1. LOS PREJUICIOS. ORBITANDO LA EXPERIENCIA
1.1. SIN LIBRO: ELUCUBRACIONES Y EXPECTATIVAS | Suculenta, cuanto menos, es la controversia que ha podido suscitar la publicación de la reconocida como última novedad literaria (que no necesariamente editorial) de Gabriel García Márquez: En agosto nos vemos. Digo «última novedad literaria» porque los hijos del escritor han declarado que «ya no hay ninguna novela misteriosa» escondida en el Harry Ransom Center de la Universidad de Austin (Texas), donde se custodia el archivo del escritor, ni en otro lugar ajeno a la citada institución académica: «no hay más libros porque no hay más libros no terminados, este es el último sobreviviente», señaló el primogénito del novelista, Rodrigo, en la presentación de la obra el pasado 5 de marzo en el Instituto Cervantes. Y digo «no necesariamente editorial» porque intuyo que todavía querrán sacar quienes pueden hacerlo cuanto tengan a mano del colombiano (reediciones, estudios críticos, facsímiles, recopilatorios, etc.) durante muchos años más. Y digo lo de «suculenta controversia» porque el genio de genios ha logrado situar de un modo involuntario su póstuma en el punto donde el debate que suscita su aparición es casi tan apetecible como el objeto conflictivo, o sea, el título; al menos, dentro del ámbito en el que se desenvuelven los deseos y los intereses (publicar, destruir, compartir, silenciar, mercadear, homenajear…), así, en plural, pues son varios —enfrentados, contingentes y transversales— e implican, de un modo u otro, tanto al creador como a cuantos orbitan a su alrededor: deudos, entorno editorial, lectores, críticos, etc.
Llegada la noticia del libro, los prejuicios configuran la discusión. Lo que a unos enfada (señalando sin titubeos a los hijos del autor y al sello —«codiciosos» los llaman—) a otros alegra (algo nuevo de Gabo es siempre un maravilloso regalo); algunos temen que la obra socave el prestigio del autor y no pocos, entre los que me encuentro, tenemos claro que lo de menos en este caso es considerar si la novela es o no una obra de arte, una pieza literaria admirable, una composición digna de encomio, un vigoroso producto merecedor de formar parte de nuestras más bellas prosas hispanas. Todo esto es lo de menos, repito, puesto que Gabo, en este punto de su trayectoria existencial y literaria, tiene ya poco que demostrar porque la obra que en vida se conoció y reconoció, convertida en ambrosía de lectores, críticos, editores y que fue admirada con sinceridad por quienes nada tenían que ver con las letras, lo han situado al otro lado del límite que separa la efimeridad de la inmortalidad. Convendremos que ahora mismo el único modo de aniquilar lo que es y lo que representa Gabriel García Márquez para la literatura universal sería la demostración de que no es el autor de Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975) o El amor en tiempos del cólera (1985). Por debajo de esta línea de flotación, creo con firmeza que la figura del cataquero es insumergible.
Lo interesante del debate que ha suscitado la publicación es toda la novelería —nunca mejor dicho— que ha generado y que envuelve a una obra que, en principio, es una ficción y que, como tal, debería justificarse por sí misma, sin que detrás haya parafernalia alguna que despiste el propósito principal de todo texto narrativo: entretener y permitir a quien lo degusta que localice en su intelecto palancas que, activadas, le faciliten la ampliación de las perspectivas que atesora de su relación con el mundo. De ahí que el ramal de la controversia, que se fundamenta sobre los legados literarios y las posibles contradicciones con las instrucciones premortem del autor, se me antoje un tanto peregrino. Determinar si, lúcido o confundido, dio o no permiso nuestro autor para la publicación de la novela no deja de ser una muestra de blablablá que, como tal, no conduce a ningún lugar que merezca la pena porque bordea lo que importa en este caso: la obra literaria.
Con lo divulgado hasta ahora en los medios sobre la póstuma y con lo que sé acerca de la cuestión (o creo saber), me atrevo a plantear una primera observación que —lo asumo— no traspasará el ámbito de la especulación: si la condición sine qua non para que Gabo conservara los borradores de un proyecto editorial y no los eliminara (como afirman sus herederos que hacía con los quehaceres torcidos) era su esperanza de que progresaran y culminaran en una obra meritoria, no habiendo maltratado ni mandando a reducir a cenizas En agosto nos vemos, es lógico suponer que algo de esperanza o benevolencia hacia el producto sentía. La no destrucción de ninguna de las cinco versiones que había del texto, fechadas entre junio y julio de 2004, ni sus copias, ni el material digital, ¿no es una señal de que, quizás, aún esperaba algo de ella? Es cierto que las datas son lejanas, que 2004 se fundió con Memoria de mis putas tristes, la última ficción larga que vio publicada en vida, y que de ahí hasta que la nube negra se depositó en su macondiano cielo estuvo entretenido en otros menesteres; y que así fue hasta que se debió quedar sin los avales del tiempo y de la capacidad para finiquitar la empresa: en 2012 tenía dificultades para trabajar porque su pérdida de memoria era severa; en 2014, el 17 de abril, falleció.
