El Quijote (1605) tuneado – capítulo 6/10

El Quijote (1605) tuneado

ISBN: 978-84-15148-50-0


6·1. De nuevo en la venta…

Al día siguiente, el sexto de la segunda salida de don Quijote, a media mañana, Sancho llegó de nuevo al camino que conducía hacia la venta donde fue manteado. Lo siguió hasta detenerse en la hostelera puerta. A pesar de que deseaba comer algo caliente, no quiso entrar porque todavía tenía muy presente lo que le sucedió allí. Mientras elegía entre comer y alejarse de aquel recinto, no vio a dos personas que muy cerca de él se percataron de su llegada.

Persona 1: Señor licenciado, ¿no es Sancho Panza, nuestro vecino, el que está parado en la puerta?

Persona 2: Sí, sí lo es; y aquel es, sin duda, el caballo de Alonso Quijano.

Quienes hablaban eran el cura y el barbero, los mismos que estaban en casa del hidalgo cuando regresó malherido de su primera salida. Los ruegos de la sobrina y las súplicas del ama movieron a estos buenos hombres a salir en busca de su vecino para traerlo de vuelta a la aldea. La casualidad hizo el resto y quiso que estuviesen en el lugar y momento adecuados para ver llegar al jinete que reconocían y a la montura que no les era desconocida. Se acercaron hasta Sancho:

Cura: Amigo Sancho Panza, nos alegramos de verte. Pero no vemos a tu amo, ¿dónde está?

Sancho los reconoció, y a la gran felicidad que sentía por el encuentro con los conocidos le siguió la necesidad de distanciarse de ellos, por lo que decidió ocultar el lugar y las circunstancias de la penitencia de su amo, y respondió con evasivas que estaba en cierto lugar haciendo cierta cosa que no podía descubrir.

Barbero: (tono amenazador) Si no dices dónde está tu amo, imaginaremos, como ya imaginamos, que lo mataste y que le robaste lo que tenía, pues llevas su caballo. O nos lo dices o damos parte de tu crimen…

Sancho P.: (asustado) No hacen falta las amenazas, que no soy un ladrón ni un asesino. Mi amo está haciendo penitencia en unas montañas cercanas a este lugar; y la hace sin sacrificios, pues lo decidió él así.

Y en un momento, sin darse una tregua, les relató cómo quedaba su amo, qué aventuras le habían sucedido, qué misión tenía encomendada y qué pintaba en todo lo narrado la hija de Lorenzo Corchuelo, a quien su amo había elevado a los altares de su amor.

En lo de las aventuras fue explícito el escudero, más por descargo de su participación en los sucesos que por cargar la locura de su amo, de la que muy pocas dudas podía haber en sus interlocutores: relató lo sucedido con los molinos de viento, el encuentro con los cabreros, el seguimiento a la pastora Marcela, los golpes recibidos por los dueños de las jacas, los vaivenes fantasmales que padeció su señor en la venta donde ahora estaban y la noche que pasaron oyendo los molinos de agua; finalmente, contó cómo decidió don Quijote hacer penitencia y por qué estaba él donde lo veían, con una misión, la entrega de una carta a Dulcinea, que, si salía como se esperaba, debía servir para «despenitenciar» a su amo. Por vergüenza o por vaya uno a saber qué, prefirió no contar nada de lo que le sucedió a él en la venta.

A pesar de que sabían del poco juicio de don Quijote, no pudieron evitar el cura y el barbero quedarse de una pieza con lo que les iba contando Sancho. Pidieron que les mostrase la carta, a lo que el escudero dijo que estaba escrita en un papel muy deteriorado y que tenía orden de su amo para que alguien se la transcribiese con muy buena letra.

El cura se ofreció a hacerlo y Sancho empezó a tantearse por todo el cuerpo para dar con los papeles, pero no los encontró por ningún lugar. Buscó, rebuscó, se quitó la ropa hasta donde exigía la decencia, miró en las alforjas de Rocinante, tornó a buscar entre sus prendas…, pero no daba con los documentos. Al rato, cayó en la cuenta de que no los cogió ni don Quijote se percató de dárselos. En un ataque de impotencia, comenzó a darse puñetazos, a tirar con furia de su barba y a soltar exabruptos a diestro y siniestro que el cura tuvo que limitar entre miradas severas y gestos de reprobación.

Cura: ¿Qué ocurre, Sancho? ¿Por qué te castigas de esa manera?

Sancho P.: ¿Que por qué me castigo así? Pues porque soy más pollino que los tres que acabo de perder.

Barbero: Explícate mejor.

Sancho P.: Que he perdido la carta que escribió mi señor y, además, un vale que me firmó y que mandaba a su sobrina que me diese tres de los cinco pollinos que están en su casa.

