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«El lince» de Christopher Rodríguez Rodríguez

Lo que no fue pudiendo haber sido; lo que, no siendo, puede ser

de esa otra literatura…

En el año 1994 o 1995, quizá antes, seguro que nunca después, un servidor participaba en la comisión de planes de estudio que por entonces funcionaba en la Facultad de Filología de la ULPGC en calidad de representante del alumnado. Presidía el grupo la que por entonces era decana, doña Yolanda Arencibia Santana; y, por el sector del profesorado, estaban doña Trinidad Arcos Pereira, doña Eloísa Llavero Ruíz, creo que mi siempre recordado don Osvaldo Rodríguez Pérez, no recuerdo (lo siento) quiénes más y don Juan Manuel Pérez Vigaray, a quien traigo ahora como referencia para lo que me apetece compartir contigo a propósito de esta novela que nos convoca. La comisión celebró varias reuniones. De todas, recuerdo una donde el profesor Pérez Vigaray aportó una idea que me resultó entonces muy luminosa y que, a día de hoy, sigo considerándola como una de las tantas piezas de pensamiento esenciales que he ido adquiriendo a lo largo de mi vida y que, adheridas al pilar de mi intelecto, han contribuido a mi visión y percepción de la literatura como fenómeno lingüístico y cultural.

Decía el aludido que, dentro de lo que era el plan de estudios literarios, era conveniente no desatender a “esa otra literatura”, más popular, más comercial, probablemente menos atada a lo que el canon académico considera pertinente, que suele situarse dentro del enorme cajón de sastre que representa la denominada “subliteratura”, donde conviven títulos infumables con otros que merecen mayor consideración por parte de los críticos y de los lectores, y que están ahí por vaya uno a saber qué razones. Como es lógico suponer, no transcribo literalmente sus palabras, sino que las he reconstruido para dar forma a lo que importa: la idea que quiso compartir con quienes estábamos en la reunión; una aportación que, un cuarto de siglo después, año arriba, año abajo, al ciento por cien.

Hay una poesía que, sin merecerlo, queda al margen de las vías por donde transita el tren académico (entiéndase congresos, revistas especializadas, monografías…) por razones que, en ocasiones, obedecen más a herméticos criterios heredados de la tradición universitaria (no cuestionados en ocasiones por comodidad, indolencia…) o a posiciones más emocionales que racionales, que a motivos estrictamente científicos. Y en esto, a modo de ejemplo, largo y tendido puede hablar la literatura española hecha en Canarias. Los anaqueles desde donde piden ser leídas las letras de nuestra tierra están repletas de textos y autores que se han ganado el derecho a estar en los vagones que transitan por esas vías que conducen hasta donde se conservan los tesoros de nuestro patrimonio.

Razonable es concluir que la única palabra visible en la gran balanza con la que se dirime si una obra debe ser premiada o condenada sea calidad. Al mismo tiempo, no es un sinsentido plantear que uno de los problemas principales para determinar el alcance de esta voz sea la dificultad que conlleva responder a qué se entiende por calidad literaria. ¿Qué debe tener una obra literaria para que se le reconozca que tiene calidad? Sabemos que no es un problema de índole gramatical. Un texto pulcro en su redacción no presupone un texto con calidad literaria. ¿Es un problema de recursos estilísticos? Tampoco. Un texto pulcro en su redacción y repleto de recursos estilísticos no nos conduce inevitablemente a un texto con calidad literaria. ¿Es un asunto que solo puede dirimir el receptor? Tampoco. El texto pulcro en su redacción y repleto de recursos estilísticos que llega al especialista no es el mismo que llega a un lector de nivel medio, aunque el soporte sea idéntico. ¿Es…? ¡Basta!

