ISBN: 978-84-15148-50-0
3·1. Jacas virtuosas…
Reanudado el camino junto con Sancho Panza, don Quijote quiso ir a buscar a la pastora para ofrecerle sus servicios. Después de dos horas cabalgando sin dar con el paradero de Marcela, llegaron a un prado lleno de hierba que estaba junto a un apacible y fresco arroyo. El lugar invitaba a pasar en él las horas de la siesta, por lo que se apearon amo y escudero, y dejaron que Rocinante y el asno paciesen a sus anchas por el verde prado; luego, en buena paz y compañía, se sentaron a comer de lo que había en las alforjas.
Rocinante, que mucha hambre no debía tener, se percató al rato de la presencia de unas jacas que estaban en un paraje cercano al suyo. Como la naturaleza es la naturaleza, le vino el deseo de solazarse un rato con ellas; y así, con un trote alegre y picaresco, se fue acercando y declarando sus intenciones. Las damas equinas, que tenían más interés en pacer que en yacer, le recibieron entre coces y dentelladas. Sus amos, que vieron interrumpida la siesta por el alboroto, cogieron sus estacas y empezaron a golpear al rocín hasta dejarlo malparado.
Quijote: (advirtiendo el estalaje a Rocinante) Por lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente soez y de bajo linaje. Te lo digo porque ahora sí me puedes ayudar a vengar el daño que delante de nosotros se le está haciendo a Rocinante.
Sancho: Pero, ¿qué venganza vamos a hacer, si estos son más de veinte y nosotros no más de dos; aunque, en realidad, habría que hablar de uno y medio?
Quijote: Yo valgo por cientos.
Y sin más palabras, sacó su espada y arremetió contra los que sin mesura golpeaban a Rocinante. Sancho Panza, movido por el ejemplo de su amo, también quiso mostrar su valentía. Algunas cuchilladas inofensivas pudo dar don Quijote y algún que otro empujón, Sancho; pero de nada les sirvió: los defensores de sus jacas rodearon a la pareja y, en un visto y no visto, una lluvia…, qué digo lluvia, una tormenta de palos descargó sobre ellos hasta el punto de que cayeron al suelo y se encomendaron a todos los santos que podían recordar entre golpe y golpe.
Cuando se cansaron de darles, agruparon a las jacas y se fueron del lugar. Allí, abandonados a su suerte, quedaron amo y escudero muy maltrechos; y Rocinante, que no estaba mucho mejor. El asno de Sancho, más filósofo que ninguno de los que se quejaban, comía y contemplaba el dantesco panorama.
La tarde del segundo día declinaría en pocas horas…
3·2. Coloquio de malheridos…
El primero que dio señales de vida fue Sancho Panza. Se arrastró hasta su señor y emitió un sonido lastimero. Como pudo, articuló un deseo:
Sancho P.: Ojalá tuviésemos ahora a mano aquella bebida del feo Blas…
Quijote: Si la tuviésemos, ¿estaríamos así? Yo te juro, Sancho Panza, por mi fe de caballero andante, que antes de que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tendré en mi poder. Aunque esto que nos ha pasado se podía haber evitado y yo tengo la culpa de todo porque no debí haber levantado mi espada contra hombres que no fuesen caballeros como yo. Este es el castigo por haberme saltado las leyes de la caballería. Por tanto, Sancho Panza, conviene que estés atento a este aviso que te digo: cuando veas que canallas como estos nos agravian, no esperes a que yo intervenga, porque no lo haré; sé tú quien los castigue con tu espada. Hazlo con la tranquilidad de saber que, si conforme son de baja condición fuesen caballeros, yo saldría en tu defensa con el valor que ya conoces de mi brazo.
Sancho P.: Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado y sé disimular cualquier injuria que me hagan porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar. Que esto también sirva de aviso porque de ninguna manera pondré mano a la espada para ir contra villanos ni contra caballeros; y que quede claro que desde ahora perdono todos los agravios que me han hecho y que me han de hacer, vengan de quienes vengan.
