuntos menores (satélites) alrededor de los planetas que representan, por un lado, el cómo se llegó a la conclusión de que la boda era recomendable, aunque solo fuera como resultado de un interés del protagonista por procurar la felicidad de su amigo tras el incidente de las cachetadas que recibió en El Cupido Andaluz; y, por el otro, cómo se fraguaron el noviazgo, la convivencia y la posterior ruptura con las jóvenes. La idea del enlace, pues, es la gran estrella en torno a la que gira la cantidad de asuntos variados que aborda el monologuista.
Habitual en nuestro autor es el asentamiento de la trama de sus obras en las clases populares y en personajes que, siendo de ciudad, parecen manifestar actitudes o modos de conducirse que, en ocasiones, asociaríamos más a entornos rurales. Todos se ven envueltos en una suerte de lugares comunes dentro de la historia cotidiana de nuestra tierra a lo largo del siglo XX: el peso emocional de la emigración, la abundancia de descendientes, la pobreza asumida, el complejo de inferioridad, la influencia de la iglesia, la sensación del aislamiento, etc. Víctor Ramírez, deudor de un pensamiento político bien conocido, no puede mostrarse indiferente ante este panorama, de ahí que aproveche la ocasión para dejar caer su particular impronta, como ocurre en el capítulo III, cuando suelta un contundente «la limosna retrasa la revolución» al hilo de un pago a plazos por un servicio sexual a Antonia LaPergamina.
También se pronuncia el escritor, y en Guirres tiene mucho sentido que lo haga, sobre el valor de los vínculos familiares y cómo las relaciones establecidas en ocasiones crean uniones que, en el fondo, no lo serán sino por el acuerdo, no por el afecto. El narrador posee, en teoría, una parentela grande; pero en la práctica esto no impide que esté absolutamente solo y que lo más cercano sea su inseparable Julián, a quien conoció cuando hacían la mili. Fue un mal padre, lo reconoce; un irresponsable que se desentendió de su función educadora:
«Es verdad que su vida nada me importaba. Jamás fui padre que se preocupara seriamente de sus hijos, acaso porque evitaba yo agobiarles de educación como me agobiaron a mí, con palizas incluidas».
Esta realidad, atribuible también a Julián, tiene una consecuencia curiosa dentro de la trama principal de la novela: que ambos hablarán de sus hijas como si fueran dos perfectas desconocidas, lo que les lleva a descubrir en ellas novedosas cualidades y llamativos modos de actuar que, en ocasiones, quedan envueltos en una nebulosa de inmoralidad que afecta tanto a los padres como a las dos jóvenes. Los conflictos entre lo que está bien y lo que no, lo correcto y su contrario, se perciben con más claridad en el narrador y en Julián porque ambos tienen una mayor proyección en la novela, pero son propios del entorno con el que conviven. El caso más lacerante es, sin duda, el de un tal maestro Febrero, quien se aprovecha de sus dos nietas con el visto bueno de sus padres, que no lo denuncian porque hace falta el dinero de su pensión para sobrevivir.
Un rasgo muy “victoramírez”, presente en muchos títulos y predominante en este, es la intensa pulsión sexual que domina a los personajes y los condiciona hasta el punto de que todo en sus vidas parece quedar supeditado al desfogue, creando para ello un orden de prioridades que llega a ser en ocasiones perturbador, como cuando Julián, ya viudo, declara que prefiere desahogarse con la cabra negra que tiene en la azotea antes que masturbarse porque «es de marica tocar la pinga para dar gusto, aunque sea tocarte la tuya». El hecho mismo de que lleguen a dar el visto bueno a casarse con la hija del otro, sobrinas las dos que vieron nacer y crecer, y con quienes mantienen muchos años de diferencia, traslada una imagen del incesto muy nítida y consolida la idea de que hay vínculos cuya validez solo es teórica, aunque cuenten con el aval de la tradición: «Por lo oído, señora, esto de casar chiquilla con maduro y con familiares fue algo más habitual de lo imaginado. De entre mis familiares yo no conozco caso parecido, la verdad sea dicha. También es cierto que casi todos acabaron emigrando»; y el visto bueno eclesiástico:
«Si nuestro Señor las ha hecho fértiles desde tales edades, por algo será, hijo mío. ¿Y con quiénes estarán las criaturitas mejor atendidas conyugales que con vosotros como esposos?».