Aceptemos que el camino para hallar la gran respuesta es sumamente complejo y lleno de trampas; en consecuencia, quedémonos con las verdades que podemos asir y que, como tales, nos dan más luz de la que cabe suponer para ver medianamente el arduo trayecto del asunto que planteo. Veamos: una primera verdad es que el canon académico es reducido; y no lo es porque se haya determinado que equis número de autores deben ser objeto de estudios y el resto han de pasar a un segundo plano o al olvido, no, sino porque la cantidad de obras que deberían ser analizadas es tan elevada que, aunque pusiéramos a trabajar a todos los filólogos que hay en las universidades españolas en este quehacer de estudiar la producción literaria hispánica,[1] la empresa jamás llegaría a fin, pues tanto es lo que se publica (tanto, tanto, tanto), que el propósito de llevar a cabo el análisis planteado sería como hacer lo propio con cuantos litros de agua extraigamos del océano.

La primera verdad nos lleva irremediablemente a una segunda: si la relación de obras es reducida porque no es factible estudiar todos los títulos que se publican o se han publicado, habrá que concluir que hay una cantidad considerable de piezas que pueden ser merecedoras de estar en el grupo de las que hemos aceptado que tienen calidad literaria; por tanto, que se han ganado su derecho a formar parte del referido canon. Entre las que han obtenido el visto bueno, no es absurdo suponer que no han de faltar muchas, por vaya uno a saber qué motivos, formen parte del cupo donde se ubican esas otras literaturas antes señaladas.

La tercera verdad nos conduce a una solución por contrariedad: quizás no sepamos con la deseable precisión qué características debe cumplir una obra para tener calidad; pero no dudamos en sentenciar, tan pronto como la hayamos ojeado, cuál no la tiene. Las ferias de libros están repletas de objetos que no pasarían ni el más mínimo control cualitativo de la más humilde y pobre editorial que hubiera a pesar de que parecen ser de primerísimo nivel gracias, en unos casos, a la mercadotecnia y, en otros, a la frecuente tendencia de los medios informativos a prestar más atención a las formas que al contenido. Es una obviedad, sí, pero conviene no olvidarla: todo lo que se publica no tiene calidad por el mero hecho de ver la luz. No hace falta ser un avezado crítico ni un lector experimentado para determinar que hay folios encuadernados por un lado que nos conducen a un largo y prolongado «¿Cómo ha sido posible que esto se publique?».

Y hay una cuarta verdad derivada de la experiencia lectora: las obras que tienen calidad literaria (¿o debería decir que hemos aceptado que la tienen?), que se han editado en muchas ocasiones, que han tenido un público relevante por su cantidad y variedad cultural, que se han estudiado, son por lo general muy entretenidas. A una obra literaria le hemos de pedir que nos haga pasar un buen rato porque para eso se ha compuesto, para ser leída y no ser el centro de atención de sesudos análisis. Esta perogrullada me permite encauzar lo que vengo apuntando en este preliminar hacia aquello que me apetece compartir contigo.

Sigo. Recuerdo que en esa otra literatura que planteaba el profesor Pérez Vigaray yo situé a un autor como Stephen King; en ese momento, el gran representante para mí de ese periférico colectivo y el autor en lengua no española que más y mejor conocía. Con el tiempo, pensando ahora en la novela que nos ocupa, hice hueco a autores que, como novelistas, se habían ganado una reputación entre los lectores y los editores (Le Carre, Highsmith, Greene, Higgins Clark, Forsyth…). Confieso que les di una oportunidad relativa; y no porque no me entretuvieran sus obras o considerase que sus traducciones habían sido defectuosas,[2] sino porque mis intereses lectores han estado circulando durante muchos años en otros carriles. De un tiempo a esta parte, pongamos que en lo llevamos de siglo XXI, quizás por influencia de la novela negra canaria (Carlos Álvarez, Antonio Lozano, Alexis Ravelo, José Luis Correa…), he comenzado a revisitar los textos de misterio, suspense y espionaje de autores anglosajones como los citados, entre otros (hispanos, sobre todo), y veo con más nitidez la importancia de esa otra literatura; compuesta por textos bien elaborados, entretenidos, atractivos hasta el punto de conseguir sujetar al lector a la lectura y estimulantes en lo que se refiere a la activación de pensamientos enriquecedores.

