C / De este malabarismo terminológico entre prólogos y epílogos participa la dificultad por fijar unos límites cronológicos a la etapa. ¿Cuándo comenzó? ¿Cuándo cabe apuntar que ya estamos en una vía diferente (si es que es posible plantear una afirmación de este calado)? Santos JuliáA sostiene que, en sentido estricto, la extensión temporal del término no ha de limitarse al tramo cronológico donde se suele fijar el periodo: entre la muerte del dictador (20 de noviembre de 1975) y la primera victoria electoral del PSOE (28 de octubre de 1982), aproximadamente, sino que ya durante la contienda bélica que produjo el golpe de Estado de los militares republicanos, con Franco como uno más de la terna, hubo una más que razonable voluntad pacificadora por que fuera posible una transición; algo así como un «entendámonos para que este conflicto no vaya a más». Azaña estuvo al frente de este infructuoso propósito porque intuía las consecuencias que se avecinaban.[1]
Desde los primeros días de la rebelión militar y de la revolución que fue su inmediata secuela, y a la vista de armas y tropas italianas y alemanas en suelo español, el presidente de la República, Manuel Azaña, pensaba y decía a todos los que hablaban con él que la República nunca podría ganar la guerra, convicción que se completaba con sus llamadas a organizar su defensa en el interior para no perder la guerra en el exterior. No perder la guerra exigía, según Azaña, que británicos y franceses despertaran ante la amenaza segura que sobre su futuro se cernía si Alemania e Italia triunfaban en España, y que se mostraran firmes en el cumplimiento del Pacto de No-Intervención exigiendo la retirada de todos los combatientes extranjeros de territorio español [JuliáA].
En principio, la guerra por sí misma no era un fin, sino un medio para conseguir un propósito: acabar con la República y reinstaurar la monarquía. Ese siempre fue el objetivo; pero el qué nunca fraguó en un cuándo. En septiembre de 1936, muy seguro de sí y de la victoria, Franco, aupado por su particular camarilla, consiguió el nombramiento de Generalísimo (el general de los generales) y, al mismo tiempo, el de jefe del Estado.[2]
En septiembre de 1936 era evidente para cualquier observador inteligente que la guerra en España no era una guerra civil; ni había comenzado como una guerra civil en el sentido corriente de la palabra. Mucho tiempo antes de que estallase el conflicto, se habían concertado acuerdos para la participación militar de Hitler y Mussolini, quienes ahora estaban enviando sus fuerzas a España. […] España, pues, tenía que ser el terreno de prueba. Aquí se montaría el escenario para ensayar la guerra totalitaria contra la libertad y la democracia en Europa; aquí se probarían las reacciones públicas ante nuevos métodos de ultraje; aquí se aventurarían los nuevos modos de llevar la guerra a la población civil; aquí el término “quinta columna” sería acuñado y su uso ensayado [Bowers].
Acabado el conflicto, [3] el propósito monárquico quedó como una cuestión que, con la posguerra delante y la Segunda Guerra Mundial encima, convenía posponer. Así se ganó tiempo para no cumplir con lo que esperaban quienes encabezaron la sublevación aquel infausto 18 de julio de 1936. Mas al término de la gran contienda, con la derrota de los que habían sido sus aliados en la Guerra Civil (la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini), se hizo necesario poner negro sobre blanco, quizás como gesto de cara a las potencias vencedoras, cómo atender la jefatura del Estado en caso de que faltara el caudillo. Así se dio forma a la Ley de Sucesión de 1947.
He aquí un documento que habla explícitamente de lo que vendría a ser una “transición”, un cambio que, simplificado al máximo, no era muy diferente a como terminó sucediendo tres décadas después: sin Franco, monarquía. El artículo primero reconoce que España es un reino; el sexto, que en cualquier momento el jefe del Estado, o sea, Franco, podrá proponer a las Cortes la persona que estime oportuna para que le suceda, bien como rey, bien como regente. En el noveno se indican las cualidades que ha de atesorar quien vaya a ser rey o regente: varón, español, mayor de treinta años, católico y tener las cualidades necesarias para el desempeño del cargo, jurar las leyes fundamentales y declarar su lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional.[4]
En 1947, Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII (fallecido en 1941) y padre de Juan Carlos I, tenía 34 años y poseía todos los requisitos exigidos para suceder al Generalísimo. Si el objetivo del golpe de Estado y posterior conflagración se había cumplido, ¿por qué no ceder la jefatura a quien representaba en ese momento la legitimidad monárquica? ¿Por qué no favorecer una transición que, sin duda, debía ser más acorde a la voluntad de los militares que, al frente del Alzamiento, se ganaron con creces el calificativo de desleales con la nación? Sin duda, el general Cabanellas no erró cuando, tras el nombramiento de Franco al frente de la jefatura del Estado, afirmó:
«Ustedes no saben lo que han hecho, porque no lo conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en el Ejército de África como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando; y si, como quieren, va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie lo sustituya en la Guerra ni después de ella, hasta su muerte».