Quijote: Quisiera tener aliento para poder hablarte sin cansancio, pero me cuesta. Si el dolor en mis costillas se aplacara, te mostraría el error en el que estás. Si no, dime: ¿es esa la actitud que debes tener cuando seas señor de la ínsula que te tengo prometida? Así no podrás dirigirla porque no quieres ser caballero ni deseas tener el valor y la intención de vengar tus injurias y defender tu señorío. ¿Acaso piensas que los ánimos de tus habitantes siempre van a estar de tu parte y que no debes temer el que hagan aquello que te despoje de lo conseguido? Es necesario que la autoridad tenga entendimiento para saber gobernar y valor para ofender y defenderse ante cualquier acontecimiento.
Sancho P.: En este que ahora nos ha sucedido quisiera yo tener ese entendimiento y ese valor del que usted habla; pero le juro, señor, que estoy más para vendas que para conversaciones. Mire a ver si se puede levantar y ayudemos a Rocinante, aunque no se lo merece, porque él fue la causa principal de todo lo ocurrido. ¿Quién nos iba a decir, cuando salimos ayer, que esta noche nos acostaremos con este suplicio en nuestras espaldas?
Quijote: Poco has de quejarte, Sancho, que las tuyas deben estar hechas para resistir estos contratiempos; pero las mías, criadas entre algodones, son las que más sienten el dolor de esta desgracia.
Sancho P.: Si usted lo dice, señor, no seré yo quien le contradiga, pues, como le dije, más estoy para vendas que para charlas. Pero una cosa quisiera saber: ya que estas desgracias son propias de la caballería andante, dígame si suceden muy a menudo o si tienen sus límites, porque me parece a mí que con dos más como esta quedaremos inútiles para la tercera.
Quijote: (entre gestos de dolor) Debes saber, amigo Sancho, que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras; y que muchos, antes de ser reyes o emperadores, pasaron numerosas calamidades y miserias. Ejemplos de esto hay miles en las historias que conozco, por lo que muy bien podemos pasar con lo que nos ocurre. Y ahora, dejemos el tema y saca fuerzas de la flaqueza. Veamos cómo está Rocinante, que no le ha tocado la menor parte de esta desgracia.
Sancho P.: No hay de qué asombrarse de eso, siendo él tan buen caballo andante; de lo que yo me maravillo es de que mi jumento se haya quedado libre y sin costas donde nosotros salimos sin costillas.
Quijote: Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas. Lo digo porque esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome hasta algún castillo donde sea curado de mis heridas. Y que sepas que no es una deshonra ir en tal caballería, pues recuerdo haber leído que muchos caballeros, en situaciones similares, montaron en bestias parecidas y triunfantes llegaron a sus destinos.
Sancho P.: Verdad será, señor, si usted lo ha leído, pero dudo que esos caballeros llegasen atravesados sobre un jumento como si fuesen un costal de basura.
Quijote: Las heridas que se reciben en las batallas, antes dan honra que la quitan; así que, Panza amigo, no me repliques más. Levántate como puedas y ponme de la manera que más te agrade en tu asno; y vámonos ya de aquí porque, entre una cosa y otra, llegará la noche y nos asaltará en este despoblado.
Sancho acomodó como pudo a don Quijote sobre el asno y puso de reata a Rocinante; cogió el cabestro de su jumento y todos se dirigieron hacia donde estaba el camino real. Al rato de iniciada la travesía, cuando anochecía, descubrieron una venta. Don Quijote veía un castillo; Sancho, lo que era…
3·3. En la venta…
Entre negaciones y afirmaciones, llegaron hasta el discutido lugar, donde fueron recibidos por el ventero. Este preguntó a Sancho por el mal que su amo traía, pues venía sobre el asno de una manera tan poco habitual. Le respondió el escudero que no era nada, que se había caído de una peña y tenía las costillas doloridas. La caritativa mujer del ventero ayudó a bajar al malherido caballero y llamó a su joven y agraciada hija para que le ayudase a curarlo.