Y es aquí, en esta relación de características expuestas, donde cabe atender el alcance que puede tener la novena joya que se suma al hermoso patrimonio de la Biblioteca Canaria de Lecturas: El lince de Christopher Rodríguez Rodríguez.

…a esta literatura

Como editor no creo que viva una situación muy diferente a otros: recibo muchos originales, les echo una mirada por encima, los clasifico para poderlos ordenar y me asigno plazos con la única finalidad de darle el tiempo de examen que se merecen. En algunos casos, este proceso de valoración se acelera; en otros, se ralentiza demasiado. Para la novela que nos ocupa, el veredicto sobre la conveniencia de su publicación fue muy rápido y, hasta cierto punto, sorprendente, pues con El lince Christopher Rodríguez Rodríguez se estrena como creador literario. La suya es una ópera prima absoluta. Para la historia de este título y de quienes decidan estudiarla dentro de la que espero sea una fecunda trayectoria literaria por parte de nuestro autor, he de aportar el siguiente dato: el 21 de enero recibí el original; un mes más tarde, terminé la edición. Y eso que el mismo día que tuve frente a mí el documento hubo “algo” que pudo haber malogrado su publicación.

¿Que qué ocurrió? Que leí la sinopsis y recordé, gracias a mi instinto y mi oficio, que hay asuntos que, por su alcance y significado en el mundo real de los lectores, conviene manejar con sumo tacto. Un uso equivocado, desajustado, sin discreción… de estos contenidos y, como si se errase en el cable que hay que cortar para evitar una explosión, todo salta por los aires; y la que pudo ser una excelente novela se termina convirtiendo en un objeto que disgusta, haciendo desaparecer así su principal función: entretener y, en cierta medida, favorecer el libre pensamiento. El hecho de que El lince se sostuviese argumentalmente sobre una acción de ETA me puso en guardia. Lo confieso. A nadie escapa que hasta hace nada la banda terrorista era una realidad perturbadora en la vida de los españoles: el último atentado en España ocurrió el 30 de julio de 2009; la última vez que mató, el 16 de marzo de 2010. Todo es tan reciente, tan doloroso, tan arisco…

Yo sabía que Christopher no era el primero en tomar a esta organización nacionalista vasca como referente para componer una obra de ficción.[3] Lo que me preocupaba era que, desde la lejanía geográfica que separa Canarias del País Vasco, una distancia que también es hasta cierto punto social y cultural, la escritura literaria adoptase un cariz que, por su naturaleza, pudiera ser problemático y se generase un debate eminentemente ideológico donde, tal y como yo lo veo, debería predominar uno esencialmente poético.

Un prejuicio vino a complicar esta inquietud: que nuestro autor, dada su destacada trayectoria en el mundo de la política, pudiera trasladar al documento literario algunas posiciones personales que comprometieran el desarrollo de su ficción. No son infrecuentes las ocasiones en las que un buen texto termina sucumbiendo por culpa del interés del creador por adentrarse en territorios que, a fuerza de divagaciones, le alejan de lo que se supone que debía hacer.

Pero así no ocurrió. Cuanto me incomodaba se disipó al poco de comenzada la novela. Me encontré con una pieza muy bien documentada y construida sobre una prosa muy sencilla y muy ágil, de fácil lectura y de grata asimilación, sin que ello vaya en desdoro del resultado porque la obra está muy bien escrita.[4] A estas virtudes había que unir su exquisita neutralidad en un tema, un asunto, un referente, un…. tan perturbador de ánimos como complicado de abordar; un contenido que, dada la cercanía temporal y espacial, es imposible atender con indiferencia, sobre todo por parte de quienes hemos sido testigos de su existencia durante demasiado tiempo. Gracias a ella, a esa admirable neutralidad, se ha logrado que el lector, sin ataduras de conciencia, se pueda preguntarse al finalizar cuánto de invención contienen las páginas verosímiles que ha disfrutado; o, en otras palabras, atento a lo razonable que es cuanto se narra, hasta qué punto cabe aceptar que la veracidad no está presente; o, ya puestos, en qué medida no es posible que pueda darse lo que aquí se articula para dar pie al relato: el regreso de ETA como resultado de un auge de los nacionalistas independentistas en España.

