ISBN: 978-84-15148-50-0
2·1. Segunda salida…
Quince días estuvo en casa muy sosegado y sin dar muestras de querer seguir en la caballería andante. Durante este tiempo, solicitó a un labrador vecino suyo, pobre y de muy poca sal en la mollera, que fuese su escudero. Tanto le dijo, tanto le persuadió y tantos gobiernos de ínsulas y reinos le prometió que terminó por convencerlo de que aceptase el trabajo.
Cuando ya tenía asegurado el escudero, don Quijote logró hacerse con una cantidad razonable de dinero tras vender y empeñar algunas pertenencias; pidió prestada a un amigo una rodela y una lanza, arregló como pudo su rota celada, se proveyó de camisas y de cosas que consideraba básicas, entre las que se hallaban papel, cálamo y tinta con los que componer cuando se diese la ocasión para ello. Finalmente, fijó un día y una hora para la salida, no sin antes advertir a Sancho Panza -que así se llamaba su escudero- que trajese consigo lo más necesario, sobre todo comestibles para el camino.
A todo dijo este que sí y añadió que pensaba llevar consigo un asno porque no estaba acostumbrado a caminar mucho a pie. Esto último contrarió un poco a don Quijote, porque no recordaba que hubiese escuderos montados sobre asnos, pero acabó aceptando la determinación del escudero porque, en el fondo, esta no contravenía ninguna regla de la caballería andante.
Una noche, sin anunciarlo y sin despedirse de nadie, amo y escudero salieron del pueblo y tomaron el mismo camino que diecisiete días antes cogió don Quijote cuando, por primera vez, salió en busca de aventuras.
Sancho P.: No se olvide usted, señor caballero andante de la ínsula que me ha prometido, que yo la sabré gobernar, aunque sea muy grande.
Quijote: Debes saber, amigo Sancho, que era costumbre habitual en los caballeros andantes antiguos convertir en gobernadores de las ínsulas o reinos que ganaban a sus escuderos. Me he propuesto que dicho hábito no falte; es más, pienso mejorarlo, pues no voy a esperar a que seas viejo y con muchos años de duro servicio para darte algún título de conde o, como mucho, de marqués, como ocurría con frecuencia. Es posible que antes de seis días gane una serie de reinos y que uno de ellos sea adecuado para que tú lo dirijas.
Sancho P.: De esa manera, si yo fuese rey, mi mujer, Mari Gutiérrez, vendría a ser reina, ¿no?
Quijote: ¿Quién lo duda?
Sancho P.: Yo, señor, yo lo dudo. Estoy seguro de que, aunque lloviesen coronas sobre la tierra, ninguna encajaría sobre la cabeza de mi esposa. Sepa, señor, que no vale para reina; quizás para condesa, y eso con ayuda de Dios.
Quijote: Déjalo, Sancho, en manos de Dios, que Él hará lo que más te convenga. Ahora bien, no te humilles tanto que termines por aceptar un simple puesto de adelantado.
Sancho P.: Eso no haré, señor mío; pues tengo un amo como usted, que me sabrá dar todo aquello que sea conveniente para mí.
2·2. Molinos de viento…
Cabalgaron un rato más en silencio hasta que don Quijote se detuvo y señaló a un punto del horizonte:
Quijote: La suerte va guiándonos más de lo que pudiésemos desear, amigo Sancho. ¿Ves allí a varias decenas de desaforados gigantes a quienes pienso quitar la vida en singular combate? Sobre sus restos comenzaremos a enriquecernos, pues será un buen servicio quitar tan mala simiente sobre la tierra.
El escudero miraba hacia donde le señalaba su amo, pero por más que fijaba la mirada y sus atenciones en el horizonte nada veía salvo treinta o cuarenta molinos de viento.
Sancho P.: ¿Qué gigantes?
Quijote: Aquellos que ves allí. Esos que tienen brazos tan largos que algunos miden casi diez metros.
Sancho P.: Señor, lo que usted señala no son gigantes, sino molinos de viento; y lo que dice usted que son los brazos no son más que las aspas movidas por el viento.
Quijote: Se nota que no estás adiestrado en esto de las aventuras: esos son gigantes… Si tienes miedo, quítate de ahí y reza algo mientras yo voy a entrar en fiera y desigual batalla contra ellos.
