I
Buena gente. Esa es la impresión más remota que tengo de Alexis Ravelo. De la primera mitad de la década de los noventa, cuando habitaba por la Facultad de Filología de la ULPGC y él, en ocasiones, aparecía por la cafetería del campus. Es una imagen muy lejana, lo sé; pero no se me ha borrado. Apenas nos hablábamos. Nuestra proximidad provenía de terceras personas. Mi recuerdo, avivado por el impacto, dice que ese nexo circunstancial era Antonio Becerra (en la actualidad investigador, escritor y docente de la mencionada institución palmense), cercano por aquel entonces al grupo de estudiantes del que podría decirse que yo formaba parte. No lo puedo confirmar. Quizás piense en él porque sé de la prolongada amistad que ambos han mantenido y de lo mucho y excelente que juntos han llevado a cabo. Uno fechas con lugares, lugares con sucesos, sucesos con rostros, algunos permanentes en mi experiencia vital del momento o, como me sucede con nuestro admirado escritor, puntuales, dados muy de tanto en tanto. De ese cosido, me quedó para el padre de Eladio Monroy la marca de “buena gente” con la que siempre le he calificado.
Cuando en 2002 dejé a un lado mi etapa en la referida universidad, hacía tiempo que le había perdido la pista. No conocí su periplo hostelero ni los acertados pasos que iba dando en el ambiente literario del momento. Desapareció por completo mi noción de su existencia hasta aquel otoño de 2006 en el que, gracias a Jorge A. Liria y el sello Anroart Ediciones, y contando con el firme asesoramiento del mentado Antonio Becerra, se embarcó en el navío que le habría de conducir al reconocimiento que en la actualidad ha conseguido como escritor y, de paso, como persona. Con Tres funerales para Eladio Monroy, volvió a mi memoria su rostro y, con él, ese «buena gente» que ahora venía acompañado de un grato y sorprendido «vaya, pero qué bien escribe». Normal. Hasta ese momento, era para mí un perfecto desconocido a pesar de que había publicado en 1999 un extraordinario libro de piezas textuales y cuentos, Segundas personas, que le editó el Cabildo de Fuerteventura [que podría verse como un ancestro lejano en el tiempo de lo que tres lustros más tarde, aproximadamente, sería La otra vida de Ned Blackbird (2016), para mí la mejor obra de Ravelo, quizás porque la interpreté en su momento como una desceñidura o porque ha sido la que con más claridad me ha demostrado la inmensa capacidad que tenía este autor para ir mucho más allá de las fronteras del género negro con el que ganó renombre] y de que antes del verano de ese dichoso 2006, en Baile del Sol, viera la luz una colección de relatos bajo el título Ceremonias de interior que, confieso, aún no he leído —a pesar de tenerla entre mis desbordantes deudas lectoras— por haberme “despistado” con la fecunda producción posterior a la célebre historia del marino jubilado entretenido en quehaceres detectivescos. Aun así, estoy convencido de que es un excelente título por simple deducción: si el primero es muy bueno, y lo mismo cabe apuntar sobre el tercero, el cuarto, el quinto, etc., razonable es concluir que bueno ha de ser el segundo, ¿no?
Debo reconocer que Tres funerales para Eladio Monroy fue para mí una obra revolucionaria. Sin ser ni de lejos la más destacada dentro de su brillante producción y asumiendo que la versión de entonces, la primera, requería de no pocos ajustes —labor que acometería con la editorial Alrevés en posteriores reediciones del título—, lo cierto es que descubrí en las páginas de esta novela que me encontraba ante un narrador impresionante, un escritor que tenía muy claros los fundamentos mínimos para consolidar un estilo propio, una marca muy personal que habría de servirle para que, con el tiempo y la sucesión de obras, se convirtiera en una categoría literaria por sí mismo. Valoré de un modo singular esa sencillez contundente y bien sujeta de su prosa, ese saber cómo captar la atención diciendo lo justo y necesario, esa capacidad para ser preciso en las descripciones, relatos y exposiciones; alabé la articulación de la trama, la estructura del producto, que contribuía a cohesionar los contenidos narrativos de un modo ágil y lógico —todo se desarrollaba tal y como debía desarrollarse—; admiré la redondez de unos personajes que enseguida supieron ganarse un lugar en nuestra conciencia lectora a pesar de que, por momentos, podían dar la impresión de ser estereotipados; y me adherí sin cortapisas, sin dobleces ni flaquezas a su actitud beligerante contra los abusadores —sean de la condición que sean— y a su defensa de los más desfavorecidos. Me sentí identificado con su manera de concebir el compromiso que, como autor, consideraba que debía asumir con la sociedad a la que tenía claro que pertenecía y a la que nunca renunció ni apartó de su lado, ni tan siquiera cuando, siendo ya una celebridad, podía haber sucumbido aunque fuera mínimamente al ego ensoberbecido.
