G / Ejemplar o no, lo cierto es que el primero de los objetivos que debió atenderse en la Transición se cumplió: implantar en España una democracia, aunque para ello se tuviera que pagar el peaje de una Constitución que, con los ojos aclimatados a la luz del 2020, es merecedora de algunos cambios profundos. ¿Cuántos de los que votaron la Carta Magna conocían en realidad el texto e iban más allá de lo que se presentaba como una elección donde parecía claro que el NO, la nada (ni la instauración del régimen franquista tal y como lo añoraban los integrantes del conocido como búnker era posible) era infinitamente peor que el SÍ, la democracia, con todos sus defectos a cuestas?
El Referéndum sobre el Proyecto de Constitución se realizó el 6 de diciembre de 1978. Ejerció su derecho al voto el 67.11% de los electores, aproximadamente unos veintiséis millones y medio de españoles mayores de edad y no inhabilitados para el sufragio activo. De este porcentaje, el 88.54% optó por la papeleta que respondía Sí a la pregunta «¿Aprueba el Proyecto de Constitución?». Cerca de dieciséis millones de españoles respondieron afirmativamente a la cuestión. En un editorial publicado por el periódico El País a las 23.00 horas del 6 diciembre, titulado «Incompetencia y caos», se lee hacia el final lo siguiente:
La impresión generalizada en las redacciones es que la Constitución ha sido aprobada ampliamente, pero también que la abstención fue mayor de lo previsto. Esta evidentemente es una noticia que empaña en cierta medida el panorama. Pero lo que más lo empaña es el aparente deseo de esconder la cabeza como los avestruces: si la democracia tiene un valor, es porque las urnas hablan, incluso cuando no nos gusta lo que dicen.
En 1978, la población española ascendía a 36,69 millones de habitantes; o sea, que cerca de diez millones de menores de edad y de inhabilitados para el sufragio activo no participaron en el proceso. La cantidad de quienes no intervinieron es bastante parecida a la de la actual población española mayor de 60 años, según los datos del INE a fecha 1 de enero de 2020, cuando el total de la población de España asciende a 47.431.256 habitantes. En 1978, quienes ahora tienen 60 o 61 años pudieron votar porque tenían la mayoría de edad. Con estos datos en la mano y el tiempo transcurrido, ¿de verdad que no hace falta, parafraseando el interesante título de Freixes y Gavara, repensar la Constitución?[1]
Se habla de la Constitución como hija del acuerdo, una afirmación esta que tampoco ha logrado llegar a nuestros días con la debida entereza.
Como ha escrito uno de los ponentes de la Constitución –Miguel Roca– ésta fue redactada no sólo «desde el consenso» sino también «para el consenso»,[2] en el sentido de que necesita para funcionar una voluntad coincidente superior a la de la mayoría parlamentaria. Así la vieron los españoles en el momento de su aprobación y ésa sigue siendo su opinión. Esto explica lo que tardó en elaborarse, sus voluntarias ambigüedades terminológicas y que fuera ratificada mediante referéndum, datos todos ellos inusuales durante la «tercera oleada» de democratizaciones. No cabe la menor duda de que, como en todas las transiciones a la democracia, pero en este caso de forma especial, hubo en el caso español una clara voluntad de acuerdo que prestó una indudable solidez al edificio institucional, en especial cuando surgieron las dificultades.
El propio Miquel Roca dirá: «Yo creo que este consenso fue previo a la ponencia constitucional, presionó sobre ella y se visualizó y se simbolizó con el resultado del referéndum». El “para el consenso”, la “clara voluntad de acuerdo” que señala Tusell y la declaración de “preacuerdo” convierten el pacto entre los blandos del régimen y los moderados de la oposición, según la denominación de Sánchez-Cuenca, como la única solución posible para resolver una situación cuya complejidad, cuatro décadas más tarde y a tenor de lo que se va sabiendo, era hasta cierto punto relativa. No es que no lo fuera, que lo fue; sino que, quizás, no fue la “complejidad” mostrada y que ha perdurado hasta nuestros días la que realmente debería haberse tomado como referencia.
