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Haz y envés de la Transición. Agüimes como referencia

«En mi habitación y a solas, soy testigo de la impronta visual de la historia. Es otro síntoma del cambio que se ha producido en este siglo: las conquistas de César o Napoleón, incluso todo lo que ocurrió antes, sólo pudo ser presenciado y experimentado por los coetáneos. El hombre contemporáneo se ha convertido en testigo, una experiencia que tiene algo de escalofriante. No soy un simple coetáneo, soy un testigo».

Esta impresionante cita de Sándor Márai, publicada en la entrada correspondiente al 25 de agosto de 1984 del último tomo de sus Diarios, que abarca el periodo comprendido entre 1984 y 1989, sintetiza la posición que asumimos ante los acontecimientos históricos cercanos, que nos vuelven de alguna manera cómplices con su desarrollo. Somos testigos cuando nuestros abuelos y padres nos hablan en primera persona de su historia y logramos, tras asimilar su relato, empatizar con ellos, hacer que lo suyo sea inevitablemente nuestro; y lo somos también cuando nos hablan de todo cuanto nos envuelve y adquirimos la conciencia de que nos afecta, de que no estamos al margen de los sucesos ni en alguna orilla viendo pasar un río lleno de sobrantes que van al mar. No contemplamos los hechos en el tiempo; es el tiempo el que, de algún modo, nos contempla a nosotros, tanto si somos una parte activa de lo que sucede como si decidimos asumir la postura más indolente: la del mero coetáneo.

En este punto, no me queda más remedio que reconocerme testigo de la Transición española. No recuerdo el telediario donde se anunció la muerte de Carrero Blanco, pues poco más de diez meses de vida tenía; tampoco los funerales por Franco y la pactada subida al trono del actual Rey emérito, hechos que ocurrieron cuando yo tenía dos años y nueve meses; ni, con casi seis, el referéndum de la Constitución. Nada tengo guardado en la memoria de estos momentos que mis padres y mis abuelos vivieron en primera persona. Desconozco si las alegrías o tristezas que pudieron ocasionarles se tradujeron esos días en algún tipo de celebración doméstica o, por el contrario, en un bajón anímico tal que lo mejor que pudimos hacer fue no levantarnos de la siesta hasta el día siguiente. No lo sé.

Según Márai, en esta etapa yo solo era un coetáneo de los acontecimientos. Empecé a ser testigo en el momento en el que capté, probablemente con muchas imprecisiones, lo que significaba el golpe de Estado de Tejero, que ocurrió cuando yo tenía ocho años; y tras contemplar, veinte meses después, la holgadísima victoria electoral del PSOE en 1982. A grandes rasgos, supe leer la cara de mis padres y abuelos, y traducir las inflexiones de sus voces. Esta condición de testigo quedó consolidada en el instante en que me fue posible conectar con esos relatos sobre hechos que habían acaecido cuando yo, no por voluntad, sino por incapacidad biológica, estaba sentado en la orilla de mi río.

Como desde entonces no he dejado de ser ese testigo al que se refiere el genial húngaro, no puedo mantenerme al margen del último gran hecho histórico contemporáneo que ha vivido nuestro país y que ha quedado registrado para la posteridad con un enunciado propio: la Transición. Escribo este artículo horas antes de la presentación del libro La Transición en Agüimes de Fernando Romero Romero (Beginbook Ediciones) que tendrá lugar en el Ayuntamiento de Agüimes. Hoy es 20 de noviembre de 2020. Han pasado casi 47 años de la muerte de Carrero; 45, del óbito del dictador y de la entronización de Juan Carlos I; casi 42, del sí a la Constitución española; 39 años largos del golpe de Estado y treinta y ocho de la victoria electoral socialista, y la actualidad de lo que representa la Transición consolida con creces esa cualidad de “testigo” a la que me he venido refiriendo. En este punto, cobran un valor especial las palabras de Julián Marías cuando señala que «hablar en estos últimos años de la Transición es hablar de política mucho más que de historia; o mejor: cuando se aparenta hablar de historia, lo que se hace cada vez con mayor frecuencia es un uso del pasado al servicio de intereses o proyectos políticos o culturales del presente».

