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Pildain desde una exquisita verdad ficcional

«El día 13 de noviembre de 2020, el jurado del Premio Internacional de Novela Benito Pérez Galdós 2020, constituido por don Germán Gullón, doña Macarena Santos (Care Santos), doña Yolanda Arencibia y doña Victoria Galván, resolvió conceder el accésit del citado premio a la obra A orillas del Guiniguada, de Juan José Mendoza». Acabada la lectura de la novela, esta pequeña nota en la hoja de créditos de la edición que ha publicado recientemente Mercurio Editorial se convierte en el incuestionable testimonio de que el referido certamen literario ha tenido el mejor arranque posible: si la magnífica obra del autor de Isla feliz (que ganó el Benito Pérez Armas en 2010) y de Honorables (Mercurio Editorial, 2018) ha recibido el reconocimiento de un accésit, las expectativas en torno al primer premio, Mediodía eterno de Santiago Gil, adquieren dimensiones que rozan la emoción. Inmensas ganas de tenerlo en mis manos tengo, pues no puedo evitar la conclusión de cuán bueno ha de ser el primero si vemos la sobresaliente excelencia del segundo. Tiempo habrá para ocuparnos de la obra del guiense, pues la que nos convoca ahora es merecedora de toda clase de atenciones y parabienes a tenor de la calidad literaria que posee y, por supuesto, de sus circunstancias editoriales.

Tomemos el libro. Veamos la magnífica cubierta. Sobresale el dibujo que Manolo Yanes ha hecho del obispo Antonio Pildain. Si abrimos el tomo de manera que las dos tapas estén en el mismo plano visual, vemos al prelado dirigir su mirada hacia el lado donde está la escultura de La Primavera, fotografiada para la contracubierta por Carlos Quesada. La estatua, situada “a orillas del Guiniguada”, parece que a su vez contempla el lado donde se ve al religioso. Dos miradas que, por la dirección que siguen, parecen llamadas a enfrentarse, pero que no llegan a cruzarse porque están a diferente altura. La observación planteada puede parecer irrelevante, y quizás lo sea; pero el significado simbólico de la imagen se ha situado en mi intelecto tras la lectura y sigue firme cuando traslado la idea a la dispar altitud de enfoques que trazó la distancia entre quien estuvo al frente de la Diócesis de Canarias durante tres décadas y el autor de Realidad, Tormento, Electra… Desconozco si llegaron a conocerse en persona o a saber uno del otro (en 1890 nació Pildain, en 1920 murió Galdós); mas no que la aversión del vasco por el canario envolvió una separación entre los dos personajes que la novela de Mendoza ha conseguido relativizar o, cuanto menos, situar en otra perspectiva.

Comencemos por lo importante o lo que a mi juicio debe quedar claro tras contemplar la cubierta: A orillas del Guiniguada no es una biografía de Pildain, no es un panegírico ni una diatriba hacia quien ocupó la cátedra de Santa Ana durante tres décadas. El objeto de interés de esta ficción no es la figura del obispo, sino la imagen que sobre él conservan algunos personajes de la novela, empezando por quien aparece como su fiel mano derecha durante muchos años: Rafael Vera. Es más, el retrato que llega a los lectores del lezoarra está compuesto por la información que ha seleccionado y recreado el narrador después de haber entrevistado a muchos que conocieron al que tenía previsto que fuera el protagonista de la novela que se ha propuesto componer. Su intención es replantear el alcance de una personalidad llena de claroscuros, cargada de los conflictos propios de muchos coetáneos que se vieron en la disyuntiva de elegir entre lo que querían y lo que podían hacer. Busca dirimir dónde empieza la verdad y dónde la leyenda de quien fue capaz de desairar a un dictador y, al mismo tiempo, ser inclemente con un alabado escritor: «Era mucho [lo leído sobre Pildain], y todo tenía el mismo cariz, y además estaba afectado por un exceso de alabanza o de reproche, lo que me predisponía para elaborar algo repetitivo e inútil. […] Yo quería rehacer el rastro de su personalidad impreso en la vida de los isleños en una época tan dura como fue la posguerra. Y eso no cabía en un repositorio de aciertos y errores, o en un memorando de intenciones meritorias. Lo que yo pretendía solo cabía en una novela, donde, convertido en personaje, trasluciera su condición de hombre de carne y hueso» (11).