Y diciendo esto, espoleó a Rocinante sin atender a las advertencias de Sancho acerca de que aquellos no eran gigantes, sino molinos de viento; pero su amo, sin tenerlas en cuenta, gritaba:
Quijote: No huyan, cobardes y viles criaturas, que les hace frente solo un caballero.
Mientras galopaba hacia los molinos, se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse.
Quijote: (gritando) No les temo, ¿me oyen? Aunque muevan los brazos, todos han de caer bajo mi espada.
Tuvo tiempo el caballero de encomendarse a la protección de su señora antes de arremeter contra el primer molino que se encontró, al que dio una lanzada. El aspa, movida con fuerza por el viento, hizo pedazos el arma, arrastro consigo al caballo y terminó por echar rodando por el campo a don Quijote. Al ver el desastre, Sancho acudió enseguida a socorrerle.
Sancho P.: ¡Dios mío! ¿No le dije que no eran gigantes, sino molinos?
Quijote: (aturdido) Calla, amigo Sancho, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continuos cambios. Échame una mano y ayúdame a levantarme.
Sancho P.: Que sea lo que Dios quiera y lo que usted diga, pero…
Desistió de seguir con el tema de los molinos que eran gigantes y los gigantes, molinos, y ayudó a su amo a que subiese sobre Rocinante.
2·3. Coloquio de caminantes…
Caminaron sin rumbo durante un buen trecho, a paso lento y sin hablar. Finalmente, fue Sancho quien rompió el silencio:
Sancho P.: Enderécese un poco, señor, que lo veo ir de medio lado; quizás por el molimiento de la caída. Además, veo que la oreja le sangra más de lo normal.
Quijote: (tanteándose la oreja derecha) Sí, es verdad. Advierte que si no me quejo del dolor es porque no es propio de los caballeros andantes quejarse de las heridas que tenga, aunque por ellas se le vaya la vida.
Sancho P.: Nada tengo que decir a eso, señor; pero sabe Dios que no me alegraré si se queja por algo que le duela. Eso sí, un servidor suyo se ha de quejar del más pequeño dolor que tenga; ¿o lo de las no quejas de los caballeros andantes se extiende también a sus escuderos?
Se rio don Quijote de la simplicidad de su escudero y le informó de que podía quejarse todo lo que quisiese, sin gana o con ella, porque no había leído nada que dijese lo contrario. Luego dijo:
Quijote: Ahora dime: ¿has visto algún caballero que sea más valiente que yo? ¿Has leído la historia de alguien que me supere en eso de tener más brío en acometer, más aliento en perseverar, más destreza en herir y más maña en derribar?
Sancho P.: La verdad, señor, es que yo no he leído ninguna historia porque no sé leer ni escribir; pero sé que en todos los días de mi vida jamás he servido a un amo tan atrevido como usted.
Quiso responderle don Quijote, pero su oreja, con el sangrado, le informaba de que la plática debía posponerse para otro momento, pues lo mejor era darle las atenciones que requería. Tantas veces se llevó la mano a la malherida, que su escudero se percató de lo que ocurría.
Sancho P.: Señor, será mejor que se cure, que sangra mucho de esa oreja. Traigo hilas y un ungüento en las alforjas. Aunque mucho no hagan, ayudarán a taponar la herida.
Quijote: Ay, Sancho, hilas…, ungüentos… Eso no haría falta si me acordase de cómo se hace el bálsamo de Fierabrás; el mágico licor que con una sola gota se pueden ahorrar todas las medicinas y el tiempo de recuperación.
Sancho P.: (intrigado) ¿Qué bálsamo es ese?
Quijote: Es un bálsamo cuya receta tengo en la memoria, aunque ahora no la recuerde completamente. Con solo probar la sustancia, ya no debes temer a la muerte por culpa de una herida. Escucha bien: si en una batalla me parten por la mitad, como muchas veces sucede, y cae al suelo una parte de mi cuerpo, solo tienes que cogerla con cuidado, antes de que se seque la sangre, y ponerla sobre la otra mitad con la debida precisión; luego, me das dos tragos del bálsamo y en un santiamén me verás más sano y robusto que un arbusto.
Sancho P.: (asombrado) Si eso es así, desde ahora renuncio al gobierno de la prometida ínsula, pues no quiero otra cosa, como pago por mis servicios, que la receta de ese maravilloso licor, que sabré vivir bien con lo que me den por los sorbos que venda. ¿Y es muy costoso hacerlo?
