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Proemio a «Los cuartos y finales»

[De pie, enciende el ordenador. Mientras se carga el sistema operativo, el autor mira a través de la ventana. Ve el Puerto de Arinaga. «Punto de llegada y de salida», piensa. Se sienta. Activa el procesador de texto. De fondo, comienza a sonar una melodía.[1] Escribe]

«Para empezar, necesito, debo y quiero contarte una anécdota, una situación, una experiencia…; algo, en suma, que me ocurrió durante mis años de licenciatura universitaria (te hablo de un periodo comprendido entre 1991 y 1996). Me gustaría precisar en qué momento, pero no logro acotar ningún segmento cronológico concreto. No importa. Si en el transcurso de esta redacción logro acordarme, te lo digo, ¿vale?[2] Bueno, sigo: recuerdo que ocurrió en las horas vespertinas de un día de vacaciones estivales (¿julio?, ¿agosto?) y que el acontecimiento se produjo en una guagua que cogí en la parada situada frente a la iglesia de San Gregorio, en el barrio teldense de Los Llanos de Jaraquemada. Mi destino era el Hospital Insular.

Llevaba conmigo un libro para entretenerme durante un trayecto que me sabía de memoria y cuyo paisaje, a fuerza de verlo diariamente, ya me resultaba monótono. Cogí el volumen de mi biblioteca. Aproximadamente, hacía un par de meses que lo tenía. A pesar de su hermoso título, no le había podido prestar una atención que fuese más allá de ver la cubierta y leer el texto de la contracubierta, quizás porque estaba envuelto en los exámenes previos al periodo estival. Ese día, pues, lo cogí sin más, lo puse en la mochila, llegué a la parada, esperé por el Salcai que hacía la línea 80, subí al vehículo cuando llegó y me acomodé en un asiento de los muchos que estaban sin pasajeros. Tras arrancar y dirigirse a la siguiente parada, la que había en la desastrosa estación de guaguas de Telde, la última antes de emprender el camino ininterrumpido hasta mi destino, abrí la mochila, cogí el libro y empecé a leer.

Leí, leí más, leí mucho más, seguí leyendo, pasé páginas y páginas; leí sin apenas respirar, sin la mínima tregua para levantar la cabeza, sin cambiar de posición; leí sin tiempo, leí y seguí leyendo…

Cuando me quise dar cuenta, la guagua había llegado al final de su trayecto, en la estación de guaguas de San Telmo de la capital grancanaria. Levanté la cabeza y comprobé que se me había pasado la parada del Hospital Insular. «Mierda», dije mientras me volvía a poner delante de la puerta de la misma guagua que me había traído para que, en una suerte de retroceso absurdo, me llevase al destino previsto. La lectura me había hecho perder la noción del tiempo y el espacio. Me acordé del Quijote

Me propuse no despistarme y cumplir con el objetivo del viaje. Llegué al Hospital Insular, hice lo que no recuerdo ahora que tenía que hacer (¿visitar a algún paciente, quizás?), despaché mi tarea con desesperación y corrí ansioso para coger la primera línea 80 que me devolviese a Telde.

Durante el regreso, seguí leyendo, pasando páginas, descifrando aquel embrujado libro de bello título y cautivadoras palabras.

Me bajé en la parada del instituto José Arencibia Gil, donde cursé el Bachillerato (llamado entonces BUP) y el COU. De ahí a la casa de mis padres hay muy poca distancia. Llegué enseguida. No recuerdo qué hice después. Sé que luego me encerré en mi habitación para seguir.

Y leí, leí más, leí mucho más, seguí leyendo, pasé páginas y páginas; y leí sin apenas respirar, sin la mínima tregua para levantar la cabeza, sin cambiar de posición; y leí sin tiempo, leí y seguí leyendo

El caso es que al día siguiente continué con la lectura al tiempo que empezaba a nacer en mí cierto desasosiego, pues comprobaba que el volumen se estaba acabando y… que no, que no era justo que se terminase, que eran necesarias mil, dos mil, cinco mil páginas más; que la narración no podía concluir así, sin más. Pero, como todo en esta vida, la historia se terminó. Cerré la novela. Cerré los ojos. Suspiré. “Sublime”, musité. Y con impía pasión, con la intensidad de un desgarro en una cicatriz mal cosida, volví a releerla sobre la marcha…

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo […]».[3]

Así nació mi veneración por Cien años de soledad. Así se consolidó en los parajes intelectual y emocional que nutren mis quehaceres literarios una suerte de celibato filológico en forma de certeza: que yo no debía hacer con la novela de García Márquez otra cosa que no fuera leerla con devoción y musitar, al cabo de cada lectura, lo único que era posible decir: «sublime».