Esta cita de PrestonA debe complementarse con otra, del mismo autor, que dice así:
El comentario de Cabanellas fue curiosamente parecido al que pronunció algunos años más tarde el coronel Segismundo Casado, también antiguo africanista: «Franco encarna la mentalidad del Tercio. Eso es todo. Se nos dice: “Ve con tantos hombres, ocupa la cota tal y no te muevas de allí sin recibir órdenes. Franco ha ocupado la cota nacional y, como no tiene Jefe, de allí no se moverá”».
El Generalísimo quitó a Juan de Borbón la posibilidad de reinar y depositó en su hijo Juan Carlos, que por entonces tenía nueve años, la probabilidad de portar la corona. La cursiva es pertinente porque hasta que no se confirmó la sucesión con nombre y apellidos, siempre estuvo el príncipe bajo la amenaza de no ser el elegido. Como la Ley de Sucesión exigía tener los treinta años para acceder a la jefatura, la situación le permitía al dictador disponer de más de dos décadas mientras esperaba a que el nieto de Alfonso XIII adquiriera el punto de idoneidad exigido.
Nunca fue tan cierta aquella frase de Cambó según la cual «quien dura es quien sólo se empeña en durar»: las propias limitaciones de Franco, lejos de ser un obstáculo, supusieron una ventaja para su permanencia en el poder. Areilza previó en 1945 que Franco «hará siempre política de radio corto en torno a su subsistencia en el cargo» […] A Franco [según Girón de Velasco] lo que le caracterizaba era «el paso de buey, la vista de halcón, el diente de lobo y el hacerse el bobo». Lo último lo practicó para evitar comprometerse con ninguna tendencia durante su dictadura y, sobre todo, para ascender a ella en plena Guerra Civil dando la sensación de ser inocuo y manejable cuando en realidad era él quien tenía la capacidad de manipular [TusellA]
La marrullería que le permitió ganar tiempo en la jefatura vino a quedar rematada con una carambola: el nuevo orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial, que determinó la existencia de dos grandes áreas de influencia, capitaneadas cada una por los Estados Unidos y la URSS respectivamente. El que la dictadura franquista se hubiese declarado anticomunista unido a la posición estratégica que tenía nuestro país contribuyeron a que los yanquis se convirtiesen en un poderoso aliado.
En el caso de los convenios hispano-norteamericanos firmados en Madrid el 26 de septiembre de 1953, estos permitieron la instalación de bases militares estadounidenses en suelo español a cambio de ayuda económica para remontar la crisis y de apoyo diplomático para superar el aislamiento internacional. Los acuerdos eran el resultado del pragmatismo de Estados Unidos que, en su enfrentamiento con la Unión Soviética durante la Guerra Fría, consideraba España un país de gran importancia estratégica. Los militares locales no se engañaban sobre ello: «La triste realidad nos hace ver que los americanos se pasean por España como por país conquistado, siendo su fin primordial que les ayudemos a defenderse, como consecuencia inmediata apuntalar la muy precaria situación del régimen de Franco que se venía abajo por momentos y que tanto execraron, al régimen y su encarnación, y de resultas de todo esto, la pobre España, sin culpa alguna, será la que, una vez más, pague los vidrios rotos, con guerra o sin ella: con guerra, porque materialmente la destrozarían; y sin ella porque económicamente quedará hipotecada para un sinfín de años por los dictadores del dólar, los norteamericanos» [Claret]
En realidad, el interés de EE.UU. por España se había fraguado mucho antes. «¿Por qué las grandes democracias habían estado tan sombríamente dispuestas a atar las manos del Gobierno que habían reconocido como legal en su lucha contra el Eje?», le llegaría a preguntar el jefe del Gobierno republicano derrocado, Juan Negrín, en el piso parisino donde se alojaba, al que fue embajador norteamericano en España desde 1933 hasta 1939, Claude G. Bowers. «Era una embarazosa cuestión que yo no supe contestar», anota el diplomático en su libro sobre su etapa en nuestro país, un periodo que le convirtió en testigo de cómo «las absurdas historias sobre el desorden y la anarquía divulgadas por agentes de propaganda fascistas» alimentaron la predisposición para la contienda.