Quijote: Con menos de tres reales se pueden hacer unos seis litros.
Sancho P.: ¡Madre del Amor Hermoso! Y ¿a qué espera, señor, para hacerlo y enseñármelo?
Quijote: Calla, amigo, que mayores secretos pienso enseñarte y mayores regalos hacerte. Ahora, curémonos porque la oreja me duele más de lo que yo quisiera.
Sancho reprimió el deseo de recordar a don Quijote lo que había dicho sobre el «no quejarse de herida alguna» y sacó de las alforjas algunas hilas y un frasco que contenía un ungüento. Con ellos y sin mucha destreza, para qué decir lo contrario, atajó el caudal de sangre que manaba de la oreja de su amo.
Mientras lo curaba Sancho como podía, Don Quijote, reconociendo el lugar, le dijo a su escudero que iban a seguir el camino del Puerto Lápice porque allí era posible hallar muchas y diversas aventuras por ser un lugar muy pasajero.
Sancho P.: Mire bien, señor, que por todos estos caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros; o sea, personas que nada tienen que ver con los caballeros andantes y que quizás no los hayan oído nombrar en todos los días de su vida.
Quijote: Te equivocas y muchas cosas te diría para demostrarte el error en el que estás, pero dejémoslas para otro momento y mira a ver si traes algo de comida en esas alforjas, que el mediodía hace rato que ha pasado. Luego, hemos de seguir sin desatender a la necesidad de encontrar algún castillo donde alojarnos y poder hacer el bálsamo que te he dicho, pues siento que el dolor de esta oreja se niega a irse.
Sancho P.: Señor, aquí traigo una cebolla, un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de pan, pero no son manjares propios de un caballero tan valiente como usted.
Quijote: ¡Qué poco sabes, Sancho! Honra a los caballeros el no comer en un mes; y, si lo hacen, que sea de lo que encuentren más a mano. Piensa que, como andan la mayor parte del tiempo por los campos y despoblados, es normal que su comida habitual sean las viandas rústicas como las que ahora me ofreces. Esto lo sabrías si hubieses leído tantas historias como yo; relatos en los que no se mencionan que los caballeros comiesen, salvo en suntuosos banquetes y muy de cuando en cuando, aunque se sobreentiende que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales porque eran hombres como nosotros, aunque geniales…
Sancho P.: Perdóneme, señor, pero como yo no sé leer ni escribir, como ya le dije, desconozco las reglas de la profesión caballeresca. A partir de ahora, pondré en las alforjas todo género de frutos secos para usted, que es caballero, y para mí, que no lo soy, las proveeré de cosas con más sustancia.
Quijote: No estoy diciendo, Sancho, que sea obligatorio que los caballeros andantes no coman otra cosa que no sea frutos secos, sino que estos eran el sustento más habitual de ellos; estos y algunas hierbas que encontraban por los campos y que conocían tan bien como yo.
Sacó Sancho lo que dijo que traía y comieron con más prisas de las que el escudero hubiese querido, pues su amo le instigaba para que terminase cuanto antes porque debían seguir su camino.
En un suspiro, se pusieron en marcha hacia Puerto Lápice y en otro, entre silencios y paisajes, vieron cómo la tarde empezaba a caer. Querían llegar a un poblado antes de que anocheciese; pero les iba faltando el sol y solo pudieron llegar hasta las chozas de unos cabreros que hallaron cuando la luna ya era visible.
Con amabilidad recibieron a don Quijote y Sancho los cabreros y les pidieron que compartiesen con ellos la cena y la velada. Sin dudarlo ni un instante, aceptó don Quijote y Sancho acató con mucho gusto la decisión de su amo.
2·4. Con los cabreros…
Comieron y hablaron todos: don Quijote exigiendo a Sancho modos y maneras caballerescos; este, evitándolos como podía; y los cabreros, sin entender aquella jerigonza de escuderos y caballeros andantes.
Tan pronto como acabó la cena, uno de los cabreros se percató de la herida que don Quijote tenía en la oreja y se dispuso a poner el remedio para que se curase. Cogió algunas hojas de romero, las mascó y las mezcló con un poco de sal; luego, las aplicó en la oreja y la vendó muy bien. Mientras hacía la cura, se acercó al grupo un joven que venía de la aldea con una noticia trágica.
