Un docente

I

Un docente ha empezado a sentirse culpable. No sabe muy bien por qué. Algo intuye. Algo. Pero no sabe qué es. Tengo la culpa. Dice. Verbaliza la sensación. Luego rectifica. No. No soy culpable. Piensa. ¿O sí? Duda. No soy el responsable de esta situación. No puedo serlo. No tiene sentido que lo sea. No estoy solo. En todo caso, no soy el único culpable. Otros y yo somos los culpables.

¿Lo somos? Sí, lo somos. Acepta la conclusión. En esto, si hay culpa, a todos nos toca. Pero, en realidad, de qué somos culpables. Se pregunta. Piensa: «toda culpabilidad emana de una acción reprobable». ¿Reprobable? Sí, reprobable. ¿He hecho algo reprobable? Insiste: ¿De qué somos culpables?

Un momento de silencio. Otro de inspiración. ¿Somos? ¿Hay un “nosotros” cómplice? Es absurdo, corrige. Niega con la cabeza. ¿Cómo voy a ser cómplice? ¿Cómplice? Pero, ¿de qué? No conozco a los otros. ¿Cómplices que se ignoran? Se pregunta.

Ahora se entretiene con la parte alicuanta o alícuota que le corresponde en el asunto. Una analogía le desconcierta: «como los que transmiten enfermedades». Los que contagian se desconocen entre sí, aunque propagan el mismo mal. Atroz analogía, piensa. Yo también lo pienso. ¿Somos agentes patógenos?

La sensación le agrieta la calma. Lo hecho, hecho está. Lamentable. Todo esto es lamentable. Soy culpable de lo que hago. También, sin saber muy bien cómo, de lo que no hago. Y de lo que quiero hacer y detesto. Y de lo que debo hacer y desdeño. Y de lo que no quiero ni debo hacer. La culpa es un poliedro de contradicciones. No sé adónde mirar. Yo tampoco.

II

La sensación apareció de repente. Fue durante la corrección de un examen. Era el último de una tanda que definió como decepcionante. Esa fue la palabra que utilizó. Decepcionantes. Así se lo dijo a su pareja en un receso. Los exámenes son decepcionantes. Los resultados son decepcionantes. No apareció la culpabilidad tras la confesión. Fue después, cuando tenía frente a sí el último examen. Y cuando contemplaba los que ya había corregido. Y cuando miraba las estanterías llenas de trabajos igualmente decepcionantes. Mi trabajo es decepcionante. Eso dijo.

¿Esperabas algo? La pregunta se enquistó en algún remoto lugar de sus atenciones mientras leía los testimonios manuscritos de los últimos examinandos. Perdió la concentración. ¿Esperabas algo? La pregunta se volvió omnipresente. Al volver la hoja grapada, ahí estaba. Y en la página tres. Y después de un párrafo con una falta ortográfica. Y en.

¿Esperabas algo?

Dejó la corrección. Se tomó un receso. Se levantó. Se estiró. Fue a la cocina. Se sirvió un café. Habló con su pareja. Decepcionantes. Así respondió cuando le preguntó por lo que había estado corrigiendo durante toda la mañana. ¿Te puede desengañar aquello en lo que no has depositado esperanza alguna? No. Responde. Supongo que no. Le responde. Nos responde.

Vuelve al despacho. Medita sobre qué es lo que no ha depositado esperanza alguna. ¿En qué momento me inundó la desesperanza? Se pregunta. ¿Cuándo dejé de esperar algo positivo en lo que hago? ¿En qué me he convertido? ¿Soy un cínico? Cínico. La palabra le ha asaltado. Ha sido una cachetada. No la buscaba. No la esperaba. Surgió. ¿Acaso, en el fondo, todo está peor de lo imaginable?

Mi profesión me gusta.

Todavía nos gusta, pienso.

Gestor administrativo de contenidos. Recuerda: «en eso es en lo que se convierten los docentes que siguen dando clases a pesar de que sus días laborales discurren sin ilusión ni expectativas de mejora». ¿Hoy me siento así, como un gestor administrativo de contenidos?