Servía en la venta una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, nariz chata, de un ojo tuerta y del otro no muy sana; de cuerpo gallardo, aunque un tanto cargada de espaldas. Esta moza, llamada Maritornes, fue requerida para que hiciera, en un desván y cerca de la puerta, una especie de cama donde poner a don Quijote, quien había empeorado de sus dolores. Juntó cuatro tablas poco lisas sobre dos desiguales bancos y, sobre ellas, colocó un colchón lleno de bodoques que, de tan fino que era, más parecía una colcha. Cubrieron la que llamaremos cama con dos sábanas hechas de cuero y una manta peluda cuyos hilos se podían contar sin temor a equivocarnos.
En esta cama, a escasos metros de la de un arriero, acostaron a don Quijote y lo empezaron a emplastar la ventera y su hija mientras Maritornes las alumbraba. La mujer del ventero, mientras hacía la cura, dijo que los cardenales de don Quijote parecían ser más propios de golpes que de caídas.
Sancho P.: No fueron golpes, sino que la peña tenía muchos picos y, claro, cada uno hizo su cardenal. (Tras un silencio) ¿Sería posible, señora, que le sobren algunos emplastos y me los dé, que a mí también me duelen un poco los lomos?
Ventera: ¿También se cayó usted?
Sancho P.: No, señora, yo no me caí. Es que del susto que me dio ver caer a mi amo, me duele el cuerpo como si me hubiesen dado mil palos.
Ventera: (incrédula) ¿Y eso es posible?
Hija: Sí, madre; es posible que haya sido así porque muchas veces he soñado que caía de una torre y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando me despertaba del sueño me sentía tan quebrantada como si en realidad me hubiese caído.
Sancho P.: Pues ahí está lo singular del caso, que yo, sin soñar nada, estando más despierto que ahora, tengo algunos cardenales menos que mi señor don Quijote.
Maritornes: ¿Cómo dice que se llama su amo?
Sancho P.: Don Quijote de la Mancha. Es un caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que se han visto en el mundo desde hace mucho tiempo.
Maritornes: ¿Qué es un caballero aventurero?
Sancho P.: (con suficiencia) Vaya por Dios, ¿acaso no sabe lo que es? ¿Tan nueva es en el mundo? Sepa que un caballero aventurero es una ocupación que tan pronto le tiene a uno apaleado como lo convierte en emperador; que hoy es la criatura más desdichada del mundo y mañana tiene dos o tres coronas que dar a su escudero.
Ventera: Entonces, si usted es escudero de este tan buen señor, ¿cómo no tiene siquiera un simple condado?
Sancho P.: Aún es pronto. Desde la primera hora de ayer andamos buscando aventuras y las encontradas no dan reinos; aunque tengo la seguridad de que si mi señor sana de esta caída y yo no quedo muy maltrecho, alguno de los mejores títulos de España me sería dado.
Todas estas pláticas escuchaba don Quijote muy atento. Como pudo, se incorporó en el lecho y, tomando la mano de la ventera, le dijo:
Quijote: Créame, hermosa señora, si le digo que es afortunada por haber alojado en este castillo a mi persona, que no encareceré por eso de que la alabanza propia envilece. Tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me ha hecho, que le agradeceré mientras dure mi vida. Si no fuera porque el amor me tiene sujeto a los ojos de aquella hermosa, dejaría que los de esta bella doncella fuesen los señores de mi libertad.
Si las explicaciones de Sancho sobre el mundo de los caballeros andantes desconcertaron a las mujeres, qué puedo decirte de la confusión en que les pusieron las palabras de don Quijote. Con venteriles razones agradecieron sus amables palabras y lo dejaron descansar. Maritornes, con lo que sobró, trató de curar a Sancho, que lo necesitaba tanto como su amo.
Y así se fue cerrando poco a poco el día en aquella venta.
***
El vecino de cama de don Quijote, que era arriero, como ya se ha dicho, acordó con Maritornes verse aquella noche. Ella le prometió que iría a buscarle a su cama tan pronto como los huéspedes y sus amos durmiesen, y que le satisfaría en todo lo que le mandase.
Cuando terminó Maritornes de atender a Sancho, lo dejó tendido en una estera de anea y tapado con una manta de lienzo junto a su amo. En ese momento, llegó el arriero, que venía de ver a su recua, y con las miradas confirmaron el acuerdo. Luego, se tendió en su cama para esperar la llegada de la asturiana.