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Mediodía del 25 de mayo de 2019. Tres mil seiscientos sesenta y seis metros separan el origen del destino, mi casa. Doce minutos en coche; caminando, media hora. Sábado soleado en Santa Lucía de Tirajana. Dos horas antes, había llegado a casa de Nacho Cabrera, el origen; el origen de todo: el del breve viaje automovilístico de regreso que ahora cuento y, lo que importa más al caso que nos ocupa, el de la salida hacia el fabuloso viaje literario que me ha entretenido hasta finales de agosto y que ha supuesto el fin de la reconocida y apuntada castidad.

Allí hablamos de teatro, cómo no; y de Teatro La República, por supuesto; y de proyectos relacionados con el inminente primer cuarto de siglo de la compañía; y de iniciativas editoriales sobre textos dramáticos; y de literatura, y de libros, y de… «Lo que me gustaría es que hicieras algo con Cien años de soledad. Un actor; un texto; y que todo quepa en una maleta», me soltó sin anestesia, sin preámbulos, sin rodeos; de manera directa, clara, explícita, rectilínea. Entre dos puntos, el camino más corto es la línea recta.

En su mente rondaba algo similar a su célebre Ciudadano Yago. Yo también pensé en esta joya teatral que puso en escena Teatro La República en 2013. «Con Miguel Ángel Maciel», dijo. «Solo puede ser él», le repliqué sobre la marcha. Me miró. El envite estaba lanzado. Le devolví la mirada: al principio, con firmeza, con actitud resuelta, con ese punto de inconsciencia adolescente que no atiende a los peligros; luego, cuando se me asentó sobre la chepa el poso de la vejez y se me iluminó la magnitud de la empresa, no pude evitar una mirada delatora de susto.

Una hora más tarde, durante la despedida, le dije que sí, que lo haría, que aceptaba el reto; y que desde ya me ponía manos a la obra. Y así lo hice. En lo que me quedaba para llegar a casa, comencé de alguna manera con el encargo. ¿Cómo? Tomando algunas decisiones.

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Tras sentarme en el coche, activar el arranque y hacer las primeras maniobras para incorporarme a la vía, evoqué el momento histórico que dio pie al fragmento reproducido al principio. Cuarenta y seis metros después, como si hubiera una conexión imposible de romper, se mezcló la vivencia con una pieza instrumental a guitarra de John Norum titulada “Jillanna”. El tema aparece en su disco Another destination (1995). Yo ya había leído Cien años de soledad cuando lo escuché por primera vez, pues sentencié: «he aquí su banda sonora». Pensé en la cantidad de veces que, al oír “Jillanna”, volvía de una manera u otra a la novela; y la cantidad de veces que, manejándola, no podía evitar tararear la melodía.

Trescientos treinta y nueve metros después, volvía un nombre (Miguel Ángel Maciel) y una reminiscencia: la de su admirada y admirable figura sobre el escenario. Ciudadano Yago. Los impostores. Las cicatrices del cielo. «¿Cómo se compone una obra para un actor genial como Maciel partiendo de una obra genial como Cien años de soledad?», me pregunté.

Mil metros recorrí mientras me percataba de que la búsqueda de una respuesta me había llevado a la conclusión de que solo hay dos personajes en la novela idóneos para que los encarne el gran Maciel: el del patriarca, José Arcadio Buendía; o el de su hijo, el coronel Aureliano Buendía. Ochenta y seis metros más adelante supe, con absoluta claridad, que el marido de Úrsula Iguarán ya tenía quien le representase en el mundo real.

En los siguientes ochocientos setenta y dos metros recordé El Quijote (1605) tuneado, una edición de la primera parte de la novela cervantina (1605) que elaboré y publiqué en 2013. Al principio, el trabajo didáctico seguía los postulados propios de una adaptación escolar; pero más adelante, a medida que la historia iba desarrollándose y yo iba asumiendo más licencias para salirme de los márgenes que delimitaban mi labor, el ajuste literario fue adquiriendo cada vez más los tintes propios de una reescritura. “Reinvención” es quizás la palabra. Supongo que fue tanto el desvío realizado que me vi desbordado cuando quise hacer lo propio con la segunda parte (1615); de ahí que, intuyo, dos años más tarde, cuando adapté El lazarillo de Tormes bajo el título de Lazarillo… exprés, me censurase los permisos concedidos y el resultado fuese una adaptación escolar pura y dura, sin devaneos retóricos ni ejercicios creativos desmedidos.