Joven: ¿Saben lo que ha ocurrido, compañeros?
Cabrero 1: ¿Cómo quieres que lo sepamos? Estamos aislados.
Joven: Grisóstomo murió…
Cabrero 2: ¿Grisóstomo?
Joven: Sí, Grisóstomo, aquel famoso pastor que había sido estudiante. Se murmura que ha muerto por culpa de sus amores hacia aquella endiablada moza, la hija de Guillermo el Rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos andurriales.
Cabrero 3: ¿Por Marcela?
Cabrero 2: Efectivamente, por Marcela. Sus desdenes lo mataron. Pero aquí no queda la cosa, no. Al parecer, mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera musulman, y al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque…
Quijote: ¿Y eso?
Con las prisas y el deseo de dar la noticia, el mozo no se había percatado de la presencia de don Quijote. Al oírle, se quedó un tanto desconcertado, pero no dejó de atender a la pregunta.
Joven: Se cuenta que fue allí donde él la vio por primera vez. Pero eso no fue lo único que ha pedido. En su carta de despedida ha mandado otras cosas que los abades del pueblo están por no dejar que se cumplan porque no parecen cristianas; pero Ambrosio, el mejor amigo de Grisóstomo, afirma que se ha de cumplir todo lo que dejó mandado. Entre una cosa, la otra y la de más allá, el pueblo anda alborotado. Mañana lo enterrarán y, por lo que se ve, el tema dará que hablar.
Los cabreros acordaron ir al día siguiente al entierro de Grisóstomo; don Quijote, sin dudarlo ni un instante, también se sumó a la comitiva. Y todos, de una manera u otra, fueron dando las últimas puntadas a la velada. Con ellas, al primer día de la segunda salida de nuestros protagonistas.
***
Muy temprano se pusieron todos en pie y rumbo hacia el lugar donde iban a depositar el cuerpo del suicida. Entre conversadas y picoteos, llegaron al pie de la montaña donde se iba a celebrar el entierro al mismo tiempo que veinte pastores, vestidos de negro y coronados con guirnaldas, traían el cuerpo del difunto.
Uno de los que cargaban con el difunto preguntó a Ambrosio si tenía la certeza de que ese era el lugar.
Ambrosio: Este es. Lo sé porque muchas veces me contó aquí mi desdichado amigo la historia de su desventura. Aquí me dijo él que vio por primera vez a aquella enemiga mortal del linaje humano; y aquí fue también donde, por primera vez, le declaró su pensamiento, tan honesto como enamorado; y fue aquí donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar de tal manera que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. (Volviéndose a los presentes) Este cuerpo, señores, que con piadosos ojos están mirando, es el de quien fue único en el ingenio, la cortesía, la gentileza y la amistad. Grisóstomo fue magnífico sin límite; importante sin presunción; alegre sin bajeza y el primero en todo lo que cabe ser bueno, incluso en la desdicha. Quiso bien y fue aborrecido; adoró y fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud… y todo lo hecho solo le sirvió para ser una presa de la muerte en plena juventud.
2·5. Discurso de Marcela…
No pudo seguir Ambrosio con su panegírico, pues, sobre la cima de la peña donde estaba la sepultura, apareció la pastora Marcela. Todos se quedaron embelesados con su belleza, tanto los que hasta entonces no la habían visto como los que sabían de ella y de la admiración que producía.
Ambrosio: ¿Vienes por casualidad a ver si con tu presencia vierten sangre las heridas de este miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte de tu crueldad? Dinos a qué vienes.
Marcela: Estoy aquí para demostrar a los que me culpan de la muerte de Grisóstomo que están equivocados. Aunque se pueda entender que el dolor les mueva a decir lo que no deben y, con ello, a que sean imprudentes, no es justo ni aceptable que lo dicho atente contra la verdad ni contra lo que cualquier persona moderada y razonable defendería como indiscutible; sobre todo, cuando esa mentira es una mortífera saeta que hiere el honor y la paz logrados por la virtud de una inocente.
Ustedes dicen que el cielo me hizo tan hermosa que no pueden evitar el sentimiento de amor hacia mí; y por eso, porque me aman, ustedes quieren que yo esté obligada a amarles. Sé que todo lo hermoso es amable, pero no entiendo por qué está obligado lo que es amado por su hermosura a mostrar amor hacia quienes le aman. ¿Y si el amador de lo hermoso fuese feo? Saben que lo feo es digno de ser aborrecido; por tanto, ¿ven lógico el que se pueda decir: «Te quiero porque eres hermosa, debes amarme aunque sea feo»?