Lo que el padre dijo sobre la novela nos ha sido revelado de tal modo por sus hijos que, con intención o sin ella, han abierto una puerta a la controversia. Si hubieran afirmado que el autor quería que se publicara la obra quedara como quedara, todos habrían aceptado sin cuestionar el producto mercantil y asumirían sin rechistar el resultado del ejercicio literario como ese último gran regalo que Gabo quería dar a sus lectores; pero no fue eso lo que dijeron en el prólogo (del que hablaré más adelante) ni en la referida presentación. Introdujeron el matiz de la pérdida de memoria del autor para sostener que no estaba en condiciones de decidir si la obra merecía o no la pena que se publicara, ni tan siquiera para tomar la decisión de que se destruyera. Esta declaración tan honesta como osada —que se podían haber ahorrado para no alimentar la sospecha de que querían ganar dinero a costa de su padre porque este había declarado que el «libro no sirve, hay que destruirlo»—; esta, llamémosla, temeraria confesión, es el punto de arranque para hacernos una idea de la magnitud del envite.
Leyendo a vuelapluma lo que la prensa recoge, uno piensa con extrañeza y cierta incomodidad en la palabra “deslealtad” hacia el progenitor («acto de traición» es la expresión que utilizan sus hijos en el prólogo). Digo “extrañeza” e “incomodidad” porque algo parece no encajar en la situación expuesta. Me explico: traduzco en interés lucrativo de los descendientes el que Netflix financie una serie basada en Cien años de soledad (que, dicho sea de paso, nulo interés me suscita, como todos los productos audiovisuales de ficción del escritor colombiano), pero “algo” —entrecomillo el pálpito—, “algo” me dice que no he de ser tan severo con este movimiento de los hermanos García Barcha para sacar lo ultimísimo de su padre. ¿Quizás haya influido el hecho de que conocemos el que será primer capítulo del libro desde el 18 de marzo de 1999, cuando en la clausura del foro de la Sociedad General de Autores (SGAE) sobre “La fuerza de la creación iberoamericana” lo leyó ante un auditorio entregado y «con el aliento contenido», según cuenta Rosa Mora en su crónica de El País del día siguiente? ¿Quizás algo tenga que ver que supiéramos del tercer capítulo de la novela el 25 de mayo de 2003, cuando el referido periódico lo publicó anunciándolo como uno de los seis cuentos que formaría parte de la obra en la que estaba trabajando y lo reprodujo bajo el título “La noche del eclipse”?
En suma, que En agostos nos vemos comenzó a caminar hace tiempo y, lo que es más relevante para el caso, ya eran públicos muchos detalles del proyecto: los adelantados dos capítulos de los seis que compone la versión final de la novela representan, a tenor del número de páginas del tomo, el 31% de la materia; en otras palabras, en 2003 (hace más de dos décadas), aproximadamente un tercio de la iniciativa ya estaba compuesto, aunque en el fondo sabemos o intuimos que no es así y que el porcentaje debía ser mucho mayor, lo suficiente al menos como para que el escritor se atreviera a mostrar algo que consideraba, si no hecho, sí casi acabado. Nada ni nadie le obligaba a ofrecer lo compartido. Lo hizo por iniciativa propia.
La situación de la póstuma me ha hecho pensar y repensar en la que en su momento se dio con Alabardas de José Saramago (2014), obra en la que estuvo trabajando su autor hasta casi el último aliento —el mismo que a todos nos congeló un caluroso 18 de junio de 2010—, aunque desde octubre de 2009 no pudiera dedicarse a la escritura en sentido estricto. Hasta casi finales de febrero de ese año consta que seguía con el proyecto editorial; no en vano, por esas fechas se decantó por el título final —Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas—, desechando de este modo el que hasta ese momento parecía tener la preeminencia: Producciones Belona, S.A. El tiempo transcurrido entre la muerte del portugués y la publicación de su obra póstuma es, dentro de lo que cabe, breve; probablemente, porque la materia novelesca —bastante sólida a tenor de su planificación e incipiente desarrollo— venía condicionada por un interés superior al literario: movilizar la conciencia de los lectores ante el uso de las armas y la gran paradoja que las envuelve cuando se utilizan en nombre de la paz o cuando trabajan en su construcción individuos que, por su manera de ser y de actuar, prefiguran el calificativo de intachables, como ocurría con Artur Paz Semedo, el protagonista. El escaso margen entre la desembocadura del autor y la luz del incompleto libro no han impedido admirar la muestra de lo que hubiera sido el título de haber dispuesto Saramago de algo más de tiempo y de mejores condiciones.
