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Pastorilia

[1] Hubo un tiempo (lejano; sí, muy lejano) en el que anidó en mis horas, ánimos e industrias una particular Arcadia filológica que, centrada en el género pastoril del siglo XVI, en general, y en las obras de Cervantes y González de Bobadilla, en particular, tuve a bien denominar Pastorilia, nombre, a mi parecer (parafraseando al narrador del Quijote), alto, sonoro y significativo de lo que debía ser la montura sobre la que deseaba cabalgar como docente e investigador en la para mí ahora extraña universidad palmense; y que cubrí, en mi edénico propósito, en unos casos, con escritos que llegaron a germinar, unos, como libros; otros, en forma de artículos o, como se diría en Moiras Chacaritas, articulaciones; y todos, en suma, como enseres más propios del juntaletras que soy que del donoso e inspirado novelador de “fechos literarios” (en mi caso, literatísicos) que pretendo ser. En otros casos, convertí mi reino en empresas ecdóticas, más propias de la caballería que de la pastorilidad, que no terminaron por llevarme a ninguna atalaya en la que fuera ni bien visto ni reconocido, al contrario; y en la mayoría de las circunstancias, cuanto hice en esa conceptualizada tierra de promisión no fue otra cosa que cargar eso que llaman carrera de la vida con una mercancía que no pude o no supe vender ni llevar a ningún mercado catedralicio por no ser comestible más allá de lo que eran capaces de ingerir mi vanidad y vana grandilocuencia. Pastorilia fue, pues, una hermosa idea académica sobre la que deseaba entonces erigir algo significativo; ahora no es más que un simple recuerdo (lejano; sí, muy lejano) que evoco sin nostalgia.

Pensé entonces, mientras soñaba, que era posible acercar al nuevo siglo XXI lo que había sido abandonado cuando el XVI ya era viejo porque la esencia de lo dejado, que para la historiografía literaria se conoce como género pastoril, seguía más vigente de lo que cualquier lector o investigador actual pudiese imaginar. Vi que todo cuanto envolvía a los individuos era en sí mismo un trasunto muy propio de lo bucólico y logré traducir esta imagen inicial en una hipótesis: el género desapareció porque, dentro de su ficción, era metafóricamente más verídico por íntimo que cualquier otra manifestación literaria.

Al principio, negué con vehemencia la afirmación porque, siguiendo la senda del puente ya recorrido, percibía que el Lazarillo y El Quijote eran los paradigmas de “lo real” y que los pastores se moldeaban sobre disfraces, símbolos y armatostes retóricos que, como bosques frondosos, no dejaban pasar adecuadamente la claridad de las interpretaciones; mas luego caí en la cuenta de que, por un lado, debía ir el reflejo de la realidad como entidad externa (lo que vemos y lo que nos ven, lo que percibimos por los sentidos, lo que creemos que otros advierten…), que se formula desde el ego, y, por el otro, ese mismo reflejo como plasmación de una situación presidida por lo que quise reconocer como superego. En este superego situaba la condición pastoril de nuestra existencia y, en consecuencia, la razón para la restauración y adaptación del género a nuestras actuales concepciones estéticas.

El planteamiento zozobraba en mi conciencia hasta que descubrí, en uno de esos documentales sobre astronáutica a los que tan aficionado soy, a través de la figura de cualquiera de los ingenieros que logró traer de regreso a la Tierra a la tripulación del Apolo XIII (11-17 de abril de 1970), un asidero que merecía la pena no desdeñar hasta que no tuviese la debida forma.

Ya sé que, con la perspectiva del descubrimiento frente a tu entendimiento, corro ahora mismo el serio riesgo de que cierres este libro, profieras cuatro improperios contra mí (que, quizás, me los merezca) y abandones cualquier propósito futuro de retomar estas páginas; pero te pido un par de párrafos, no más, para terminar de cerrar lo que pretendo hacerte llegar.

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Sigo: la razón científica, en forma de conocimientos matemáticos y físicos corporeizados en el equipo humano que durante varios angustiosos días trabajó en la vuelta de unos astronautas a la deriva, logró resolver un conflicto externo, un problema inherente a un colectivo… Un grupo de competentes ingenieros causa admiración en la realidad como entidad externa gracias a que han logrado lo que parecía imposible; pero mi hallazgo asaltó los márgenes de la interioridad de cada uno de los participantes en el evento. No me interesaba tanto lo que pensase cada uno acerca del conflicto real-externo ni los monólogos interiores del tipo «no tienen posibilidad alguna de salvamento», «no debían haber salido al espacio con el número trece» o «ya decía yo que los mecánicos eran unos chapuceros», que podían ser interesantes para el anecdotario situacional; sino aquellos pensamientos que podían parecer menudencias a los ojos de todos los testigos, dada la magnitud del objetivo trazado, y que, de manera inevitable, pudieron hacer acto de presencia de forma espontánea en las que merecían ser reconocidas como mentes privilegiadas, geniales, dignas de alabanza y sana envidia.