En menos de una hora, toda la venta quedó en silencio y sin más luz que la de una lámpara que, colgada en medio del portal, ardía.
Don Quijote, que con el dolor de sus costillas tenía los ojos abiertos como una liebre, se imaginó que había llegado a un famoso castillo y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida por su gentileza, se había enamorado de él, por lo que, a escondidas de sus padres, vendría a buscarle esa noche a su cuarto para yacer con él. Estos pensamientos trajeron consigo que el caballero comenzase a angustiarse, ya que veía que su honestidad corría peligro porque se debía a su señora Dulcinea del Toboso, a quien no podía traicionar.
En medio de estas fantasías, llegó el momento del encuentro entre la asturiana y el arriero. Esta, en camisa, descalza, con los cabellos recogidos en una red de fustán y los brazos extendidos para no tropezar, entró con pasos silenciosos en el aposento donde los tres se alojaban y se dirigió hasta donde estaba el arriero.
Don Quijote oyó su llegada. A pesar del dolor, se sentó en la cama con los brazos tendidos para recibir a la que para él era la hermosa doncella enamorada. Los brazos de uno y otro se encontraron en la oscuridad. Los de don Quijote sujetaron a los de Maritornes con tanta fuerza que la obligó a sentarse sobre la cama. Le tentó la camisa, que para él era de seda, aunque fuese en realidad de arpillera, e imaginó que las cuentas de vidrio que llevaba la moza en las muñecas eran perlas orientales; los cabellos, que tiraban a crines, eran hebras de oro arábigo; y el aliento, que olía a ensalada de fiambre, le pareció un olor suave y aromático. Con voz amorosa y baja, le dijo sin dejar de tenerla bien asida:
Quijote: Quisiera estar en condiciones, hermosa e importante señora, para poderle corresponder por el honor que con su visita me ha hecho, pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme tan quebrantado en este lecho que, aunque quisiese, no podría satisfacerla como desea.
Maritornes, en silencio, trataba de zafarse como podía de don Quijote, quien proseguía diciendo:
Quijote: Súmele a esta imposibilidad otra mayor: la prometida fe que tengo hacia Dulcinea del Toboso. Si no fuera por esto, no le quepa la menor duda de que yo no sería tan necio como para dejar pasar la ocasión que su bondad me ofrece.
Acongojada y sudorosa estaba Maritornes por no poderse mover en la oscuridad del aposento ni entender lo que le decían. Trataba de desasirse de don Quijote sin decir nada, pero no podía. El arriero, que sintió la presencia de la asturiana cuando llegó, escuchó atentamente lo que le decía el fantasioso caballero y se acercó hasta la pareja para cerciorarse de si había faltado a su palabra la moza; pero, cuando comprobó que esta forcejeaba por liberarse y don Quijote por tenerla más agarrada, dio al hidalgo un puñetazo tan fuerte que le bañó de sangre toda la boca.
Después, se subió encima de las malheridas costillas de don Quijote y comenzó a pateárselas hasta que el lecho, endeble para una persona, no pudo resistir el peso de dos y se desmontó, dando con ellos en el suelo. El ruido que produjo la cama despertó al ventero, quien sospechó que la responsable del estruendo era Maritornes. La llamó varias veces, pero ella no respondía. Por querer confirmar su sospecha, se levantó y, con un candil en la mano, se acercó hasta el aposento. Ella, viendo que su amo llegaba, con miedo se echó donde dormía Sancho Panza y allí se acurrucó.
Sancho, cuando sintió aquel bulto encima suyo, pensó que tenía una pesadilla y comenzó a dar puñetazos sin ton ni son, alcanzando varias veces a Maritornes; la cual, dolorida por los golpes, se olvidó del temor que le tenía al ventero y de las razones de su escondite donde Sancho, y comenzó a devolverle los golpes al escudero con tanta fuerza que lo despertó. Él, viéndose maltratar de esa manera sin saber de quién ni por qué, se abrazó como pudo a la asturiana y juntos comenzaron a rodar por la estancia.