No es que se superaran las versiones maniqueas que culpaban, ora a la derecha tradicionalista ora a la izquierda radical, de la ausencia de estabilidad política y consenso democrático, sino que se improvisaba un maniqueísmo sui generis según el cual todos los males de nuestra historia los había causado la ausencia de consenso, la inmadurez de nuestros políticos, la irresponsabilidad de nuestro pueblo. Un rey de 37 años, con la experiencia de un subalterno –Torcuato Fernández Miranda, convertido en renegado albacea de la dictadura– y un puñado de políticos de pasados innombrables –por vergonzosos– como Suárez, Carrillo o Fraga –o por inexistentes–, como González, Arzalluz o Roca… daban lecciones políticas de altura a los mitos del pasado: Maura y Cambó, Prieto y Negrín, Gil Robles y Giménez Fernández… [Morán]
H / Para que los hechos tuvieran el peso suficiente, se hizo necesario la confección de un relato de los acontecimientos (por ahí he dejado dispersa la palabra “epopeya”) y es aquí donde entra la prensa; pero no toda, ojo, sino la que podía gestionar los estados de opinión de los lectores, o sea, de esa sociedad civil testigo de los hechos sobre la me referiré más adelante porque es, de algún modo, la que da forma al sentido de este libro y, por extensión, a cuantos ha compuesto mi apreciado Fernando Romero Romero en torno al municipio grancanario de Agüimes.
No pienso en periodistas sueltos, aislados, que podían tener la ideología que mejor les pareciera o actuar en función de sus intereses y conciencia, periodistas con voz propia que pastorearon su independencia en un entorno más controlado de lo que se podía imaginar, sino en sus jefes, los que dirigían los medios y determinaban las pautas de los ataques y las alabanzas; aquellos que, con una llamada de teléfono, convenían silencios y, entre una cena y un acto protocolario, determinaban los párrafos que debían recogerse en los medios para dar cuenta de ese presente que ellos querían que fuera y, al mismo tiempo, littera scripta manet, tal y como debería quedar para la posteridad.
Políticos y periodistas han permitido que el relato de la Transición sea el que es: una gran historia incompleta –con demasiados enmudecimientos– que, tras cuatro décadas, he terminado por mostrar que lo que se consideraba magnífico, no era en realidad, siempre según cómo se mire, tan bueno; y lo malo, lo que se calló y se negó sin miramientos entonces, quizás tampoco era tan negativo. El ejemplo más claro de esto lo representa en la actualidad el rey emérito Juan Carlos I.
Hay cosas sorprendentes, pero para mí la mayor es que el eje intocable de toda la Transición fueran la monarquía y el rey de Franco. No lo he entendido nunca. Porque cuando todo el mundo se está moviendo en coordenadas no solo democráticas, sino suprademocráticas y excesodemocráticas, tener un jefe de Estado que es el rey de Franco, y que se obligue a todo el mundo a tragárselo desde el principio, y que todo el mundo se lo trague, Felipe con más entusiasmo que Carrillo, pero todos, absolutamente todos, resulta sorprendente [Fernández-Monzón].