Reconozco que la consideración de Alabardas me preparó de algún modo para esperar lo que diera de sí En agosto nos vemos. La obra del portugués está inacabada, pero eso no me ha impedido considerarla un producto literario de primera. Es un ejemplo más de lo que la experiencia lectora me va demostrando con el paso de los años: cuanto más se acrecienta esta y más me entierro entre lecturas, más me percato de lo poco que en el fondo me importan los finales de las obras de ficción. Solo me interesa el trayecto, el camino, el instante que sigue a la reanudación del viaje por las páginas, el destello que el mensaje provoca en el intelecto. Y creo que esa es la actitud con la que deberíamos enfrentarnos a la última de Gabo. Se leerá porque echamos de menos al genio de genios, a quien hemos releído tantas veces que, sin duda, en no pocas ocasiones nos habremos encontrado con la necesidad de resolver si algún fragmento que hemos adherido a nuestro intelecto con absoluta naturalidad es una perla del maestro o, por el contrario, una tan luminosa como fugaz y efímera muestra de brillantez particular; y le perdonaremos lo que haya que perdonarle, si es que estamos en condiciones de perdonarle algo, que esa es otra. Memoria de mis putas tristes (2004) es un planeta al lado de estrellas como Crónica de una muerte anunciada (1981) o El coronel no tiene quien le escriba (1961), pero la novela fue recibida en su momento con el cariño y la complacencia de quienes solo tenemos palabras de gratitud hacia el colombiano. ¿Alguien duda de que, al margen de las polémicas que apetezcan plantear, se hará lo mismo con su póstuma?
1.2. CON LIBRO: JALANDO DE HILOS | Y en esto que llega a nuestras manos uno de los 250 mil ejemplares que afirma Penguin Random House que tirará de la novela; y, con ello, se siente la proximidad del juicio, ese hallarse delante del texto nuevo procurando que la piedra que portamos como bagaje de lecturas y conocimientos estilísticos del autor no nos condicione. Por eso, no conviene entrar de lleno en el fortín de las musas; hay que circundar la ciudadela para ver qué prejuicios se consolidan y cuáles se diluyen; y por eso, además, lo mejor es cabalgar de entrada sobre el paratexto de la novela, que para esta ocasión he circunscrito a la cubierta/forro; el prólogo, que firman los hijos del autor, Rodrigo y Gonzalo; y una nota del responsable de la edición, Cristóbal Pera.
1.2.1. Hilo primero: la cubierta. / «Premio Nobel de Literatura». Ahí, el primer fogonazo. No lo es la hermosa imagen de David de las Heras que envuelve el objeto con exquisita delicadeza cromática; tanta, que no hay papel de regalo que supere en belleza lo hecho por el ilustrador bilbaíno. Repito: no es el precioso cuadro lo que orienta mis atenciones, sino la mención al premio. «¿Hace falta?», me pregunto. Reviso las ediciones que tengo en casa (las obras completas del autor por duplicado, y algunos títulos repetidos en varias versiones), avaladoras de mi gabofilia —¿o debería decir gabolatría?—, y en ningún tomo veo la anotación, no ya en la cubierta, sino incluso en la portada. ¿Por qué? ¿Qué lectores desconocen que el colombiano obtuvo este reconocimiento en 1982, con 55 años? Por las características del personaje y su deambular siempre en el centro de atención de los marcos literarios, periodísticos y políticos (más bien ideológicos), el galardón supuso de algún modo el convertirlo en paradigma de la categoría: es al de Literatura lo que al de Física Marie Curie y Albert Einstein. Su nobel me recuerda siempre al comienzo del Quijote: puede que nunca hayas leído la novela cervantina, pero todo el mundo (o una buena porción de seres humanos anteriores a la Generación Alfa y, si me apuran mucho, incluso a la Generación Z) sabe de dónde procede el célebre «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…». Con Gabo asumo una analogía más o menos idéntica: saber que recibió el premio de la Academia Sueca está al mismo nivel que estar al tanto de que es el autor de Cien años de soledad.