La presencia de personajes adocenados determina el tipo de español de Canarias coloquial que utilizan, situado en el nivel bajo, aunque sin adentrarse de lleno en el pedregoso camino de los vulgarismos. En el idiolecto del relator abunda el estilo informal dotado de los recursos propios de la lengua oral: repeticiones, formulaciones expresivas que se quedan a medias, apelaciones a los interlocutores, preguntas retóricas («¿Usted qué cree, señora mía?»), etc. Es frecuente la presencia de metábasis y el uso del hipérbaton; así como de neologismos (“señoronita”, por ejemplo) y, sobre todo, de la hipérbole, que en Guirres se puede detectar en la multiplicidad de vínculos familiares que mantienen el protagonista y Julián.
Este tipo de exageración de la que hace uso Víctor Ramírez posee una carga humorística y enlaza con ese punto de desenfado y de sutilísima ironía que se percibe, por ejemplo, en los dos nombres unidos que tienen las mujeres más cercanas al protagonista y Julián por formar parte de su familia (MaryPino, RitaLubinia, AltagraciaMercedes, ArabiaFermina, etc.) y la siguiente generación (ArmicheRosendo, YaniroBentejuí…); y en situaciones tan hilarantes como la que se produce durante el noviazgo del relator y su amigo con sus hijas cuando estas reclaman de sus futuros esposos que se comporten como pretendientes y actúen como corresponde, o sea, escondiéndose de sus padres. La gracia está en que ¡ellos son sus progenitores! O sea, que el protagonista y la hija de Julián tienen que hacer sus cosas de novios sin que el mismo Julián las conozca, y viceversa.
Un paso más avanzado de la ironía y tan propio de nuestra idiosincrasia sería la retranca que encierran comentarios como el que dedica el narrador a la prostituta Camelia, quien era generosa y bondadosa, pero cuando terminó sus estudios de Derecho y consiguió ser jueza se convirtió en un demonio; o que para poder estar en el El Cupido Andaluz era obligatorio hablar “peninsular”; o que el cabaret, con el tiempo, acabase convertido en una entidad bancaria; o que elevara el deseo sexual de la hija del narrador el que su marido Julián se disfrazara de obispo, por ejemplo.
Ni una puntada sin hilo, ni un mensaje sin trasfondo ni proyección. Así es Guirres sin alas, una novela ante la que podemos adoptar dos posiciones que no son excluyentes: por una parte, la que busca el mero entretenimiento y el echarse unas risas y pasar un buen rato de lectura a costa de unos personajes y unas situaciones que, en ocasiones, recuerdan a los cuentos de Pepe Monagas, la genial creación de Pancho Guerra. Por la otra, la que es consciente de que detrás del decorado y del tono desenfadado hay una visión del mundo que, de alguna manera, nos ha condicionado como canarios. Julián y el narrador representan la indolencia, la pasividad, la malagana… propia de quienes se despreocupan del futuro porque viven al día, sin aspiraciones de mejora, conformes con la mala vida que tienen y consolados con el convencimiento de que todo podría ser peor. Ellos representan la Canarias deambulante que rebaña sus jornadas con la asumida comodidad que les concede el tener claro que de nada saben; una Canarias, por fortuna cada vez más pequeña, que da la sensación de estar convencida de que el conocimiento es peligroso, como nos llega a señalar el narrador cuando habla de la lectura:
«Lo malo estaba en que, mientras más aprendía leyendo, mayores resultaron mis miedos a seguir vivo, más fuertes serían mis convicciones de que sólo se aprende para conocer tus ignorancias irresolutas, aumentándosete las dudas y desesperanzas, sí. Y eso desanima peligrosamente, te quita las ganas de vivir como lo que en verdad eres: un animalito de Dios. Por eso acabaré dejando repentino de leer, como asustado frenético».
La asunción de esta segunda posición (sin negar la primera, repito) permite que descubramos en la novela una singular validez que trasciende los límites de lo literario para adentrarse en los de la sociología y la antropología. Ese es el gran valor de Guirres sin alas; y su hallazgo, el gran regalo que nos da su lectura.