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«Toponimias y antroponimias de Telde. Distrito I. San Juan y San Francisco» de Luis A. López Sosa

I. En agosto de 1971, recién casados y tras pasar la luna de miel en Lanzarote, mis padres se asentaron en el número 2 de la calle Viera y Clavijo de Telde. Considerando que nací el 31 de enero de 1973, cabe suponer que mi gestación (y quién sabe si mi concepción) debió desarrollarse en el espacio urbano que ese ente abstracto y emocional llamado Ciudad decidió consagrar a la figura del célebre polímata y polígrafo canario del siglo XVIII.

Aunque reconozco que la circunstancia expuesta carece de importancia alguna, confieso que me resulta agradable establecer un vínculo entre quien todavía, sobre todo por los filólogos, sigue siendo admirado, estudiado y difundido, y este humilde filólogo que te escribe y que por entonces no pasaba de ser un sobrante embrión. Esta trabazón, vista con amabilidad, no deja de ser un mero pensamiento poético y, hasta cierto punto, gracioso; pero con los ojos de la cruda certeza, aceptemos que es insulsa, nimia, irrelevante, vacua, absurda… Solo los embaucados por la magia, el hado, la providencia y la religión, por extensión, son capaces de dar un sentido trascendente a lo que no deja de ser una simple anécdota gracias al azar.

Imagino que esta sensación grata que apunto es análoga a ese “malestar” o esa “incomodidad” (los entrecomillados importan) que podrían incubarse muy al fondo de mi ánimo –en la parte donde se hallan las bagatelas y los asuntos que hacen perder el tiempo tontamente–, si donde dice Viera y Clavijo dijera, por ejemplo, General Franco. La adhesión grata que me produce el primer nombre contrasta con la tirria que me suscita el segundo.[1] Un devoto franquista apellidado como el dictador pensaría en que es una bendición del destino vivir en una calle dedicada a quien se autodenominó como Caudillo de España.[2]

Sigo. Pensemos en una situación que, por esos dados de la fortuna, estoy seguro de que se ha dado en no pocas ocasiones: un individuo encuentra a buen precio una vivienda adecuada a sus intereses en una calle dedicada a un personaje histórico por el que siente un profundo desprecio.[3] Si es un tipo razonable (así lo veo yo), adquirirá el inmueble atento al cumplimiento del summum de toda operación mercantil: pagar con gusto aquello que se tanto se desea; si no lo es (así lo creo yo), posiblemente llegue a plantear que no hará la compra porque le disgusta la idea de levantarse, vivir y acostarse todos los días en un lugar donde está presente el nombre de alguien por el que siente aversión o porque le desagrada el que su nombre y el de ese lugar donde está su domicilio estén asociados en el censo, en los documentos, en los carnés que lo identifican, en el correo postal, etc.

Presiento que este tipo de disgusto o desagrado existen, y que tú y yo conocemos a personas capaces de actuar así; si no con una calle, sí con otras cuestiones que nos parecen insustanciales y que ellos las convierten en una cuestión capital, clave, determinante, hasta el punto de no aprovechar una oferta como la que utilizo en mi ejemplo. Sostengo este presentimiento y este conocimiento que tenemos porque estoy seguro de que tanto tú como yo no estamos al margen de haber tomado en algún momento una decisión que, vista con la debida perspectiva, no tenía donde sostenerse porque sus motivos eran absolutamente insensatos.

Volviendo sobre el ejemplo, veo factible pensar en alguien que compra una casa y que, si la nominación de la calle se ajusta a su gusto, incluya entre las virtudes de la adquisición la circunstancia de que esté además en la calle dedicada a Fulanito. Pienso en lo que diría un fiel aficionado de la Unión Deportiva Las Palmas en la calle dedicada a Tonono o uno del Real Madrid Club de Fútbol si hablara de la rotulada en homenaje de Di Stéfano. Y si el nominado no fuese “aceptable” (vuelve a importar el entrecomillado), nuestro protagonista ofrecería alguna expresión del tipo: «La casa está muy bien. ¿La pega? Pues que está en la calle Zutanito». Y omitiría el decir: «Ya sabes lo que pienso de Zutanito» porque rellenaría este silencio con una sonrisa cómplice que significa: «Ya sé que es una estupidez decir que esto es un problema».