Mas ¿es en realidad tan notorio lo que estoy afirmando como obvio? ¿No puedo estar incurriendo en una inadmisible desatención hacia un nuevo colectivo de lectores desconocedor de la obra del colombiano y, en consecuencia, liberado de la imagen icónica de Gabo y del recuerdo de sus múltiples e intensos vaivenes en forma de textos de las más variadas naturalezas (discursos, entrevistas, artículos, noticias…) que, reproducidos en un sinfín de medios de comunicación durante décadas, fueron componiendo la figura del escritor hasta su fallecimiento? ¿A ellos se dirige la mención explícita del premio en un sitio tan destacado del volumen, como es la cubierta y la portada? En Gabo y Mercedes: una despedida (2021), compuesto por el primogénito, se aborda una escena que sucede en uno de los principales hospitales universitarios del país donde está ingresado su padre, ya muy enfermo:
«Temprano en la primera mañana aparece un médico con una docena de internos. Se agrupan al pie de la cama y escuchan mientras el médico revisa la condición y el tratamiento del paciente; y es evidente para mi hermano que los jóvenes médicos no tenían idea de quién es la habitación a la que acaban de entrar».
¿Ana Magdalena Bach? En la contracubierta del forro se lee: «Cada mes de agosto, Ana Magdalena Bach toma el transbordador…». ¿Se llama la que parece ser la protagonista de la novela igual que la que fuera última esposa de Johann Sebastian Bach (1685-1750)? Ese es el segundo fogonazo. Los que hemos acompañado al colombiano durante mucho tiempo sabemos de su inmenso amor a la música; de ahí que sea inevitable plantear la existencia de una intención oculta en esta nominación. Una visita sucinta a Wikipedia y de la que fuera una existencia llena de luces al principio y sombras al final, una vida que se apagó antes de llegar a los sesenta años, extraigo un párrafo que, entre todos, ha pujado con éxito por captar mi atención, pues consolida su significación en la condición de mujer de la biografiada en una etapa como fue la primera mitad del siglo XVIII y junto a uno de los compositores más conocidos y venerados de todos los tiempos:
«El matrimonio Bach fue uno de los pocos en los cuales ambos cónyuges, marido y mujer, trabajaban en lo que les gustaba y para lo cual estaban dotados, cobraban su propio sueldo y eran reconocidos por lo que valían. Magdalena ayudó regularmente al compositor a transcribir su música».
El nombre del personaje, pues, no puede dejarnos indiferentes porque arrastra consigo una connotación ineludible; una imagen que es muy específica, muy concreta, muy dirigida hacia un punto desde el que podríamos trazar analogías entre ambas que ayuden a entender la manera de actuar de la protagonista.
1.2.2. Hilo segundo: el prólogo. / Las 357 palabras que componen el prólogo son prodigiosas, y no porque al conjunto lo envuelvan excelencias lingüísticas y poéticas que conmueven el ánimo, sino porque logra erigirse en el sustento para alcanzar el sentido último de la publicación: gracias al preliminar se entiende el porqué de la aparición de la novela; y también la razón de ser de la nota del editor, que además actúa como complemento perfecto a lo señalado en el referido prefacio por los hermanos García Barcha. Ellos, con su “autoinculpación” (ese ya señalado «acto de traición» que declaran haber cometido), asumen el enfoque doméstico del problema y, anteponiendo —así lo exponen— «el placer de sus lectores a todas las demás consideraciones», cargan a sus espaldas las consecuencias del producto: convertirse en el epicentro de posibles ataques hacia su ética o respeto a la voluntad última de su padre cuando reconocen con explicitud cuál había sido «la sentencia final de Gabo: “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”».
La «frustración desesperante» en la que vivía el escritor por culpa de sus problemas de memoria («es a la vez mi materia prima y mi herramienta. Sin ella, no hay nada», afirmaba), que se traducía en inmensas dificultades para escribir y leer, pudo empujarle a dictar una sentencia (la eliminación de la novela) que sus vástagos relativizaron en la consideración de que las incapacidades lectoescritora y memorística paternas traían consigo otra muy relevante para que adquiriera el fundamento debido la condena: la imposibilidad de juzgar la calidad de un libro, como vino a señalar Rodrigo en la ya mentada presentación del 5 de marzo en el Instituto Cervantes; y con ello, como dicen los prologuistas, el «no darse cuenta de lo bien que estaba, a pesar de sus imperfecciones» la obra. El «desvanecimiento de sus facultades mentales», como señalan los hijos, frenó el avance del libro y, por fortuna, de alguna manera, el adverso final que le esperaba. Menos mal que la enorme inversión de horas y energías que fraguaron en un título acabado, aunque no pulido, no se desbarataron con la obediencia filial, a pesar de que ello implicara depositarlo sine die en los “sarcófagos” 1 y 2 del autor, custodiados por la citada universidad austinesa, «con la esperanza que el tiempo decidiera qué hacer con él», como se lee en el prólogo.