En cuatrocientos noventa y nueve metros reconocí que me gustó el trabajo que hice para la novela anónima de 1554, pero que el placer de la experiencia del tuneado seguía muy presente. En medio de un parar, esperar y arrancar, pensé en Tolga Kashif y su The Queen Symphony (2002), una fascinante obra nueva creada a partir de materiales musicales ya hechos; en otras palabras: una gloriosa sinfonía en seis movimientos inspirada —importante matiz: inspirada— en la música de Queen que nada tiene que ver con el atroz, repulsivo y nauseabundo universo de mamarrachadas en forma de adaptaciones y versiones que se han hecho sobre las canciones de este grupo británico desde que murió Freddie Mercury en 1991.

Setenta y un metros después, centímetro arriba, centímetro abajo, decidí que no quería adaptar al teatro Cien años de soledad, sino componer una obra nueva a partir de la novela de Gabriel García Márquez; o sea, tomar prestado lo que había, el inimitable texto, para hacer algo distinto. Quería algo que fuera más allá del simple movimiento del mobiliario de los párrafos para que las habitaciones de las páginas mostrasen una decoración diferente. «No se trata de hacer mejor lo que es inmejorable, sino de ofrecerlo de una manera distinta; algo que permita valorar de otra manera la calidad de la luz, sus reflejos, las sombras», me dije. Eso es lo que había hecho Tolga Kashif con Queen. Yo quería hacer lo mismo con Cien años de soledad.

Trescientos metros bastaron para asumir que los veinte capítulos de la obra no podían formar parte del texto teatral; y diecinueve más para decidir que solo abordaría los siete primeros, aquellos en los que participa José Arcadio Buendía. En el fondo, debo reconocer que no fue difícil decisión. Solo tuve que suspirar y hacer que revolotease en mi conciencia uno de los pasajes de la novela más hermosos, una de las joyas más deslumbrantes que conservo en ese cofre de tesoros literarios que todos los lectores poseemos: el relato que, suelto, escindido del cuerpo principal, se ha venido reconociendo como el de “Los cuartos infinitos”.[4]

Cuatrocientos treinta y cuatro metros antes de llegar a casa, pasé por delante del IES José Zerpa, donde habito laboralmente desde 2007. Al instante, llegaron a mí autores y textos que he ido desplegando en sus aulas y, por natural expansión, en esas aulas de papel que he ido componiendo en forma de libros desde hace ya unos cuantos años y que, como tales, de una manera u otra, han formado parte de mi quehacer docente. De todos, quien llegó primero para tomar sentido en mi ejercicio introspectivo fue la Breve antología escolar de la Literatura canaria [Mercurio Editorial, 2016], quizás porque en ese momento percibí que el reto asumido me iba a permitir la posibilidad de aunar varios términos clave para mi manera de entender la literatura. En la página LIV del señalado título, al hilo del apartado dedicado a la voz “antología” y después de desarrollar los aspectos relacionados con su carácter didáctico (docere, componente objetivo) y lúdico (delectare, componente subjetivo), expuse lo siguiente:

«Hay dos grandes vocablos más que suelen desatenderse porque se ciñen a criterios que no responden a patrones estrictamente científicos, a pesar de la carga de humanismo (4ª acepción del DRAE) que encierran, son estos: homenaje y gratitud. Una antología debe ser un homenaje y un ejercicio de agradecimiento del editor a los autores que le han concedido con su talento deliciosos momentos de lectura e investigación filológica».

Homenaje. Gratitud. «Homenaje y gratitud», me dije mientras aparcaba. Qué ocasión más emocionante para decirle a Gabriel García Márquez: «gracias por Cien años de soledad y, por extensión, gracias por toda tu producción literaria; gracias por haber dedicado tu vida a crear pócimas poéticas que tanto bien me hacen». Junto a la gratitud será inevitable el homenaje, reconocí, pues mi oficio dispone que ese sea el segundo paso: compartir el agradecimiento con otros que, quizás, si vivieran la misma experiencia intelectual, podrían llegar a sentir la misma complacencia y, en consecuencia, similares deseos de expresar su particular reconocimiento.

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Ciento tres días después, terminé el encargo: seis movimientos inspirados —importante matiz: inspirados— en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Seis piezas que agrupo bajo el título Los cuartos.

Tras el cierre de la labor, surge lo inevitable: comprobar cómo se agolpan las preguntas. La primera es inevitable: y ahora, ¿qué? A esta, le siguen otras: ¿gustará lo realizado?, ¿habrá alguna oportunidad de que se conozca lo hecho para que se pueda juzgar?; en quienes no hayan leído el clásico de la literatura o no lo conozcan, ¿contribuirá de alguna manera lo compuesto a forjar en el ánimo de estos el deseo de leer o de conocer la obra? Si esta voluntad se satisficiera, ¿es muy descabellado plantear que en esos destinatarios podría gestarse el mismo impulso de gratitud y homenaje que antes se expuso?

