Alguien cuenta una historia. La suya. Una historia desde el interior de una ciudad, La Ciudad, la misma que se recorre por fuera y por dentro, desde los caminos y los desvíos, desde sus accesos y absceso; un espacio alternativo con cuatro rascacielos y una sociedad dividida donde los caníbales, en realidad, no son los depredadores ni los humillados, en el fondo, quienes como tales son señalados. Una historia con una certeza: nada es lo que parece, aunque nada es falso; y una aseveración: la impotencia barre las esperanzas. Siempre. Alguien, da igual quién, cuenta una historia sobre la degeneración, así, en general; una historia que, a grandes rasgos, no deja de ser una historia de monstruos, o sea, de humanos.
Vuelve Víctor Álamo de la Rosa. Tras El pacto de las viudas (2019), el autor de siempre, el magistral orfebre de la palabra, vuelve; el que supo forjar un estilo propio tan admirable como admirado, vuelve; sí, vuelve, y lo hace en esta ocasión con una prodigiosa obra que, en sí misma, es un extraordinario ejercicio sobre cómo hacer literatura en el más amplio sentido de la expresión, pues no se sujeta a ninguna clasificación de las conocidas: tan pronto la leemos en clave de texto social como sentimos que sus páginas son deudoras de la novela psicológica; en ocasiones, aparece como un escrito simbólico y, por momentos, se muestra como una ficción de suspense; no faltan los instantes en los que la asociamos a lo que viene a ser “lo romántico” ni los que nos conducen a ubicarla dentro de la fantasía, tampoco los que nos llevan a plantear que es de terror; aunque a veces sintamos que aquello que leemos es propio de la novela negra; y del drama, y del realismo, y…
Mas poco ha de importarnos esto. Muy poco. La adscripción a géneros de una obra literaria es una actividad válida para filólogos, libreros y bibliotecarios, agentes todos que asumen en su quehacer la tarea de clasificar. Se cataloga para ordenar y se ordena para hallar y estudiar lo que es común y lo que no en las muestras organizadas. Lo que es una labor inexcusable para los profesionales es un innecesario desempeño para los lectores. A un lector que quiera considerarse como tal poco le ha de importar la naturaleza genérica de los textos que consume. Un lector lee y un buen lector lee buenos textos, textos como el que nos convoca, por ejemplo.
Vuelve, repito, Víctor Álamo de la Rosa, nuestro autor. Atrás quedan los títulos de su particular archipiélago herreño narrativo (1991-2013), con sus islas mayores (El humilladero, El año de la seca, Campiro que, Terramores, La cueva de los leprosos e Isla Nada) e islas menores (los relatos de Las mareas brujas o Mareas y marmullos), obras todas que lo han encumbrado y que han mostrado y demostrado cómo era posible concebir aquí, en un diminuto espacio atlántico, un lugar mítico donde todo, atado al presente desde el pasado y deudor de la más ancestral tradición, con sus marcas de identidad e idiosincrasia a cuestas, se pudiera configurar bajo los parámetros propios de una alegoría que no se limita a ser el espejo donde nos vemos reflejados cuantos habitamos y contemplamos el día a día de este rincón oceánico, sino que trasciende el ámbito geográfico para asentarse en el cultural. Tan hispánicos y homólogos son su Rijalbo y Masilva como la Comala de Rulfo o la célebre Macondo de García Márquez.
Atrás queda Todas las personas que mueren de amor (2015), la obra que a día de hoy vislumbro como el puente entre la brillante etapa del citado archipiélago y esta nueva en la que intuyo que se encuentra nuestro autor desde El pacto de las viudas y que, a falta de una denominación más ajustada (reconozco que no la tengo todavía), podríamos definir como novelas de “realidad alternativa”. Prefiero esta extraña nomenclatura a distopía. Reconozco que en más de una ocasión he caído en la trampa de utilizar este término para El pacto y La ternura, pero creo que es inexacto porque no son obras que respondan plenamente a lo que el DRAE apunta sobre el vocablo (‘representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana’), aunque sea innegable la presencia de elementos puntuales que pueden connotar un marco narrativo de carácter distópico; por ejemplo, la referencia a la llovizna ácida de la ciudad, en la segunda parte de la novela (pieza 62), que nos evoca el ambiente de la película Blade Runner (1982).