Me vi reflejado en esa conciencia social que mostraba en Tres funerales y que luego, como peculiaridad estilística, estuvo siempre presente en su obra; un pensamiento, una actitud, una posición que, además, trasladó a todas las actividades que llevaba a cabo y que iban más allá del acto de escritura, y es importante que se destaque esta circunstancia porque da cuenta de que la suya era una postura real, verdadera, afín a su manera de ser. Nadie más coherente en este sentido que Ravelo: la lealtad hacia las ideas de igualdad, progreso y justicia que manifestaba y plasmaba en cada uno de sus actos diarios estuvo presente de un modo u otro en su producción literaria. Fue así como, con el tiempo, quizás sin percatarse de ello, fue convirtiéndose en una suerte de portavoz de un creciente grupo de lectores; un representante que, en nuestro nombre y a cuantos quisieran leerlo por primera vez, hablaba —entre retóricas y poesías— de conciencia, decencia y transparencia social, o sea, de aquello que siempre hemos defendido desde las particulares periferias que nos amparan. Tras el componente lúdico que toda ficción demanda y el consecuente propósito de entretener al receptor, había en Alexis Ravelo un alma contestataria contra la tiranía, la injusticia y la corrupción que condicionaba una escritura que debía gestarse en torno a esa «amenidad e incomodidad» a la que aludía en el prólogo de Algunos textículos (Anroart, 2007). La suya era una prosa social equivalente de algún modo a la de los poetas de mediados del siglo XX que protestaban contra las tropelías de la dictadura y reclamaban la libertad en el más amplio y noble sentido, y no en el manipulado y dañino con el que se utiliza hoy en día por parte de muchos que —todo hay que decirlo— pertenecen a ese grupo de abusadores señalados como nocivos por el escritor canario, quien siempre tuvo a bien enseñarnos que «a los poderosos no se les respeta, se les vigila», como afirmaría en una autobiográfica entrada de su blog (alexisravelo.wordpress.com) en abril de 2013.
Aquellas impresiones iniciales de Tres funerales para Eladio Monroy han estado vigentes a lo largo de los dieciséis años que ha durado mi relación como entregado lector a la obra de Alexis Ravelo: lo último que leí de él, admiré y sobre lo que me pronuncié fue Los nombres prestados, de 2022. De ahí esa percepción de revolución que anoto a posteriori. Soy consciente del afortunado camino que han recorrido las prosas del escritor desde entonces y, con ellas, las horas que les he dedicado como receptor y que, sin duda, no dejaré de concederles. Intuyo que no tanto porque se haya convertido en una referencia indiscutible dentro del llamado género negro, sino porque hizo de la negritud una manera de forjar una percepción del mundo. En una entrevista al periódico La Vanguardia hace un año justo, afirmaba que, para él, la novela negra «trata sobre la violencia, especialmente la individual, y la utiliza para indagar en la realidad, incomodarse e incomodar al lector respecto al mundo en el que vive. Trata de la propia relación del ser humano con la violencia, la postura que adopta ante ella. Y sirve para hacer preguntas sobre cosas muy esenciales, la justicia, el bien, el mal, si existen o no, la relación entre fines y medios». Es aquí donde puede que se encuentre la clave de su reconocimiento: logró acercarnos a estos debates transcendentes de un modo cercano, generoso, desenfadado y muy consciente de que la literatura debe ser un espacio para ensanchar corazones y acrecentar esperanzas, un lugar en el que ha de ser posible el compromiso y la toma en conciencia de que, de alguna manera, siempre ha de haber una solución a cualquier conflicto (si no buena, pues menos mala), aunque sea inevitable que todo —como la vida misma—quede supeditado al condicionante que representa el azar, un factor omnipresente en sus historias.