Lo que planteo no es muy diferente a la coincidencia de nuestro nombre o algún detalle (fecha de nacimiento, estatura…) con el de alguna celebridad.[4] Lo que me interesa es incidir en la presencia de estas sensaciones de adhesión o rechazo que, concretadas en el asunto de las nominaciones de vías que acoge este volumen, están ahí y que contribuyen a gestar en nosotros una suerte de respuesta emocional y sentimental que carece de fundamento alguno.

Muchas calles de este libro y de las que aparecerán en la colección que está previsto publicar sobre la Toponimia y antroponimia de Telde de Luis López Sosa atesoran mimbres para que sus habitantes adopten una posición sobre su nominación, para que no se mantengan al margen de ella; para que no se muestren indiferentes,[5] a pesar de que puedan llegar a asumir, como me pasaba con Viera y Clavijo, que no estamos ante un casus belli.[6]

II. Tenía poco más de 365 días cuando mis padres se trasladaron al que habría de ser reconocido como hogar familiar definitivo, situado en la que por entonces se denominaba Avenida Sargentos Provisionales. Hasta que no fui bachiller y no empecé a mostrar interés por la historia política de España en el siglo XX,[7] no supe quiénes eran estos sargentos merecedores de una calle grande (¡una avenida!) a pesar de ostentar un rango militar calificado de temporal.[8]

En 1980, se cambió el nombre de la vía: dejamos de ser avenida para ser calle; y fue sustituida la milicia por la literatura y el compromiso: pasamos de Sargentos Provisionales a Pablo Neruda.[9]

Hasta ahora no había verbalizado un sentimiento que tomó forma entonces y que he silencio durante 38 años porque nunca se dio la ocasión para comunicarlo. Aquella modificación me perturbó. Tenía siete años. Recuerdo estar en el Colegio Público León y Castillo, que estaba pared con pared con el edificio donde vivía, y escribir o copiar un día, en un cuaderno, en una hoja, en no sé dónde, «Sargentos Provisionales» y, de buenas a primeras, no sé cuándo ni sé cómo, hacer lo propio con «Pablo Neruda». Qué desestabilizador. Una tragedia. El fin de Occidente. Supongo que pudo influir en mi zozobra las quejas de los adultos por la cantidad de gestiones que debían realizar para actualizar su dirección postal. No lo sé. Sé que no me hizo gracia el tener que aprender que ahora ya no vivía en la misma calle, aunque mi casa no hubiese cambiado de lugar. Aquello era como si me hubiesen transformado la realidad, como si me hubiesen arrebatado aquello que era cómodo, confortable, que dominaba y que, como los adultos, también debía ahora poner al día con el mismo malhumor con el que ellos lo hacían.

Como sabes, nada queda: nos habituamos a la nueva denominación, nos olvidamos de la vieja y aquí no ha pasado nada. Terminé la EGB (1987) sabiendo que Pablo Neruda era un poeta chileno que obtuvo el Premio Nobel de Literatura y que murió el mismo año que nací; terminé el BUP (1990) sabiendo quién era Viera y Clavijo y reconociendo que ese «Puedo leer los versos más tristes esta noche» es uno de los poemas más hermosos que jamás había leído en mi vida. Hoy, veintiocho años después, sigo pensando que pocas, muy pocas piezas en lengua española están a la altura del bello Poema XX y ninguna por encima.

Cuando terminé mi licenciatura en Filología Hispánica (1996), me llevé como premio la profunda amistad de dos maestros que todavía reconozco como tales y que, con la edad que tengo, el camino recorrido y lo poco que ya me resta, no dejaré de concederles este para mí preciado galardón: don Antonio Cabrera Perera y el siempre llorado profesor don Osvaldo Rodríguez Pérez, una de las mayores autoridades mundiales en la figura de… Pablo Neruda. ¿El destino? No, porque no creo que exista; en todo caso, como solía decirme quien nos dejó muy pronto y con quien había trazado grandes proyectos académicos y editoriales, el “azar concurrente”, o sea, la suma de casualidades dadas en un momento concreto y que mueven a pensar que no son tales, sino el resultado de un plan diseñado por alguna entidad superior.