Sucede en este sentido lo mismo que con la producción herreña, que no faltan quienes apuntan su pertenencia a los postulados de lo que se conoce como realismo mágico cuando una somera lectura de estas novelas nos muestra que no es así, que la fantasía no forma parte de la realidad narrativa y que lo inverosímil sí es, de alguna manera, extraño. Todo es normal, muy normal en el ciclo de El Hierro, aunque haya determinadas incursiones en lo excepcional; por ejemplo: la lagartija que habita en el vientre de Berto Rubio en El humilladero (1994). Si tuviera que elegir (aunque no sé por qué tendría que hacerlo), prefiero visualizar antes estas novelas en clave de lo real maravilloso; o sea, en la presencia dentro del texto de elementos cotidianos que nos resultan extraños e inexplicables, que fascinan por su singularidad y que requieren de cierta fe para captar su sentido, como nos dejaba caer Carpentier en El reino de este mundo (1949).
En Todas las personas que mueren de amor detecto un experimento necesario para sentar las bases de una nueva prosa. Es una novela de transición donde el autor debe dejar claro que atrás queda una etapa y que en su voluntad se asienta el deseo de iniciar otra. Por eso, cambian los lugares, se pasa del espacio mítico al cotidiano, al de nuestro día a día; cambian los personajes, que se vuelven más obsesivos, más introvertidos, más perturbados, más traumatizados…; cambia el tiempo histórico, consolidando en el lector la idea de relato inspirado en la actualidad, frente a lo que era la historia del pasado tan propio de las obras herreñas; cambia incluso el narrador, que ahora se vuelve más íntimo, más protagonista, más sujeto a esa primera persona del singular que se convierte en un recurso gramatical para que el relato adquiera, en su faceta connotativa, más tintes autobiográficos. ¿Punto de inflexión? Sí, y creo que el autor es consciente de ello cuando, siguiendo el recurso galdosiano de la presencia de los mismos personajes en distintas novelas, no quiere que nos olvidemos de esta obra dándole a las gemelas Lucía y Marina, con sus vestidos de azul, un lugar en la pieza 51 de la novela que nos reúne. Las niñas atesoran una carga simbólica que Álamo de la Rosa necesita recordarnos para que hilvanemos lo que representan en Todas las personas con el trascendente significado de su presencia en la novela que nos convoca.
Llega La ternura del caníbal y atrás se sitúan, como ya he apuntado, el ciclo herreño y la novela puente; y queda como primer eslabón de la nueva etapa (la de la “realidad alternativa”) la mentada El pacto de las viudas. Todo lo que fue novedoso y experimental en el título de 2015, ahora se ha consolidado; y, fruto de su consistencia, ha tenido su particular evolución. Fijémonos en las referencias espaciales. Se pasa de un lugar mítico a uno actual, y de ahí a uno que fluctúa entre el presente y el futuro, y que se caracteriza por que sus escenarios giran en torno a núcleos que se erigen como auténticos agujeros negros, pues todo parece condicionado por su presencia, nada escapa a su atracción: Isla Calibán en El pacto; La Ciudad, en La ternura.
Lo mismo ocurre con los personajes, sobre todo los protagonistas. El paulatino proceso de introspección en el que van adentrándose, divisable de manera relativa en el “archipiélago herreño”, bastante llamativo en la novela puente, adquiere en la etapa que apunto unas particularidades que cabría calificar de desbordantes. Destacan los que viven envueltos en profundos conflictos de identidad y de captación de la realidad; los cuales, dentro de lo que cabe señalar como estrategia novelística, giran en torno al final de una relación amorosa. En este sentido, llama la atención constatar que en los dos títulos de la “realidad alternativa” se da cuenta de la ruptura de una pareja y de las consecuencias desastrosas que esta conlleva. El que se dé cuenta de esto no me conduce a sostener que el producto literario deba ubicarse donde dormitan las obras románticas. Creo firmemente (y aquí sé que tengo quienes no me acompañan) que el amor es un pretexto en esta novelas, una vana excusa narrativa que se asienta sobre los niveles de interpretación que cabe hacer de una lectura: en la superficie, cualquier lector acepta la historia o las historias, con sus particulares dosis de amor, erotismo, violencia, humor, etc.; a medida que se va hacia el fondo y empiezan a tener validez interpretativa hasta el blanco de los interlineados, el lector va descubriendo los distintos sentidos que encierran las metáforas y los símbolos del texto poético; en el fondo, hacia el final del proceso, donde solo llegan los especialistas o el círculo muy próximo al autor, se obtiene una suerte de asimilación total de la obra, la asunción (si no absoluta, sí muy elevada) de todas las claves que justifican la compleja articulación de la creación lingüística.