III

Mira las hojas grapadas de la última prueba que corregía. Le queda una página para dejarla en el montón. El montón decepcionante. Una isla más del archipiélago decepcionante. ¿De quién es? De uno. ¿De quién? De Uno. La espesura de la culpabilidad se acrecentó. No es peor que el resto. Hay que dejar esto claro. Unus inter pares.

Pero ahora ha dejado de ser una secuencia alfabética identificativa ubicada entre cientos más. No es un bulto. Ahora tiene nombre. Uno. ¿Qué parte del mal que padeces me corresponde, Uno? Mira la nota que ha puesto. «No estoy solo. Cómplices que se ignoran. Agentes patógenos», atina a decir.

Uno es un buen muchacho. Así lo cree. ¿Por qué dudarlo? Es agradable en el trato. Fuera del aula, han interactuado muy poco. En clase, ha intervenido tres o cuatro veces. Hizo una pregunta, un día leyó un fragmento sobre, y contribuyó con dos aportaciones a un debate espontáneo que surgió en clase. Lo recuerda. Hubiese sido aquel un buen debate, pero quedó en nada. Como siempre. También lo recuerda. Entregó un trabajo a mitad del semestre. Mala calidad. Como el resto.

¿Esperaba algo? Quizás. No sé. No sabe. Me he acostumbrado a esperar lo que sé que no voy a recibir. Dice. Me he acostumbrado a recoger lo que sé que no deseo que me den. No así. No de esa manera. Pero lo acepto.

¿Me he acostumbrado a la indiferencia? Quizás. No sé. Yo tampoco lo sé. Será que soy un cínico. Dice.

IV

Uno titulará. Sí. ¿Se lo merece? Sí, claro. Por supuesto. Ha seguido las reglas que otros le han pedido que cumpliese. Está donde está de manera legal. La culpabilidad vuelve a flotar en el ambiente del despacho. Vuelve otra vez la palabra a llenar el espacio de sus sensaciones. Poliedro.

«Algunos le han perdonado lo que otros no han tenido en cuenta». Adaptación curricular dicen que se llama. O sea, perdonar aquello que otros no perdonarían. ¿Justicia? ¿Dar a cada uno lo que se merece? Quizás. No lo sabemos. Es posible que no pocos en los últimos años hayan puesto cara de resignación cuando han evocado al alumno. Es posible. Y no es imposible que haya quienes han argüido en según qué ocasiones «pero no más de un cinco, ¿vale? Que lo mínimo, lo que se dice lo mínimo, lo tiene; y no se hable más». Efectivamente. Y no se hable más. Complicidad. Cedo, pero tú también, ¿eh?, para que no se diga que.

Le podría suspender. Y el viento de la culpabilidad vuelve a soplar. Sí. No. Exorcismo. Podría argumentar que su expresión escrita no se ajusta al patrón mínimo de calidad exigible para la etapa y el nivel en el que se halla. Podría. Exorcismo. Podría apelar a una suerte de falta de esfuerzo. O a un exceso de inmadurez. O a una carencia de brillantez. O a un elevado desapego hacia lo que significa ser universitario. Podría. Exorcismo. Podría, repito. Exorcismo.

Uno es un buen muchacho. Culpabilidad. Uno ha cumplido con todo lo que le han pedido. Culpabilidad. Y con lo que le he pedido. Aunque así. De esta manera. ¿Esperaba algo? Soy un eslabón. Ahora mismo, el último. ¿Y qué? Soy uno más. La cadena es larga. Muy larga. Exorcismo. Lo apruebo. Punto. «No más de un cinco». Punto. Punto. Punto. Y resignación.

V

¿Cómo he llegado aquí? ¿Soy el idóneo para impartir justicia en este archipiélago decepcionante? Creo saber de cuanto expongo en el aula. Me preparo las clases a conciencia. Consulto referencias bibliográficas relevantes. Planifico. Informo con detalle de lo planificado. Creo que soy aplicado en mi tarea de dar. Creo que no soy injusto cuando evalúo lo dado. Creo que no soy ni injusto ni severo.

Ni sádico.