II
Tres funerales para Eladio Monroy fue una revolución personal, sí; y también editorial, de manera principal en Canarias. Es posible que no sea la novela que más ejemplares ha vendido en nuestra tierra —no tengo cifras para poder hacer afirmaciones o negaciones al respecto—, pero es la que supo mostrar de un modo claro, indubitable, incuestionable, cómo debía (y debe) fajarse un autor desconocido y con mucho talento en el siglo XXI para triunfar: con constancia, con humildad y con libertad. Alexis poseía los tres sustantivos y como además era bueno —muy muy muy bueno— en lo que hacía, fue inevitable el éxito. Él lo contaría mejor en el ya referido y muy recomendable texto abrileño: «No teníamos (ni el editor ni yo) dinero para promociones, ni hubo gran impacto en los medios de comunicación ni contábamos con apoyo institucional. Sin embargo, la novela se vendió bien y empezó a tener buenas críticas. El público la respaldó y, sin que nosotros lo supiéramos, los profesores de enseñanza media comenzaron a recomendarla como lectura a alumnos a quienes además les gustaba. No había trampa ni cartón, no había apoyo institucional, sino una comunicación inmediata entre texto y lectores. Si hay algo de lo que esté orgulloso es precisamente de eso». Casi sin proponérselo, con ese cariño, esa bondad y esa particular alegría que desprendía en sus charlas y talleres —muy bien las recuerdo porque en no pocas estuve presente— supo hacer buenos estos mágicos versos de Pedro Lezcano: «Mis palabras son de todos, / si no ¿para qué las quiero?».
Tres funerales se convirtió así en una obra conocida, leída y alabada. ¿Los motivos? Sin duda, muchos, pues variados suelen ser los intereses lectores; pero de todos, uno adquiría un singular valor: su extraordinario manejo del idioma cotidiano, que tan bien era recibido por sabios como por nescientes. Parafraseando un fragmento del tercer capítulo del Quijote de 1615: «Porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que apenas han visto algún marinero-cocinero, cuando dicen: “Allí va Eladio”. Y los que más se han dado a su lectura son los alumnos: no hay antecámara de docente donde no se halle un Tres funerales…, unos le toman si otros le dejan, estos le embisten y aquellos le piden». Logró esto gracias a la constancia (muchos institutos visitó, muchas charlas ofreció, muchos encuentros con lectores de toda clase desarrolló, en no pocas actividades de animación a la lectura participó, etc.), a la modestia que le condujo a proclamar sin postureo alguno que era del «barrio de Escaleritas (en la zona más humilde, la de los bloques del Patronato Francisco Franco) de Las Palmas de Gran Canaria»; y a la libertad, su más preciado estandarte: «Tampoco tuve nunca que dejar de decir lo que pensaba en política para que una determinada institución me hiciera un determinado encargo. Nunca fui vocero de partido alguno ni mentí sobre mis convicciones para que me dieran trabajo […] Eso supuso que algunas instituciones no me llamaran para trabajar, pero que, cuando alguna solicitaba mis servicios para aportar un texto a un volumen, impartir un taller o diseñar una actividad de dinamización lectora, era porque realmente pensaba que era una persona competente para esos fines y, en cualquier caso, sabía que llamaba a una persona independiente que no se callaba ni debajo del agua. Y en esto incluyo a la izquierda, a la derecha, al nacionalismo, a los Rosacruces y a la Santa Inquisición». (Citas extraídas del ya referido artículo de abril de 2013.)
Lo que sigue es bien conocido: seis títulos más recogieron las andanzas de Eladio Monroy, las cuatro primeras en Anroart Ediciones y las restantes en Alrevés; unos cuantos más se destinaron a crear (eficazmente) nuevos lectores desde Anaya Juvenil, sobre todo, y desde sellos canarios como el de Jorge A. Liria (La princesa cautiva [2008] o Las fauces de Amial [2010]) o CamPDS (La fuga, 2009); antes de que le catapultaran a la fama dentro del panorama de las letras hispánicas La última tumba y La estrategia del pequinés (ambos de 2013) y Las flores no sangran (2015), había publicado en Anroart tres extraordinarios libros que mostraron la inmensa calidad que atesoraba y por qué estaba llamado a ser uno de nuestros grandes escritores: Algunos textículos (2007), La noche de piedra (2007) y Los días de Mercurio (2010); y había depositado en Siruela un legado merecedor del más efusivo reconocimiento por parte de cuantos se consideren protectores, difusores y amantes de la lengua y literatura españolas, a saber: un relato corto que, con aroma canario en su expresión y ambientación, vio la luz en 2017, en un recopilatorio llamado Tiempos negros, bajo el título “El centro del olvido”; y cinco impresionantes novelas: La otra vida de Ned Blackbird (2016), Los milagros prohibidos (2017), La ceguera del cangrejo (2019), Un tío con una bolsa en la cabeza (2020) y Los nombres prestados (2022).
