Archivo de la etiqueta: Jules Barbey d’Aurevilly

Vasta angostura

«En la novela larga, algunas páginas no acertadas no acaban de echar por tierra una obra lograda, pero en el cuento alguna frase desacertada puede poner en riesgo el total. […] la novela corta pide la perfección y redondez de lo estrictamente medido: el impulso de su desarrollo narrativo debe alcanzar el equilibrio preciso, la dimensión adecuada, un orden del relato que evite derivaciones no significativas, voces no imprescindibles. No se trata de la contención sino de la precisión, de que la idea narrativa se explaye en la espiral que surge y, a la vez, envuelve el interior. Un género muy propicio para intentar eso que siempre merece la pena y que tan pocas veces se logra: el reto de la perfección».

Luis Mateo Díez, Fábulas del sentimiento (2013)

I

Una puerta separa dos espacios. Importan las proporciones. En el mundo real, un paso nunca puede ser más grande que cualquiera de los dos volúmenes que une. Quien dice puerta, dice ventana, abertura, agujero, etc. El desplazamiento de un sitio a otro no sería posible si las dimensiones de lo que se mueve son mayores que el hueco divisor. Física de andar por casa. Tampoco sería admisible plantear el tránsito de aquí a allí sin la voluntad mínima para realizarlo. En esto, la cuestión es similar a la de ese elemento de la comunicación que muchas veces se pasa por alto en las explicaciones y que es tan relevante como el resto de los habituales: la intención.

La literatura, por fortuna, escapa a las consideraciones planteadas. De algún modo, aquí importan las desproporciones. Y las distorsiones. Frente a la realidad sustentada sobre volúmenes “matrioska” —todo está dentro de una entidad mayor—, se halla el desmedido universo de la ficción, donde los mensajes —recreaciones de un mundo probable— se desplazan libres, sin sujeción alguna a leyes empíricas inamovibles. No es delirio, por tanto, sino poesía, afirmar que la más atómica de las puertas es transitable por sí misma y/o considerar como una opción de vida el habitar para siempre bajo el dintel, bien lejos de cualquier avance o retroceso; ni lo es tampoco sostener que «en el planeta Marte los científicos de la NASA habían descubierto construcciones semejantes a las humanas e incluso ropas tendidas en los patios» o el perturbador ejercicio agrícola de plantar caracoles para ver si brotan, como relataría nuestro autor en sus primerísimas incursiones literarias escolares.

En todo esto me ha resultado inevitable pensar durante y tras la lectura de Angostura de Domingo-Luis Hernández (Mercurio Editorial, 2022), uno de los títulos más deslumbrantes que han caído en mis manos a lo largo de lo que llevamos de año, pues me siento en sus páginas como aquel conquistador que llega a una suerte de territorio ignoto y tiene que asimilar las maravillas que contempla con sus pobre patrones de referencia. No he podido esquivar la emocionante sensación de que me encuentro ante algo muy novedoso porque no es sencillo determinar en qué casilleros genéricos cabe ubicar esta obra a pesar de que, en el fondo, leída y degustada, todo nos parezca tan próximo y accesible; y, al mismo tiempo —curiosa circunstancia—, exigente en lo intelectual. Este último detalle me permite concluir que el título se volverá arisco en manos de lectores poco atentos o que aspiren a la cómoda simplicidad del relato encorsetado (principios laxos, desarrollos estereotipados y finales cerrados). Lo siento por ellos, pues se perderán una ocasión inmejorable de acceder a algo distinto, algo que solo exige una comprometida voluntad receptora para que se dé la posibilidad de que fluyan sin prisas unas palabras que demandan el respeto hacia la posología propia de toda obra trascendente; en este caso: uno o dos textos por sesión lectora, ingeridos con calma, aislamiento, silencio y con interés por hallar los innumerables enfoques de cada composición. Solo así será posible que el discurso se consolide en el entendimiento y, asimilado, se posean las llaves para abrir los sesenta y seis cofres de tesoros que componen el título.