¿Por qué? Muchas son las respuestas que se pueden aportar para explicar esta singular circunstancia, la de un hecho que se quiso encerrar entre los márgenes donde se sitúan otros episodios históricos (o sea, en el pasado) y que despierta de su letargo para volver a formar parte de nuestro día a día. La repuesta, tal y como yo lo veo, se encuentra en el hecho de que el periodo comenzó con una doble proyección que trajo consigo un inevitable desdoblamiento en su desarrollo en forma de dos vías de diferente grosor y magnitud: la más pequeña representa el cauce adecuado del proceso, que se ha desarrollado según lo esperado, ha terminado cuando debía hacerlo y ha dado pie a un nuevo periodo. La más grande, por el contrario, muestra una evolución que se ha cerrado mal (deprisa, con improvisaciones, desatendiendo al futuro a corto plazo…), lo que ha terminado por ocasionar un cuadro de septicemia en el sistema. La conciencia colectiva, la de los testigos, que conserva la memoria de la vía correcta, se rebela y combate la infección. Se abre nuevamente aquello que se había adormecido adrede y revivimos debates y situaciones en las instituciones y en los organismos políticos que habíamos asumido que formaban parte de otra época.

El camino adecuado de la Transición vino aparejado por la voluntad del pueblo para que acabara la atroz dictadura franquista y todo cuanto representaba. Finiquitar la tiranía conllevaba retomar la senda democrática que envolvían los días de la Segunda República y que fue aniquilada por el golpe de Estado de un grupo de militares que se arrogaron, sin el aval de unas elecciones, la representación del pueblo español. Asumir la Democracia era y es aceptar la libertad, la igualdad, el progreso, la razón, el consenso… El otro camino, el de la enfermedad, es el que nos ha conducido a ver cómo, con el tiempo, los sentimientos que se abrazaron a lo que significaba la Transición (esperanza e ilusión, alegría y orgullo) se han convertido en un lacerante desengaño que causa irritación y hastío cuando se evocan.

Si la etapa vuelve a estar presente es porque la sensación que asoma en la cornisa de las impresiones de este siglo XXI que nos contempla es la de que aquel fue un teatro al que llamaron “Democracia” donde sus actores, que lograron afianzar la percepción entre el público de que eran prohombres capaces de gestas inigualables, en el fondo tuvieron más de tramoyistas conchabados que de héroes. Aquellas palabras dictadas al calor de un bello y necesario propósito, ¿fueron en realidad sinceras? En el ánimo flota la percepción de que se abandonaron los principios que habían convertido el periodo en una fuerza positiva, en un motor de transformación que nos igualaría en Derechos Humanos y nos regalaría un Estado de bienestar próspero y duradero. Si soñamos con la arcadia es porque nos dijeron que era posible conseguirla muerto el dictador.

¿Qué rezuma en los resquicios del ánimo? La convicción de que crearon una democracia obsolescente; una forma de gobierno mal cortada y peor cosida que se vuelve insuficiente e improductiva a medida que la población gana en capacidad y conocimiento para vislumbrar las trampas que había detrás. El poder de Internet en el siglo XXI ha permitido mostrar lo que hay entre los bastidores dando la palabra a muchos que habían sido o habrían sido silenciados por los medios de comunicación “oficiales” y oficiosos. Esos informantes, como si grandes profetas bíblicos fueran, han removido muchas conciencias gracias a su labor de agrandar el enfoque con el que nos habían dicho que debíamos mirar la realidad. De la visión central pasamos a ser diestros en la periférica. Fue así como atisbamos muchas cosas que no nos gustan y que habríamos cambiado antes si hubiésemos podido verlas. ¿Consecuencias de mirar sin filtros? El actual descrédito del Rey emérito, por ejemplo; o el Movimiento 15-M (mayo 2011) y su «cojamos el bisturí y abramos, que detrás de la piel maquillada y los músculos falsamente firmes hay un organismo con severos daños».

Esto que cuento corresponde a la vía más grande de la Transición, la que se finiquitó como no debía hacerse. Hubo otra, la más pequeña, la adecuada, la que supo evolucionar según lo esperado, pues se cerró cuando tuvo que hacerlo y dio paso a un desarrollo democrático ajustado a las expectativas iniciales. De cómo se consolidó esta ruta da cuenta la obra de Fernando Romero referida, que aborda la etapa al frente del consistorio del que fuera último alcalde predemocrático, Rigoberto Artiles Romero (octubre de 1977 a abril de 1979), quien llega al cargo de una manera un tanto sorprendente; y la de Antonio Muñiz González (abril de 1979 a mayo 1983), elegido en las primeras Elecciones Locales democráticas tras el fin de la Segunda República, quien deja el puesto de un modo no menos llamativo: los mismos que le habían apoyado para ser regidor se vieron abocados a presentarle una moción de censura el 4 de junio de 1980. También se abordan en las páginas de este libro el nacimiento del Polígono Residencial de Arinaga, la trayectoria de UCD en el municipio y el surgimiento de Roque Aguayro como una fuerza política que ha condicionado la vida de los agüimenses desde su fundación.