Como prefiero situarme donde me corresponde (en el punto intermedio y más hacia arriba que hacia abajo), solo puedo aventurar algunas interpretaciones que, en según qué casos, no han de traspasar la barrera de lo que viene a representar una simple impresión. Es lo que me ocurre, por ejemplo, cuando detecto en la nueva etapa de Álamo de la Rosa, sobre todo en La ternura, un rasgo muy cervantino: el sólido vínculo que hay entre el narrador (un personaje más) y el autor, dos actores cuyos papeles en el producto literario de ficción están a priori muy bien delimitados, pero que en estas parecen fusionarse más veces de las esperables, dando así la sensación de que hay interferencias entre el yo-protagonista de los cuatro narradores que tiene la novela y el yo-autor que les da la voz para que cuenten lo que quiere que otros lean. Hablan los narradores, sí; pero, ¿hasta qué punto? Pienso en clave cervantina y mi instinto me exige que me fije en el Pablo duplicado (padre e hijo), en la vidriosa Melany (con uno y sin uno, estando y sin estar), en ese fantasma llamado Rodolfo, en la itinerancia a través de las cuatro torres, en…; y, proyectando la ficción fuera de los límites del objeto libro, en la lectura para combatir el aburrimiento de la protagonista (pieza 65), que bien pudiera haber sucedido durante un verano infantil en La Restinga; y en la moto del motero Pablo, su partenaire; en… No puedo evitarlo: veo estos guijarros como detalles propios de ese dejar caer no comprometido tan característico de Cervantes.
Además del propósito explícito del autor por espolvorear estas interferencias, cabe señalar que contribuyen a su detección las ya apuntadas dificultades para ubicar el título que nos ocupa en un género específico y la cualidad de ser esta obra en sí misma un excepcional ejercicio literario sobre literatura. También tiene hueco en ellas una particularidad muy relevante de la novela que nos convoca: el alto compromiso social que contienen sus páginas, que no deja de estar presente en todo momento en la conciencia del lector y que aflora de manera especial cuando se hace mención a términos como “comité” (pieza 31), o cuando un personaje (Ágata) echa en cara al narrador que no se está implicando más en la causa (pieza 33) o cuando se informa de la reducción de personal en la fábrica (pieza 38); en suma, cuando es inevitable que surjan en el intelecto conceptos como “lucha de clases” y “movimiento obrero”. Una aclaración: entiendo por compromiso social toda posición de denuncia que asume un autor ante temas que afectan al bienestar colectivo como son la existencia de situaciones consideradas injustas, inmorales y/o inaceptables para una sociedad avanzada que debería tender hacia la igualdad, la dignidad de sus integrantes y el acceso a los bienes comunes. La ternura del caníbal es una novela que se sujeta con inusitada firmeza al propósito de denunciar, con mayor o menor explicitud, todo aquello que forma parte de las sociedades decadentes: el egoísmo, la insolidaridad, la desesperanza, la depresión, la amargura, el dolor, etc.
¿Qué diferencia al enajenado Gregorio Samsa, que amanece un día convertido en aquello que sentía que era como trabajador e individuo, de cualquiera de los caníbales que atacan a un banquero (pieza 1), a cuantos presiden un desfile (pieza 20), a los empresarios de una fábrica (pieza 40) o a los congresistas y senadores (pieza 42)? Una primera respuesta de tantas sería una contundente: la ira. Gregorio somatiza su situación; los caníbales, por su parte, la proyectan transformándose, cambiando la impotencia por la rabia. Si observamos esta furia desde una perspectiva sincrónica, puede parecernos desproporcionada, puesto que llegar a ser caníbal es ir más allá de una simple expresión de malestar; pero, si le aplicamos una visión a largo plazo dentro del conjunto de símbolos que encierra el relato, esta manifestación de cólera puede que llegue a ser el último estertor que le resta al ciudadano antes de pasar a formar parte de la categoría social de los humillados, los desarraigados de La Ciudad.