Hasta tal punto me resulta atractivo y trascendente este segundo repertorio de cuentos de nuestro autor tras El cazador de moscas (Ed. Idea/La Página, 2009) que estoy absolutamente convencido de que puede llegar a ser una inflexión en la extraordinaria trayectoria poética del escritor si no se queda aislado dentro de lo que, en su caso, suele ser una prolífica producción de publicaciones porque será inevitable que la esencia de este admirable conjunto condicione no solo sus futuras obras de ficción, sino incluso las interpretaciones que de ellas se hagan y, por extensión, de cuanto ha realizado en prosa hasta ahora: el citado libro de relatos y cuatro destacadas novelas (Triángulo, 1984; El ojo vacío, 1986; Erich el Zurdo, 2011; y Veneno en el paraíso, 2021). Por eso, concibo Angostura como una obra de madurez, de suma excelencia a la que no es posible llegar sin haber recorrido antes, palmo a palmo, la exuberante geografía de la república literaria a lo largo de muchísimos años. En Domingo-Luis, este trayecto se ha realizado asumiendo los roles de docente, autor polifacético (poesía, novela, ensayo y textos especializados y divulgativos), editor y, sobre todo, lector. Sí, repito, insisto: lector. Aunque se presuponga, creo que es relevante el que se destaque, pues de este perfil se desprende la toma en consideración de asunciones frente a la escritura que, de un modo u otro, la condicionan. Esto que dijo a Manuel Villalba y que su transcriptor recogió en su reseña sobre La llama ardiente (Cuadernos del Ateneo, n.º 6, 1999) es, a mi juicio, significativo:

«Yo, por el mero hecho de la lectura, puedo ponerme en comunicación con miles de personas que han existido antes que yo, que no he conocido, y que sin embargo me hablan. Y que, con mi acto voluntario de lectura, por mi ejercicio de la libertad, puedo descifrar esos signos, que lógicamente tienen vida latente. y comienzan a vivir. A mí me parece algo realmente emocionante: por medio del acto de la lectura consuena mi ser con otros seres, mis pensamientos con otros pensamientos, para refrendarlos o para cuestionarlos. Y a través de ese acto tengo la posibilidad de hablarle después a otros del mensaje que yo he sido capaz, en silencio, de recoger».

El planteado diálogo (escriben y leo; escribo y me leen) se construye partiendo de unos principios particulares sobre la composición de cuentos que ya ha abordado el autor en algún que otro momento de su ruta bibliográfica y que no está de más recordar con vistas a perfilar los márgenes por donde transita el río de la creación literaria que atraviesa las páginas de las sesenta y seis piezas que constituyen Angostura:

«no divagar, construir historias, subrayar la verosimilitud, sorprender. […] luchar contra la parcialidad, la facilidad, el conformismo, el localismo y la mezquindad» (Cuadernos del Ateneo, n.º 8, 2000).

Entre el relator y los referentes, que no protagonistas en sentido estricto, se producen situaciones dialógicas donde el pensamiento mana con el único propósito de sujetarse a ideas que iluminan las oscuridades de los diferentes conflictos planteados. La voz se mueve y se proyecta, muestra las connotaciones, sugiere las imágenes; y ofrece, desde unas formas líricas repletas de usos expresivos y léxico cautivadores, un conocimiento del mundo divulgativo que nos hace prestar atención a detalles inadvertidos y situarnos en el puente que une la realidad con la alternativa —«lo otro sobre los modelos», como afirma nuestro autor—. Por eso antes, cuando señalaba la sensación de novedad que me producía la obra, aludía a la dificultad de fijar algunos parámetros que sirvan para clasificarla dentro del complejo marco que determinan los géneros literarios. No estamos frente a piezas que puedan identificarse como artículos de opinión, reportajes ni apuntes expositivos porque poseen los escritos una profunda deuda con la ficción, pero tampoco son relatos que sigan los parámetros tradicionales de la cuentística —aunque sea asumiendo los postulados más superficiales—, pues quien nos habla declara, expone, razona, empuja al pensamiento para que se manifieste, azuza a la reflexión con el fin de que actúe, asume roles divulgativos y disfruta de una libertad absoluta que le permite desenvolverse como quiera en el discurso.