La lumbre del candil que traía el ventero iluminó la escena de Sancho y Maritornes. El arriero dejó a don Quijote y fue a socorrer a la moza; el ventero, a castigarla, porque creía que ella era la responsable de todo lo que estaba pasando. Así las cosas, el arriero daba a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos se sacudían con tantas ganas que acabó por apagarse el candil y, a oscuras, redoblaron sin compasión sus golpes, ahora sin saber quién daba lo que otro recibía.
El ruido de los golpes llamó la atención de un jefe de la Santa Hermandad que se alojaba esa noche en la venta y que, tras coger su bastón y sus credenciales, se presentó de improviso en el aposento.
Jefe: ¡Deténganse! ¡Deténganse ante la Santa Hermandad!
Con quien primero dio el jefe fue con don Quijote, quien estaba derribado sobre su lecho, tendido boca arriba y sin sentido. Como vio que no se movía ni daba señales de estar vivo, concluyó que lo habían matado los que estaban en el aposento.
Jefe: (con reforzada voz) ¡Cierren la puerta de la venta! ¡Que no se vaya nadie! ¡Acaban de matar a un hombre!
Todos se pararon en seco durante un instante [5, 4, 3, 2, 1…] y, al siguiente, sobresaltados, desaparecieron de la escena: se retiró el ventero a su aposento; el arriero, a su lecho; la moza, a su habitación; las corujas, a sus nidos; y quedaron en el sitio, sin poderse mover, don Quijote y Sancho. El de la Santa Hermandad salió en busca de luz para localizar y detener a los delincuentes, pero no la encontró porque el ventero, con malicia, apagó la lámpara cuando se retiró. Tuvo que acudir a la chimenea para encender otro candil, lo que le llevó tiempo y esfuerzo porque no daba, en la oscuridad, con el abanador.
Mientras esperaba el jefe a disponer de fuego, don Quijote fue recobrando el sentido y, con un tono de voz que mostraba el dolor que tenía, comenzó a llamar a Sancho:
Quijote: Sancho, amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho?
Sancho P.: (apesadumbrado y despechado) ¡Qué voy a dormir! Estoy como si todos los diablos me hubiesen pateado.
Quijote: Pues, créetelo, porque tengo muy claro que este castillo está encantado o yo no sé nada del tema; es más, te voy a confesar algo que deberás mantener en secreto hasta después de mi muerte. ¿Lo juras?
Sancho P.: Sí, señor, lo juro.
Quijote: ¿De verdad que lo juras?
Sancho P.: Que sí, señor, que se lo juro; que callaré hasta después de su último día; aunque desearía poderlo decir mañana.
Quijote: ¿Tan mal te trato, Sancho, que me querrías ver muerto con tanta brevedad?
Sancho P.: No, no es por eso, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas y no querría que se me pudriese lo que tenga que decirme de tanto guardarlo. Además, estoy como para que no me duren mucho las cosas…
Quijote: Bueno, pues estate atento a lo que te voy a contar. Esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que jamás me había ocurrido. Hace poco vino hasta mí la virtuosa y hermosa hija del señor de este castillo con quien mantuve un dulce y amoroso coloquio. De repente, sin saber cómo ni de dónde, una mano pegada a un brazo me dio tal puñetazo en las quijadas que me ha llenado de sangre la boca. Luego sentí cómo me pisoteaban hasta el punto de encontrarme ahora peor que ayer. Mi conclusión es que esa hermosa doncella está apresada por algún encantador, quien, sin duda, fue el que me puso en el estado en el que ahora estoy.
Sancho P.: Pues si a usted le dio un encantador, cuatrocientos fueron los que me aporrearon a mí. Y lo malo de todo es que usted pudo disfrutar, aunque poco, de la compañía de esa hermosa doncella; pero, ¿y yo?, que sin ser visitado ni acompañado, y sin ser caballero andante ni pretenderlo, de todas las desgracias siempre me cae la mayor.
Quijote: ¿A ti también te han aporreado?
Sancho P.: (con cierto enfado) ¿No le he dicho que sí?