Esa decisión “del tiempo” adquirió las formas de una efeméride: el décimo aniversario de su óbito, que se celebrará el próximo 17 de abril (aunque el libro se haya presentado el día de su 97º cumpleaños); una fecha redonda que, la verdad, yo no hubiese ocupado con esta publicación —sobre todo tratándose de lo ultimísimo de Gabo—, pues en 2027, o sea, dentro de tres años, el planeta entero brincará con el primer centenario de su nacimiento. Desconozco el porqué de sacar ahora la novela y no esperar a la anunciada fiesta del primer siglo; mas no puedo evitar pensar que estamos ante razones que van más allá de las cualidades positivas del texto y el tratamiento de temas actuales, y de los «muchísimos y muy disfrutables méritos» que apuntan los mentados Rodrigo y Gonzalo, de 64 y 60 años, respectivamente.
Pienso en Mercedes Barcha Pardo, la madre de los prologuistas, la mujer de Gabo, que murió en 2020 y que ahora, con la distancia y ante los hechos, la percibo como la única autoridad del círculo privado que representaba el hogar que quizás se hubiese negado tajantemente a que viera la luz la novela; no en vano, Gonzalo declaró, en la presentación del 5 de marzo, que la ausencia de su madre «fue sin duda un factor en retomar la idea de publicarlo». Quizás se trate de la misma influencia que movió al primogénito a no sacar a la luz su Gabo y Mercedes… hasta que La Madre Santa, como la conocían en casa, no acabara sus días; y con su fin, además, como si de un seísmo se tratara, llegara el de toda una generación próxima, cercana, afín, compuesta por amigos y familiares de García Márquez que compartieron con él experiencias vitales y literarias.
1.2.3. Hilo tercero: el editor. / El contrapeso a la afabilidad y cercanía del prólogo lo representa el rigor de la nota del editor, Cristóbal Pera. Las suyas son páginas periciales que ayudan a entender el proceso seguido hasta llegar a la novela; un camino que la mayoría de las veces, por desconocimiento y/o desatención, no se tiene en cuenta a la hora de enjuiciar una obra o valorar cuanto hay detrás de una intervención de esta naturaleza. El laborioso y apasionante trabajo que ha realizado solo ha sido posible gracias al «descubrimos que el texto tenía muchísimos y muy disfrutables méritos» y el «decidimos anteponer el placer de sus lectores», que anotan los hijos de Gabo en el prólogo. A partir de ahí, como señala el referente de este tercer hilo de prejuicios, se fijó ese «pacto de confianza basado en el respeto» que han de mantener autor y editor.
Coincido al cien por cien con las dos afirmaciones que Cristóbal Pera encierra en la siguiente declaración: «el trabajo de un editor no consiste en cambiar un libro, sino en hacerlo más fuerte con lo que ya está en la página, y esa ha sido la esencia de mi trabajo editorial». Efectivamente, su impecable intervención en la obra ha contribuido a darle una consistencia al conjunto que, por ejemplo, no detecté en las dispersas muestras de 1999 y 2003 referidas con anterioridad. Esto, por un lado; y, por el otro, no puedo estar más de acuerdo con él en que la tarea de un editor no es que el libro que maneja se amolde a su voluntad e intereses estéticos e ideológicos, sino que las virtudes que la obra atesora como documento lingüístico se incrementen y, con ello, que aumenten las posibilidades de cautivar a más y mejores lectores durante mucho tiempo. Erigido en ese superlector que apunta Claudio Guillén en su Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada (1985) y no en un simple corrector, mecanógrafo ni empaquetador de hojas cosidas por un lado —como se observa que se hace en muchos sellos—, un editor que asume su función con plenitud se convierte de este modo en una suerte de arquitecto donde los pesos y contrapesos de un texto han de estar bien aderezados para evitar el derrumbe final. ¡Cuántos libros se han perdido por malas ediciones!