En mayo de 1936 nadie dudaba de que las fuerzas reaccionarias hostiles al régimen democrático fomentaban cada vez más incidentes que podían usarse como justificación, ante el mundo exterior, de la rebelión que se preparaba. La técnica fascista consistía en dividir al pueblo en dos clases: comunistas y fascistas. ¡Y puesto que los demócratas no eran fascistas, tenían que ser comunistas! La pérdida de las elecciones convenció a los beneficiarios del sistema feudal de la sociedad de que los días de sus privilegios estaban contados, a menos que una minoría armada pudiera apuntalarlos por la fuerza. Agentes del Eje, espías, propagandistas, provocadores procedentes de Alemania y de Italia trabajaban activamente en España, atareados en crear «incidentes» que la prensa de otros países publicaba como prueba de un estado de anarquía [Bowers].[5]
A su regreso a Estados Unidos, el embajador informó sobre la situación de España tras la guerra:
Esto nos lleva al verdadero núcleo de la diferencia de opinión entre miembros del Departamento de Estado y yo. Ellos sostenían que aquella era una «guerra civil» –parecida a las «guerras civiles» en Noruega y Polonia– y que la política de apaciguamiento patrocinada por Chamberlain evitaría una contienda mundial; yo defendía que los Estados fascistas interpretarían inevitablemente esta política de aquiescencia como una prueba de debilidad o cobardía y llegarían a la conclusión de que había llegado la hora para un definitivo esfuerzo tendente a exterminar la democracia en toda Europa, lo que haría la guerra mundial inevitable. Yo no disponía de la ventaja –si es que era una ventaja– de conocer las opiniones de los embajadores de Chamberlain y Bonnet en Washington, [6] pero escuchaba las fanfarronadas de los fascistas, los nazis y sus partidarios que cruzaban la frontera, y diariamente leía la prensa de Franco. Seis meses después de que las tropas de Mussolini y Hitler hubieran desfilado juntas ante el general español en Barcelona, en celebración del triunfo fascista, llegó la guerra mundial» [Bowers].
La literatura sobre la influencia de EE.UU. en el devenir de España durante el siglo XX es bastante extensa. Influyó antes de la Guerra Civil, a lo largo del Franquismo y, como es lógico suponer, no iba a dejar de hacerlo en la Transición. De todo cuanto cabe citar, merece una atención especial el Sáhara.
En vísperas de la muerte de Franco, la administración Ford tuvo algún papel –no siempre fácil de precisar, como veremos a continuación– en una crisis internacional de cierta envergadura, provocada por el conflicto surgido en torno al Sahara occidental, que podría haber tenido graves consecuencias para la evolución política española. Algunos protagonistas, testigos y estudiosos de la misma han sostenido reiteradamente –aunque sin proporcionar la documentación necesaria para avalar sus tesis– que Estados Unidos animó a Marruecos a enfrentarse con España con el propósito de arrebatarle dicho territorio y que incluso colaboró activamente en la organización y desarrollo de la llamada «Marcha Verde». A nuestro modo de ver, la documentación norteamericana desclasificada hasta la fecha, que se analiza en estas páginas de forma sistemática por vez primera y que en su día deberá complementarse con otras fuentes todavía no disponibles en la actualidad, no permite confirmar tan contundente interpretación. En cambio, sí permite concluir que las autoridades norteamericanas, que nunca fueron partidarias de un Sahara independiente, se abstuvieron intencionadamente de hacer lo necesario para frenar o disuadir al rey Hassan II, fundamentalmente por temor a poner en peligro su relación privilegiada con un Estado árabe y musulmán al que otorgaban una especial importancia geopolítica. [Powell]
TusellA, en una suerte de contorsión conceptual, señala que el príncipe, como jefe de Estado interino, «contribuyó a que los Estados Unidos ayudaran a España en la resolución del problema saharahui», dando la impresión con ese “contribuyó” de que nos había hecho un favor porque los asuntos españoles no eran en realidad de su incumbencia. Morán es más explícito con el tema:
Presidió [el príncipe] otro consejo de ministros, pero esta vez en su casa, en el palacio de la Zarzuela. La situación no permitía esperas. La ofensiva de Hassan II sobre el Sahara le obligaría a visitar la zona. «Deseamos proteger los legítimos derechos de la población civil saharaui, ya que nuestra misión en el mundo y nuestra historia nos lo exigen». El día 6 de noviembre se iniciaría “la marcha verde” de los marroquíes sobre el territorio colonial español, con el nada oculto apoyo de Estados Unidos. En pocos días hubo que firmar un acuerdo que no era otra cosa que la rendición ante Hassan y el abandono de las grandes palabras.[7]
PrestonC señala que, con la ayuda de Estado Unidos, Franco «se mantuvo en el poder desde el 1 de octubre de 1936 en el territorio que controlaba, y en toda España a partir del 1 de abril de 1939 hasta su muerte en 1975». Por tanto, cabe atribuir a los norteamericanos, y siempre en la parte proporcional que corresponda, el hecho de que el dictador pudiera acabar sus días sin recibir en vida el merecido señalamiento que la justicia y la historia tenían reservados a su figura.