Sucedió que, cuando el maestro supo que yo vivía en la calle Pablo Neruda, esbozó una media sonrisa y dijo con ese tono cadencioso, lento y lírico tan suyo un «vaya, qué casualidad» que sirvió como la rúbrica de una amistad que nos habíamos ido forjando poco a poco[10] y que duraría hasta el final, hasta aquel aciago febrero de 2015. No es que fuese esencial el que yo viviese donde vivía para que nuestra relación pudiese darse, fue que nos alegró íntimamente el que, al margen de las muchas cosas que nos unían, hubiese una circunstancia tan divertida y llamativa como la de yo vivir en la calle cuyo cartel identificativo cabía interpretar como un homenaje al escritor sobre el que más trabajos de investigación reconocidos por la comunidad científica mundial él había hecho.

Estas fueron mis calles teldense: dos escritores, y unos militares agrupados bajo una denominación genérica. De mi etapa en Las Palmas de Gran Canaria, otro escritor: Ángel Guimerá.[11] ¿Otro? ¿Destino? ¿Azar? Y, finalmente, de mi periodo santaluceño, el Atlántico, que siempre percibo desde el término que felizmente acuñara hace años un muy grande de la filología canaria, Juan Manuel García Ramos: la atlanticidad, con todo el grueso de componentes culturales, artísticos y espirituales que cabe situar dentro del embriagador sustantivo.

Nunca pensé en mis calles como lo he hecho en este momento y aunque reconozca que es insulsa, nimia, irrelevante, vacua, absurda… la influencia que sus nombres hayan podido ejercer en mi vida, no es menos cierto que ahora los observo con suave y aterciopelada sensación de bienestar, con un rictus amable, sin pasión y sin vehemencia, atento solo a lo que es: una simpática confluencia debida al azar. No más.

Así he pensado en mis calles y así he pensado que otros pensarán en las suyas; y si mis pensamientos partieron de estas páginas que nos unen, ¿por qué no pensar que de aquí también han de partir los tuyos (o los suyos)?

III. Tenía 16.579 días de vida cuando el autor de este proyecto editorial me anunció que había decidido dar un paso adelante y dar por buenas las insistencias del Cronista Oficial de Telde, don Antonio M.ª González Padrón, y de un servidor para que pusiese manos a la obra a esta iniciativa que tantos años de trabajo silencioso y meticuloso le habían costado, y me ofreció la posibilidad de asumir el rol de editor y prologuista de su industria, no dudé ni un instante en aceptar el encargo: por un lado, por coherencia con mis reiteradas sugerencias para que viese la luz la iniciativa; por el otro, porque me hacía ilusión vincularme con un quehacer tan necesario como el que representa el título que nos convoca; y, como tercera razón, porque había llegado la propuesta en el momento adecuado.[12]

Me ciño a esta pieza libresca que tienes en tus manos, la musa inspiradora de cuanto te he venido contando hasta ahora, y te pido que dediques un instante a su contemplación: ojea sus hojas y hojea sus páginas, picotea entre enunciados, y mira cuanto veas con la sana curiosidad de quien sabe que tiene ante sí una apasionante aventura del conocimiento; luego, cuando todo esté hecho, entrégate a la lectura devota, pues solo así serás capaz de responder «ninguna», cuando te pregunte por la alabanza que cabe negar a este título, y «ninguno» cuando sea la cuestión: ¿Qué demérito es posible atribuirle si tenemos en cuenta la consecución de los fines didácticos, culturales y emocionales que nos trazamos el autor y un servidor, en calidad de editor, cuando configuramos el proyecto para su impresión? Entre estas páginas de palabras y fotografías, todas de Luis, hallarás una de las seis piezas de una muy agradable y necesaria pequeña historia sobre Telde que alcanzará su completitud cuando vean la luz todos los tomos de la serie que hemos previsto publicar en los próximos años, correspondiente a un distrito por libro.