Importa, pues, que quede claro que no hay deudas con la verdad en esta novela, como no las hay en ninguna obra de ficción. Hubo un Rafael Vera Quevedo, que fue secretario particular de Pildain, y un Antonio Limiñana López y un Matías Vega Guerra, que fueron presidentes del Cabildo de Gran Canaria; y un Víctor Doreste Grande, un Mateo Múgica Urrestarazu y un Andrés el Ratón, quien paraba en esa especie de café de doña Rosa de La colmena que era el Bar Polo. Tras estos nombres hay biografías reales, vidas demostrables por sus relevantes hechos, existencias verificables que, en el producto literario, quedan supeditadas a la trama. Están todas al mismo nivel que una Eugenia Beltrán, personaje presente en Isla feliz y que tiene un referente inspirador en el momento histórico de la novela; o, situándonos en el extremo que representa la ficción dentro de la ficción, una doña Justa y una señá Benina, quienes se acompañan mutuamente al Palacio Episcopal y a la Casa Museo Pérez Galdós «para conducir a sus respectivos mentores hasta las aguas piadosas de la Misericordia» (306) en la imaginación de un relator que es consciente de la libertad que tiene para tomar de la realidad lo que le interesa y amoldarlo.

Los informantes a los que ha preguntado el narrador durante la fase de documentación para su libro le han ofrecido un retrato tan personal del prelado, tan particular, que se hace necesario el establecimiento de pautas que marquen el carácter individual de la aportación. La tabla de contenidos del libro refleja esta circunstancia cuando ofrece la división en dos grandes bloques de la materia novelesca: por un lado, están los testimonios que provienen de quien estuvo muy cerca de él durante bastantes años, el citado Rafael Vera (19-263); por el otro, los de muchos que, desde su conocimiento del personaje, ora directo, ora referencial, tienen algo positivo o negativo que decir sobre el vasco (265-308). Esta disposición encuentra su razón de ser en la observación que le hizo llegar el secretario: que complementase todo cuanto le iba a decir con la versión de otros informantes, pues «Pildain fue uno y poliédrico […] Yo le voy a hablar de la unidad y usted va a quedarse con el poliedro» (16).

En el complejo mosaico donde ha de verse al malamañado obispo, como diríamos por estos lares, encajan las declaraciones recibidas con independencia de cuál sea su fondo. Todas muestran un trazo admisible para configurar al personaje y cumplen con la observación que el sacerdote Sotero Morales traslada a su amigo, nuestro narrador, al hilo de la veracidad de la información que va a recibir y manejar: «¿Y qué historia no es subjetiva? ¡Incluso la que cuenta uno sobre sí mismo! […] Ni en el sacramento de la confesión, donde la confianza se supone extrema, hay transparencia. […] Lo que podemos hacer en algún caso es pasar de una verdad subjetiva parcial a una verdad subjetiva más amplia, pero esperar que lo que contamos sea el reflejo de lo sucedido es de la misma magnitud que la fe del carbonero» (13).

Este paso a “una verdad subjetiva más amplia” se verá allanado con el enfoque que se aportará a su escritura y que le permitirá al narrador asumir ciertas licencias creativas que darán paso a vías de exposición de los hechos que, a mi juicio, son un muy destacable acierto de Juan José Mendoza. Los testimonios se recrean, se literaturizan y, en consecuencia, adquieren una proyección de la materia diferente, más acorde a la impresión emocional, a la perturbación del intelecto ante la belleza formal de momentos que no dejarán indiferentes a los lectores de esta prodigiosa novela. Llegan ahora a mi recuerdo, como fragmentos para una antología sobre la obra que nos reúne, el abrumador pasaje donde se habla de los barrios palmenses de San Juan y Vegueta, tan próximos y, a la vez, tan distantes entre sí (56-59); los perturbadores monólogos de doña Justa (45-49), Pancho Coruña (55-56) y el Corredera (203-205); la turbadora exposición de Argelio e Isidro a Rafael Vera sobre cómo el obispo paró un camión que llevaba condenados a la sima de Jinámar (99-105); o, para no monopolizar el espacio con estas invitaciones, los intensamente líricos capítulos “Galdós. Realidad” y “La Primavera”, dos memorables piezas de la novela que merecen toda clase de atenciones por parte de los lectores. En la primera, los personajes que intervienen (Rafael Vera y Eugenia Beldrán) funden sus expresiones individuales con extractos protagonizados por el personaje galdosiano Augusta Cisneros. Un ejemplar anotado de Realidad de Eugenia, extraviado en el despacho de Pildain durante una visita, sirve para configurar la hondura de un conflicto entre el deber y el querer. En la segunda, asistimos a una febril secuencia de instantes vitales del obispo que giran en torno a la desnudez de la escultura ubicada a orillas del Guiniguada. Estas imágenes provienen de una agitación constante que impiden al obispo descansar. «Si he de condenarme porque el sueño debilita mi voluntad de mantenerme ajeno a la lujuria, que así sea, Rafael» (193). Así comienza el episodio.