Me los imaginé pensando, en medio del fragor de números, cálculos y órdenes, en lo real-interno: la mala contestación del primogénito durante el desayuno; ese particular dolor de ciática que lleva incomodando desde hace varios días; una conversación telefónica con la madre, que le recuerda que debe pasar a ver al abuelo; un «vaya, me olvidé de la mermelada»… Los visualicé llegando a sus casas y haciendo lo imposible para poderse duchar con agua caliente a pesar de que el termo lleva varios días sin funcionar como debe; riéndose con ganas por un comentario emitido en televisión sobre un cantante de moda hallado en un canal cualquiera al que llegaron tras zapear durante un buen rato en busca de algo entretenido; o preocupado (angustiado, triste…) porque su pareja le ha pedido por escrito que le dé un mes para pensar si debe o no continuar con la relación. El admirable mundo real-externo sucumbe así al real-interno. En mi reflexión sobre lo real-interno se encontraba -calco la expresión con la que termino el segundo párrafo- la condición pastoril de nuestra existencia y, en consecuencia, la razón para la restauración y adaptación del género a nuestras actuales concepciones estéticas.

Entiendo perfectamente que tras lo apuntado te preguntes algo así como pero, ¿qué pinta el género pastoril en todo esto? En líneas generales, el género representa la actualización y el reflejo de diversas percepciones sobre los sentimientos, emociones… que deberían transcribirse sobre la base de esas situaciones íntimas que todos los lectores de nuestra época poseen. La importación de una serie de textos en desuso a nuestros años, convenientemente tratados y analizados, puede servir de estímulo para que numerosas manifestaciones artísticas e intelectuales, volcadas en la captación de lo real-interno, tuviesen nuevas fuentes inspiradoras sobre las que seguir ejerciendo su labor creadora.

Lo que trataba en su momento de hacer no era otra cosa que extender mi función de historiador literario (bueno, vale, sí, seudo…) más allá de los límites sincrónicos que representa el estudio de un género cuyo ámbito de desarrollo se circunscribe a un periodo muy concreto: la segunda mitad del siglo XVI. Creí entonces (y lo sigo creyendo aún) que era una obligación deontológica de todo historiador, sea de la rama que sea, estudiar los hechos en el momento en que se produjeron y fijar las posibilidades de que se puedan volver a dar a tenor de una serie de parámetros cuyo conocimiento debía obtenerse del estudio en profundidad de los textos literarios, para el caso que abordo. A mi juicio, entregarse al estudio del pasado por el pasado no tiene mucho sentido si no se plantea el análisis de su influencia en el presente y no se evalúan las probabilidades de que pueda nuevamente reproducirse.

Supongo que hay excepciones a una afirmación tan taxativa como la que hago, pero no se me ocurre ahora mismo ninguna.

Como cabe deducir, no se plantea un razonamiento como el expuesto si no se estuviese “pastoreando” (nunca mejor dicho) con algo vinculado al asunto. En este sentido, Pastorilia apareció durante el cuatrienio en el que realizaba mi tesis doctoral (1999-2002), intitulada Edición de Ninfas y pastores de Henares de Bernardo González de Bobadilla, tras comprobar, desde el punto de vista teórico y práctico, la existencia de dos condicionantes que pudieron influir en la desatención a la lectura de las novelas pastoriles, en las escasas manifestaciones literarias herederas de estas posteriores al siglo XVI y en el carácter de islote o ínsula que posee el género en el campo de la investigación filológica: por un lado, que el género se configurase como un mosaico de contenidos que favorecía la inclusión de cualquier tema y composición; o sea, que se convirtiese en una suerte de cajón de sastre que, en muchas ocasiones, por eso de que el papel aguanta lo que le echen se transformó en un “cajón desastre” lleno de utensilios textuales que juntos no casaban y, por separado, para según qué, podían tener alguna validez.