Su labor de «restaurador ante el lienzo de un gran maestro», como expone, proyecta la imaginación hacia un conjunto de decisiones trascendentales para que el escrito final llegue adonde se considera que ha de hacerlo antes de que se multiplique y no haya rincón del planeta donde no se deposite un ejemplar. Pienso en el compromiso ético y estético ante el producto y ante lo que significa el noble oficio de editar libros: estar horas, días, semanas, meses… indagando en el corazón de ese organismo lingüístico y fijándonos en cómo sus válvulas permiten adentrarnos en las cavidades estéticas de los escritores (¡qué hermosa ocupación!). Y pienso también en las versiones en distintas fases de terminación que manejó y, sobre todo, en esa quinta fechada el 5 de julio de 2004, la del «Gran OK final…», que fue la que debió empujar a Gabo a concluir que debía dejar reposar la obra, como le indicó a su secretaria, Mónica Alonso. Pienso en ella, por supuesto, vinculada con el escritor desde principios de mayo de 2003, porque en mi fantasía concibo el fichero digital que elaboró y custodió; y en el que, junto con la señalada versión cinco, «convivían fragmentos de otras opciones o escenas que el autor había considerado anteriormente», como refleja Cristóbal en su nota.
Qué pacto con la fidelidad; qué lealtad de copista, la suya. Al pensar y recrearme en lo apuntado, vuelvo con lejana felicidad sobre los pasos de uno de mis más preciados manuales filológicos: el de crítica textual de Alberto Blecua. Inmerso en esta alegría, la ficción puja por hipótesis inverosímiles: ¿y si en alguna ida se hubiera dicho para sus adentros: «el señor se confunde, no ha querido decir X, sino Y», y quisiese enmendar el supuesto despiste del escritor haciendo ella misma la persuasiva corrección que su entendimiento le dictaba? ¿Y si en medio de esa «mejor manera de ocupar sus días en el estudio haciendo lo que más les gustaba hacer: proponiendo un adjetivo aquí o un detalle que podía cambiar allá», que anota el editor, concluyera la mujer que las tinieblas del cataquero requerían, para que se disiparan, de una intervención más decidida por su parte a la hora de convertir en definitivo cuanto recogía por escrito? No digo que esto haya ocurrido; no, no y no, pero qué apasionante, qué excitante, qué grata tensión subyace en la sola idea de que los hechos se hubieran producido así y que el editor se hubiera enfrentado a una versión que, atribuida en su totalidad al escritor, sutilmente tuviera entre líneas diferentes intervenciones de la secretaria sobre las que jamás estuvo al corriente el propio García Márquez. Es todo fantasía, lo admito, no dudo de las palabras que le dedica Cristóbal Pera («La fidelidad y compromiso de Mónica Alonso con el escritor han sido esenciales para que el texto llegara a nuestras manos»), mas cómo no permitirme estos desvíos en este bloque de prejuicios que así, de esta manera, en este instante, remato.
2. UN JUICIO. EXPERIENCIA CULMINADA
Nada de lo apuntado hasta ahora tiene validez si no se contrasta con la obra literaria, que es lo relevante de la experiencia intelectual que conlleva toda acción lectora. Lo que importa siempre es el texto y cuánto nos amarra a él, aunque sepamos que hay una suerte de complicidad que, llegado el caso —y siempre que sea necesario para nuestra particular paz emocional—, nos permitirá ser magnánimos.
En verano nos vemos es una novela breve. Muy breve. Dieciocho mil doscientas palabras. Para hacernos una idea: Crónica de una muerte anunciada tiene 28 mil voces; Cien años de soledad, 138 mil. En este reducido espacio se distribuye en seis capítulos la materia narrativa. En 1999, la citada Rosa Mora, al poco de la lectura del que se consideraba entonces como primer relato, titulado igual que la obra que nos ocupa, afirmó:
«En agosto nos vemos formará parte de un libro que incluirá otras tres novelas de 150 páginas, que Gabo tiene ya prácticamente escritas, y es probable que incluya una cuarta, porque, según explica, se le ha ocurrido una idea que le atrae. El común denominador del libro es que tratará de historias de amor de gente mayor».
El resultado es que las novelas breves o cuentos largos que debían componer este proyecto editorial se convirtieron en capítulos. No sé si la intervención del editor en las distintas fases de desarrollo de esta libresca empresa ha tenido algo que ver con la conversión en episodios de lo que se había proclamado que eran relatos. Si así fuera, el acierto es absoluto.