La revisión de las calles del Distrito I, de las que se ocupa este primer volumen, y la búsqueda de los porqués de sus nominaciones[13] se han traducido en un largo paseo por la ciudad de nuestro autor; un trayecto que no se ha circunscrito solo a cuanto tiene que ver con el espacio, sino que también ha tomado forma como viaje en el tiempo y como un acercamiento afectuoso y sincero al corazón de la ciudadanía. Cada calle es una historia, cada historia se escribe con rostros; detrás de cada rostro, hay otras historias, y otros rostros, y otras historias más; y en todos, miles, de corazones.[14]

Por eso sujeto con firmeza el volumen que tienes en tus manos, el que hacía falta; el que no podía dejar de tener una ciudad como Telde, con tantos años, tantas gentes y tantos relatos que durante tanto tiempo se han venido componiendo con verbos vitales: nacer, crecer, jugar, correr, desear, amar, parir, envejecer, morir… Agarro este libro con determinación y observo cómo tras cada fotografía surgen las preguntas de las estancias, de los recorridos, de los fines: cuántas veces aquí y cuántos «por qué» para estar aquí. Y como yo, cuántos estuvieron antes, cuántos ya no volverán más a estar. Es abrumador. Por eso, a este tomo me ato y me ciño a ese otro que subyace en esa otra lectura que he hecho del trabajo mientras lo editaba bajo los estigmas con los que he ido escribiendo mi crónica personal del último año: anonimia, legado, olvido e inmortalidad.

Escribo estas líneas y siento, en el fondo de lo más hondo, cómo suenan los compases de una nostalgia que quizás no tenga ninguna referencia real donde asentarse, pero que se corporiza desde el instante en el que se envuelve con el designio de que aquellas calles de mi memoria teldense jamás volverán a caminarse, más nunca; y no porque no existan, sino porque la energía que movía los pasos y los propósitos, las intenciones, las voluntades… «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Las calles recorridas para ver a alguien, para estar con alguien, para contar algo a alguien, para hacer algo con alguien quedaron atrás, muy lejos en el tiempo; en el palpitar emocional, muy distantes, demasiado. Calles donde las huellas de las pisadas han quedado marcadas en las baldosas, aunque no se vean y no puedan siquiera intuirse; pero están en cada ilusión que hubo por llegar al destino y por dejar atrás lo andando, que es una forma sutil de avanzar simbólicamente en esta vida. Aquellas calles hace años que han quedado sepultadas bajo un aura confusa, pues ya no sé distinguir donde está la verdad y dónde la literatura, dónde el camino recorrido y dónde el recreado. Aquéllas, mis calles, ¿no podrían ser de algún modo también las tuyas?

Estar en las calles de este libro no solo me ha permitido regresar a un lugar demasiado lejano, sino que he pensado en otros como tú. ¿Quién eres? Tienes este libro, estás leyendo esto. Dime, ¿quién eres? ¿Un lector que conoce la existencia de la ciudad, que la ha recorrido en alguna ocasión, que le suena tal esquina, esta acera, aquella fachada…, pero que no se había detenido a saber sus nombres porque tu presencia en ellas es circunstancial? ¿Eres un ciudadano que sabe el nombre, mas no el origen de su denominación? ¿Eres algún agente encargado de hacer entregas y debes saber, viendo las imágenes, cómo es la calle que aparece escrita en los documentos, sobres, paquetes…? ¿Eres un muy joven teldense que, dejada atrás la infancia que acotaba el espacio de tránsito callejero, ya te ves con la debida autonomía para ir un poco más lejos de los límites que hasta ahora han representado tu ámbito doméstico? Si así fuera, ¿qué te parece hacer de este libro todo un mapa del tesoro donde el premio sea encontrar alguna singularidad, algo que te llame la atención, algo que merezca ser destacado, en las calles que explores?