Quijote: Pues no te preocupes, que yo haré ahora ese bálsamo y verás que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. Levántate, Sancho, si puedes, y ve al alcaide de esta fortaleza. Procura que te dé un poco de aceite, vino, sal y romero. Yo te esperaré abajo, junto al fuego.
Sancho P.: ¿Y con eso es suficiente?
Quijote: Con eso y con fe cristiana, que nunca debe faltar.
3·4. El bálsamo de Fierabrás…
Se levantó Sancho con más obediencia que deseos, pues su cuerpo no le pedía otra cosa que estarse quieto. Entre penumbras y oscuridades, fue hasta donde estaba el ventero, a quien halló en la entrada de la venta, con el susto aún en el cuerpo por lo ocurrido hacía unas horas, pero feliz, hasta donde se puede estar, porque el tema no había llegado a más: don Quijote no había muerto y el ruido en su estancia quedó en un simple alboroto.
Proveyó el ventero a Sancho con los ingredientes pedidos, a los que añadió algunos enseres para hacer el brebaje. Mientras tanto, don Quijote, como buenamente pudo, había bajado de su habitación y esperaba a Sancho junto a la chimenea, encendiendo unos cavacos. Allí lo halló el escudero y allí se comenzó a preparar el mágico licor: en un mango, mezcló don Quijote el aceite, la sal y abundante romero; cuando todo se hizo una pasta uniforme, le añadió vino y dejó que se cociese hasta que salieron borboritos. Cuando le pareció que estaba en su punto, echó el mejunje en una vasija de hojalata y, sin dejar de santiguarse, rezó más de ochenta padrenuestros y otras tantas avemarías mientras esperaba a que se enfriase.
Hecho esto, quiso probar la virtud de aquel precioso bálsamo y se bebió casi un litro de lo que restaba en la olla. Apenas terminó de ingerirlo cuando comenzó a vomitar y a sudar de manera copiosa. Pidió que lo acostasen, lo arropasen y lo dejasen dormir. Con presteza cumplieron el escudero y el ventero lo que pedía el caballero.
Hasta el amanecer del tercer día de la segunda salida estuvo durmiendo profundamente don Quijote. Algo de luz había en el horizonte cuando se despertó y se sintió muchísimo mejor. Le alegró saber que había acertado con el bálsamo de Fierabrás y que a partir de ahora podía acometer cualquier batalla, por muy peligrosa que fuese, sin temor a perecer en ella.
Sancho Panza, a quien el dolor de su cuerpo no le había permitido el descanso ni sosiego la preocupación por su amo, pasó las horas de sueño de su amo entre cabezadas y breves dormidas. Testigo de la mejoría de su amo, le rogó que le diese lo que quedaba en la olla, que no era poco. Don Quijote se lo dio y el escudero se bebió los restos sin dejar ni gota. Pero los resultados no fueron los esperados: empezó a sentir tantos trasudores, desfallecimientos y bascas que pensó que ya le llegaba su última hora. Entre congojas y aflicciones, maldecía el bálsamo y a quien se lo había dado.
Quijote: Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene porque no eres caballero andante. Creo que este licor no está destinado para los que no lo son.
Sancho P.: (con arcadas) Si eso sabía, ¿por qué consintió que lo tomase?
No acabó de decir lo que quería el escudero cuando comenzó a vomitar y defecar al mismo tiempo, y sudaba con tanta intensidad que todos pensaron lo mismo que él, que ya se le acababa la vida. Así estuvo casi dos horas, al cabo de las cuales quedó tan quebrantado que no se podía mover.
Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso salir enseguida en busca de aventuras, pues pocas horas faltaban para el mediodía: ensilló a Rocinante; puso las albardas al jumento de Sancho, a quien ayudó a vestir y a subirse al asno; y cogió un lanzón que había en un rincón para que le sirviese de lanza, pues la que traía consigo quedó rota por el aspa del molino. «La tercera», pensó.
Quijote: (al ventero) Muchas y muy grandes son las atenciones, señor alcaide, que he recibido en su castillo, por lo que estaré obligado a agradecérselas durante el resto de mi vida. Si puedo hacer algo por usted, sepa que mi oficio no es otro que vengar a los que son humillados y castigar a los humilladores.