Más preguntas inundan la supuesta calma que debería haber tras el fin del quehacer: por un lado, si entenderán la obra quienes no conozcan los siete primeros capítulos de la novela; por el otro, si quienes los conozcan la entenderán.[5] ¿Les será grato el acceso a una reescritura asentada sobre un texto al que se le reconoce la divinidad como cualidad esencial? ¿Valorarán de manera positiva el resultado o concluirán que, para el resultado obtenido, mejor no haber hecho nada? ¿Se verán impelidos a pedirme, con cierto aire juanramoniano, tras leer o escuchar cualquiera de los movimientos (aunque nada pueda hacer para satisfacer el deseo), que no la toque ya más, «que así es la rosa»?

Tras la relectura previa a los borradores y los borradores previos a escritura, descubrí que Prudencio Aguilar y Remedios Moscote atesoraban, de cara a la configuración de los personajes y los hechos narrados de los siete primeros capítulos de la novela, una valía singular. ¿Compartirán conmigo esta percepción quienes conozcan la obra? ¿Coincidirán conmigo en la visión que, a mi juicio, debería tener José Arcadio Buendía sobre su nieto Arcadio? ¿Considerarán adecuada la referencia constante a Úrsula y su ubicación específica en el monólogo del tercer cuarto? ¿Se entenderá que el cuarto se dedique a la estirpe de sangre? ¿Percibirán estos lectores u oyentes, conocedores de los siete primeros capítulos, el trasfondo de la expresión «Isla Macondo, a la deriva oceánica de la gran naranja planetaria»?

Preguntas y más preguntas que, como agentes de bolsa, pujan por sus respuestas en el gran parqué donde cotizan las incomprensiones y aceptaciones, los desacuerdos y las adhesiones, los grandes temores y, por supuestísimo, las grandes esperanzas. Preguntas y más preguntas que, conviene reconocerlo ya, jamás podrán superar a la más importante de todas para mí en este momento, la más relevante, la más trascendente, la única que centra todas mis atenciones: Nacho, maestro, hermano, ¿ves cumplidas con esto que te ofrezco tus expectativas?

[Confiando en que así sea, el autor guarda el documento redactado. Una pregunta fugaz e inesperada recorre su conciencia: «¿Pensarán los lectores que conduzco sin prestar atención a la carretera?». Cierra el procesador de textos. Apaga el ordenador y el aparato de música. Se levanta. Vuelve a mirar el Puerto de Arinaga. «Punto de salida y de llegada», piensa. Se acerca a la biblioteca. Coge un libro. Lo abre por la página marcada. Lee]

Sentada en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se sangró las espinillas, se cortó el labio superior tratando de modelarse un bigote de pelusas rubias, y después de todo quedó igual que antes, pero el laborioso proceso le dejó a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado a envejecer.

—Estás idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad —dijo—. Ya eres un hombre. […]

Los cuartos y los finales


[1]. Voices de Vangelis.

[2]. Gracias a este proemio, he llegado a la conclusión de que lo ocurrido tuvo que suceder antes de 1995. Más adelante cuento por qué.

[3]. Comienzo del preliminar que compuse para la edición que realicé de Caleidoscopio de Julio Pérez Tejera, publicada en la colección Biblioteca Canaria de Lecturas de Mercurio Editorial en 2014.

[4]. Es el segundo fragmento que aparece en la Intro de Los cuartos. Siempre que lo leo (reconozco que no puedo evitarlo), recibo la misma carga de placer, asombro, admiración… de catarsis, en suma, que me produce la lectura de la mención al «drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo piso» que cuenta García Márquez en su maravilloso artículo «Como ánimas en pena», publicado en el periódico El País el 12 de mayo de 1981. Es tan bella la síntesis que hace de la tragedia del suicida que, por lo que sé hasta ahora, nadie se ha preocupado por saber en qué cuento aparece ni quién es el autor de esta historia que, según afirma en el artículo, fue uno de los que alborotaron a fondo la fiebre literaria de su juventud.

[5]. Y más, muchas más: para apreciar, ¿es necesario entender? ¿Qué es entender una obra? ¿El desconocimiento de las claves de una obra inhibe siempre la consecución del placer? ¿Siempre o solo a veces, o de tanto en tanto, o solo los jueves…?