Al lector no se le “manipula” para que pueda sostener una línea de pensamiento favorable o no a lo que expone el autor porque este ha decidido (y creo que con acierto) estar al margen. No plantea nada. No busca el debate. No provoca. Nada hace directamente, explícitamente… Solo narra, que no es poco, por cierto. Cuenta hechos, acciones; causas y consecuencias. Sobre el escenario se muestra cuanto necesita el lector para pasar un rato agradable. Si al final decide posicionarse e ir más allá del sentido de estas páginas, bien; si la decisión no pasa de quedarse en los límites de la historia, bien también.

Insisto, pues, en destacar esta prudente distancia que asume el narrador ante la exposición de los hechos que se novelan porque aquí se halla la clave para acercarnos a El lince. Estamos ante un pasatiempo en el que se juega muy bien con el periodo histórico que se aborda: una realidad paralela, un desvío de los acontecimientos cuyo punto de inflexión cabe situar en 2011. Bajo estas condiciones, se plantea una ficción realista que, en ocasiones, parece mostrarse como una realidad hecha ficción. Es inevitable sentir que tan pronto se está leyendo una novela como se está atendiendo a un reportaje periodístico. Esa dualidad genérica se asienta sobre la noble pretensión de no moralizar ni de que se edifique en torno a sus páginas ninguna posición justificativa de las acciones de unos u otros. Una banda terrorista, en la actualidad no operativa, vuelve a funcionar. Punto. A partir de aquí, el resto es puro entretenimiento, aunque la referida banda existiese en su momento y tanto daño hiciese.

¿Por qué no comparte el propósito de “derrotar literariamente a ETA” que ha defendido Fernando Aramburu?

—Porque la literatura no está para eso, a mi modo de entender. Te puede acerca al dolor ajeno y te puede hacer más empático, pero su objetivo no es luchar contra una banda terrorista. Puede alimentar lo mejor de ti mismo, sí, pero no debería ser frentista.

La literatura también puede alimentar el odio.

—ETA nunca ha tenido una gran novela que la defienda. No hay ninguna obra que la haya enaltecido y haya dejado huella en la mayoría de la población. En ese sentido siempre ha tenido la batalla perdida.[5]

Esta equidistancia con la realidad armoniza con el sorprendente equilibrio que hay entre los elementos narrativos dan cuenta del espacio, el tiempo y/o los personajes: no hay un lugar destacable (Madrid, País Vasco, Venezuela, Somalia…), el tiempo es uniforme en su progresión (algún que otro flashback puntual) y no existe ningún personaje principal. Nadie acapara el centro de atención, lo que exige que su actuación en la trama sea precisa. En las narraciones con protagonistas principales y secundarios bien marcados, la fortaleza de los primeros permite que los segundos tengan una relativa consistencia; pero cuando nadie destaca, todos, de un modo u otro, están llamados a contribuir de manera efectiva y en la parte que le corresponde con el relato.

Las acciones también participan de este orden, promediándose su duración, naturaleza o contribución a la historia. A tanto llega el control por la simetría, que la incursión de un personaje femenino como Valeria, que daría pie para crear una subtrama amorosa en manos de otro novelista (si nos atenemos a su devenir en El lince), también está supeditada a la igualdad de tratamiento. Impera la medición, sujeción, contención…

Conviene que se destaque, además, que todo queda en el punto en que es posible que sirva de germen para otras publicaciones. En este sentido, reconozco que me ha llamado la atención detectar la cantidad de líneas de composición alternativas que se podrían fijar en torno a los personajes (Céspedes, Alejandro, cualquier político o etarra…) o los temas abordados (piratería, gobierno revolucionario, tratamiento de presos…).[6] Este volumen elevado de posibilidades se debe, en buena medida, a la parquedad con la que se han desarrollado dentro de la novela: la obra tiene lo que necesita tener; ofrecer menos es quizás imposible.[7] Personajes y temas son trazados de manera que, al valor de lo que son, de lo que se puede ver efectivamente que son, hay que añadir el de lo que pueden llegar a ser. Esta percepción de la potencialidad que poseen es lo que, de algún modo, mueve al testigo de las páginas que siguen a este preliminar a desear más textos para que se expanda cuanto con mesura se muestra en esta creación que, como puedes deducir, me ha gustado mucho.