Nunca he tenido una reclamación. Nunca he tenido conflicto alguno con mis colegas ni con mi alumnado. Los primeros pasan de mí. Para ellos debo ser un arribista. Los segundos asumen lo que doy y cómo lo doy sin visibles malestares. Presupongo la existencia de malestares. Cómo no haberlos. Son alumnos. La cantidad de apuntes que deben preparar. La naturaleza de los trabajos que les pido. El madrugón. Aun así, he de reconocer que su actitud hacia mí no es hostil. Al contrario. Hay amabilidad en el trato.

Se pregunta: ¿Me ven como idóneo para que sea su docente? Se responde: «Es posible». No lo sé. Ninguno le ha dicho: «Eres el adecuado para el puesto que ocupas». Es normal que nadie se lo haya dicho. No saben qué requisitos debe tener un individuo para ocupar su lugar. En realidad, no saben qué perfil debe tener el profesorado que imparte en cada asignatura de la facultad. Es normal que no sepan esto. Son alumnos.

«Lo triste es que haya docentes que imparten una asignatura sabiendo de antemano que no son idóneos para el puesto», afirma.

Se levanta de su mesa. Se dirige a la ventana. Mira cómo dos muchachos jóvenes están descargando sacos de cemento de un camión. En un local del edificio de enfrente están en obras. Se ha despistado. La imagen lo ha cautivado. Vuelve en sí. «Por el sueldo», piensa. Yo también lo pienso. Y nosotros.

Surge la palabra: complicidad. No, peor: corporativismo. En un grupo o sector profesional, actitud de defensa a ultranza de la solidaridad interna y los intereses de sus miembros. Cierra el diccionario. El sentimiento de culpabilidad vuelve nuevamente a inundar su estado de ánimo.

VI

En alguna que otra ocasión, el alumnado, cuando se siente sin ataduras, expone sus malestares. Habla de otros docentes. De mis homólogos. No se prepara las clases, que. No corrige, que. Llega siempre tarde, siempre que. Pasa de nosotros, que. Nos habla como si fuéramos chiquillos chicos, que.

No sé qué decirles. Hablen con, pregunten a, imaginen que. No defiendo a mis colegas. Tampoco los condeno. Solo tengo una versión. Y en ese momento: cierto sentimiento de impotencia también.

Del mismo modo que me hablan de, ¿expresan los malestares que yo les produzco a otros docentes? Nadie me ha dicho: «El alumnado piensa que, desea que, pide que». ¿Estoy libre de quejas? No. Yo tampoco le digo a un docente: «El alumnado piensa que, desea que, pide que». Silencios cómplices.

Retoma el diccionario. Busca otra palabra. Lee: «1. adj. Que manifiesta o siente solidaridad o camaradería. Un gesto cómplice. 2. m. y f. Participante o asociado en crimen o culpa imputable a dos o más personas. 3. m. y f. Persona que, sin ser autora de un delito o una falta, coopera a su ejecución con actos anteriores o simultáneos».  Complicidad. Cualidad de cómplice.

Duda. «Aunque no hablen negativamente de mí, no tenga reclamaciones, no tenga conflictos, ¿soy idóneo para el puesto que ocupo? Este archipiélago decepcionante, en otras manos, ¿no sería un conjunto de embelesos? ¿No seré yo el decepcionante?». ¿Esperaban algo?

Mira los exámenes. Mira sus enseres. Los apuntes, el cuaderno de notas, la hoja de cálculo en el ordenador. Yo espero, ellos esperan. Yo no recibo, ¿reciben ellos?

Me llamaron de una lista de empleo. Me preguntaron si quería asumir horas de docencia en. Dije que sí. No pregunté por el sueldo que iba a cobrar. Sí, por el horario. Acepté. Cuando colgué el teléfono, al rato, caí en la cuenta. No me preguntaron por mi experiencia. No quisieron saber si mi currículo encajaba con el perfil adecuado para impartir la asignatura. El prolongado problema administrativo que se daba en un grupo de un nivel de una facultad a la que le faltaba un docente de un área que formaba parte de un departamento, con mi aceptación, había desaparecido. En la celda vacía de un cuadrante ya podían poner una secuencia alfabética identificativa más. Mi nombre.