Como en las fases de un duelo, primero llega la negación, el enfado por el mundo que nos rodea, por la atención que nos dan en nuestro seguro y en el banco (piezas 9, 17 y 43, respectivamente) y por la vida laboral tan anodina que llevamos a cabo (piezas 13 y 39); luego vendría la ira, o sea, la expresión caníbal, que puede ser activa (manifestarse a dentelladas o la violencia como respuesta ante el enfado) o pasiva en forma de querer pero no hacer (pieza 17), como le ocurre al protagonista de la novela, quien parece pasar de la negación a una suerte de negociación (piezas 28-31), estado al que le seguirá la depresión (pieza 45) y de ahí llegará hasta la aceptación de su destino, la fusión con los que lo han perdido todo (piezas 46 y 47). En esta última etapa estarían los humillados.
Lo esbozamos antes, precisémoslo ahora. En el periodo herreño, todo es pasado, todo se cuenta como un relato lejano, como algo que sucedió y que sabemos que no volverá a ocurrir; en Todas las personas, el universo es tangible por su modernidad, por su “hoy”; en El pacto, la primera muestra de “realidad alternativa”, el presente y lo futurible parecen formar parte de una misma temporalidad presidida por la impresión de actualidad, y se observa una mezcla entre aquello que puede y que no puede ocurrir que hace sostener la novela sobre complejos parámetros donde, en ocasiones, es difícil ajustar lo verosímil (el conflictivo mundo de Danilo Porter) de lo que no lo es (las viudas). En La ternura del caníbal todo es verosímil, todo puede darse, ser, si es que no está ocurriendo ya en muchos lugares del mundo. Lo futurible, aquello que, por comodidad, llevaría al lector a pensar que estamos ante una distopía, se funde con un presente narrativo (el alternativo) que, en ocasiones, se vuelve deudor de un presente real; lo que conduce por momentos a que, según cómo apuntemos la luz interpretativa y la proyectemos, la novela se vuelva crónica periodística. Si, como antes indicaba, es difícil encuadrar la obra en un género literario específico, esta expuesta característica del tiempo que envuelve lo narrado hace que las fronteras entre lo que es un texto de ficción y uno de no-ficción se vean comprometidas en su integridad.
El rasgo de actualidad es una marca identificativa de la nueva etapa y en la obra que nos convoca este trazo es tan acusado, sobre todo en lo tocante a la crítica social y a la extensión y retórica expansión de un vocablo tan potente en nuestra obra como es “enajenar” (mucho más que “alienar”), que es inevitable dejar cuanto antes la superficie (chico conoce a chica, chica acepta a chico y…) para ir lo más al fondo que sea posible. Habrá quienes decidan visualizar las cuatro partes de la novela como el resultado de estructurar una historia de amor que se aclara en el epílogo y que concede protagonismo narrativo a los dos personajes amantes: en la primera parte, Pablo; en la segunda, Melany. Yo no acepto esa lectura. No la veo. El amor es el celofán, el envoltorio, la carcasa, el pretexto, en suma, que sirve para esconder las verdaderas intenciones de la escritura. [Y sí, no lo puedo evitar: Cervantes omnipresente, quizás por mi irremediable deformación profesional y vital].
Como el foco de mi voluntad lectora en esta novela se sitúa dentro de lo que representan las alegorías de los caníbales y los humillados, la ciudad con sus cuatro torres y la no-ciudad vista desde su edénico Populus, y se acompaña de ese mensaje de sociedad en descomposición que parece flotar permanentemente en el relato, es lógico que formalice mi paseo por el libro atendiendo a lo que representa para mí la verdadera dimensión del autor cuando se fijó el propósito de componer esta obra: ofrecer un mundo que podría darse como alternativa desde el presupuesto de que, como realidad vigente, ya da muestras de su existencia. Supongo que el detectar en La ternura del caníbal un fundamento narrativo que trasciende los siempre encorsetados márgenes de las historias de amor, que no dejan de participar de los mismos patrones, aunque puedan contarse con mayor o menor acierto, me permite sostener que el acceso a la última novela de Álamo de la Rosa debe hacerse atendiendo antes a la conexión que le une a títulos como La metamorfosis de Kafka, Ensayo sobre la ceguera de Saramago y La carretera de McCarthy que al posible vínculo con cualquiera de los grandes textos sobre el género de los afectos, con toda la dosis de dolor a cuestas que les es propia. Es más, estoy hasta por pensar que la voz “caníbal” en el título cumple la misión de que el lector no piense lo que no debería ante el término “ternura”.