¿Quién eres? Nosotros, tú y yo. ¿Qué eres? Ahora, en esta porción de tiempo y espacio que compartimos en la constelación verbal de este prólogo, alguien que camina por los latidos de una ciudad que palpita desde el siglo XV y que hoy se ha simplificado de manera neutra, práctica y, en consecuencia, desapasionada bajo la denominación de Distrito I, correspondiente a los barrios San Juan y San Gregorio de Telde. Punto.

Eres, pues, alguien que camina; pero eres algo más importante todavía: eres caminante. Eres la persona encargada de afianzar con tus pasos la senda de otros: por donde vas, otros ya fueron; por donde dejes de ir, otros irán. Estarás en mil sitios identificados con mil denominaciones diferentes. Este libro te muestra que es importante saber por qué una calle o una plaza se llaman de una manera u otra; y también, a lo que yo le doy un valor especial, que las historias humanas de cada calle, cada plaza, cada lugar de este primer distrito teldense que nos convoca o de los seis que componen nuestra ciudad, o de los miles de distritos que hay en nuestro país, o de los millones de distritos que componen el mundo, están por encima de las toponimias y antroponimias porque son estos relatos de la anonimia y la colectividad los que dan razón y sentido de alguna manera a estas nominaciones.

Entre pasos que siguen a pasos que recorren caminos que surgen de caminos, se han configurado las ciudades que nos han visto nacer, donde nos han criado, donde hemos estado y donde dejaremos de estar cuando emprendamos el viaje definitivo. Calles éstas, las de mi impresión frente al libro que frente a ti se muestra, llenas de sensaciones que las humanizan desde el instante en el que logran ir, en los surcos del corazón, desde lo poético a lo mundano, de lo irrelevante a lo excepcional…

Cuando leas devotamente este libro, como te sugiero que hagas, comprobarás que todo cuanto afirmo está presente porque habrás sido capaz de mirar más allá de sus páginas, sus palabras, sus fotografías. En cada lugar estás tú, caminante; porque alguna vez, aquí, ahí, allí, estuviste, aunque hubiera sido hace un siglo; y porque siempre vas a estar en ese lugar, aunque falte un siglo para que nazcas.

Gracias, Luis, por este hermoso viaje en el espacio, el tiempo y los corazones que nos has regalado; un producto tan útil como relevante y reconfortante. [15]


[1] Una observación: he tenido que luchar hasta lo indecible para no respetar la lógica que exige la argumentación del discurso, puesto que, si hablo de analogía, donde he puesto a un detestable dictador debería haber puesto a un igualmente detestable escritor. No creas que no lo he pensado. He estado tentado en poner alguno (y vivo todavía, e incluso activo –o eso dice él–, y no lejano, además), pero he preferido no perderme ahora, en esta ocasión, en este instante, por culpa de esa actitud corrosiva tan propia de mí que, junto a mi pedantería, tengo a gala mostrar y que muy merecidos desprecios por parte de no pocos me han ocasionado.

[2] En la tercera acepción que refleja el Diccionario de la RAE: “Dictador político”, que es la única que encaja al ciento por cien con el personaje y que lo singulariza frente a las dos primeras, cuyos significados podrían ser extrapolables a otros individuos no necesariamente tiranos.

[3] Pensemos en el ya citado devoto franquista apellidado como el dictador y que la casa en cuestión está en la calle Azaña o Lenin, por poner un ejemplo contundente.

[4] ¿Acaso no es estúpido que me vanaglorie por tener en este momento la misma que edad que tuvo mi deidad particular, Freddie Mercury, cuando murió o que mi estatura y la suya sean idénticas? ¡Qué estúpido soy!

[5] Un ejemplo de movilización de los ánimos populares, hacia un lado o hacia su contrario, lo tenemos en este instante en las calles que pueden estar afectadas por la influencia de la ley de Memoria Histórica. Y no sigo más por esta línea expositiva porque el tema requiere, al menos desde mi punto de vista, un análisis extenso, documentado, atento a la variedad de perspectivas que ofrece y, ante todo, sosegado; a pesar de que pueda pensarse que la mía es una postura clara dada mi demostrada (en no pocas escrituras) adhesión a cuanto refleja la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.