Una mujer de 46 años, criada en un excelente ambiente académico, con más de un cuarto de siglo de casada con el admirable por sus cualidades personales y profesionales director del Conservatorio Provincial, con dos hijos (un destacado músico de orquesta a pesar de su juventud y una chica que, al margen de su manera de conducirse en el día a día, desea ser monja de clausura) y, en apariencia, feliz con la vida que tiene, Ana Magdalena Bach, decide introducir en la rutina de todos los 16 de agosto (cuando, para poner flores en la tumba de su madre, viaja a una isla caribeña donde se combinan la miseria con la pujanza del turismo) una variación que supondrá un punto de inflexión en su existencia: mantener una relación sexual con un desconocido. A partir de aquí, en la novela, que se sustenta sobre una estructura repetitiva (viaje > taxi > hotel > flores > cementerio > hotel > “brecha con el pasado” > regreso > consecuencias domésticas), como si fuera un canon musical, se van introduciendo las variaciones que conllevan los encuentros masculinos, los guiños poéticos y conceptuales en torno a la idea de una mujer que, en su climaterio, se pregunta por su vida con sus actos y sus deseos.
Me han llamado la atención las numerosas referencias literarias explícitas que representan lecturas de la protagonista en distintos momentos de la novela porque avivan el interés por hallar en ellas mensajes encubiertos del autor que el narrador disfruta dejando caer como si nada (pregunto: ¿acaso no es más divertido leer así?). Veamos: cuando llega para los lectores por primera vez a la isla, Ana está leyendo Drácula (1897), de Bram Stoker, el muerto que revive con la sangre (la vida) que le suministran otros (¿insinuación de la “nueva sangre” que necesita Ana para volver a vivir con plenitud?); en casa, tras la primera aventura, la vuelta compulsiva al tabaco y su desproporcionada reacción a la confesión del diu quinceañero de su hija, no logra avanzar con un clásico de la literatura hispanoamericana como es la Antología de la literatura fantástica (1940), de Jorge Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (rota la ficción del hogar, ¿solo queda la cruda realidad?); en el tercer capítulo, tras gastar en una propina los humillantes veinte euros «de carne y hueso» que había conservado tras el primer amante, quien la confundió con una prostituta, está leyendo El día de los trífidos de John Wyndham (1951), una novela postapocalíptica, según leo en Wikipedia, que habla de una forma de vida (los trífidos) que está entre el mundo vegetal y el animal (¿así se siente nuestra protagonista en ese momento?).
En el noveno regreso a la isla, tiene entre manos Crónicas marcianas de Ray Bradbury (1950) y conecto el libro, que centra sus relatos en la colonización de Marte, con los asedios de Aquiles Coronado hacia la protagonista desde que ella tenía quince años sin que hubieran prosperado en lo carnal y se acabaran sujetando a una suerte de familiaridad como la que concedía, por ejemplo, el que fuera padrino de su hija («Entre compadres es pecado mortal», le dijo ella logrando que él se enfureciera con la respuesta); y en el momento estelar de la novela, cuando Ana y su marido están inmersos en las cotidianeidades previas al apagado de luces para dormir (ella, leyendo literatura; él, las partituras de Così fan tutte de Mozart —que habla de infidelidades femeninas—), la protagonista ha terminado de leer El ministerio del miedo de Graham Greene (1943), que empezó en su última instancia en la isla y que tiene como tema el arrepentimiento del personaje principal y los conflictos que genera este sentimiento:
«Rowe se movía como un trozo de piedra entre las piedras: estaba protegido por un camuflaje, y a veces sentía, rompiendo la superficie de su remordimiento, cierto orgullo maligno semejante al que podría sentir un leopardo que se mueve en armonía con todos los otros lunares de la superficie del mundo, aunque con mayor poder. No había sido un criminal al matar; fue después cuando empezó a crecer en él la criminalidad como un hábito del pensamiento».
¿No pudo ser el recuerdo de un fragmento de la novela del británico como el reproducido el catalizador para que se diera la trascendental escena en el dormitorio matrimonial? En otro regreso a la isla, posterior a la conversada nocturna con el marido en el que le reconoció que se estaba sintiendo morir por dentro con la confirmación de que él le fue infiel con la primera violín de la orquesta de Pekín y le dijo que todos los hombres son iguales —«una mierda»—, leía Diario del año de la peste de Daniel Defoe (1722).