VII

Un docente contempla su nombre en la copia de una nómina. Complicidad. Culpabilidad. Mira lo corregido. Mira las calificaciones de la prueba en el cuaderno de aula. Decepcionantes. Mira la cantidad de guarismos anotados desde que empezaron las clases. Decepcionantes. Los números. Eso debe quedar claro: «solo los números son decepcionantes». Lo demás: no. «Son las cifras de personas como yo». Piensa. Personas que respiran, comen, duermen, enferman. Como yo. Nada me distingue de ellos salvo la posición que ocupo dentro del recinto universitario. En la calle, nuestros derechos son los mismos.

«¿Por qué están aquí?». Un lápiz rueda por la mesa gracias a un impulso involuntario. Momentáneo. Instantáneo. Llega al borde. Se cae al suelo. Lo mira. «Inercia», piensa. Porque es lo que tocaba. Lo que tocaba según la tradición burguesa. ¿Por qué ha dicho burguesa? Podía haber dicho clase media. Podía haber dicho, no sé, otra cosa. Pero ha pensado “burguesa” y ha dicho “burguesa”.

Están porque sí. Esa es la respuesta apresurada que ha dado. ¿Por inercia? Cierra los ojos para pensar mejor. Un pensamiento fluye. «Un día entraron en un centro escolar por exigencias legales». Así comenzó la rutina. Costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y de manera más o menos automática. En septiembre comienza el año; en junio, termina. Así un curso tras otro. Un año terminó la etapa de la exigencia legal. ¿Qué hicieron? Seguir estudiando. Rutina. El año siguió comenzando en septiembre y terminando en junio. Quizás porque han logrado componer alguna idea de proyecto vital y profesional. Quizás. Quizás también por comodidad.

En el cuaderno de aula, nombres y apellidos. «Llevan escolarizados desde que tienen tres años». Si todo ha ido tal y como se espera, y el último estadio es la universidad, llevarán unos diecinueve años escolarizados. Concluye. «Casi dos décadas formándose».

Uno tiene veintidós años. Ha leído su ficha personal. Veintidós años. No ha repetido curso. Ahora terminará. Culpabilidad. Resuena a lo lejos. «Casi dos décadas para obtener un título», dice. Un título. Testimonio o instrumento dado para ejercer un empleo, dignidad o profesión. Un documento administrativo. Una esperanza escrita y firmada por autoridades de primer nivel del país, con un número de registro exclusivo. «Uno, ¿qué esperas conseguir con el título?». Lo único que se le ocurre responder es: la mejor de las vidas posible en los restantes ochenta años de existencia que le quedan.

VIII

Peaje: para una vida buena, un título académico. «Debería ser un “buen” título académico». Piensa de entrada, luego se corrige: «un título». Luego vuelve a corregirse: «ningún título». Una buena vida no puede costar un título académico. Dice. Piensa en los que no han podido llegar hasta donde está Uno. O no han querido. Deberían tener también derecho a una buena vida. Como la de Uno. Puntualiza: «como la que presupongo que tiene Uno». No lo conozco. Puedo intuir cómo ha llegado hasta aquí. Lo que no sé es por qué ha llegado hasta aquí. Tampoco sé si tiene mucho sentido esta pregunta. «Ha llegado», dice.

Acaba de corregir su examen. El último de una tanda que definió como decepcionante. Esa fue la palabra que utilizó. Decepcionantes.

El joven titulará. ¿Por qué no habría de hacerlo? Llega al mínimo exigible. ¿Exigible? ¿Por qué se determina que el mínimo sea ese y no otro? Si bajase el nivel de exigencias, Uno tendría unas excelentes notas; si lo subiese, no. Eso dicta la lógica. Piensa. Pero la lógica está adulterada, concluye. Una lógica heterogénea deja de ser un producto razonable para convertirse en algo arbitrario. Dice. «¿Y si, en el ejercicio de mi libertad docente, lo que considero bajo es, en realidad, alto y lo alto, a ojos de otros docentes, no pasa de ser una desmesurada exigencia más propia de tiranos que de pedagogos?». ¿En realidad? ¿He dicho “en realidad”? ¿Por qué he dicho “en realidad” si estoy dudando de todo? ¿Hay alguna “realidad” a la que acudir?