La espiral de violencia –con un millón de prisioneros aproximadamente en campos de trabajo y cárceles y cientos de miles de ejecuciones– sirvió como una inversión de terror de cuyos beneficios viviría durante décadas. Franco presidió a distancia todo el procedimiento. Como Hitler, tenía un montón de colaboradores deseosos de encargarse de la detallada tarea de la represión, y, así, podía distanciarse del proceso. Sin embargo, puesto que él era la autoridad suprema dentro del sistema de justicia militar, no hay duda en cuanto a la responsabilidad última» [PrestonC].
[1]. Lo que posiblemente nunca pudo intuir fue el carácter tan vengativo y ruin de quienes estaban atacando en ese momento la República, como lo demuestra la multa de cien millones de pesetas que se le impuso desde el Juzgado Instructor Provincial de Responsabilidades Políticas el 28 de abril de 1941 y que se notificó a sus herederos. Manuel Azaña falleció el 3 de noviembre de 1940. La exposición de motivos que justifican la condena, recogidos en el expediente n.º 213 de 1939, es de tal bajeza que avergonzaría al más descarado de los leguleyos. Puede verse la sentencia en el documento 5 del apéndice que reproduce inserta Di Febo en su libro sobre el Franquismo.
[2]. El 21 de septiembre de 1936 adquirió la condición de Generalísimo y, más adelante, el día 28, la de jefe del Estado, que en principio debía ser provisional («mientras durase la guerra»). Una hábil maniobra determinó que la acotación temporal se suprimiera. «Ramón Garriga, que más tarde perteneció al servicio de prensa franquista en Burgos, alegó que Franco leyó en el borrador la referencia a que él sería jefe del gobierno del Estado español sólo provisionalmente “mientras durase la guerra” y que la suprimió antes de someterlo a la firma de Cabanellas» [PrestonA].
[3]. «En 1942, en el transcurso de una comida, Hitler declaró: “Franco y compañía pueden considerarse afortunados de haber recibido la ayuda de la Italia fascista y de la Alemania nazi durante su primera guerra civil. […] La intervención del general alemán von Richtofen y las bombas que sus escuadrones descargaron desde el cielo decidieron el asunto”» [PrestonB]. Wolfram von Richthofen era el teniente coronel de la Legión Cóndor que ensayó en Guernica, con vistas a la táctica militar denominada Blitzkrieg (o guerra relámpago), las técnicas del bombardeo en picado y bombardeo de saturación que se llevarían a cabo durante la Segunda Guerra Mundial.
[4]. Juan Carlos I cumplía todos estos requisitos el 22 de julio de 1969, cuando se aprobó la Ley 62/1969, de 22 de julio, por la que se provee lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado; y el 22 de noviembre de 1975, cuando fue proclamado Rey de España.
[5]. Estremece leer esto y comprobar que, en este momento, en pleno 2020, se están dando situaciones muy parecidas a las expuestas. Confío en que la legendaria torpeza humana para tropezar dos veces con la misma piedra ahora no se vaya a dar.
[6]. Neville Chamberlain fue primer ministro del Reino Unido entre el 28 de mayo de 1937 y el 10 de mayo de 1940; George Bonnet, entre el 10 de abril de 1938 y el 13 de septiembre de 1939, Ministro de Asuntos Exteriores del gobierno francés presidido por Édouard Daladier.
[7]. Mucho mayor, sin duda, es la explicitud del exmilitar Amadeo Martínez Inglés, en su La conspiración de mayo [Barcelona : Styria, 2009]: «Las Cortes y el pueblo español no saben nada del asunto. Todo se ha tejido entre bastidores, con la CIA, el Departamento de Estado norteamericano y los servicios secretos marroquíes como maestros de una ceremonia bochornosa en la que el príncipe Juan Carlos ha movido sus hilos a través de sus validos y hombres de confianza: Armada, Mondéjar, Torcuato Fernández Miranda… mientras el Gobierno del anonadado Arias Navarro, con Franco moribundo y su porvenir político en el alero, se ha limitado a ejercer de convidado de piedra en la mayor vergüenza política y militar de España en toda su historia».