Uno de esos jefes aludidos, el primer director de El País hasta 1988, Juan Luis Cebrián, expuso en 2001 la siguiente reflexión a Felipe González:
«De todas formas, ¿por qué es tan difícil, y tan raro, criticar al Rey o a la familia real? Aparte de la inviolabilidad constitucional parecen tener otro tipo de bula. En este país hay libertad de expresión sobre casi todo, menos sobre el Rey y la institución. Las mofas que hay acerca de la monarquía en Inglaterra o en Holanda no se producen aquí, y yo, lejos de creer que eso sea necesariamente beneficioso, pienso que sólo demuestra que la institución es tan endeble que, si se hicieran burlas o chistes, se crearía un problema mayor que no nos conviene tener. El papel de Juan Carlos no está sustentado sobre un valor reconocido de la monarquía. Por un lado, es un rey sin corte y los monárquicos no cuentan casi nada, eso está bien. Por otro, no ha habido una teorización suficiente de la corona como elemento aglutinador de la convivencia democrática, lo que genera ahora interrogantes sobre si el príncipe Felipe reinará o no, en función de cómo sea su novia. El Rey no tiene ya el poder moderador sobre las Fuerzas Armadas que ejercía en la transición, y el príncipe mucho menos. Además, las propias Fuerzas Armadas no son ya determinantes».
Viniendo de quien vienen, de uno de los que participó en la elaboración del que he denominado “relato de los acontecimientos”, estas palabras adquieren una contundencia que, a mi juicio, no conviene desatender porque informan de algunos aspectos que, a comienzos del siglo XXI, vienen a reflejar el status quo de la monarquía y, por extensión, del sentido con el que cabe aceptar los hechos de la Transición: uno, que la crítica al rey o a la familia real ha estado siempre minimizada por cortafuegos. Cuando esta protección se ha venido abajo, el descrédito de la institución se ha agrandado de manera más que preocupante para sus protectores. Dos, que la monarquía, en tanto que institución, no ha tenido un valor intrínseco más allá de que calara en su defensa la idea del “juancarlismo” como muestra de adhesión al protagonista principal del acontecimiento histórico que nos convoca. Y, tres, que las Fuerzas Armadas, el bastión donde se consolidaba la institución, están en un muy destacado segundo plano dentro de lo que supone el espacio de protección de la corona. El apoyo que Juan Carlos necesitó del ejército ya no es imprescindible para su heredero, aunque como jefe de Estado posea el mando supremo.
I / Hace unas páginas, pregunté por el comienzo del periodo; ahora toca hacer lo propio con el final para entender el sentido último del juego conceptual del que te he hecho partícipe: que la Transición fue el epílogo de la Guerra Civil y el Franquismo su prólogo. Procede, pues, formular la pregunta pertinente: esta «faceta positiva de la historia contemporánea española y contrapunto de la tragedia que supuso la Guerra Civil»,[3] en palabras de Baby, ¿cuándo acabó?
Culminado el proceso de transición política con la Constitución de 1978 y los primeros Estatutos de Autonomía del año siguiente, el desencanto de que hicieron gala buen número de intelectuales, escritores y artistas se desvaneció como por ensalmo tras el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 para dejar paso, con el triunfo abrumador de los socialistas que fue el resultado político más inmediato de aquella intentona militar, al primer consenso generalizado sobre el periodo de nuestra reciente historia, que por entonces se comenzó a denominar la Transición, con artículo y mayúscula. [JuliáA]
Porque había acabado, pudo ganar el PSOE, señala TusellB. La unanimidad en esto suele ser más o menos general: la victoria del PSOE representa el fin de la etapa tal y como hemos asumido que es. Pero esto quizás sea merecedor de un par de observaciones que, ruego, sean tomadas con las debidas cautelas. Veamos: si aceptamos la reflexión de Santos Julia sobre la vigencia del término en la actualidad a tenor del convulso panorama político que llevamos viviendo en los últimos años, es posible que nos veamos abocados a plantear la existencia de una primera transición, que llegó hasta las elecciones del 82; y de una segunda que es más lenta porque se articula desde los parámetros que determina el sistema democrático y que tiene su culminación en lo que sería el «fin del régimen del 78». Hubo una primera fase de este cambio –meramente teórica– hacia finales de la década de los noventa. Sobre ella nos habla Santos JuliáC:
Algunos partidos políticos han multiplicado durante los últimos años las denuncias sobre las carencias de aquella transición en un intento de deslegitimar lo consolidado desde entonces y de legitimar, por el contrario, la necesidad y hasta la urgencia de emprender una nueva, segunda transición. No es una exclusiva de partidos nacionalistas: el primero al que le cupo esa originalidad fue a José María Aznar cuando emprendió la cruzada para desbancar al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) del Gobierno bajo la consigna de la segunda transición, consigna repetida por Josep Lluís Carod, Begoña Errazti y Bizén Fuster en una especie de manifiesto por el reconocimiento del carácter plurinacional del Estado español. Si se cree lo que dicen no pocos publicistas y políticos nacionalistas, todo lo ocurrido –y lo no ocurrido– en la transición se debió al miedo a una injerencia militar que estaría motivada por la exigencia de reconocimiento del derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas: de ahí que el postulado de una segunda transición se dirija expresamente a deslegitimar lo que entonces se legitimó por una cesión de la izquierda, un régimen monárquico impuesto por la fuerza.