6·2. Memoria de pez…

El cura le consoló como pudo y le dijo que cuando encontrasen de nuevo a su amo se podía revalidar la donación, que eso no debía ser un problema. El escudero se tranquilizó y le dijo que si eso era así, que no tenían de qué preocuparse con respecto a la carta porque se la sabía de memoria.

Barbero: Entonces, dínosla, Sancho, que después la pasaremos a papel.

Sancho Panza se rascó la cabeza una y otra vez, como quien frotando una lámpara espera que salga un genio. Alternaba el peso de su cuerpo en un pie y, luego, en el otro; miraba al suelo, al cielo, a los ojos de sus interlocutores, de nuevo al cielo, otra vez al suelo…; se mordía las uñas y se chupaba las yemas de los pulgares… Después de tantos movimientos indicadores de que la carta se había diluido en algún resquicio de su escasa memoria, dijo:

Sancho P.: Señor licenciado, los diablos, que se han debido llevar la carta, han hecho lo mismo con mi recuerdo sobre ella, aunque sé que comenzaba con algo así como… «alta y sobajada señora».

Barbero: ¿Sobajada? ¿No sería por casualidad «sobrehumana» o «soberana señora»?

Sancho P.: Sí, sí, así fue… Luego, si mal no me acuerdo, proseguía diciendo: «ferido de la punta él llega, ingrata y muy desconocida fermosa», y no sé qué más sobre la salud y la enfermedad que le enviaba hasta que acabó con algo sobre la muerte.

El barbero y el cura disfrutaron de la buena memoria de Sancho Panza y le pidieron que repitiese la carta otras dos veces para que la pudiesen recordar bien y trasladarla correctamente, pero a medida que la repetía el escudero iba cambiando lo que había dicho con anterioridad y añadiendo nuevos disparates.

Concluido el asunto de la carta, contó Sancho que cuando regresase del Toboso, su amo se pondría en camino para ser emperador o monarca, y que con ello le vendría a él un reconocimiento.

6·3. ¿Un arzobispado?…

Hablaba Sancho con tanto convencimiento, que se admiraron el cura y el barbero de cómo la locura del amo había podido con la cordura del escudero. Pero no quisieron desengañarle de su error porque sus disparates no le dañaban el alma y, de paso, servían de entretenimiento. Le pidieron que rogase por la salud de su señor, que con el tiempo era posible que llegase a ser emperador o, por lo menos, arzobispo u otra dignidad equivalente.

Sancho P.: Señores, si la fortuna quisiese que mi amo optase por ser arzobispo en vez de emperador, me gustaría saber qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.

Cura: Pueden entregarle algún cargo en la iglesia o alguna sacristanía.

Sancho P.: Pero para eso será necesario que el escudero no esté casado y que sepa ayudar en misa por lo menos. Si esto es así, como es, díganme: ¿qué haré yo que estoy casado y no sé leer ni escribir? ¿Qué será de mí cuando a mi amo le dé por ser arzobispo y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?

Barbero: No te preocupes por eso ahora, amigo Sancho, que ya verás cómo le convenceremos para que sea emperador y no arzobispo. Quédate tranquilo porque tenemos a nuestro favor el hecho de que es más valiente que estudiante.

Sancho P.: Eso mismo me lo parece a mí, aunque debo decir que tiene habilidad para todo. Lo que haré yo por mi parte será rogar a Nuestro Señor para que le dé trabajo donde pueda ejercer su caballería andante, y donde yo tenga más posibilidades de ser bien recompensado.

Cura: Me parece bien; seguro que lo harás todo como buen cristiano que eres. Lo que toca ahora es ver la manera de sacar a tu amo de la penitencia que está haciendo. Para pensar la mejor manera de hacerlo, se hace necesario que entremos y aprovechemos la ocasión, que ya es hora, para comer algo.

6·4. La «despenitencia»…

A Sancho le alegró saber que la participación de los buenos amigos de su amo le beneficiaba, pues se había preguntado durante el trayecto hasta la venta cómo era posible que le diese su amo una ínsula o un gobierno si la penitencia se alargaba más de lo normal y terminaban sus días donde lo había dejado, bien por algún daño tan grave como inoportuno, bien porque optase por hacerse ermitaño y mudase su condición de caballero por la de pastor; que todo podía ser, se dijo.

No quiso Sancho entrar en la venta, pues prefería esperarles fuera. Pidió, eso sí, que le sacasen algo de comer que fuese caliente y algo de cebada para Rocinante. No insistieron sus vecinos en saber los motivos de su renuncia a entrar en el hospedaje, pues el escudero les aseguró que daría cuenta de sus razones en otro momento.

Entraron los vecinos y, al rato, salió el barbero con la comida. Tardó este en regresar donde estaba el cura porque se entretuvo hablando con un boyero al que conocía y que entraba en la venta en el mismo momento en el que él sacaba el sustento para Sancho y Rocinante.

Cura: (cuando regresó el barbero) Creo que tengo ya la solución.