Deja de hacer preguntas. Recuerda otra vez que no se interesaron por su experiencia. Ni quisieron saber si su currículo era el adecuado. Le llamaron de una lista de empleo. Eso debió bastarles. Recuerda. Probaron suerte llamándole. El motivo: una honda preocupación por poner una secuencia alfabética identificativa más en la celda vacía de un cuadrante. Recuerda.

IX

Vuelve a mirar la ficha del alumno. «Tiene derecho a tener una buena vida», dice. Se pregunta si el documento administrativo influirá en esa vida a la que tiene derecho. Quizás. ¿Qué hará cuando termine? Este es su último año. A partir de aquí, lo normal es que los años se contabilicen ya de otra manera: que comiencen en enero; que terminen en diciembre.

Cuando no haya un septiembre al que apelar, ¿qué será de él? ¿Qué hará? ¿Sentirá que ha valido la pena el trayecto escolar? No le podemos dar la seguridad de que, tras estos años de formación, su futuro será el que tiene que ser para que tenga una buena vida. No podemos. ¿Tiene él esta seguridad?

Piensa en un niño de tres años que tiene ahora veintidós. Ha compartido con él los últimos meses de su último curso. «¿Qué ha aprendido conmigo?». Duda de la influencia que haya podido ejercer sobre él. Soy uno más. Un cómplice más que ha irrumpido en el camino. ¿Cuánto de lo que me ha escuchado o leído porque se lo he propuesto se ha asentado en su intelecto? ¿Qué parte alícuota o alicuanta me corresponde de su título? «¿Qué le he ofrecido de manera singular y que, en otro lugar, en otro entorno, con otros medios, no hubiese podido conocer? ¿Dónde está la singularidad de mi intervención con Uno?».

¿Qué hará? Repite. Se acuerda de algo remoto. Años después de haber terminado sus estudios, hace ya tiempo, recordó una suerte de máxima que le habían dejado caer cuando a punto estaba de terminar su carrera: «La universidad te avala, la calle te forma». Piensa que algo de razón hay en la sentencia. Algo. Soy un avalista. Dice. Avalo un documento administrativo. Con mi firma, contribuyo a que Uno adquiera en el solar de su entendimiento una propiedad.

X

El último año comienza siempre con la esperanza de que se termine. A diferencia del curso anterior o de los iniciales, el final de cuarto representa el final de una etapa. En este caso, además, al final de una etapa se le une el final de un modus vivendi. El final de un camino de casi dos décadas. Rutina. ¿Ulises regresando a Ítaca? No. Mejor: Eneas hacia la fundación de Roma tras la guerra de Troya.

¿Llegaremos? Se preguntará el prudente. Pregunta tramposa. Pregunta inquietante. Es la pregunta del pasajero que, aproximándose el avión al destino, se cuestiona por la habilidad del piloto. ¿Y si no aterrizamos donde estaba previsto? ¿Y si no aterrizamos?

Un docente sigue con la quemazón de la culpabilidad. Un piloto prudente no aterrizará la nave en el lugar previsto si las condiciones no son las adecuadas para la integridad del pasaje y del aparato. Pero, ¿y si no queda más remedio? ¿Y si la supervivencia pasa por un intento de aterrizaje sea como sea ahí? Ante esta tesitura, un piloto prudente tendrá que asumir el riesgo. Evitemos el mal mayor si no podemos garantizar el bien absoluto. Repite esto último que acabas de leer.

Los pensamientos han adquirido una deriva catastrofista. Accidente. Emergencia. Supervivencia. ¿Por qué? Empezó hablando de culpabilidad, complicidad, corporativismo.

Otra imagen se proyecta en su mente. Un fonil. Entra mucho, poco sale. «Antes era así». Muchos llegaban, pocos salían. Pero el fonil se ha convertido en un cilindro. Prácticamente. Tantos entran como salen. Con lo que vinieron a buscar bajo el brazo salen. Como en un centro comercial. Entras sin nada; sales con lo que has ido a buscar. «Soy un cínico hiperbólico», dice.