[6] Aunque no sea aceptable, puede ser comprensible que el mayor representante de la Ilustración en Canarias no suscite ninguna reacción: es un personaje que falleció hace más de dos siglos y el valor de su contribución al conocimiento solo es conocido por un porcentaje muy reducido de la población.

[7] En el por entonces Instituto de Bachillerato José Arencibia Gil, entre 1987 y 1990.

[8] Debí pensar por entonces (ya había accedido a la condición de repelente) que si son “provisionales” no son “definitivos”; y que poner un adjetivo determina la realidad del sustantivo. ¿Por qué no “valientes” o “sufridos”? Alguien, consciente o no, quiso destacar la temporalidad, la transitoriedad, del “sargentanato”; por eso, son sargentos provisionales y no sargentos heroicos, sargentos crueles o sargentos graciosos.

[9] Tres apuntes para ilustrar la trascendencia del reemplazo: Franco murió en noviembre de 1975; aperturistas e inmovilistas estaban inmersos, en las alturas del poder, en un complejo y duro pulso desestabilizador que no había logrado apaciguar la Constitución de 1978; y la extrema derecha, desde todos los frentes (civil, militar y religioso), todavía seguía actuando con demasiada impunidad, con mucha frustración ante lo que representaba la democracia en España y con un visceral odio ante la idea de perder ese Edén donde ha vivido durante la dictadura. Visto este cambio con la debida perspectiva histórica que impone la enumeración, habrá que reconocer la valentía, el arrojo, la fortaleza y convicción de ánimo del consistorio, presidido entonces por el alcalde Aureliano Francisco Santiago Castellano, para poner en práctica en ese momento lo que casi tres décadas después, en 2007, vendría a estar recogido en la conocida como ley de memoria histórica.

El poeta chileno jamás hubiese gozado de reconocimiento alguno durante el franquismo si nos atenemos al hecho de que el 8 de julio de 1945 ingresa en el Partido Comunista, oficializando así una inclinación política presente a lo largo de su vida y expresada líricamente en poemas como “A mi partido”, la emocionante y hermosa vigesimoctava composición que aparece en el poemario XV, titulado “Yo soy”, de su célebre Canto general (1950), y que dice así:

Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco.
Me has agregado la fuerza de todos los que viven.
Me has vuelto a dar la patria como en un nacimiento.
Me has dado la libertad que no tiene el solitario.
Me enseñaste a encender la bondad, como el fuego.
Me diste la rectitud que necesita el árbol.
Me enseñaste a ver la unidad y la diferencia de los hombres.
Me mostraste cómo el dolor de un ser ha muerto en la victoria de todos.
Me enseñaste a dormir en las camas duras de mis hermanos.
Me hiciste construir sobre la realidad como sobre una roca.
Me hiciste adversario del malvado y muro del frenético.
Me has hecho ver la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría.
Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.