Ventero: Señor, yo no tengo necesidad de que usted me vengue, porque yo sé perfectamente vengarme. Lo único que ha de hacer es pagarme el gasto que ha hecho esta noche en la venta: la paja y cebada de sus bestias, la comida y el alojamiento.
Quijote: Entonces, ¿esta es una venta?
Ventero: Sí, señor, y muy honrada, por cierto.
Quijote: Pues engañado he estado, ya que pensé que era castillo; pero, dado que es venta, solo puedo decirle que no puedo ir en contra de la orden de los caballeros andantes, los cuales jamás pagaron posada alguna porque se les debe siempre un buen acogimiento como pago por el esfuerzo que realizan por la justicia.
Ventero: Yo no tengo nada que ver con eso. Págueme lo que me debe y déjese de cuentos de caballerías, que yo no tengo otro interés que no sea cobrar por mi trabajo.
Quijote: ¡Usted es un necio y un mal hostalero!
Picó a Rocinante y salió de la venta sin que nadie le detuviese. Como creía que le seguía su escudero, siguió cabalgando sin percatarse de que el ventero, perdida la ocasión de cobrar del amo, quiso hacer lo propio con Sancho Panza. Aunque dolorido todavía por todo lo que le había ocurrido desde que llegó a la venta, tuvo fuerzas para decir que si su señor no había querido pagar, que él tampoco lo haría porque, como escudero de un caballero andante, se acogía a la misma regla de no abonar nada en los mesones y ventas. Poca gracia le hizo al ventero la razón de Sancho y le amenazó con cobrarse de cualquier modo lo que se le debía; pero el escudero seguía en sus treces.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que entre la gente que estaba en la venta esa mañana hubiese un grupo alegre, bienintencionado, maleante y juguetón de estudiantes que prestaron mucha atención a la conversación entre el escudero y el ventero. Como vieron en Sancho un motivo de diversión, se acercaron a él y, tras apearlo del asno, lo mantearon en el corral. El pobre escudero, mientras subía y bajaba con rapidez, solo atinaba a quejarse, amenazar y rogar que lo dejasen ya en paz. Cuando se cansaron los manteadores, dejaron a Sancho en el suelo, quien se levantó entre mareos y maldiciones a su mala fortuna.
Maritornes le trajo un jarro de agua del pozo mientras lo subían a su asno, pero como sintiese al primer trago que era agua, pidió que le trajese vino, que lo pagaría con su dinero. Se lo trajeron, bebió, pagó y se encaminó hacia la salida de la venta con sentimientos encontrados: le causaba felicidad el irse de allí y hacerlo sin haber pagado; pero el dolor de su cuerpo y el que el ventero se cobrase quedándose con sus alforjas le trituraban el ánimo.
¿Qué hacía don Quijote mientras manteaban a su escudero? No había caminado mucho tras salir de la venta cuando comprobó que Sancho Panza se había quedado retenido en el patio por el ventero, quien, para evitar la huída del escudero y la entrada del caballero armado, mandó cerrar las puertas del recinto. Don Quijote oyó al rato los lamentos de Sancho mientras era manteado y se acercó hasta una tapia de la venta. Nada pudo hacer salvo contemplar, de pie y apoyado en los estribos, cómo su escudero, muy a su pesar, hacía volteretas entre las risas de los estudiantes.
El caso es que llegó Sancho hasta donde estaba su amo tan marchito y desmayado que ni arrear su jumento podía.
Quijote: Ahora me acabo de convencer, mi buen Sancho, de que aquel castillo o venta está encantado, pues, quienes se divirtieron a tu costa, ¿qué otra cosa podían ser salvo fantasmas? Ellos te hicieron lo que te hicieron y, para que no te ayudase, me encantaron impidiéndome bajar de Rocinante y subir por la pared de la venta.
Sancho P.: No creo, señor, que aquellos que se entretenían a mi costa fuesen fantasmas ni encantados, como dice, sino hombres de carne y hueso como nosotros. Oí cómo se nombraban entre ellos mientras me volteaban. Así que, por favor, descarte eso de que fue un encantamiento lo que le impidió saltar el tabique de la venta.