XI

Hace un año, Uno estaba en tercero. Piensa hacia atrás. El curso quorum. Raro es abandonar cuando se llega aquí. Abandonar por impotencia. Abandonar porque la deuda que se ha de saldar es mayor de lo previsto. La deuda académica. «Uno no tiene asignaturas pendientes en cuarto». No tiene deudas. Es posible que ni tan siquiera haya braceado para no hundirse durante estos años. Y como él, muchos. Muchos sin deudas. Demasiados. ¿Calidad educativa? ¿Excelencia? Y de nuevo la dichosa palabra: culpabilidad. Complicidad. «¿He de mirar a los colegas de tercero y preguntarles por qué le han dado un visado de entrada a cuarto a este viajero?». Hay que mirar abajo. En cimientos piensa. Sigue.

En la frontera que separa segundo de tercero, un filtro. El de las segundas oportunidades. Muchos decepcionados de primero juegan otra mano. Objetivo: ver si les gusta la carrera. Esperar que se diluya la mala impresión inicial. Hallar la vocación creída y no encontrada. Borrar el desencanto. Para no tener la sensación de que pierden el tiempo. En muchos, novedosa pulsación anímica. En segundo, el final no queda cerca; pero el principio se aleja un tanto.

Uno llegó a segundo sorteando la gran criba. La hecatombe de primero. La que echó fuera a los que se apuntaron porque no sabían adónde ir. La de los que hicieron caso a quienes no debían. La de. Se para. ¿Hecatombe? Es un exceso verbal. Hipérbole. Piensa el docente. Sin duda. En su época, sí. Y a lo mejor tampoco tanto. In illo tempore. Cuando el cilindro tenía más aspecto de fonil. Muchos se marcharon en primero. Creo. Intuyo. Tiene su punto de lógica que sea así. Lo extraño, lo desconcertante, es que los mismos que entran en la primera habitación vayan juntos hacia la segunda. O no. «No lo sé. En realidad, no lo sé».

XII

En la base, la clave. «Cimientos», dice. Lo que se haga bien al principio, al final será bueno; malo, lo que mal se haga. Piensa en Uno recién llegado a la facultad. Veintidós ahora, dieciocho entonces. Todo es nuevo. Debería ser nuevo. Estudios, normas, espacios, desplazamientos, proyecciones, costes, etcétera. Los años en el instituto se han quedado atrás. Uno debió asumir esto cuando llegó. Un docente, él, por ejemplo, lo tenía asumido cuando se incorporó el primer día al centro. Pero.

[Lo recuerda bien. Vaya si lo recuerda].

Un superior le dio las instrucciones oportunas. Hay que pasar lista. Asistencia obligatoria.

—¿Pero no son adultos? ¿No son responsables de las decisiones que adoptan? ¿No saben que si faltan se desconectan de las asignaturas y se les complica el aprobado? ¿La obligación de venir mejora su calidad educativa? ¿Dónde queda el dejar que la madurez de la edad asuma las decisiones sobre lo que conviene o no hacer?

Respuesta: asistencia obligatoria. Y punto. Pasa lista. Punto. Cualquier problema con el grupo, al tutor.

—¿Cómo? ¿Al tutor? ¿Los grupos tienen tutores?

Respuesta: sí. «Y si», algo más le dijeron; y le dijeron también: «y cuando». Y alguien por ahí dejó caer algo sobre motivación.

—¿Motivación? ¿En cuarto?

Un docente recién llegado de la periferia piensa: «si para este nivel, estas obligaciones, ¿cómo serán las de los recién llegados de primero?». Esboza una sonrisa. Recuerda que una vez alguien le había descrito ese panorama bajo el siguiente enunciado: “instituto, segunda parte”.

Mira la tanda de exámenes recién corregidos y puntuados. Decepcionantes. Si en el último curso el nivel académico es decepcionante… No concluye la reflexión. Presuponemos cómo acaba. ¿Cabe esperar algo? Piensa en la ley de la gravedad. Se le acaba de ocurrir. ¿Adónde cabe mirar cuando se está arriba? Abajo. ¿Qué parte alicuanta o alícuota cabe repartir entre mis colegas? Uno entró en la facultad habiendo superado una nota de corte elevada. Estuvo entre los elegidos. Los no elegidos, ¿son peores que él?