Para que las expuestas características de la novela alcancen a formar parte de los principios estilísticos de nuestro autor es necesario que estas se proyecten en las deseadas obras posteriores que ha de componer. De momento, aquí funcionan muy bien porque conducen a un producto literario excelente que, de manera indirecta, sin que se haya previsto que así sea, cumple a la perfección con la función de ser un sobresaliente ejercicio sobre la influencia que en su modus scribendi han ejercido sus lecturas de referencia: Forsyth, Grisham, Le Carre… En El lince, los maestros están presentes, lo que no solo no es infrecuente que suceda (el que un lector, sobre todo si es novel, se adentre en la escritura teniendo muy presente a sus autores de cabecera), sino que es razonable y necesario que se dé hasta que el estilo propio se forje y solidifique.

De todos los rasgos detectables que comparte El lince con la producción de los citados autores anglosajones, creo que el más destacado es la capacidad de ofrecer un texto que es posible exportar a un código audiovisual, incrementando así las posibilidades de acceso a lo importa dentro del proceso comunicativo: el mensaje. Un cuarto de siglo después, año arriba, año abajo, me encuentro ante una hipótesis que, con el debido análisis y los oportunos resultados, quizás pueda llegar a convertirse en una tesis que ahora, como es lógico, solo debo enunciar una simple mera suposición: que una de las claves que marca la diferencia entre las novelas que ubicaríamos en esa otra literatura y la del canon académico se halla en la posibilidad de que las primeras se puedan llevar al cine, a la televisión, a las plataformas digitales de streaming, etc., de manera que en el tránsito de la retórica al guion audiovisual no se altere el producto. La novela de Christopher, como las de sus maestros, resiste bien el cambio; tanto, que no es difícil imaginar cómo se verían las escenas en una pantalla. A la dualidad genérica antes apuntada (literatura y periodismo), se le une la que ahora destaco como virtud añadida a las que ya posee nuestro texto: la plasticidad.[8]

¿Por qué hay obras que no resisten el cambio de código? Esta pregunta es tan complicada de responder como la formulada al principio sobre qué es la calidad literaria. Con la exigible prudencia que requiere una afirmación de este calibre y atento siempre a los dictámenes de mi experiencia (pobres, sí, pero no tengo otra cosa), lo único que puedo apuntar sobre esta cuestión está asociado a mi percepción de que los textos que representan el canon suelen recibir mal el cambio; o sea, que la transformación, el paso, el tránsito, conlleva en la mayoría de los casos una más que notable pérdida de calidad poética.[9] Y en esto apelo, para no desviarme más de lo necesario, a mi adorada tríada: Cervantes, García Márquez y Saramago. A mi juicio, no hay producto audiovisual alguno basado en la obra de estos gigantes que merezca la pena. La diferencia cualitativa entre el texto escrito y lo otro (ya sé que suena a despectivo) es tan elevada que se hace inevitable pensar que los agentes cinematográficos, televisivos… pierden el tiempo cuando ponen imágenes y sonido a ese singular negro sobre blanco de estas gloriosas plumas intemporales que tan bien se amolda a los más variados y universales intelectos. El resultado de todos los intentos es, así lo veo, así lo siento, así lo confieso, sumamente decepcionante.[10]

El lince (como El informe Pelícano, La firma, La casa Rusia, El cuarto protocolo, Legítima defensa, El topo, El sastre de Panamá, Los perros de la guerra, Odessa, El espía que surgió del frío, Tiempo de matar, Chacal y un larguísimo etcétera) atesora las virtudes de un sector literario que, entiendo, debe ser recibido con más apacibles voluntades por parte de los académicos porque, en el fondo, la batalla por las letras, la gran cruzada de la literatura, y más en estos tiempos, se ha dirimir principalmente entre los textos buenos y los malos. En esta época donde es muy factible el acceso a la multiplicación y difusión de los escritos, el enemigo está representado por aquellos que carecen de calidad. Vuelvo sobre lo ya dicho: quizás no sepamos qué ha de tener un texto para reconocer en él que atesora calidad literaria, pero sabemos cuándo no la tiene.