En este libro que nos reúne, se hablan de hechos y, sobre todo, de protagonistas, de ese doble conjunto de personajes principales que la etapa tuvo y que, como ocurre con la Transición nacional, contribuyeron a que Agüimes llegara a ser lo que es: por un lado, quienes promovieron el cambio dentro de las instituciones; por el otro, quienes desde esa normalidad asumida como tal (parafraseando la célebre expresión de Adolfo Suárez), contribuyeron en la calle a impulsar los cambio haciendo uso del principal instrumento que tienen las sociedades que desean avanzar: la conciencia colectiva y, con ella, la adaptación a los nuevos estados para mejorar los parámetros que configuran la cotidianeidad. A la epopeya de lo memorable le ha de acompañar siempre la humildad y esencialidad del relato corto, donde se recoge aquello que configura el día a día de los vecinos reflejado en gestiones como: obras municipales, el servicio de aguas, la sanidad, el medio ambiente, los deportes, el transporte, el turismo, la educación, la cultura, las fiestas, las empresas, los servicios sociales…

Si las elecciones del 82 que dieron la victoria al PSOE vienen a representar de alguna manera el fin de la Transición, la fundación y acceso al ayuntamiento agüimense de Roque Aguayro también simboliza el fin de esta etapa. Aunque ambas circunstancias han permitido concebir el nacimiento de una nueva época regida bajo la fortaleza de la Democracia, hay un matiz que, a mi juicio, engrandece la parte que corresponde a la formación política del sureste grancanario: su pervivencia a lo largo de todo este tiempo. Mientras la formación política socialista iba decreciendo hasta el punto de convertirse en un grupo cuestionado y cuestionable que los votantes no dudaron en apartar de sus responsabilidades ejecutivas en 1996, cediendo a Aznar el testigo, en Agüimes la situación era y es distinta. El mismo colectivo que accedió a la gestión municipal en 1979 es el que aún sigue vigente, lo que representa un hecho excepcional en sí mismo porque en Democracia eso significa que cuenta con un absoluto respaldo de la ciudadanía; un apoyo imposible si se hubiera hecho trizas aquello que consolidó la esperanza y la ilusión, la alegría y el orgullo, que caracterizó el inicio del viaje.

La evolución del municipio ha ido pareja a la del colectivo Roque Aguayro, que ha sabido adaptarse a cada momento hasta el punto de representar, creo que de manera inmejorable, el verdadero espíritu de la Transición entendida como un proceso que debía conducirnos a una España mejor; un país donde los fallos de la República (que los hubo, por supuesto que los hubo) se hubiesen depurado, tomando de ella los nutrientes que nos enriquecen como sociedad volcada en la justicia, la paz, la igualdad, la cultura y la educación.

Mientras las instituciones nacionales y locales, durante estas cuatro décadas, han ido ahogándose en la responsabilidad que suponía aceptar el símbolo último de la etapa que nos convoca y que debía cerrar el gran desorden que ha supuesto para la razón, la concordia y el progreso la Guerra Civil y el Franquismo; mientras este deterioro aquietaba y bloqueaba el acceso a ese presente y futuro deseados, aquí, en Agüimes, un grupo de ciudadanos comprometidos con esos principios de justicia, paz, igualdad, cultura y educación apuntados, y conscientes de lo importante que es adaptarse a los tiempos y evolucionar sin perder la esencia, ha conseguido desarrollar un proyecto comunitario que, aunque sea mejorable (todo lo es per se), es modélico.

Este libro cuenta cómo ha sido posible esto, cómo aquí se consiguió seguir el camino que mostró el espíritu noble de la Transición en forma de Estrella del Norte que guiaba a quienes emprendían el arduo viaje de volver al luminoso camino que las atrocidades de la guerra y la dictadura habían oscurecido y bloqueado, y que muchos terminaron por no saber interpretar, volviendo sobre los pasos y, en el peor de los casos, retrocediendo hasta mucho antes de aquel 20 de noviembre de 1975 en el que comenzó esta odisea repleta de cantos de sirenas, cíclopes y veleidades del panteón nacional. Agüimes ha sabido llegar hasta Ítaca.

Por eso, cuando se habla de la Transición en este lugar, no solo hay que poner la palabra en mayúscula (porque es un hecho histórico y porque es un hecho histórico mayúsculo), sino que conviene ponerla en negrita, subrayada y en caracteres tipográficos destacados. Aquí, en esta singular tierra, lo mayúsculo se vuelve mayestático.