Con el derecho a saber qué se siente cuando se es universitario, en septiembre, muchos llegaron. Justo es que lo sepan. Muchos de mis colegas, veteranos, brillantes docentes, admirados académicos, torcerían el gesto. «Justo, pero con todas las consecuencias». Claro, les diré. Con todas las consecuencias. Por supuesto. No basta con el carné, la matrícula, la carpeta con el logo de la institución. No es suficiente con ese engolamiento con el que muchos dicen «en la unnniversidaddd» para realzar que ya no son bachilleres, que son adultos, que están en un punto por encima del resto de los mundanales alumnos, que, si quieren, solo si quieren, claro está, pueden enrollarse con cualquiera, y no hablamos de compañeros de pupitre, no. Sonríe. Todos hemos pasado por ahí. Dice.

XIII

Acceso a la universidad. Prueba de. Anota: «¿Impuesto revolucionario?». Subraya “impuesto”. Subraya doblemente “revolucionario”. Tacha los signos de interrogación. ¿Por qué cada facultad no pone su prueba y establece su nivel de exigencias? Piensa. Casting es la palabra. Proceso selectivo específico. Oferta de plazas para competentes interesados. Es más noble la lid. Ahora: todos superan la prueba. Todos. Todos llegan y todos obtienen lo que buscan. Uno, por ejemplo. Los que no: un porcentaje ínfimo. La gota en el océano.

Culpabilidad. Complicidad. Corporativismo. Ce al cubo. Los de arriba afirman ceder ante los de abajo y los de abajo se quejan de lo que piden los de arriba. Unos y otros negocian criterios. Luego, en la soledad del corrector, con poco tiempo y mucho por hacer, todo vale. Más tarde, en los sanedrines, sucede que se habla mucho de lo mismo: los que dejan ir, hablan de mala calidad; los que reciben, hablan de mala calidad. Todos hablan. Y todos callan. Todos miran hacia otro lado. Un docente reconoce que también.

«Cartas marcadas». Piensa. Sonríe. Gana siempre. Nunca pierde. El océano participa en un espectáculo de variedades. Un show. La experiencia de entrar en la Casa del Terror. Sentado en un vagón. Circulando sobre raíles. Esperando a que algo que asusta pase. Al final, catarsis. «Impacta más el tráiler que la película». Dice. Lo mejor: nada malo ha pasado. Lo peor: se pierde el miedo. No. Peor aún: el respeto. No en el sentido de que sean maleducados. No. Se vuelven imprudentes. Temerarios. Esperaban algo grande; les han dado algo pequeño. Parturient montes, nascetur ridiculus mus. Sonríe. Yo también.

Agota más el entrenamiento que el partido. Se para. La analogía requiere puntualización. Es una trampa. Piensa. «Creer que no cansa el partido porque se ha entrenado bien». El partido está amañado. El partido es irreal. El partido es un pretexto. Los jugadores han sido engañados. Y los entrenadores. Y los espectadores. Han convertido en fin lo que era un medio. Han dado tanto valor a la aduana que se han olvidado de cuidar del equipaje. Llegan de alguna manera gracias a que el pasota funcionario de turno sellará el visado sin mirar al viajero. Así entrarán. Una vez dentro, deberían darse cuenta del problema: las maletas. En el mejor de los casos: no se han preocupado de llenarlas con lo necesario. En el peor: las han perdido. O nunca las tuvieron y vestían con ropa prestada. «Uf, tanta metáfora agota».

«Se juega bien si se entrena bien». Pero en este partido, aunque se juegue mal o no se entrene bien, siempre se gana. O casi siempre. Esta es la sensación del docente. Ha hecho una raya horizontal en un papel. En medio, ha escrito la palabra “aduana”. Luego la ha tachado. «Sin filtro, las impurezas del agua pasan, se beben, llegan al organismo, lo pueden enfermar». Se frota las sienes: «Ce al cubo».