Hay otras referencias bibliográficas (El lazarillo de Tormes, El viejo y el mar de Ernest Hemingway y El extranjero de Albert Camus) cuya mención, a mi juicio, solo obedece al propósito del narrador de dar cuenta de algunas de las novelas cortas que leyó la protagonista durante una etapa de su vida. Ahora mismo, no le veo mucho sentido ahondar más en lo que, tal y como yo lo veo, no es más que un listado de títulos que le gustaban al autor y que consideró oportuno hacérselos llegar al narrador para que los situara en el contexto de las aficiones lectoras de Ana Magdalena. Poco más.
La música, como los libros, también está muy presente en la novela; y como ocurre con los títulos de ficción que se citan, tiene una manera muy particular de referenciarse: por un lado, está la música clásica pura, sin alterar, que no “suena”, salvo en la cabeza del marido de Ana, que ha decidido “escucharla” a través de la lectura de las partituras —él se halla inmerso en el proceso de composición de un manual «para un modo nuevo y más humano de escuchar la música, y un corazón distinto para interpretarla»—; y en la segunda tentativa, cuando ya se retiraba a la habitación tras cenar y vio a una pareja bailar el “Vals del Emperador” de Johann Strauss II. Fuera de ahí, asociamos el género a la mención curricular del padre, marido e hijo de la protagonista.
Por otro lado, está la música latina, casi siempre caribeña, en la que destaca en el primer y último capítulo el “Claro de luna” de Debussy en versión bolero, lo que es significativo porque supone un cambio de estilo afín al que hace la protagonista cuando va a la isla a ponerle flores a su madre: en el primer capítulo, romperá la rutina de lo que era su vida hasta ese momento; en el último, hará lo propio con el hábito de “romper la rutina” anualmente. Junto a esta música popular, aparecen los arreglos de piezas de Béla Bartók y Aaron Copland, o sea, temas que nunca se interpretaron tal y como fueron compuestos originalmente —una analogía con las diferentes “versiones” de la Ana que llega a la isla cada año—; y algunos nombres propios, además de los citados, como Fausto Papetti o Celia Cruz, presentada como «la gran cantante cubana» en el hotel de cabañas rústicas en un bosque de almendros donde afirma la voz narrativa que se aloja en el cuarto capítulo. La mención a «un álbum de Van Morrison» cuando Micaela, la hija de Ana, va a ingresar en las Carmelitas Descalzas creo que es el único hilo del que poder tirar para concretar un poco el tiempo histórico de la novela: como el primer álbum en solitario del músico irlandés, Blowin’ Your Mind!, es de 1967, lógico es deducir que los acontecimientos de la ficción se han desarrollado a partir de ese año.
3. FINAL
En agosto nos vemos me ha entretenido mucho (coincido en las virtudes del texto que señalan sus hijos en el prólogo) y ha logrado relativizar los largos prejuicios —ya consignados en este texto— que pugnaron por hacerse un sitio en los días previos a la lectura; al margen de esto, repito, la obra ha conseguido que sucediera lo inesperado: que se abriera de nuevo la puerta de Memoria de mis putas tristes, un texto que nunca había terminado de seducirme del todo porque, al principio, tenía la vorágine inmisericorde de su producción precedente, que había arrasado con cualquier brizna de sosiego gabosiano que pudiera atesorar; y después porque intenté leerla obligándome a hallar en la pieza las muestras de una valía singular que al final no encontré, sin que ello implicara menoscabo alguno. La misma clave de senectud —tanto del autor como de un servidor— con la que he contemplado la novela que nos convoca es la que me ha permitido percibir de otro modo el título de 2004.
El de 2024, el que ya ha sido calificado como acontecimiento literario del año, es un texto que no resiste comparación alguna con sus grandes piezas, pero que atesora las enormes virtudes del maestro sobre la carga poética del lenguaje y la capacidad para cautivarnos que señalan sus hijos en el prólogo. Para mí, tras la experiencia de los prejuicios y el juicio, ya no puedo evitar ver en las páginas de En agosto nos vemos las formas de un abrazo de anciano que, a pesar de su debilidad, no deja de estar tan henchido de afecto y de calor humano que se vuelve imposible negarle lo que ha conseguido de sobra: que lo queramos más y mejor, y ahora para siempre.
Al final de la novela, Ana Magdalena Bach regresa a casa con una bolsa de huesos que recuerda a la que traía Rebeca cuando, con once años, llegó a Macondo portando «un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc cloc, donde llevaba los huesos de sus padres». Es una despedida: ella no tendrá ya más agostos; y nosotros, conscientes al otro lado de las páginas de que ya no hay más ambrosías que esperar, tal y como lo hemos venido haciendo desde que publicara La hojarasca en 1955, ya no volveremos a reencontrarnos con él (perdón: con ÉL).