Los nacionalistas sostienen que el Gobierno y la oposición comunista y socialista, republicanos por naturaleza, pactaron una monarquía parlamentaria con el fin de que la corona sujetase al ejército, en ese momento el elemento más apegado a lo que quedaba de Franquismo una vez que la Iglesia se había hecho a un lado (gracias a la función de prelados como Tarancón) y la Falange se volvía cada vez más residual.
Según lo expuesto, ahora mismo nos encontramos en una segunda fase de esta hipotética segunda transición que, vista la situación y lo que está siendo el reinado de Felipe VI, no debería extrañarnos que concluya con la instauración de la III República. De esta manera, la circunferencia seccionada por la Guerra Civil, el Franquismo y las dos Transiciones (la que conocemos y la que imaginamos) volvería a cerrarse.
La segunda observación que deseo compartir al hilo de lo que significó la victoria del PSOE como el instante en el que ya se puede dar por finalizada la Transición está relacionada con el convencimiento de que, sin duda alguna, las mayorías absolutas de Felipe González pudieron haber hecho mucho más de lo que hicieron en determinados temas. Pienso que faltó una mayor y mejor regeneración y limpieza de las instituciones y de sus gestores (tanto los elegidos como los puestos a dedo), ya que se toleraron dinámicas y modos de hacer que, con el tiempo, adquirieron rango de hábito en las distintas legislaturas y, a día de hoy, han terminado por minar la confianza de la ciudadanía en su clase política. También creo que es un insulto a las víctimas de la dictadura que se tuviera que esperar hasta 2007 para dar forma a una ley que velase por la memoria histórica;[4] o que se contribuyese, de una manera tan destacada y decisiva, como descarada e ilógica, a generar una inercia en el tratamiento de la monarquía y, más en concreto, en la figura del rey que ha fluctuado entre la adoración y el blindaje. Con estas muestras en la mano, reconozco que no sé hasta qué punto se llegó al poder en 1982 con una mochila demasiado cargada de intocables compromisos.[5]
[1]. Freixes Sanjuán, Teresa y Juan Carlos Gavara de Cara [coord.] [2018]. Repensar la Constitución. Ideas para una reforma de la Constitución de 1978. Dos tomos. Agencia Estatal Boletín Oficial del Estado.
[2]. Recoge esta afirmación el periódico El País en una noticia fechada el 26 de noviembre de 1998 bajo el título «Los “padres” de la Constitución defienden su plena vigencia».
[3]. Lo de “faceta positiva” casa con la idea de «final feliz» que apunta TusellB, concepción esta que, según el historiador, es responsable de esa visión banal del proceso en su conjunto que parece haber, al menos, dentro de España.
[4]. Agüimes, sin ir más lejos, fue un municipio pionero en esta cuestión al haber aprobado en 1985 (sí, repito, ¡en 1985!) el cambio de las calles con denominación franquista por unanimidad.
[5]. La pregunta es inevitable: ¿Cuán larga, en esto, es la sombra yanqui?