III
En estos intensos años que han pasado desde la primera vez, no he tenido que modificar ese «qué buena gente» ni el «qué bien escribe»; en todo caso, me he visto obligado con felicidad a intensificarlos y, a tenor de sus quehaceres, ha sido necesario añadir una nueva expresión: «qué ejemplar». Contemplo lo que nos ha dejado Alexis Ravelo y siento que no puedo desatender a lo que la verdad empuja por declarar porque para la ficción no son estos momentos. Miro su breve periplo vital con zozobra, pues estoy convencido de que había conseguido dar con esa fórmula de alquimia literaria que le permitía convertir en oro cuanto la inspiración le hacía sembrar en sus borradores. Encontró el punto exacto donde todo es capaz de fluir de un modo imparable y feliz; y con esta convicción me aprestaba al siguiente título, el que se suponía que debía ver la luz este año. No sé dónde leí que pensaba retroceder unos años en el tiempo de Los nombres prestados para situarnos en la Transición. Hablo de memoria. Asumiendo las excelencias de lo recreado, pienso: y si la que hubiera seguido a esta ignota se remontara a la dictadura y la uniéramos en un extremo con la Guerra Civil a través de Los milagros prohibidos, el conjunto resultante constituiría en sí mismo una inmejorable crónica ficcional del siglo XX español. Y es aquí cuando las sombras de Galdós y Almudena Grandes que acompañan esta elucubración me llevan a concluir que, visto lo que ha dejado e intuyendo lo mucho y bueno que todavía nos tenía que dar, sin duda alguna, cuánto con su pérdida hemos perdido.
A este sentimiento de aflicción le sigue el de gratitud, pues su contribución a crear lectores, a forjar amantes de la literatura (de la buena literatura) y a moldear admirables voluntades escritoras ha supuesto una incuestionable revitalización de nuestras letras y, con ello, de todo cuanto tiene que ver con los libros. El portador de talento, constancia, humildad y libertad ha hecho más por el arte de las palabras bellas —al menos en esta tierra, con tantas deficiencias educativas y culturales en según qué sectores poblacionales— que muchos de los más encumbrados (a la par que encopetados) literatos y académicos, quienes desde sus elevadas peanas han llegado a perder la capacidad de darse cuenta de cuán imperceptibles son. Invisibilizados en sus círculos cerrados y elitistas, un buen número de los señalados y no explícitamente nombrados fueron los que —quizás persuadidos por el principio de que hay que dirigirse en todo momento a la «la inmensa minoría»— vieron en Alexis Ravelo una amenaza; y a pesar de que nuestro autor acertó al afirmar, en el mencionado texto de 2013, que aquí cada uno iba a lo suyo y que había entre los escritores de Canarias, por lo general, un trato cordial y generoso («Nos alegramos de los éxitos ajenos e incluso, si podemos, contribuimos a ellos. Apoyamos, siempre que podemos, a los que van empezando y respetamos muchísimo el trabajo de los demás»), no es menos cierto que detractores no le han faltado. ¿Por envidia? No lo sé. No lo tengo claro. Es posible que focalizaran en él un enfado dirigido en realidad a los lectores (como cuando se destituye al entrenador de un equipo acostumbrado a perder por no poder echar a la calle a todos los jugadores). Sea como fuere, él consiguió algo que muchos con abultados currículos y deformados egos jamás podrán aspirar a conseguir: que todos, jóvenes y no tan jóvenes, con independencia de su formación cultural y académica, al margen de su condición, procedencia, ideología, ocupación, etc., sepan quién fue (qué difícil se me hace usar el pasado) Alexis Ravelo. Guste o no, es el autor canario del siglo XXI más conocido, y no solo aquí, en nuestra tierra, sino incluso —y de qué manera— fuera de ella. Y todo lo consiguió gracias a su talento, su constancia, su humildad y su libertad.