Este deambular entre los dos espacios, entre lo que es el trasfondo real y el ficcional, consolida la metáfora inicial de la puerta, estrecha en apariencia, angosta, y a la vez de dimensiones colosales, repleta de trayectos que nacen en ella y que, bajo la coyuntura de la desproporción y la distorsión, admite lo heterogéneo como fuente de creatividad y de complicidad con el lector: con el mismo sable que se abaten los cuerpos se descorchan las botellas de champán, se aran las tierras, se abanican los acalorados o se frotan las cuerdas de un violín. Angostura me permite ser ese infante Domingo-Luis que tan pronto descubrió el poder de la literatura y que supo —algunos maestros suyos se lo demostraron— que no todos son capaces de entender este lenguaje que recoge las diferentes memorias que envuelven a los seres humanos: la de «las emociones, de las ilusiones, del pensamiento, de la experiencia, del enfrentamiento con el mundo, de la construcción del mundo…», como le comentó a Villalba.

Esta aludida incapacidad casa a la perfección con la cita que escogió nuestro autor para encabezar su obra: «Non tutti potranno leggere questo libro» [‘No todos podrán leer este libro’] que aparece en ¡Viva Caporetto! o La revuelta de los santos malditos (1921) de Kurt Erich Suckert, un periodista y escritor que pocos años después supeditó su identidad a una analogía inversa: quiso que le conocieran como Curzio Malaparte para oponerse al Bonaparte de Napoleón, pues el francés, aun llamándose así, acabó mal y él estaba convencido de que acabaría bien. Al menos, esa es la explicación que le dio a Mussolini cuando el dictador le preguntó por qué había cambiado su nombre original por el que sería conocido con posterioridad.

Como la cultura literaria de Domingo-Luis Hernández es inmensa e inconmensurable su biblioteca de referencias y su taller de recursos, no me extrañaría que la cita solo fuese la parte visible de un mensaje encubierto mucho más profundo y complejo. Hasta donde alcanzo (he de asumir que poco, muy poco), detecto en el apunte, de un modo más o menos claro, una advertencia a ese lector cómodo o de escasas exigencias que asocia por error el término “cuento” con brevedad y facilidad. Si avanzo algo más, me encuentro con la personalidad provocadora y díscola del autor italiano, desdoblado en su identidad y en su ideología (fascista y antifascista); y si indago en el contexto de la cita, hallo que esta pertenece a la ópera prima de Curzio, una crítica a las autoridades militares que no fueron capaces de evitar el estrepitoso fracaso de sus ejércitos en la batalla de Caporetto (1917); por eso fue censurada la obra, que comienza así:

«No todos podrán leer este libro. Hay que haber descendido todos los peldaños de la humanidad para morder la raíz misma de la vida, haber “comido la tierra y hallarla deliciosamente dulce” como los primeros hombres de las leyendas indias, haber sufrido, esperado, maldecido, hay que haber sido hombre, simplemente humano, poder leer este libro sin prejuicios y sentir el sabor de la vida. Este no es un libro de guerra. Es el libro de un hombre que desde los primeros días entró en el círculo de la guerra como voluntario, con la cabeza inclinada, maldiciendo (no a Dios), y que salió de él en el último día, bendiciendo a Dios, con la cabeza inclinada, como franciscano; de un hombre que salió de la trinchera sediento de amor y paz, pero envenenado hasta las raíces del odio y la desesperación […]».

La cita en nuestro título, lineal, escueta, angosta, aislada en la página tres y aquí desdoblada en el fragmento reproducido, y extendida sobre el tapiz de las indagaciones es, gracias a la magia de la literatura, un asidero más desde el que concebir la interpretación global del libro que nos convoca. ¿Casualidad? No, nada es fortuito. Todo forma parte de un enorme y preciso artefacto lingüístico que, dada la multiplicidad de asuntos que atiende, consigue de algúna manera clavar sus múltiples saetas en el jardín de nuestras curiosidades. Ninguna prueba mejor del inmenso valor de una creación que su capacidad para amoldarse al espíritu de otras; o sea, poseer un particular don de la ubicación que le permite habitar en cualquier interpretación.