Por otro lado, debido a lo apuntado (ahí va el segundo condicionante), se hacía exigible por parte de los lectores, fuesen de la índole que fuesen, la no adopción de las mismas presunciones y expectativas que para otro tipo de obras en prosa se aplican: era (y es) conveniente enfrentarse a la lectura de las novelas pastoriles desde una perspectiva diferente a la que se asume con las novelas de aventuras, por ejemplo.

Las novelas pastoriles, pues, deben leerse atendiendo a esa condición de “cajón de sastre” que las caracteriza en buena medida; ergo, es recomendable que el lector no se esfuerce por hallar una trama principal. No es importante en el género pastoril la detección de una estructura narrativa concreta y cohesionada, sino la captación de “cualquier contenido” (permíteme, por favor, decirlo así) que leído nos llegue hasta lo real-interno y nos conmueva: una composición, un parlamento, una idea o una historia intercalada. Cuando la actitud del lector obedece a estas consideraciones, ya se está en condiciones de obtener de cualquier texto pastoril “algo” que merezca la pena disfrutar.

El encuentro con el “espíritu de ensalada” del género me permitió configurar una proyección del mismo en nuestro presente a través de las distintas situaciones internas, personales y domésticas que jalonan nuestras vidas y que, al igual que en cualquiera de los referidos ingenieros, refuerzan la cristalización del reconocido como superego por encima de todo aquello que representa el tránsito por la cotidianeidad (por aquello que se ve y aquello que es visto).

En el proceloso mar de contenidos pastoriles en los que el lector debía recibir aquello que le resultase grato, se iba conformando una suerte de trasposiciones literarias del siglo XVI en el XXI sobre las que no me he podido mantener al margen. Pregunto, ¿acaso no hay mucho de esencia pastoril en las actuales telenovelas; en las canciones de amor; en los asaderos, como denominamos los canarios, como punto de celebración con parranda incluida; en las romerías y las procesiones; en los correveidiles a los que atendemos a pesar de afirmar por las sagradas escrituras que los chismes son detestables; en todo cuanto envuelve a lo folclórico como seña de identidad y la curiosa tendencia a disfrazarnos de campesinos en los días de fiestas municipales y autonómicas; en los acontecimientos religiosos, sobre todo los católicos; en los primeros besos y los últimos; en los libros de autoayuda que saturan el mercado editorial y erigen gurús; en los embates amorosos que nos sacuden durante toda nuestra existencia (amor deseado, amor correspondido, amor perdido, amor sin respuesta, etc.); en nuestras predisposiciones sentimentales tanto corporales como espirituales (alegría, odio, solidaridad, etc.)…? Si todo lo enumerado atesora muchos vínculos con lo que rodea al mundo literario pastoril, ¿por qué no averiguar el modo en que el género pueda tener un terreno de expansión en nuestras actuales representaciones estéticas y culturales? Sobre todo en un periodo como el actual, donde conceptos como ‘globalizar’, ‘universalizar’… no resultan extraños por estar insertados en nuestra cosmovisión de la realidad.

Así, con más pena que gloria, todo hay que decirlo, apareció la necesidad de Pastorilia y sus primeras industrias. Me imaginé un vasto reino así llamado en cuyo centro había un gran castillo con un profundo foso en el que flotaba una convicción: solo era posible la conquista del territorio con un ejército bien preparado, unas leyes bien dispuestas y una voluntad firme de colonización.

Estaban llamados a ser soldados cuantos se sintiesen convencidos de lo que representaba la iniciativa dentro del marco en el que se había desarrollado mi formación académica (la Facultad de Filología de la ULPGC, en general, y el Departamento de Filología Española, Clásica y Árabe, en particular), puesto que mucho les debía y mucho no les he podido pagar todavía por vaya uno a saber qué circunstancias; las leyes iniciales, susceptibles de ser sometidas con el tiempo a enmiendas, modificaciones, supresiones o adiciones, fueron fijadas en lo que terminó por ser nuestra tesis doctoral, cuyo preámbulo vino a ser la tesina o memoria de licenciatura; y la voluntad de colonización apareció con el convencimiento de que había numerosos frentes filológicos que atender: reedición de textos antiguos sin más edición que la príncipe…