En uno de estos caminos trazados por la invención, aparecen Pildain y Vera, cual don Quijote y Sancho, cabalgando por la Gran Canaria de la miseria, el hambre, el miedo y el dolor que dejan una guerra y sus consecuencias. En los capítulos con enunciados espaciales (“Gando”, “Agaete”, “Jinámar” o “El sur” –con su impresionante “Arroró de los tomates”, un canto sobre las desigualdades–), esta contemplación adquiere la connotación de particular vía crucis del prelado donde cada parada es una estación en la que se ahonda en la sinrazón y la impotencia. El intenso deseo de justicia, entendiendo por tal el cese de las calamidades que contempla, le conduce a una suerte de combate con los molinos que “unamunizará” al prelado frente al poder devastador que se ha asentado en España, sobre todo tras el conflicto bélico: la carta que envía Pildain a Mateo Múgica (113-120) es muy explícita a la hora de dar cuenta de las dudas y conflictos que le produce la manera de actuar del bando nacional. En esta convincente lucha, en una magistral analogía con la novela cervantina, terminará siendo “quijotizado” el siempre comedido Vera, quien fue desterrado de España durante un año por el sermón que dictó en la misa del día de Todos los Santos de 1955, donde habló de los principales defectos del Gobierno franquista y logró crear un estado de opinión adverso entre las autoridades presentes en el acto: «Aquí está la mano del obispo. Esto es una epidemia que terminará extendiéndose por todas las parroquias de la isla. Desagradecidos, eso es lo que son estos curas antipatriotas. Así desprecian la mano que les da de comer» (299-301).

Detrás de los criminales surge, para desespero del obispo, la sombra de una Iglesia fundada sobre las atenciones a los desfavorecidos que muestra un grado de adhesión al régimen que va más allá de las simples precauciones para evitar daños a la institución y sus integrantes. La conocida “Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra en España”, fechada el 1 de julio de 1937 y promovida por el cardenal primado, Isidro Gomá, tras una petición formal del general Franco, supuso el establecimiento de un sólido vínculo de la Iglesia española con los sublevados. Tras la victoria de estos, se utilizó como una suerte de concordato que permitió a las instituciones gubernamental y religiosa convivir en una relativa armonía durante toda la dictadura. La firma de Pildain en el documento, atento a esa miseria, hambre, miedo y dolor apuntados, se convierte en una losa enorme que aplasta su conciencia, regida por una sólida firmeza en su muy profunda fe. La carta al Nuncio Apostólico (190-191) es una muestra de esa constatación de la incoherencia que percibe y donde se vislumbra que, señalando a los laicos, no deja de implicar a los religiosos.

En el capítulo “Galdós. Tormento”, páginas 242 y 246, se recrea una conversación entre Rafael Vera y Mateo Manrique de Lara, el hijo de Paquita Alvarado. A mi juicio, es este uno de los momentos más destacados de la novela: por un lado, porque queda bien trazada la posición del obispo ante la institución que representa: «Para él la Iglesia era una madre, y ¿qué hacer cuando se ofende o se menosprecia a una madre? Reaccionar con rabia sin que llegue a pecado», le dirá el secretario. Los que contravienen con sus actos la doctrina social de la Iglesia, la están atacando y él no puede permanecer callado (de ahí la pastoral que los quejicosos en 1946 pudieron llegar a calificar de “antifranquista”). Y lo mismo ocurre con los que actúan a espaldas de sus dictados organizando “espectáculos y bailes lascivos”, permitiendo que los turistas se exhiban en las playas o apoyando la creación de recintos, como el dedicado a Pérez Galdós, que sirven para homenajear a “enemigos”. De alguna manera, ellos también son agresores de su amada casa.

En ese señalamiento de beligerancias entra la segunda razón de la importancia que el referido diálogo tiene: que sitúa con precisión, con esa exactitud que se puede permitir el narrador de una ficción, el lugar por donde cabe encajar la forzada imagen del anticlericalismo de Galdós. El camino que se traza sobre esta cuestión representa, a mi juicio, otro de los incuestionables aciertos de la novela de Mendoza, pues no se busca el desdoro del prelado por sostener una opinión contraria a la que a día de hoy asumimos como válida. La respuesta que Mateo da al secretario cuando este le apunta que, a juicio del obispo, el escritor se había ensañado en sus novelas con todo lo que sonara a Iglesia refleja, de alguna manera, la posición que aceptamos sobre este asunto: «Galdós censuraba a la Iglesia conservadora y poderosa, a los curas perezosos y vividores, y quienes leíamos sabíamos distinguir entre lo que se contaba en sus historias y la conducta de los curas de nuestro alrededor. Nunca asociaremos al tarambana de Pedro Polo con los sacerdotes obreros de Gran Canaria que se fueron al sur a convivir con la aparcería. No hacía falta la prohibición. Las novelas de Galdós no eran un catecismo para los anticatólicos» (244).