II

¿Qué ofrece esta obra que mi interés concita? Observo las sesenta y seis piezas, tan heterogéneas entre sí, y reconozco que me resulta muy atractivo el que, a través de una geografía variada, donde tiene cabida un extenso repertorio de lugares de todos los continentes menos de Oceanía y Antártida, y de un tiempo histórico cuyo punto más remoto quizás quepa ubicar en la América precolombina, haya un sitio en Angostura para una impresionante variedad de asuntos y de personajes. Sin entrar en minuciosidades —pues nuestra escritura tiene límites prefijados—, visualizando el conjunto con la debida distancia, me adentro en la evocación de las páginas leídas y lo primero que llega a la orilla de mi memoria es la presencia de grandes nombres de la historia, a saber: Bach, visto desde El arte de la fuga, y Dostoievski, a partir de Los hermanos Karamazov; mujeres emblemáticas (Santa Teresa, Olivia Sabuco y Juana Inés de Asbaje) y desafortunadas como la jovencísima María Josefa Amalia de Sajonia, quien tuvo la desgracia de caer en manos del siniestro Fernando VII; aparece Cristóbal Colón en “El caballero del mar”, etc. Nombres estos que se hacen acompañar por escritores: Buhumil Hrabal (“Las palomas”), Borges y el bilingüismo, Jules Barbey d’Aurevilly y sus Diabólicas, Virginia Woolf (“La fiesta del vacío”), Abel Posse y Juan Manuel González frente a la muerte perturbadora, etc.; artistas como Naya Rivera, que murió en el intento de salvar a su hijo, o John Vincent Hurt y su problema (o no) con el alcohol; y periodistas, políticos…, con un rincón en la memoria colectiva, como José Couso (“Las piedras matan”) o Antonio Cubillo, el que fuera líder independentista canario.

Destaca en las páginas del libro el binomio compuesto por el Diablo y Dios; y, con ellos, los mitos; y, sobre ellos, el ambiente de corte apocalíptico (“La historia del fin del mundo” o “La maravilla”) y el sujeto a lo que sería un Génesis redivivo (“El Mundo” o “El ángel del pozo sin nombre”); y, entre ellos, diferentes formas de considerar la presencia de lo divino, como cuando se aborda el sentido purificador del fuego («La trascendencia del fuego no reside en destruir, reside en enmendar la obra en y hacia Dios»)  o los cambios de tamaño del protagonista en “El hombre menguante”, un relato que evoca al célebre personaje literario Lemuel Gulliver tanto en Liliput como en Brobdingnag; o el pulso atrevido e hiperantropocentrista que le echa a Dios el millonario Alfred Huxley cuando se propone crear un planeta similar al que nos acoge.

Este conjunto abarcaría, en la balanza de la casuística universal, el plato que corresponde al destino; el otro lo ocuparía el albur. Un espacio en Angostura tiene el azar como vertebrador y condicionador de la realidad, tanto para conservar la vida gracias a un siempre enfadoso overbooking aéreo (“Coincidencias”) como para perderla en una inopinada balacera (“Cruzar la frontera”) o, a la larga, por culpa de un choque entre okupas y agentes del “orden” que terminó desencadenando una serie de catastróficas consecuencias (la historia de Patricia Heras en “Ciudad muerta”).

La ciencia, de alguna manera, también atesora una presencia relevante en Angostura. Hay un propósito divulgador de lo novedoso cuando se atiende a la transformación que ha supuesto para la comprensión del universo el pasar de la luz al sonido o cuando se afirma que el tiempo fosilizado es «científicamente intratable» (“La lógica del partir”); y, a la vez, hay un hueco para sus paradojas, esa suerte de renglones torcidos de este entorno regido por el orden, la estructura y el razonamiento: la de Roger Bacon, el Doctor Mirabilis, que no pudo curarse de sus males a pesar de que siempre tuvo remedios para sanar a sus coetáneos; o la de quienes acusaron de farsante al ficticio geólogo Adam Brandwein a raíz de sus descubrimientos en el pozo Thor’s Well y nada pudieron demostrar; o la de los ganadores de reconocimientos sin mérito alguno, como en “Conócete a ti mismo”.

Este último enfoque, el del merecimiento, está también presente en las obsesiones de investigadores y de artistas frente al valor de su obra, que los igualan en su propósito, ya sea alrededor de bacterias, ya en torno a la búsqueda de la más abrumadora singularidad, por ejemplo: el autorretrato de un fotógrafo realizado mientras se quita la vida.