Cuando el enemigo esté cercado y arrinconado, pensemos en cómo distribuimos el prestigio y la fama entre los que deben gozar de todos los parabienes por parte de los lectores. Habitualmente, el prestigio queda en manos de los canónicos; la fama, en los pertenecientes al cupo de esa otra literatura. Los prestigiosos logran encerrar un contenido que transforma nuestra cosmovisión, de ahí que superen cuantas barreras se les presenten (temporales, lingüísticas, culturales, etc.); los otros, los famosos, se caracterizan por estar muy bien escritos y por lograr, como ficción, que el lector se entretenga con un producto cultural grato para el intelecto. Las obras clásicas, las que son reconocidas bajo este lustroso epíteto, vienen a ser aquellas que aúnan el prestigio con la fama. La academia estudia los clásicos y, si tiene tiempo y ganas, los prestigiosos, pero suele desatender los famosos. ¿Por herméticos criterios heredados de la tradición universitaria (no cuestionados en ocasiones por comodidad, indolencia…)? ¿Por posiciones más emocionales que racionales? ¿Por…?[11]

Si me muevo en la órbita de mis lecturas, mis estudios y mis reflexiones para establecer analogías entre El lince y muchos otros textos conocidos, quizás deba reconocer algunas verdades que, como lector, filólogo y editor me resultan esenciales: en mi universo, la obra de Christopher no está al mismo nivel que el trabajo literario de Ravelo o Correa, por ejemplo. Tanto el quehacer de Alexis como el de José Luis me mueven a ir a más, a asumir su intensa, extensa y abrumadoramente magnífica obra como un objeto de estudio del que no puedo evitar sentirme siempre deudor porque no termino de hacerlo fraguar como me gustaría. La razón principal del desnivel, pues, hay que atribuirla al largo camino andado bajo la sombra de estos dos excelentes escritores canarios. El lince, en cambio, es una obra nueva cuyo mayor mérito para mí, en este punto de la analogía, se halla en que al leerla no echo de menos a ningún Forsyth, Greene o Le Carre; al contrario, Christopher puede ser ahora mismo uno de mis autores de referencia para estas novelas situadas en esa otra literatura que, más pronto que tarde, deberán ser estudiadas como corresponde. Ese es el grandísimo valor de nuestro autor: llegar y codearse entre los grandes. ¡Con qué felices expectativas quedo a la espera de su siguiente novela!


[1]. Me quedo ahora con la literatura en lengua española que es la que está presente en estas páginas y en mi voluntad escritora; mas, la cuestión planteada es extensible a cualquier gran literatura, entendiendo por tal aquella que, por el volumen de usuarios de la lengua en la que se componen sus textos, da pie a una fecunda tradición y a un presente abundante en materia literaria.

[2]. Como se puede observar, todos son autores en lengua inglesa. No accedí a sus obras escritas en lengua original, sino a sus traducciones que, en lo tocante a calidad lingüística, conviene apuntar que han sido excelentes; de lo contrario, no hubiese dado tregua alguna a las obras, por muy célebres que fueran sus autores.

[3]. En este sentido, la bibliografía que gira en torno a esta organización no es escasa: Cien metros (1976) y Los pasos incontables (1995) de Ramón Saizarbitoria (1995), El regreso de El Lobo de Fernando Rueda (1999), el libro de relatos Letargo de Jokin Muñoz (2005), Twist de Harkaitz Cano (2011), El comensal de Gabriela Ybarra (2015), la célebre Patria de Fernando Aramburu (2016), Como si todo hubiera pasado de Iban Zaldua (2018), Una tumba en el aire de Adolfo García Ortega (2019) y un largo etcétera cuya búsqueda podríamos iniciar en publicaciones como “Las víctimas en la literatura: ETA en la novela española” de José Luis Rodríguez Jiménez, artículo publicado en el monográfico “El impacto del terrorismo en Europa occidental” de Cuadernos del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (octubre, 2017; n.º 4, págs. 74-96) entre otras obras de referencia.