Las mujeres galdosianas de la novela, Eugenia Beltrán y la citada Paquita Alvarado, afines al círculo selecto del obispo, también defienden a su modo esta observación; y lo mismo ocurre con la sociedad canaria que impulsó la creación de la Casa-Museo Pérez Galdós; y, con la distancia prudencial por la posición que ocupa, el propio Vera, quien le reconoce a Mateo que llegó a decirle a Pildain: «Quizás debería rebajar ese enconamiento que tiene usted contra Galdós. Su inteligencia ya debería darle para reconocer que se trata de un gran escritor, aunque los católicos no hayamos quedado bien en la foto con que nos ha inmortalizado en sus novelas. Pero sus personajes son curas de cartón, señor obispo, por muy bien que los haya retratado la pluma del escritor. Tenga por seguro que si él hubiera tenido que escribir sobre usted no le hubieran faltado elogios» (245).

Visto el asunto con la debida perspectiva, más que un problema con el escritor, el conflicto lo tuvo el vasco con Electra, la obra de teatro de Galdós estrenada en 1901. Esta tesis viene reforzada por la existencia de un capítulo en la novela “Galdós. Electra”. Es el último del bloque de testimonios recreados de Rafael Vera. En él, Pildain y Galdós hablan. La disposición de sus intervenciones es la propia de un texto teatral. En este pulso intelectual de los personajes, las razones del obispo quedan condicionadas por las formas. Su vehemencia, su rabia contenida… le impiden atender a la clave principal del mensaje de su oponente: «Le recuerdo que creo en Dios como el más fiel de los españoles católicos. […] Tanto creo que me veo en la necesidad de limpiar las impurezas con que se ha enmarañado la fe auténtica» (261).

Aunque la imagen del obispo pueda parecernos, en ocasiones, un tanto histriónica cuando exterioriza con ímpetu su ojeriza hacia todo lo que tiene que ver con Galdós (sus obras, el interés de muchos por leerlas, el deseo de no pocos por defender su figura, etc.), lo cierto es que esta intensidad con la que se aplica es muy similar a la que exterioriza cuando, por ejemplo, se enfrenta a las autoridades con el fin de que cesen las desapariciones y ajusticiamientos de los contrarios al régimen. Mendoza consigue en este sentido una suerte de admirable equilibrio a tenor de lo polarizada que está la figura del obispo, donde parece no encontrar sitio alguno el término medio.

La realidad vista como un segmento se nos muestra bajo el aspecto de una línea con dos límites irreconciliables, distantes, incapaces de saber el uno del otro porque tienden a alejarse en su irreprimible deseo de prolongarse, acrecentando así cada vez más la separación. Pero esa misma vida entendida como una curva que se va cerrando mueve a considerar que será irremediable que los extremos lleguen a unirse. Entré en A orillas del Guiniguada con el presupuesto de que habría un segmento que situaría en los extremos al escritor y al prelado; y, tras recorrer las páginas donde habitan la miseria, el hambre, el miedo y el dolor, salgo con la armónica sensación de que es una circunferencia lo que hay. Sin que sea posible hablar de afinidad entre los dos, quizás convenga apuntar la relatividad de sus diferencias. Es imposible no verlos, bajo la consigna de esta propuesta literaria de Mendoza, horrorizados, impotentes y profundamente preocupados ante esa España de la Guerra Civil y la que trajo consigo la dictadura.

Algo de verdad tiene la sabiduría popular cuando afirma que los extremos se tocan. Se me ocurre imaginar que, en última instancia, eso fue lo que debió pensar el narrador tras considerar que esa novela que quería componer solo podía asentarse a orillas del Guiniguada, donde está el obispado, la catedral, el bar Polo, La Primavera, la Casa de Colón, el Gabinete Literario y la Casa-Museo Pérez Galdós. A orillas del Guiniguada hay una parte de la historia de Gran Canaria que giró de un modo u otro en torno a la imagen que Pildain logró transmitir a sus contemporáneos. Galdós fue el elemento más discordante del retrato porque quizás fue el que más se echó de menos. ¿En qué episodio nacional no habría un lugar para él? ¿En qué novela no hubiera tenido un hueco? Tras leer la excelente obra de Mendoza, no puedo dejar de dar la razón a Rafael Vera cuando le dice al obispo: «Tenga por seguro que si él hubiera tenido que escribir sobre usted no le hubieran faltado elogios».