«Ahora vuelvo a mirar el volumen. Lo pongo a cierta distancia y pienso, no ya en mi autor, en mi particular fantasma, en ese individuo anónimo que he terminado dando forma gracias a las pequeñas parcelas de luz descubiertas y a las muchas probabilidades que subyacen anotadas en este trabajo, sino en los miles de Bernardo González de Bobadilla olvidados, en los miles de testimonios únicos que se depositan en los archivos bibliotecarios y que, como habitantes de nichos, si nadie lo remedia, jamás serán visitados o, cuanto menos, percibidos por transeúntes curiosos. […] Lo que me preocupa (o inquieta, o desazona…) es que no nos hayamos interesado lo suficiente en husmear en los archivos, bibliotecas y librerías en busca de aquellos que quizás deberían tener una segunda oportunidad para que los releamos porque en su momento, por vaya uno a saber por qué razón, quedaron ubicados en los estantes de los olvidables. ¿Y si entre estos hallásemos a algún que otro glorioso? Quizás no me interese tanto con este libro ofrecer “algo” sobre González de Bobadilla y sus Ninfas, que también, para qué negarlo; sino mostrar, a través de la praxis que representa este Análisis paratextual, cómo podemos quitar el polvo y las telarañas que oscurecen hasta hacer imperceptibles estos documentos. Pienso ahora en esos jóvenes investigadores que, a la larga, terminan sucumbiendo a la tentación de los gloriosos porque intuyen, no sin motivos, al menos hasta cierto punto, que con ese autor desconocido que ha llegado a sus manos, del que nada parece haber y del que casi nada da la impresión que se pueda obtener, no van a tener la oportunidad de demostrar su valía. Es lógico que lo piensen: los gloriosos apabullan con su bibliografía, pero esta existe, está, todo es cuestión de hacer una efectiva selección de la misma; los desconocidos, por el contrario, son intangibles, abstractos, nebulosos, porque no se llega a ellos casi nunca por vía directa, sino a través de la intuición y de las sospechas. En suma, porque nos cargan con más preguntas que respuestas. Pero han existido estos autores, han estado entre nosotros y nos han dejado lo único que necesitamos para darles cuerpo: su obra, su escrito, ese texto que dormita y que solo hace acto de presencia en los catálogos. ¿Por qué no buscarlos? ¿Por qué no desenterrarlos de los estantes e indagar cómo llegó a su ánimo la composición del libro? ¿Por qué pudiendo no haberse escrito ni publicado el libro descubierto, este se escribió, se publicó (con la correspondiente inversión de tiempo, trabajo y dineros) y tuvo la mala suerte de pasar desapercibido para la posteridad?» [12-13].[2]

… análisis de los vínculos temáticos y formales con el romancero, la música popular…; corpus léxico y argumental del género en los autores de diferentes épocas, etc.

Fue así como se edificaron las distintas partes de este castillo figurado en cuya torre del homenaje (que denominé Análisis paratextual de ‘Ninfas y pastores de Henares’ de Bernardo González de Bobadilla) se aceró, bajo el juramento de las esperanzas, esta Pastorilia sobre la que oré, en la capilla de la fortificación, con mi Cervantes y la búsqueda de la esperada luz tras las tinieblas: la segunda parte de ‘La Galatea’ tras disponer en el patio de armas, entre las caballerizas y la herrería, metáforas de este libro que en tus manos tienes, de la edición de Ninfas y pastores de Henares que ya está en imprenta y que pronto ha de ver la luz.

Ocho años después de iniciada la reconquista del género, la primera parte del proyecto puede darse ya por concluida y con ella, de manera inesperada e inapelable, el fin de mi Arcadia filológica. Quise que Pastorilia fuese una realidad, pero ya me he quedado sin tiempo y sin ganas.

Parafraseando a Cervantes en la dedicatoria del Persiles, todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Nuevas novelas ejemplares; y de la Síntesis galateica, que a semejanza de la comentada de Ninfas aquí inserta compuse; y el fin de las versiones modernas de las novelas pastoriles del siglo XVI (hechas las de Ninfas y Galatea, y a medio hacer las de Lofrasso y Gálvez de Montalvo), que dejaré ya de lado y que celebraré ver publicadas de la mano de otros editores. Obras que hubiese hecho, aunque solo fuese para dedicártelas, si otros vientos acariciasen las tierras que piso, mas hora es que otros menesteres sigan hiriéndome hasta que pueda decir algún día algo así como esto es todo, amigos.


[1] Texto publicado en mi El género pastoril a través de Ninfas y pastores de Henares de Bernardo González de Bobadilla, publicado en Anroart Ediciones en octubre de 2011. ISBN: 978-84-15148-62-3; Depósito Legal: GC 521-2011.

[2] Fragmentos de la “Introducción” de Análisis paratextual de ‘Ninfas y pastores de Henares’ de Bernardo González de Bobadilla.