No son ajenas estas páginas a nociones como la solidaridad y la conciencia social. En ellas cabe descubrir el admirable valor de quienes, por la libertad —la propia y la de sus semejantes—, lucharon contra el homófobo yugo del patriarcado. Se aborda la homosexualidad desde la visión del gran sacrificio que durante tantos siglos han hecho cuantos prefirieron la muerte real o figurada a la renuncia de sus sentimientos y de su identidad: Sebastián I de Portugal, Smmm Halil…; y, con ellos, los que tuvieron que esconderse en, por ejemplo, matrimonios tapadera para no ser estigmatizados, como le ocurrió a un vecino tinerfeño en la década de los 60-70; o los que, por fortuna, han podido dar un paso adelante, como el clérigo Krzystof Charamsa.

La emigración asoma en “Tras el gran charco”, donde la ficción televisiva moviliza la voluntad de acceso a un paraíso que, desde su relativa prosperidad, estará siempre vetado para la mayoría de africanos, que se arriesgan y llegan a pagar con sus vidas el tránsito por ese Mediterráneo estigio. Esta tragedia es similar a la de los inmigrantes sirios (“El intercambio”) y a la de tantos que buscan un futuro mejor y que se preguntan, como lo hace el protagonista de “Maldonado” a los que quieren matarlo: «¿Por qué no quepo yo en este mundo?».

Hay un sitio para las inquinas desmedidas, como la que se expone en las páginas de “El torero” o la condena a dar asco por unas pústulas a una joven yanomami que le inflige un brujo por haber rechazado el amor del primogénito del jefe de la tribu, o la de quienes se ven abocados a la venganza porque sienten que lo han perdido todo; y los odios de menor fuste, como el conflicto en una playa nudista de Pontevedra.

La muerte y las actitudes agresivas están presentes en múltiples variantes (suicidio, violencia de género, guerras, ajuste de cuentas, asesinos en serie como Taneski…), ya sea a partir de enfoques individuales, ya desde los que ponderan su confluencia. Y lo mismo cabe señalar sobre el amor, que va del sintético que Davecat mantiene con dos muñecas hiperrealistas al que se puede tener en la vejez hacia una joven de “sonrisa cálida”; desde su manifestación más platónica hacia una mujer —como la del que, sin ser correspondido, asumió su condición de viudo con la desaparición de su amada— hasta el que ofrece una lucha infructuosa contra las adversidades (la historia de Ix Tab y Hol Kan). De estas proyecciones sobre el amor, destaco aquellas en las que la voz narrativa adquiere sus tonalidades más líricas: por un lado, el consuelo de Malai Lawan en “El placer”, que me parece de una sublime hermosura cuando afirma al amado que «tu cuerpo me pertenecerá por la ausencia […] soy la mujer más feliz del universo. No porque me poseas, sino porque me poseíste y ese poseer fue el momento más excelso, proverbial y eminente de mi existencia»; por el otro, las razones de Helen Carnegle de Westminster para sostener su rechazo a un aristocrático y feo pretendiente (en un afortunado viraje a la grimosa historia de la bella y la bestia) que recuerdan a los sólidos argumentos de la célebre pastora Marcela del Quijote:

«Caro príncipe Timothy, no es que no tenga por un honor vuestro ofrecimiento, que puede unir mi vida y mi descendencia a vuestra eminente persona y que incluso, con el tiempo, pueda llevarme a ser reina, pero el universo no responde solo por las quimeras, responde por la claridad. Mi cuerpo no está perfilado únicamente para dar y recibir placer y decoro y comprensión y respaldo y ternura en el matrimonio, mi cuerpo responde a la naturaleza que lo creó de esta manera, lo alzó, lo manifestó en su cuidadosa perfección. No soy un cuerpo hermoso, señor, le dijo, soy la belleza y la belleza se confirma en la belleza. Eso la ley de lo sublime lo confirma y no puede apartarla de su pertinacia y terca voluntad».