Además, el que haya muchas hermosuras no supone que haya siempre deseos, pues no todas las hermosuras enamoran: algunas alegran la vista y no rinden la voluntad. Si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, todo sería confuso y descaminado porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos serían los deseos, lo que iría en contra de aquello que siempre he oído: que el verdadero amor no se divide y ha de ser voluntario.
Como yo creo que esto es y debe ser así, pregunto: ¿por qué quieren obligarme a que les quiera? ¿Debo doblegar mi voluntad porque dicen ustedes que me quieren bien? Si del mismo modo que el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿sería justo que me quejara de ustedes porque no me aman?
Yo no escogí la hermosura que tengo. El cielo me la dio sin yo pedirla. ¿Merece la víbora ser culpada por matar con el veneno que le dio la naturaleza? No, porque no lo pidió. Del mismo modo, no merezco yo ser reprendida por ser hermosa
A los que he enamorado con la vista, he desengañado con las palabras. Si los deseos se sustentan con las esperanzas, el no haber dado ninguna a Grisóstomo debería bastar para que él no albergase deseo alguno. En consecuencia, se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad.
No me vale que apelen a que sus pensamientos eran honestos y que por eso estaba obligada a corresponderle, pues nunca le engañé. Cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije que la mía era vivir en perpetua soledad y que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura. Si aun así, él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿les extraña que se ahogase en su desatino?
Si yo le hubiese entretenido, si hubiese sido falsa con él, si le hubiese dado esperanzas… normal sería que mi «no» lo desesperase; pero se obcecó en sus propósitos siendo desengañado, se desesperó sin llegar a ser aborrecido ni despreciado por mí, actuó por su cuenta y riesgo… ¿y yo soy la culpable de su muerte, como dicen ustedes?
Entenderé que se queje el desengañado y comprenderé que se desespere quien ve que le faltan las prometidas esperanzas, del mismo modo que puede confiarse el que haya sido llamado o mostrarse ufano quien haya sido admitido por mí; pero que no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no le he prometido, engañado, llamado ni admitido.
El que me llame fiera y basilisco, que me deje como si fuera una cosa perjudicial y mala; el que me llame ingrata, que no me sirva; el que desconocida, que no me conozca; quien cruel, que no me siga…, que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres?
Soy libre. Ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a este ni solicito a aquel; ni me relajo con uno mientras me entretengo con el otro. Así, en libertad y en paz, deseo que transcurran mis días y los pasos que dé mi alma en el camino hacia su morada primera.
***
Tras sus palabras, solo el silencio era lo que se podía oír. Miró Marcela a los presentes por un instante y, sin querer oír respuesta alguna a su exposición, se marchó precipitadamente del lugar. Don Quijote, consciente de que la escena presenciada encajaba con su obligación caballeresca de socorrer a las doncellas desamparadas, agarró el puño de su espada y dijo:
Quijote: Que nadie, sea de la condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela si no quiere que caiga sobre él mi indignación. Ella ha demostrado su inocencia, y lo ha hecho con claras y suficientes razones. Justo es que, en lugar de ser perseguida, se la honre y estime por todos los que sean buenos o así se consideren.
Nadie replicó. Se acabó de hacer la sepultura, depositaron en ella el cuerpo del difunto y esparcieron muchas flores y ramos sobre el lugar donde quedó Grisóstomo.
Don Quijote, tras el entierro, se despidió de sus huéspedes y de cuantos acompañaron al finado hasta su lugar de reposo. Hubo quienes le sugirieron que se viniese con ellos a Sevilla y no faltaron los que le llegaron a hablar de América, donde hallaría más de una ocasión de enfrentarse a aventuras, pero consideró nuestro protagonista que seguía en pie la misión que todavía tenía, que no era otra que librar todas aquellas sierras de malvados.
A unos agradeció las sugerencias; a otros, el buen acogimiento de la noche anterior; y, a todos, lo vivido en torno al entierro del desafortunado pastor. Siguieron a las gratitudes las despedidas. Pasado el mediodía, los ceremoniales habían concluido.