[4]. Como editor, me encuentro más veces de las que quisiera con textos que no puedo dejar de calificar, según el más humilde de los baremos, como mal escritos; o, por suavizar la expresión, con más errores gramaticales de los razonables. Entiendo por “razonable” el que no superen estos fallos el número de ojos que tiene un cíclope o, como mucho, él y su ciclópea pareja.

[5]. Edurne Portela en una entrevista al periódico El Correo publicada el 2 de septiembre de 2017.

[6]. En términos televisivos actuales, hablamos de los variados spin-off que pueden surgir a partir de la novela que nos ocupa. En honor a la verdad, desconozco cuanto puede dar de sí cada línea detectada, pero basta asomarse al final de la novela para percibir alguna suerte de continuidad, al menos en lo que respecta a algunos personajes. Un guiño nos hace Christopher. Atendámoslo si queremos; si no, no pasa nada. Lo que hay es ya de por sí extraordinario.

[7]. Un interesante debate que suelo mantener con los autores tiene que ver con el tamaño de sus obras. ¿Cuántas páginas debe tener una novela? Para responder a la pregunta habrá que atender a diferentes consideraciones. De entrada, la respuesta más razonable, dado que se trata de un producto cultural personal y autónomo, es: cuantas estime oportunas quien la compone. Mas en este “cuantas considere oportunas” debe intervenir el editor tan pronto como observe que se alargan pasajes, escenas, situaciones… que pueden hacer decaer el interés del lector. Llegar a las doscientas páginas, por ejemplo, no puede ser un precepto de obligado cumplimiento si el texto bien planificado no da para más de ciento y pocas páginas decentes. El “miedo” a caer en el catálogo de cuentistas y no en el de novelistas impulsa muchas veces a engrosar las obras, lo que no deja de ser una mala decisión creativa.

Otras circunstancias intervienen también en esta cuestión sobre el tamaño: por un lado, tenemos la vertiente vinculada a la sociología de la literatura y la estética de la recepción, que se fija en el perfil de lector esperable a tenor de la naturaleza del escrito. Esto sucede, por ejemplo, con esas novelas grandes, de muchas páginas, tapa dura, letra grande, hermosas en apariencia y que proceden de premios literarios o de campañas publicitarias muy potentes. Son las obras para leer en periodos vacacionales, con un público ya prefijado y unas estimaciones de ingresos más o menos bien encauzadas.

Por el otro, está cuanto tiene que ver con lo económico: una novela gruesa incrementa el coste de impresión de la tirada, lo que determina un precio de venta mayor al de una novela de menor tamaño; lo que supone a su vez, si el autor no es conocido, un riesgo empresarial porque es más difícil recuperar la inversión si no consigue atraer a lectores; lo que…

[8]. Me interesa la sexta acepción que recoge el DRAE del adjetivo “plástico”: ‘Dicho de un estilo o una frase: Que por su concisión, exactitud y fuerza expresiva da mucho realce a las ideas o imágenes mentales’.

[9]. Como no sabemos calibrar el alcance de la expresión “calidad poética” (a esta altura del preliminar seguimos sin la respuesta adecuada), acéptame que el significado de “notable pérdida de la calidad poética” haga alusión al concepto de hondísima insatisfacción.

[10]. Llegados a este punto, cabría preguntarse sobre cuántas versiones en imágenes de autores canónicos (por seguir con la denominación utilizada en este preliminar) resisten el cambio de lenguaje. No salgamos de los límites que marcan los siglos XX y XXI para no tener que concluir que es lógico suponer que no concibieran los autores anteriores a este periodo una escritura que luego pudiera cambiar de código puesto que no solo desconocían las “imágenes en movimiento”, sino que además no se podían imaginar ni tan siquiera que pudieran existir.

[11]. Más preguntas sin responder…