IV
Cuando la tristeza se aquiete y la conciencia asuma que no volveremos a tener otro como él, magnífico en tantas cosas, quizás convenga hacer algo para que su legado perviva. La comprensible gratitud y admiración que lectores, escritores y editores querremos manifestar en los próximos encuentros librescos de este año (Día de las Letras Canarias, Día del Libro, Feria…), que sin duda vendrán condicionados por el enorme resplandor que desprende la figura de Alexis Ravelo, no debe quedar en un eco, en una reverberación del golpe emocional e intelectual que ha supuesto para todos su marcha. No podemos permitir que el olvido, la desidia o la indolencia conviertan al escritor en una fugacidad; en alguien que llegó a nuestros corazones, alimentó nuestra conciencia, nutrió nuestro conocimiento, entretuvo nuestras horas haciéndonos pasar muy buenos momentos y… poco más; que quede su obra, lo que fue y lo que representó en el trastero de la memoria, y que tengamos que esperar a que cada cierto tiempo, como el que espolvorea dádivas, se le rinda un homenaje. No. No podemos aceptar que lo que nos ha dejado dependa del albur; o, en el peor de los casos, supeditado al capricho de los que, por sus acciones u omisiones, pueden llegar a encarnar a la perfección todo aquello que nuestro autor detestaba.
Hay muchos lectores que atraer, muchos amantes de la literatura (de la buena literatura) que convencer y muchas voluntades escritoras que moldear siguiendo las directrices de quien nos ofreció una obra que hay que seguir defendiendo a través de su difusión (escolar, principalmente) y, sobre todo, del estudio riguroso por parte de especialistas. Alexis Ravelo ya es una categoría literaria. Hay que dejar constancia en repertorios académicos de los mimbres con los que articuló una producción que a tantos sedujo y de cómo —desde el compromiso más firme— hizo suyos los versos de Celaya cuando convirtió sus novelas en armas cargadas «de futuro expansivo». Es pertinente estudiar la amplísima bibliografía que atesoran las páginas de sus libros, que constituye una biblioteca de influencias necesarias para conocer el fondo literario e intencional de Ravelo, pues los títulos y autores nombrados obedecen a una voluntad clara, medida, nada caprichosa. Tras cada referencia, hay un mensaje encubierto que conviene no desatender porque permite detectar en el texto creativo diferentes niveles de lectura, lo que no deja de ser una señal propia de las obras que son clásicas o están llamadas a serlo. Hay que ver detrás de cada mención el honrado propósito que justifica su inclusión («Suelo confesar mis influencias. Lo considero un gesto de honestidad y de gratitud hacia la tradición, además de un favor que evita trabajo a los críticos, sobre todo a los de tendencia hermenéutica», apuntó en La noche de piedra) y la feliz aprehensión de lo que Borges proclamó y que los lectores asumimos como palabra de ley: «Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído».
Espero que los homenajes que se merece nuestro autor sean constantes sin llegar al hartazgo, enriquecedores y alejados de cualquier protagonismo que no sea el que toca, o sea, el del escritor que ya echamos de menos. Me gusta pensar que él, en vida, supo de la admiración que causaba y de lo agradecidos que siempre le hemos estado sus lectores. ¿Estuvo al tanto de que había una legión de leales pendientes y al día de sus quehaceres literarios; y de que muchos, muchísimos, en las aulas y las bibliotecas, en las librerías y en los ateneos, en los medios y en la calle, apreciamos el tenerlo a nuestro lado, dispuesto y afable en todo momento? A pesar de su bien merecida notoriedad —que en otros colegas de escritura con bastante menos lustre hubiese sido suficiente para trazar un enorme perímetro de inaccesibilidad—, no dudaba en acompañarnos, en estar ahí, donde hacía falta que estuviera, hablando de libros y de compromiso; demostrando una y otra vez, y sin defraudar, que nunca me equivoqué cuando en la primera mitad de la década de los noventa lo califique como solo voy a poder hacerlo hasta mis últimos días siempre que acuda a su preciado legado: buena gente.
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