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Una lección incompleta: “Pro traductores”

Siempre he visto en los traductores a los grandes diplomáticos de la literatura; pues, desde las embajadas de sus traducciones, representan las palabras del autor traducido. La labor que realizan no es baladí ni secundaria, ya que de sus buenas gestiones depende la difusión mundial de un texto y, en consecuencia, el acceso de un autor al panteón de los universales. Un Cervantes o un Shakespeare no serían lo que ahora son si sus letras se hubiesen circunscrito a los lectores/oyentes de sus respectivas lenguas vernáculas: los lectores de español nos hubiésemos perdido Hamlet; los ingleses, el Quijote; y los rusos, que no podrían compartir La muerte de Ivan Illich con el resto del planeta, no tendrían acceso ni a las dudas del príncipe danés ni a las locuras del hidalgo español. Solo gracias a ese inmenso e intemporal equipo de traductores, envueltos en un manto filantrópico, ha sido posible establecer todas las líneas de conexión necesarias para que un número ingente de obras literarias termine formando parte del patrimonio creativo y estético de la Humanidad de todos los tiempos.

¿De quién es el mérito de que me desternille leyendo La conjura de los necios? ¿De John Kennedy Toole? Por supuesto que no. El mérito es de J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, sus traductores en la edición de Anagrama (ISBN 978-84-339-3014-9). Si hubiese leído (o intentado leer) la novela en su idioma original, ¿hubiese captado, dado mi paupérrimo conocimiento de la lengua inglesa, algo de la grandiosa figura del Ignatius J. Reilly que descubro con la versión en español? Los traductores han reescrito el libro. ¡Ojo! No han sustituido unos significantes por otro, no se han ceñido a una suerte de literalidad muy efectiva cuando deseas expresar ideas tan profundas como «hola, me llamo X y vivo en Y»; no, ni muchísimo menos, ellos han vuelto a escribir la novela: el código original ha sido reelaborado con minuciosidad para que el producto final se adecúe al nivel donde mi código es más profundo, complejo y abstracto, la lengua poética.

Quizás alguien apunte ahora que, sin John Kennedy Toole, La conjura de los necios no sería tal; pero me veo en la obligación de aclarar que el norteamericano compuso A confederacy of dunces, y que “ese libro” no lo he leído. El libro que conozco y que he disfrutado se llama La conjura… Si no hubiese sido traducida la novela, sin duda alguna que desconocería la obra y, en consecuencia, para mí no existiría el texto de Toole. Es más: la obra de Toole existe para mí porque la he leído y he gozado al máximo con su lectura, la he interiorizado y he proyectado toda mi concepción estética en sus páginas igual que si hubiese sido un texto cervantino o uno del divino García Márquez. Cualquier análisis que haga sobre el estilo de Toole es mentiroso, pues debo hacerlo sobre la creación de sus traductores al español.

Un traductor es otro escritor. Su actitud ante el texto y su adhesión hacia el universo original deben ser, por un lado, las de un escritor y, por el otro, las de un “diplomático”: es esencial que tu sentido estético y creativo estén presentes, pero es fundamental que no trastoques la voluntad sobre la que germinó la obra. Por eso, suele haber entre los mejores traductores literarios muchos escritores de renombre que, además, han sido filólogos excepcionales; pienso ahora en fray Luis de León, Dámaso Alonso, Julio Cortázar, etc.

Una consigna clave: acerca la palabra desconocida, pero no alejes el mensaje; edifica un mensaje sólido, pero no destruyas sus pilares. En el fondo, ¿a quién quiero engañar? Un traductor, además de un diplomático, es un apóstol. De ahí que su misión merezca ser considerada más allá de los simples límites editoriales en los que suele deambular: compartiendo, en ocasiones, el mismo nivel que los maquetadores o diseñadores gráficos.

Todos los que publicamos libros y somos incapaces de salir de los márgenes de nuestra lengua aspiramos a que nos traduzcan porque deseamos que se expandan nuestros textos; pero, en el caso que me ocupa, siempre he tenido un temor oculto a encontrarme con alguien que declare su interés por trasladar a otra lengua lo que cuento en la mía. No le puedo negar que lo haga como no puedo evitar mis miedos, que no pasan tanto por que la traducción sea mala (puesto que, cuando eso sucede, se puede acudir a la versión original), sino porque sea tan buena que, atentos a lo que he expuesto en este texto, sirva para demostrar que mi evidente falta de talento ha quedado a salvo gracias a la excelente labor de reescritura de mi traductor. Con el tiempo, acabaría por no escribir para que se lea en mi lengua, sino para que se traduzca en otras, puesto que vería en estas traducciones la salvación de ese ego escritor que en mi idioma no habré sabido defender.

Y un cínico me diría: «Bueno, ¿y qué?».