La ternura del caníbal está dividida en 48 piezas textuales distribuidas a lo largo de cuatro bloques. Prefiero hablar de piezas antes que de capítulos porque todas forman parte de una articulación compuesta por escenas trasladables: el orden que tienen puede alterarse sin que ello conlleve una modificación del sentido último que ofrece el producto literario. El vocablo “capítulo” connota parte de un todo secuenciado bajo una lógica narrativa presidida por la tradicional estructura de comienzo, desarrollo y final.
Cada uno de los bloques tiene su propio narrador. El primero se titula “Introito (para amenizar el baile)”, contiene una pieza sin identificar como tal y quien toma la palabra, da igual cómo se llame o cómo lo llame su acompañante, nos ofrece un poema de José María Millares Sall publicado en Esa luz que nos quema (2009): «Los / zapatos gastados / de arrastrar solo trozos de miseria / y buenos días al trabajo […]». La brevedad que lo caracteriza es proporcional a su significación, que solo es detectable cuando ya se han leído los otros tres bloques. Hasta muy avanzada la novela no sabemos quién es el recitador; y hemos de llegar al final para captar el sentido del poema y, si me apuran, el título mismo de la obra de Millares Sall donde aparece. Lógico es concluir que nada se ha puesto al azar, que todo obedece a un plan que, a mi juicio, pasa por desconcertar al lector en este primer bloque para, acto seguido, comenzar el segundo con una escena violenta, desgarradora, dura… que evoca el principio de la célebre El año de la seca (1997).
El segundo bloque, intitulado “Primera parte (del susto)”, consta de 47 piezas identificadas. Pablo, cuyo nombre no aparece mencionado ni una sola vez, asume la voz narrativa, que se emite desde el exterior de las cuatro torres. Suyas son la descripción de La Ciudad (piezas 2, 30…) y de sus miserias, como la escena de los que buscan comida entre la basura (pieza 14). No le gusta su trabajo en la fábrica ni quienes la dirigen (piezas 13, 38 y 41); no le gusta una vecina vieja y su pequinés (piezas 32-36); no le gustan los políticos (piezas 5 y 42); no le gusta cumplir con la asistencia obligatoria a los desfiles (pieza 18); no le gusta el trato que recibe de su compañía de seguros, donde deja caer un elocuente «no soy un caníbal, al menos por ahora» (piezas 8 y 17); no le gusta la idea de tener un hijo (pieza 28), etc. Todo lo que no le gusta se traduce o en un ataque caníbal (piezas 1, 20, 36…) o en las consecuencias destructivas propias de un ataque caníbal por su desproporción: muerte de la vieja y su perro, ruptura con Melany, descenso inclemente hacia la degradación más absoluta, la pérdida de todo lo que fue (piezas 46 y 47).
El tercer bloque, que responde al título de “Segunda parte (de la interferencia)”, va de la pieza 48 a la 70 (veintitrés piezas identificadas). En este apartado de la novela, Melany cuenta la búsqueda que hace de Pablo para explicarle el porqué de su separación e informarle de que es el padre de su hijo. Como no lo encuentra al principio (piezas 48-50), decide ir a las cuatro torres para tratar de localizarlo allí. Su voz se proyecta desde el interior de estas edificaciones, que describe como hiciera Pablo con La Ciudad. La narración de lo que contempla (indigencia, decrepitud…) no difiere del mundo que recoge la primera parte; es más, cabría plantear la imagen de las torres como una maqueta de la ciudad donde están: los pisos diferencian a los colectivos (viejos frente a jóvenes) y hay barrios internos cuyas señas de identidad son el estilo musical de sus habitantes (pieza 53); hay grupos de corte paramilitar (los de las Botas Militares) que cabe ubicar en cualquier ideología de masas (piezas 55 y 57), etc. Nada dentro de las torres es muy diferente a lo que hay, en general, fuera de ellas; las únicas distinciones, cuando las hay, son de carácter material. En todo lo demás, el nivel de similitud es más elevado de lo que cabría pensar a tenor de los contrastes existentes entre las diferentes clases sociales que pululan en la urbe.