Se le ocurrió al religioso un pensamiento muy acomodado al gusto de su loco amigo y, de paso, muy efectivo para lo que ellos querían: pensó que él podía vestirse de doncella andante y el barbero de escudero, y que así irían hasta donde estaba el penitente fingiendo que «ella» necesitaba de sus servicios y que, como caballero que era, no podía negarse a concedérselos. De esta manera, lo convencería para que fuese donde la falsa doncella le decía, que no era otro sitio que su aldea.

No le pareció mal la idea al barbero y, en cuanto terminaron de comer y reposar lo comido, pusieron manos a la obra para llevarla a buen término. La ventera les cedió una falda y una prenda para cubrir la cabeza, y el barbero fabricó una barba a partir de una cola de buey rojiza que tenía colgada el ventero. Estaba la mujer del ventero intrigada por los motivos de aquel disfraz y el cura le contó la locura de don Quijote y cómo iban a liberarlo de su penitencia.

La mujer y el ventero se dieron cuenta de que hablaba del huésped del bálsamo y contaron todo lo que había pasado en la venta aquella noche y que Sancho omitió en aquellas partes que a él le tocaban. Mientras relataban lo sucedido, vestían al cura de mujer y el barbero se ajustaba la barba postiza, que le llegaba a la cintura.

A primera hora de la tarde terminaron de arreglarse y salieron al encuentro de Sancho, no sin antes haber cumplido con el pago de lo que debían ni sin haber contraído el compromiso de contar el final de la empresa cuando se diese la ocasión para ello.

No habían andado muchos pasos en dirección a donde estaba Sancho Panza cuando al cura le vino un pensamiento que lo inquietó: que no era correcto que un representante de la Iglesia profanase su dignidad disfrazado de esa manera. Se lo hizo saber al barbero y le pidió que cambiasen sus disfraces; y que si no lo quería hacer, que desistía de seguir con aquella farsa. El barbero aceptó y se cambiaron los papeles.

Hecho el cambio, llegaron hasta donde estaba Sancho Panza, quien no pudo contener la risa cuando los vio vestidos así. Le informaron de lo que debía hacer y decir a su amo para que abandonase la penitencia, y le hicieron ver que en el asunto tanto interés tenía él como ellos. Insistieron en que no le dijese a don Quijote quiénes eran realmente y que si le preguntaba por la carta a Dulcinea, que respondiese que se la había entregado y que, como no sabía leer, le ordena que se presente inmediatamente ante ella.

Sancho P.: Si a mi amo le doy una orden de su dama como esa, ¿para qué los disfraces?

Cura: Ya se verá si son o no necesarios. No es de sabios poner todos los huevos en la misma cesta.

Luego, mientras guardaban los disfraces, el barbero engolosinó al escudero con la idea de que cuando su amo dejase la penitencia tendría el camino allanado para ser emperador o monarca, y no arzobispo, como temía; y por eso, le insistió el cura, era muy importante que pusiese de su parte y que facilitase la salida no haciendo ni diciendo aquello que pudiese complicar la iniciativa más de lo que ya era. Le aconsejó que callase y que le dejase a él manejar la situación, que la ayuda de Dios, como servidor suyo que era, no iba a faltarle.

Prometió Sancho coserse los labios y atarse las manos cuando le llegase a su entendimiento la voluntad de decir o hacer algo que estropease el propósito del viaje; agradeció a sus vecinos las buenas intenciones de liberar a su amo de la penitencia y pidió al religioso que no se olvidase del tema de los pollinos cuando hablase con su amo.

Cura: Descuida, Sancho. No me olvido de tus pollinos; aunque tú no deberías olvidarte de que siendo rey, serás dueño de tus súbditos y de sus cosas, incluidos los pollinos de todo el reino.

Quedó Sancho satisfecho por la respuesta; el cura, por cómo se había fraguado la solución a la «despenitencia» de don Quijote; y el barbero, porque por fin se ponían en camino.

Los tres se dirigieron a Sierra Morena. Sancho, que «reandaba» el trayecto, estaba tranquilo porque sabía que no iban a pasar la noche donde estaban los molinos de agua, los cuales, si nada ocurría, debían cruzar a la mañana siguiente.

Hicieron noche en un tranquilo terrume. En mitad del sueño, Sancho se despertó de repente: había recordado que deseaba preguntar a sus vecinos, ahora acompañantes, cómo era posible que los hubiese hallado en la venta. «¿Qué hacen aquí?», era la pregunta que estuvo escondiéndose de su memoria durante casi todo el día y que ahora salía a flote; pero, como ya ocurriera con la carta de su amo, el retomado sueño terminaría por volverla a hundir en algún remoto lugar donde no pudiese alcanzarla.

Así, entre el buen propósito de hacer la pregunta y el despropósito de su olvido, pasó el resto de las horas hasta que amaneció el séptimo día, cuando retomaron los tres el camino.

Contracubierta Quijote tuneado