Quijote: Te equivocas, Sancho. Una vez más, tu desconocimiento de la caballería andante hace que te equivoques en tus juicios.
Sancho P.: Mire, señor, yo creo que lo mejor sería dejarnos de buscar tantas aventuras y regresar a nuestro pueblo, que ahora es el tiempo de la zafra y mejor será la cosecha de la tierra que la de los palos que con cada desventura cosechamos.
Quijote: No sucumbas, Sancho; no sucumbas ahora que los contratiempos te endurecen y te preparan para ser gobernador. Recuerda que lo que no te mata te hace más fuerte, y por lo que veo, en tanto que no estás muerto, estás con más vigor que cuando empezamos nuestras aventuras. Eres más sabio ante los infortunios; para hacerles frente es para lo que se necesita la sabiduría, pues para la fortuna solo se requiere buena disposición de ánimo para verla llegar y tomarla entre las manos.
Sancho P.: ¿De qué me ha de servir tanta sabiduría si con otro día como el vivido ayer será suficiente para que no haya más en mi vida? Despertamos bien, la mañana se fue entre el entierro de Grisóstomo y las palabras de Marcela, almorzamos con sosiego y, luego, sin que nada malo hubiésemos hecho, llegó lo de Rocinante y lo de la venta, que no es tal ni castillo, como usted dice, sino el mismo infierno.
Quijote: Hablas bien, amigo Sancho, y la clave de nuestro paso por ese infierno que dices está en que hemos hecho lo que no debíamos y hemos dejado de hacer lo que era necesario.
Sancho P.: ¿Qué es lo que no debíamos haber hecho?
Don Quijote detuvo su caballo y mirando fijamente a su interlocutor le dijo con mucha seriedad:
Quijote: Ir tras Marcela para socorrerla sin haber atendido a la obligación que tengo de presentarme ante mi señora para que me dé su bendición. Eso es lo que debía haber hecho tan pronto como salimos de nuestra aldea y no desviarme; y eso es lo que haré tan pronto como cumpla con otra obligación.
Sancho P.: ¿Otra, señor? Sin cumplir la primera, ¿hay una anterior?
Quijote: Ay, Sancho, Sancho, Sancho… Poco entiendes de obligaciones caballerescas. Al tiempo sabrás de lo que te hablo. Por ahora, lo que toca es que busquemos un sitio donde podamos comer algo, pues el mediodía ya ha pasado.
Sancho P.: ¿Comer, señor? ¿Cómo, si no tengo las alforjas?
Quijote: ¿Que te faltan las alforjas, Sancho?
Sancho P.: Sí, señor, me faltan. Fue parte del pago al ventero, junto con la salud de mis espaldas.
Quijote: Entonces, no tenemos qué comer.
Sancho P.: Para usted eso no debe ser un problema. Los prados están llenos de hierbas que usted dice que conoce y que sirven para que los tan malaventurados caballeros andantes como usted suplan semejante falta.
Quijote: Aun así, te confieso que preferiría ahora yantar una hogaza de pan y dos cabezas de sardinas arenques que cuantas hierbas puedan ofrecerme los prados. Pero no te preocupes por eso ahora, Sancho el Bueno. Sígueme, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire ni a los gusanillos de la tierra ni a los renacuajos del agua; y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.
Sancho P.: Más bueno es usted para predicador que para caballero andante.
Quijote: De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho. Falso es eso de que las armas y las letras están peleadas, pues nunca la lanza embotó la pluma ni viceversa.
***
En los Anales de la Mancha nada se apunta sobre cómo siguió la conversación ni cómo resolvieron el problema de la comida. Se sabe, por una pequeña anotación manuscrita, que durante horas Rocinante y el asno fueron con paso lento recorriendo los caminos hacia ninguna parte.
La historia sigue con la petición de Sancho, hacia el final de la tarde del tercer día, de que buscasen un lugar para alojarse esa noche «donde no haya mantas ni manteadores ni fantasmas ni encantadores». A lo que su amo respondió:
Quijote: Pídeselo tú a Dios, y guía tú por donde quieras, que esta vez deseo dejar a tu elección el alojarnos.