La parte de la interferencia está dividida, a su vez, en dos grandes áreas narrativas: por un lado, la de la multitud, en la que se cuenta cómo Melany entra en las torres, contempla y conoce a muchas personas (las mentadas Lucía y Marina, Natalia y Blencys, Marc y Arminda, y Pedro), que cabe situar entre las piezas 51 hasta la 58; por el otro, la que se centra en su convivencia con Pedro, un exbaloncestista que acumula libros de segunda mano que encuentra en los contenedores de basura y que sobrevive gracias a las limosnas que le dan cuando declama poemas o hace filigranas con el balón (piezas 59-70). En Pedro halla Melany a Pablo mientras declara en todo momento que le esperan en su casa, adonde no volverá, su marido Rodolfo y el hijo que tuvo con el reencontrado. Esta compleja maraña de vínculos y transformaciones (Pedro es Pablo según ella), que me evocó la Ciudad de los Antiguos Emperadores que recoge el capítulo XXIII de la célebre La historia interminable de Michael Ende (1979), conduce a la protagonista a una reformulación de su identidad en su deambular por las cuatro torres, el laberinto del que no sabrá salir atendiendo a los parámetros de su justificación inicial. La metamorfosis se anuncia sutilmente en la pieza 55, cuando le reconoce a Arminda que ya no es enfermera y que le estaban dando de lado donde trabajaba «sobre todo a partir de que yo les empezara a hablar de los caníbales, del daño que estaban haciendo, cuando llegaban heridos a urgencias» y alcanza su máximo auge en el espléndido epílogo, que abarca las piezas 71 y 72, y que lleva como subtítulo: “Para darte un final”.
Hago mío el apuntado enunciado del epílogo y, para darte un final, apelo a lo que ya anoté al principio: vuelve Víctor Álamo de la Rosa; el magistral orfebre de la palabra vuelve con una prodigiosa novela que es, ante todo, un extraordinario ejercicio literario que se articula como tal sin necesidad de hablar sensu stricto de literatura. Habla de poesía escribiendo poesía y haciéndolo a partir de las directrices lingüísticas y estéticas que, desde nuestra tierra, le han enseñado maestros como Luis Feria, Manuel Padorno, Isaac de Vega, Juan José Delgado… Vuelve nuestro autor para situarse en el lugar grande y amplio que le corresponde, donde sería recibido como uno más por nuestros clásicos gracias al profundo surco que su palabra poética ha logrado trazar en el devenir de la literatura en lengua española durante tantos años de escritura. Su estilo, indeleble credencial, ya forma parte de nuestro patrimonio literario.
Coincido con Mari Nieves Pérez Cejas cuando, al hilo de El pacto de las viudas, apunta que «en la narrativa de Víctor Álamo, el estilo es un personaje más. Por encima de todo importa el cómo, lo que la lectura sugiere, la poesía que está detrás de la palabra. Y para ello se adueña del lenguaje hasta exprimir todas sus posibilidades, en un ejercicio barroco que tensa la sintaxis sin agotarla, empleando todos los recursos disponibles como si cada oración fuera el punto y final de la historia. Sin embargo, cada punto es un nuevo inicio. El placer lingüístico que posibilita describir la esencia profunda de las cosas, un juego irracional que deforma realidades, aunque tal vez sea la realidad la que esconde el esperpento, la violencia salvaje y primitiva de las emociones que mueven a los personajes de esta historia».
Ese cómo por encima del qué es lo que viene a diferenciar a los autores clásicos de los que no lo son; ese especial valor lingüístico que posee la palabra poética de nuestro autor es lo que le concede esa voz literaria tan particular. Por eso, porque la cita se adentra de manera precisa en lo que es el estilo del poeta bueno (Álamo de la Rosa) y no de su figurado lado malo (el alter ego Alameda del Rosario que pulula por muchas de sus obras), por eso, repito, es por lo que considero que hay que hacerla extensible a toda su producción en prosa: el ciclo herreño, la novela puente y las obras que, a falta de otra identificación más precisa, las denomino de “realidad alternativa”.
Si, como filólogos, libreros o bibliotecarios, tuviéramos que llevar a cabo el difícil quehacer de clasificar La ternura del caníbal, solo se me ocurre un lugar donde ubicarla: en una categoría con asterisco denominada “Víctor Álamo de la Rosa”. Esa es la única clasificación que admite. El asterisco significa: «joya de la literatura». Con situarla en este punto ya habremos cumplido sobradamente con nuestro cometido.