Hay relatos donde la ironía rezuma entre los renglones: el tipo que, ante el paulatino interés de la gente por rejuvenecerse llega a plantear que el trabajo en una funeraria no tiene futuro, el fantasma del asesino en serie muerto que escoge a un banquero como vivo al que acompañar (¿por afinidad, quizás?) o el del sacerdote que salva a Satanás para no quedarse sin oficio; y, junto a estos cuentos, otros, como este último indicado —el del cura que no quiere perder su razón de ser—, donde es posible detectar una incursión de los narradores a la hora de abordar cómo es la realidad: las guerras no son ficciones, como pensará un soldado americano acorralado y temeroso; las consecuencias que trae consigo la alteración del orden de prioridades en la vida (“Cocodrilo”) y la conciencia terrible que da verse arruinado (“Cielo rojo”).

Aparecen en Angostura los niños, que unas veces surgen como una representación del futuro truncado —los hijos de las guerras (la de Bagdad, por ejemplo)— o como víctimas de la sinrazón, se mire por donde se mire (“Malala”); y, otras, como una esperanza: es el caso de los que consiguen ser receptores de lecciones edificantes que les han de permitir afrontar el mejor mañana posible. Así ocurre con el encarcelado William Hadaway Jr. en “Los inocentes”.

Por último, cabe resaltar la presencia destacada de Canarias en “Chinijo” o en “Los guanches”, donde a partir de una anécdota del relator se engarzan varias reflexiones sobre los aborígenes prehispánicos de nuestras islas. Estos son textos en los que predomina una voz narrativa en primera persona tan firme que es inevitable mutarla en la del propio autor, como ocurre también con el más metalingüístico de todos los escritos (“Habión”) o con el artículo “En las puertas del infierno”, que vio la luz en el Diario de Avisos el 2 de julio de 2011 y que se erige en un discurso en defensa de una verdad personal que ha de combatir los señalamientos de embusteros y malvados.

III

¿Qué tiene esta obra que mi interés concita? Angostura es un fascinante experimento literario que se vertebra sobre sesenta y seis piezas sujetas a las inmensas posibilidades de la ficción cuando toma, del huerto de la realidad, aquello que sirve de pretexto para el desborde de la fantasía, la acuñación de ideas, la proyección de dudas, los aportes argumentales, el pacto con la sorpresa, el compromiso con la moraleja…

En esencia, es un libro de libros ante el que es imposible mostrarse indiferente porque atesora las virtudes propias de los sapienciales. Llega a nosotros como una vasta entrada que metamorfosea la escritura en función de cómo se haga la lectura, de ahí que no sea posible situarnos de un modo exclusivo ante un despliegue narrativo de tramas siguiendo las directrices del canon, pues tan pronto como la hondura expresiva y conceptual cala en el entendimiento detectamos que el pretexto de quien nos habla no solo no se circunscribe al mero entretenimiento, sino que aumenta en sus pretensiones hasta el punto de verse impelido a ir más allá. De ahí que lo estrictamente retórico y poético se termine fundiendo y reconfigurando en, según sea su voluntad, perlas de naturaleza filosófica, retratos sociológicos, esquejes de índole moral y/o notas de un riguroso academicismo. Es un enciclopédico vademécum cultural, social, antropológico…

Todo en Angostura es tan heterogéneo, tan lleno de matices, tan rico en detalles, que este extenso muestrario de lugares y personalidades, de historias y pasajes del pensamiento, no puede asimilarse sin asumir que con este prodigio lingüístico y literario no estamos ante un conjunto de relatos breves, sino frente al excepcional agrupamiento de las sinopsis de sesenta y seis obras maestras, sesenta y seis universos sin límites que, como se lee en el final de la contracubierta de El cazador de moscas, pueden tocarse con las manos: «Y aceptamos esta belleza impúdica con gesto complaciente».

Como la literatura todo lo hace posible, recreo ahora, bajo el dintel de la inmensa puerta que antecede al salón donde ha de acabar esta “icebérgica” reseña —desproporcionada a tenor de lo que se cuenta y lo que se quiere y se debe contar—, el pasmo del mismo Borges ante el conocimiento de este lejano hermano de sus hijos que nos ha ocupado; y los gestos de orgullo de la tía Herminia y del padre del autor al contemplar cómo sus enseñanzas orales sobre «el decir barroco y acumulativo» y la fantasía, y esa medida y tino que conducen a la verosimilitud se han plasmado y ejemplarizado, para admiración y gratitud de lectores y literatos, en el fecundo, feliz y fascinante, f-f-f, legado del sobrino/hijo.