[10] Desde el principio casi de mi licenciatura, cuando él tenía diversas responsabilidades dentro del organigrama de la Universidad, la Facultad y el Departamento al que pertenecía, y yo era representante del alumnado. Si bien se acrecentó el trato y se llegó a la amistad sensu stricto durante el periodo en el que preparaba sus proyectos de investigación y docente que habrían de conducirle a la obtención de la plaza administrativa de Catedrático de Universidad, vinculada (sin reflejo explícito en el reconocimiento) a la especialidad en Literatura Hispanoamericana. En el BOE n.º 272 de 13 de noviembre de 1998 y en el BOC n.º 144 de 16 de noviembre de 1998, aparece la resolución de 19 de octubre de 1998 de la ULPGC, firmada por su rector, Manuel Lobo Cabrera, «por la que se nombra en virtud de concurso a D. Osvaldo Rodríguez Pérez, Catedrático de Universidad en el área de conocimiento Filología Española». Durante el periodo comprendido entre el final de mi licenciatura (julio de 1996) y la defensa de su plaza (1998), se estrechó y consolidó nuestra relación: yo le ayudaba a maquetar sus materiales textuales al tiempo que los leía con detenimiento, les buscaba pegas (porque así lo habíamos fijado como norma de trabajo) y dábamos pie a jugosos debates. De todo aquello aprendí muchísimo como filólogo, como docente y como persona. Todavía hoy reconozco que esta experiencia con el profesor, el maestro, el amigo, ejerció en mí una influencia indeleble. Fue uno de los mejores momentos de mi vida. Buena testigo de esta relación, inmejorable, sin duda alguna, fue María Nieves Rosas Rodríguez (Moni), a quien agradeceré siempre el afecto y la familiaridad que tanto ella como Osvaldo me dispensaron en su noble piso de la palmense calle de Mesa y López, y en su coqueta casita de Sardina del Norte, en Gáldar.

[11] Ángel Guimerá y Jorge (SC de Tenerife, 1945 – Barcelona, 1924).

[12] En el preciso instante en el que, para solo ver amanecer y anochecer una vez, salía de un largo y silencioso encierro recorrido a través de pasajes subterráneos llenos de lecturas y escrituras, convenientemente maceradas en el intelecto, las cuales, sintetizadas en la formulación de cuatro infinitos términos clave (anonimia, legado, olvido e inmortalidad), me condujeron a la esencia de muchas respuestas a preguntas ya planteada y que, en la recta final de mis elucubraciones, terminé confluyendo en una sola y compleja expresión: «Yo, pueblo».

Imagino que en algún momento compartiré lo que ahora yace sepultado entre gavetas como parte de un testamento poético y humano más extenso que liberador; mas no es eso lo importante, no es relevante lo que yo hiciera o dejara de hacer en los últimos doce meses, sino que, en mi propósito de salir a la luz sin atravesar completamente el umbral de la cueva, vino hasta donde estoy una obra como la que nos convoca que me ha permitido proyectar de un modo alternativo el cúmulo de conclusiones que había ido cultivando hasta entonces.

En ese momento trascendente descrito, llegó la grata petición que se hermanó con otro quehacer editorial donde también he podido expandir algunos pensamientos que has leído gracias a la cantidad elevada de puntos comunes que comparten. Me refiero a la edición y epílogo del tercer tomo de La dictadura franquista en Agüimes a través de sus documentos (1966-1977) de Fernando T. Romero Romero.

[13] Labores estas que ocuparon una parte importante de sus quehaceres como funcionario del Ayuntamiento de Telde adscrito a la Concejalía de Cultural y que siguen entreteniéndole ahora, en su jubilación; y que no se han regido por otra voluntad que no fuera la de buscar y dar con una versión veraz, contrastada, científica sobre quién o qué está detrás de cada nominación de viales, procurando así desterrar el universo de interpretaciones o conclusiones vaporosas que suele arrastrar consigo los mentideros de la tradición popular.

[14] «Si se preguntara a los vecinos de una calle a qué hecho histórico, a qué lugar o a qué personaje hace referencia el nombre que aparece en su rótulo, es probable que muchos no sabrían responder. Parece que el nombre de la calle se independiza de su significado y hasta se impone a él. No son pocos los que, cuando oyen hablar de una celebridad, piensan para sus adentros: “Este señor tiene nombre de calle”. El callejero de una ciudad, sin embargo, es un libro de historia y de historias. Es el reflejo de la vida de la ciudad, antigua y moderna. De ahí que resulten tan interesantes los libros que tratan de la historia de las calles». [Luis Carandell: “El callejero, un libro de historia” en El País, 17 de enero de 1997].

[15] Prólogo compuesto para la edición que realicé de Toponimias y antroponimias de Telde. Distrito I. San Juan y San Francisco de Luis A. López Sosa. Beginbook Ediciones. Págs. 7-20. ISBN: 978-84-949371-4-9; Depósito Legal: GC 820-2018.