XIV

Uno participó en esta puesta de largo preuniversitaria. Una suerte de tradicional fiesta de quinceañera, pero en clave académica. Aprobó. Obtuvo la nota exigida para entrar. Y ha llegado hasta donde está. ¿Qué pensaron de él en bachillerato? Como en la facultad, los docentes de segundo se quejaron de los de primero. En silencio. Con circunloquios. Con eufemismos. «Somos colegas», dice que dicen. Y «hoy estoy aquí y mañana tú puedes estar aquí». Pero se quejan. Como cuando se entrega un equipaje tras un vuelo accidental, todo deforme y machacado, o un cargamento de frutas que solo sirven para hacer zumos.

Desde primero, Uno debió pensar en la gran prueba. «El gigante devorador de sueños, acrecentador de inquietudes, deshacedor de tranquilidades». Un gigante que luego fue molino. Desde primero. ¿Por qué cursó la etapa? ¿Por rutina? No piensa que haya hecho una mala elección. Tampoco que haya sido buena. «No sé». Rutina, quizás. «No sé». Encaja. Piensa. Repite. En septiembre comienza el año; en junio, termina. Así un curso tras otro.

Un año terminó la etapa de la exigencia legal. ¿Qué hicieron? Seguir estudiando. Rutina. El año siguió comenzando en septiembre y terminando en junio. Quizás porque han logrado componer alguna idea de proyecto vital y profesional. Quizás. Quizás también por comodidad.

«Todo es tan repetitivo».

Uno es un buen muchacho. Así lo cree. ¿Por qué dudarlo? No es mal muchacho ahora. No debió serlo entonces. Concluye. Seguro que cumplía con lo que se le pedía. Como ahora. Sin brillantez, pero sin dar motivos como para cuestionar su aprobado. Quizás.

«¿Su comodidad no es, hasta cierto punto, también la nuestra?». Culpabilidad. ¿No es posible que todos lo hayamos aprobado, sin darnos realmente cuenta de ello, por rutina? O por comodidad. O porque el panorama era. «Pues como era». El tuerto entre los ciegos. Sin darnos cuenta. Repite. Complicidad. Dice “no” con la cabeza. Le disgusta la palabra “complicidad”. Es absurdo, corrige. ¿Cómo voy a ser cómplice? ¿Cómplice? Pero, ¿de qué? ¿Con quiénes? No conozco a los otros.

XV

¿Agentes patógenos que se ignoran? Mira a los de tercero. Y a los de segundo. Y a los de primero. Y a los que, entre una etapa y la otra, franquearon la frontera. Y a los de bachillerato. Primero y segundo. A todos, desde arriba, mira. ¿Cuántos en total? ¿Cincuenta más o menos? «Y faltan los de la enseñanza obligatoria». ¿Cuántos más? ¿Cuarenta grosso modo en secundaria? ¿La mitad en primaria? A vuelapluma: ciento y pico cómplices. Los de abajo, empujando hacia arriba; los de arriba, recogiendo lo empujado para luego empujar hacia los que están por encima; y así sucesivamente. «Hasta llegar a esta tanda de exámenes decepcionantes». Dice mirándola.

Sigue. Y los de arriba, quejándose de lo que empujan los de abajo, que se quejan de lo que les han empujado los de más abajo; y así sucesivamente. «Hasta llegar al primer curso de infantil». ¿Adónde miran estos docentes?

XVI

Si la culpa última es de ellas, de las familias, hacia donde solo le queda mirar al colega que inicia la cadena, ¿nos hemos librado de que sea nuestra? ¿Fin de la culpabilidad? ¿Fin del problema? Pregunta. Surge otra vez la palabra “corporativismo”. Pregunta: «¿Qué cabe ahora: absolución o amnistía?». Luego, piensa: «si las familias son el producto de otras familias, ¿adónde han de mirar los padres? ¿A los abuelos? ¿Y estos a su vez?».

Un docente piensa que ha llegado al final. Pasan los años, los lustros y las décadas. Pasan los cursos y las etapas. Pasan los discentes. Pasan los docentes. Todo pasa. Y todo sigue igual. Sonríe. Quizás se pretenda resolver lo que es, por su naturaleza, irresoluble. Quizás no haya problema alguno que resolver. «Quizás el problema sea el convencimiento de que hay un problema», dice.